sábado, 11 de octubre de 2014

Narradores Contemporaneos

La pasión explicada

Por; Juan Sasturain

La cuestión es que a Falucho, Selva lo deslumbró. Eso era una mina. Se animara o no a formular ante ella sus deseos más secretos, o se los revelara ella antes de que él mismo los supiera. Como haya sido, no importa. Quedó ahí, pegado. Y ella curiosamente también, aunque de otra manera.

La densa Selva tenía un cierto modo de no estar del todo. Su cualidad seductora consistía en obtener el máximo de entrega sin ofrecer equivalente. Si siempre la seducción es poker, esgrima, oferta y escamoteo, promesa demorada, Selva agregaba la incertidumbre de sus zonas oscuras. Parecía estar y estaba, pero nunca entera. Intensa pero intermitente, siempre dejaba margen para que la supusieran, la temieran repartida.

Falucho había aprendido de oídas y sin tiempo de verificarlo con experiencias concretas, ciertos conceptos básicos que solía repetir entre iguales y menores como verdades reveladas de la vida, ya que las suponía emanadas, según su precario saber y entender, de una fuente irreprochable: la caterva de machos veteranos y mayoritariamente solitarios –perdedores por opción– que lo rodeaban o frecuentaba desde pendejo.

Según semejante cátedra, en el amor y la pasión –o como fuera que se llamase a lo que pasaba a veces entre hombres y mujeres– había dos tipos de relaciones o dos aspectos del vínculo: las formas recortadas y las difusas. Las difusas –más frecuentes y aconsejables– eran las relaciones ocasionales que no necesitaban de explicación en sus términos. Se basaban en sobreentendidos ancestrales y duraban simplemente desde que empezaban hasta que terminaban. Así nomás. Esa modalidad de vínculo liviano era difusa tanto por vaga como por difundida. Era la unidad de relación reconocida y neutra, sin contraindicaciones.

Una relación de forma recortada, le explicaron una vez –podía ser noviazgo, casorio o trampa– está siempre limitada por fechas concretas, un comienzo y un final reconocibles. Y eso, a veces –aprendió Falucho– depende de quién marque los tiempos. Que no son los mismos en las minas y en los tipos. Los hombres suelen marcar una fecha de arranque, que es cuando la pusieron o cuando se animaron a hablar y ella dijo que bueno. La de las mujeres suele ser anterior: cuando le apuntaron, cuando decidieron que iba o debía ser con ése. A la inversa, la fecha de cierre, el recorte del final, tampoco suele coincidir. Para los varones una relación termina el día que cerró o le cerraron la puerta o las gambas. Para la mina, no: o terminó mucho antes, cuando decidió poner al punto en rampa sin que se enterara; o mucho después, cuando agote finalmente su talonario de facturas. En esos términos o entre esos dos precarios polos descriptivos encuadraba sus relaciones el soberbio mulato. Así, para el joven Falucho, Selva fue una relación que, por contexto y malcrianza de machito ganador, supuso difusa, pero que en realidad, lo recortó. Lo recontra recortó. Hubo un antes y un después de ella. Le hizo y le dejó un agujero en el elemental rompecabezas de su vida sentimental, un hueco de varias piezas que nunca pudo encontrar después. Creyó saber cuándo había empezado, y no era cierto; pero tampoco supo cuándo eso había terminado. Luego de Selva, nada ni nadie le volvió a calzar igual.

La primera vez que Falucho tuvo acceso privilegiado al departamento de ella en avenida Colón fue un domingo de invierno a la hora de los partidos, con el fondo de la voz de Alfredo Aróstegui, el relator olímpico, en la radio encendida que inundaba el pasillo desde la puerta de al lado. No lo olvidaría jamás.

Hasta ese día sólo habían hablado tres o cuatro veces en El Purgatorio, el cabarute del Carabela, y cuando Selva lo encaró para encontrarse afuera, Falucho –intimidado– la invitó a La París. Ella fue sola a verlo un viernes, de pelirroja, se quedó un ratito y ante la sorpresa de él le propuso encontrarse el domingo a la mañana en Sao para tomar un café y después ir a comer algo. El pibe no entendía nada.

Ese mediodía Selva –el pelo casi blanco y corto para la ocasión– lo llevó a almorzar a la Munich, una cervecería de la calle Rivadavia en pleno centro, con paneles de madera y cuadritos con montañas nevadas, un ciervo apolillado con ojos de vidrio, un reloj cucú y mesitas de manteles a cuadros en reservados con butacas rebatibles de cuero marrón oscuro.

Comieron costillitas de cerdo con puré de manzana –una novedad para el pibe– y ella eligió el vino blanco.

Charlaron mucho. Charló él, en realidad. Menos el nombre de la maestra de cuarto grado, que no recordó al contar una anécdota con tizas y borradores, Falucho le dijo todo, le contó todo lo que quiso saber. De su madre, del barrio de El Martillo, de Beer Mayer, de los personajes más pintorescos del elenco de La París. Y Selva lo escuchaba como si le interesara.

Como ella no sabía de su trabajo de bañero, Falucho le habló de técnicas de salvataje, le contó anécdotas de playa apenas exageradas que la hicieron sonreír y al pasar mencionó al Dudoso Noriega.

–¿Dudoso? –se interesó ella.

–Así le dicen.

Selva bajó la copa de vino, la apoyó en la mesa:

–¿Y tu mamá cómo te dice?

–Scott, como mi viejo.

–Pero sos Falucho. Y se nota que te gusta ser Falucho.

–Sí.

Ella le puso la mano sobre la mano. Era la primera vez que lo tocaba:

–A veces es bueno cambiar de nombre.

–Pero vos sos Selva.

–A veces –la mano subió al pelo enrulado, lo rascó como a un perro–. Para vos, por ejemplo.

–Me gusta –se acomodó para que lo rascara mejor–. Selva, digo.

–Claro.

Cuando estaban comiendo el flan mixto él preguntó:

–¿Sabés nadar?

–Mejor que vos –dijo ella sin énfasis.

Y le contó durante diez minutos cómo había competido durante tres años representando a un colegio de un lugar que Falucho nunca había oído nombrar.

No le importó. No le importaba nada mientras Selva lo mirara así.

Se terminó el vino sin dejar de mirarla.

Tres cuartos de hora después, ella lo arrinconaba sin palabras en el ascensor que subía sin ruido casi, con un chasquido leve en cada piso. Un beso por piso, por chasquido. En el cuello, en el lóbulo de la oreja, en el pecho, en la nariz, mientras le tapaba la boca, no lo dejaba ni siquiera opinar.

Después lo llevó lentamente de la mano a lo largo del pasillo y Falucho recordaría siempre el rumor, los altibajos de la transmisión del fútbol que venía de la puerta contigua, punteada por el ruido de los tacos de ella que lo remolcaba fácil y apenas lo soltó un instante para abrir la puerta con la otra mano.

–Pasá, pichón –y lo empujó levemente.

Falucho ya estaba al palo, y ni siquiera registró el lugar limpio y bien iluminado. Pero notó que Selva, a sus espaldas, ponía mecánicamente la traba con cadenita de bronce y desconectaba de un tirón el teléfono apoyado en la mesita junto al sillón.

–Un poco de paz –dijo, inaugurando un gestuario que se repetiría cada vez–. Y vos no hagas nada, pichón. Dejame a mí.

El no entendió del todo, estiró la mano.

–Te dije que no. Quedate ahí.

Selva fue al combinado, se agachó y eligió un disco. Falucho la miraba. Empezó a sonar “Un’anno d’amore”, por Mina. Ella dejó caer el saco que tenía sobre los hombros y quedó con el estrecho vestido amarillo, de una sola pieza. Abrió un cajón y sacó algo. Volvió, bailando levemente, acompasada. El la esperaba, quieto. Ella le dio la espalda:

–El cierre, pichón.

El lo fue bajando y vio cómo se descubría la espalda limpiamente. No llevaba nada abajo. Apoyó apenas la mano. Selva giró mientras el vestido caía:

–Dame eso, te dije –y le cazó las dos muñecas–. Dejame las manos a mí.

Falucho obedeció.

Y lo que siguió esa tarde, mientras Mina tapaba en italiano la transmisión de Alfredo Aróstegui, fue casi una ceremonia ritual, con el tiempo muchas veces repetida.

Ella lo desvestía despacio, le besaba las palmas claras, se metía uno a uno los dedos en la boca, se acariciaba entre las piernas con el dorso oscuro de las manos.

–Quieto –le decía bajito cuando él insistía en tratar de responder–. Date vuelta.

Y le retorcía levemente la muñeca, lo hacía girar, darle la espalda.

Sin soltarlo, le acariciaba el culo, le metía la mano por abajo, le acariciaba los huevos:

–Flojito.

El se revolvía. Era como domarlo.

–Quedate quieto. Más flojito, pichón.

Y ahí lo ataba. O le ponía las esposas.

–¿De dónde sacaste eso? –dijo él esa primera vez, cuando sintió el metal frío, oyó el clac del cierre.

–Recuerdo de familia. Quietito –y le apoyaba las tetas en la espalda–. No te va a pasar nada.

Y lo usaba así, toda la tarde.

–Sos tan lindo, pichón –ella lo besaba despacito, iba bajando con la boca entreabierta y él gemía–. Todavía no, pichón, cuando yo te diga.

Y así cada vez. Falucho quedaba como loco.

Pero hasta ahí nomás. Gracias a la vida y al contundente Noriega, su mentor, Falucho sabía lo que era estar incómodo, desubicado. Vivía así. Hijo de madre sola de por vida, adoptado tácita, parcialmente por un bañero huérfano sin hijos e iniciado por esa esquiva dama sabia e intimidante, el dotado mulato –punto negro sobre fondo y figuras blancas– se acostumbró a ser más distinto que solo, a no ser parte de nada orgánico ni reconocido excepto la rutina fiestera de Los Cocoteros, a vivir asomándose a gentes, vidas y estructuras sin entrar del todo.

Así, asomado, de oídas, vistas e intuidas, fue como Falucho tuvo desde muy pendejo –entre otras cosas– posibilidades de conocer o al menos entrever por simple cercanía algunos de los aspectos menos folklóricos y más refinados (o sórdidos, si se quiere) del negocio del puterío. No tanto por Gladys y las chicas que lo iniciaron como si jugaran con él al doctor o al muñeco que se viste y se desviste, sino por lo que siguió. Sobre todo a partir –primero y lateralmente– de su relación con dueño del asunto, El Carabela; y después y para siempre, como resultado de sus entreveros frontales con Selva, inequívoca estrella fugaz de El Purgatorio, dueña y señora de sus actividades conexas y de su perturbado corazón. No hubiera, sin embargo o por eso mismo, sabido qué decir –si se hubiese animado de sacarla del secreto– respecto de ella. Estaba demasiado pegado a sus sentimientos.

Lo cierto es que Falucho tanto oía a Selva como oía sobre ella, y no siempre o casi nunca conjugaba en armonía las dos versiones. Tampoco eran contradictorias ni complementarias. Estaban desfasadas, corridas. Como armar un rompecabezas con piezas de juegos distintos. Pero así planteado todo resulta demasiado teórico. Y lo que había entre ellos era una primordial, sorprendente calentura, con rasgos iniciáticos en él, con resonancias redentoras en ella. Así de simple, así de complejo. En el caso de Selva todo es ambiguo, al punto que no es fácil deslindar historia y leyenda. Una historia y una leyenda de la que Falucho se abrió, precisamente, por un malentendido.

Aquel que sería el último domingo, Selva sorprendió a Falucho al citarlo directamente en el departamento de Colón. Esa vez no llegarían juntos tras comer por ahí sino que lo esperaba en casa. Así dijo: en casa. Sutil diferencia. Como el olor a comida que venía de la cocina cuando ella lo recibió con delantal amarillo y guante naranja, lo besó, lo acomodó mandona como siempre, pero esta vez para llevarlo a la rastra y sentarlo a la mesa minúscula de la cocina.

–Canelones –dijo.

Y abrió triunfal la puerta de un horno que el mulato jamás había visto prendido.

–¿A ver? –quiso él.

Ella asomó la Pirex que desbordaba salsa blanca apenas dorada.

–Como los que te hace tu mamá para el cumpleaños –y deslizó otra vez la fuente hacia adentro–. Falta un poquito.

Hubo un leve silencio, él no entendía:

–Pero no es ahora.

–¿Qué cosa? –ella estaba de espaldas, ya cortaba salame y queso con golpes secos sobre la tabla sin uso.

–Mi cumpleaños.

Selva se volvió, le puso un dadito de queso en la boca.

–Claro que no –hizo una pausa–. Es el mío.

Lo besó. Le agregó un pedacito de salame. El habló sin dejar de masticar:

–¿Cuándo cumplís?

Ella se volvió a la mesada:

–Cuando se me canta.

–Mirá vos... ¿Y cuántos?

Ella seguía con el queso y el salame, toc, toc. La cocinita era muy chica. El estiró la mano y le levantó la pollera:

–¿Cuántos? –y le tocó el culo.

Ella giró sonriente, cuchillo en mano.

–Eso no se dice –y movió el cuchillo.

Falucho le agarró la muñeca, se paró.

–El Carabela lo sabe y yo no.

–¿De qué hablás, pichón?

Estaban muy cerca. Ella tenía una manchita de harina en el mentón y los ojos repentinamente tristes.

–¿Cómo te llamás? El sabe cómo te llamás.

Y no la soltaba.

En ese momento sonó el teléfono. Falucho nunca lo había oído sonar.

–Hoy no lo desconectaste. ¿Esperás una llamada?

–Soltame.

–No. Decime vos –y apretaba.

El rápido rodillazo en los huevos dejó a Falucho sin aire. Se derrumbó lentamente y quedó tendido. Doblado, ocupaba la mitad del piso de la cocinita.

–Perdón –dijo Selva.

Pasó por encima de él sin soltar el cuchillo y corrió hacia el teléfono:

–Sacá los canelones, ya vuelvo.

Suele suceder en las parejas que lo que comienza como festejo termine como tragedia o al menos como desencuentro penoso. Y es lógico. Contra mejor o más prestigiosa opinión, las parejas felices –no hablamos de las familias– se parecen menos entre sí que las desavenidas. Porque en cada pareja feliz suele subyacer una laboriosa construcción –a menudo frágil y basada en amables falacias–, y es más o menos evidente que hay cierto grado de impostación y esfuerzo en sostener la esquiva felicidad, una ardua tarea que no muchos están dispuestos a encarar; mientras que en las desavenidas, en las peleadoras o disfuncionales, los integrantes no hacen más que dejarse llevar por lo que sienten, sin esforzarse más allá. Y es lo usual.

Por eso es más frecuente encontrar homologías, similitudes, correspondencias –atenti Tolstoi– entre las parejas que pelean y tensan todo el tiempo la posibilidad misma de su continuidad o se desentienden de ella haciendo trampa, que entre las laboriosamente felices, que suelen elaborar curiosas construcciones de sentido, estructuras de convivencia complejas e impensables en otros contextos, no extrapolables, fruto de un trabajo incluso irrepetible e inútil de ser otro el ladero ocasional. Así, contra lo que opinan cómodos y haraganes, ser feliz –y más serlo en pareja– no es fruto de la espontánea entrega y disposición sino el resultado de una laboriosa tarea en la que la inteligencia, en camino de la sabiduría, pone todos los porotos.

En este sentido, lo que fuera que habían construido Selva y Falucho, menos juntos que cada uno por su cuenta, lo que los hacía felices o al menos hacía que contestaran que sí cuando se preguntaban recíprocamente si lo eran, era una relación extraña, un monstruo impar por definición, difícil de describir y que incluso no hubiera soportado un análisis por separado: las razones por las que cada uno era feliz ahí adentro no eran las del otro. Tampoco los motivos de la felicidad del otro eran los que cada uno creía que eran.

Cómo sería de delicado el equilibrio del hermoso y cursi castillo de naipes que habían construido con sucesivas versiones cada vez mejoradas de un mismo encuentro que combinaba el mimo y la entrega feroz, que acaso haya sido el intento de hacer una pausa o un leve desvío de esa rutina para celebrarla lo que desacomodó las cosas. No hay felicidad sin malentendidos. Pero en este caso los malentendidos no sólo eran un ingrediente curioso sino un fundamento, la condición de posibilidad de la relación.

La cuestión es que Selva fue al teléfono y habló durante diez minutos.

Cuando volvió a la cocina, Falucho no estaba y los canelones se habían quemado mal. Los sacó con una puteada y salió a buscarlo por la casa.

Lo encontró en el dormitorio, tendido en la cama con las piernas abiertas. Con una mano se agarraba los huevos y con la otra revoleaba las esposas:

–Vení.

–No. Se quemaron los canelones –ella se sacó el delantal, lo tiró en un rincón y abrió el placard–. Y dejá eso donde estaba.

–¿Quién era?

–No importa, pichón. Pero me tengo que ir ya. Nos vemos después.

Sacó un vestido, lo dejó sobre la cama y se metió en el baño.

–¿Era un cliente? –él la siguió repitiendo la pregunta, se asomó, ella estaba sentada en el inodoro.

–Salí de acá.

–¿Con quién vas a celebrar el cumpleaños?

–Salí.

Quiso cerrar la puerta pero él no la dejó.

–Tengo que hacer pis.

–Te miro.

–Salí.

–Dicen que hay uno que te paga nada más que para mirarte en el baño.

Ella lo miró un instante:

–Idiota.

Suspiró y bajó la cabeza. La melena pelirroja se derramó hacia adelante y Falucho vio el borde del elástico de la peluca en la nuca. Estiró la mano.

–¡No!

Ella se echó hacia atrás, golpeó contra los azulejos:

–No me toques.

Volvió a sonar el teléfono.

Ella amagó levantarse pero él volvió a sentarla de un empujón.

–Atiendo yo –dijo.

Salió y cerró con llave. Ella saltó hacia la puerta y empezó a golpear.

Falucho fue hasta el aparato, lo dejó sonar varias veces más y finalmente levantó el tubo, pero no dijo nada.

–¿Erica? –dijo una voz de mujer del otro lado.

Falucho no contestó.

–¿Está Erica? –insistió la voz un par de veces, cada vez más alterada.

–Acá no hay ninguna Erica –dijo Falucho. Y colgó.

Selva seguía golpeando la puerta del baño.

El se acercó lentamente mientras ella lo puteaba, lo amenazaba desde el otro lado. Finalmente le abrió.

–¿Quién era?

–Un hombre.

–No te creo.

El teléfono volvió a sonar. Selva quiso correr hacia el living pero él le hizo una zancadilla y ella trastabilló y golpeó la cabeza contra la pared del pasillo, cayó de costado. Quedó ahí.

Falucho la miró y fue al teléfono. Levantó el tubo y otra vez no dijo nada.

–¿Erica? ¿Erica? –repetía la misma voz de mujer.

–Equivocado –dijo Falucho y colgó.

Desconectó el teléfono y se inclinó sobre Selva. Estaba desmayada.

La levantó y la llevó en brazos hasta la cama. Le echó agua en la cara, le sujetó una de las muñecas con las esposas a los barrotes y fue a la cocina.

Estaba comiendo el tercer canelón cuando ella empezó a llamarlo. La hizo esperar.

Cuando apareció en la puerta de la pieza ella estaba forcejeando, el vestido se le había subido más allá de la cintura.

–Soltame. ¿Quién llamó?

–Equivocado.

–Era una chica.

Falucho no contestó.

–Era una chica. No seas loco, pichón. Soltame, tengo que salir. Voy y vuelvo.

–Te suelto, pero antes...–le hizo el gesto universal–. Un poco de dunga dunga.

–No. Soltame ya.

Falucho fue hasta el living y estuvo revisando los discos mientras ella le seguía gritando, ahora le prometía todo desde la cama.

Puso “Tú me acostumbraste” por Lucho Gatica y volvió.

–Vení, pichón –dijo ella vencida.

Cuando Falucho se despertó, atardecía en la ventana y Selva no estaba. Se vistió y la esperó un rato en el living, escuchando a Lucho Gatica y leyendo una de esas novelitas de Corín Tellado de las que ella tenía pilas.

El secreto mejor guardado era la historia de Lilian, una secretaria enamorada secretamente y sin esperanzas de Robert, su jefe, un hombre casado y feliz. Pero la mujer de él, Rose, moría trágicamente durante unas vacaciones en la Riviera francesa, cuando –tras una discusión conyugal– ella se iba una noche de la casa y se desbarrancaba con el coche deportivo, cayendo al mar. Nunca se recuperaban ni el Alfa Romeo ni el cadáver de Rose. Así, Robert quedaba viudo y culposo con una nena y eternamente enamorado de la muerta, incapaz de rehacer su vida.

Cuando empieza la novela, han pasado cinco años. Lilian, que sigue enamorada de Robert aunque para él es sólo la más devota secretaria, acepta que su jefe le preste, para unas vacaciones, la casa de la Riviera a la que él no ha vuelto ni quiere ocupar. Lilian le ofrece llevar con ella a su nena, Karina, de la que es como una joven tía complaciente, porque sabe que le gustará.

Vuelan vía París y, una vez en la casa frente al Mediterráneo, Pierre, el viejo jardinero, le insinúa que la relación entre Robert y Rose era por lo menos despareja. Da a entender que ella no le era fiel, aunque él no lo sabía y siempre la había idealizado. Lilian no quiere creerle pero la revelación la perturba tanto que, distraída en sus pensamientos, tiene un leve accidente callejero cuando llevaba a Karina en la bici.

Roger, el apuesto policía que las recoge y auxilia, se enamora inmediatamente de Lilian. La invita a salir, le cuenta de su trabajo. Está al acecho de una banda de contrabandistas. Ella disfruta de su compañía, lo admira, le dice que le gusta pero una noche le confiesa qué es lo que le sucede con Robert, incluso le cuenta toda la historia del accidente de Rose. El recuerda perfectamente el caso y dice que entiende tanto lo que le pasa a Robert como los sentimientos de Lilian pero que ambos están equivocados: el pasado y el secreto no deben condicionar la busca de la felicidad. Roger se va, dolorido, y Lilian se queda llorando no sabe muy bien por qué. Así la encuentra la pequeña Karina, que estaba ilusionada con la relación de Lilian y Roger, pero ella no puede contarle obviamente lo que le pasa. Muy confundida, Lilian decide adelantar el regreso y el fin de las vacaciones.

A la noche siguiente hay un enfrentamiento de la policía con los contrabandistas en la costa, una lancha resulta hundida y hay varios heridos. Lilian se angustia pensando que puede haberle pasado algo a Roger y se da cuenta de que está enamorada de él. Corre hacia la costa y lo encuentra sano y salvo, dirigiendo las tareas de rescate. Ella se queda todo el tiempo junto a él. La lancha se ha hundido en una zona profunda. Trabajan dragando toda la tarde y finalmente la encuentran. Pero cuando anochece descubren que hay algo más. Resulta ser un coche muy oxidado, un Alfa Romeo. Adentro hay dos cadáveres apenas reconocibles por los restos de ropa, un cinturón, los zapatos, un collar: una mujer y un hombre. Rose tenía un amante. Lilian, conmovida, se abraza a Roger y después se aparta, huye, lo deja solo porque está (otra vez) muy confundida.

Al día siguiente Lilian y Karina deben tomar el tren a la tarde, pero repentinamente llama por teléfono Robert que ha volado a Francia con una vieja amiga a la que ha reencontrado, y viene a buscar a su hija para que de paso la conozca. No quiere ir a la Riviera, pues siente que ha empezado una nueva vida, pero espera a Karina en París. Lilian puede quedarse unos días más si quiere, pues por las cartas de su hija se ha enterado de que la está pasando muy bien con Roger. Sabe todo sobre él y la felicita. Finalmente Robert le pregunta si ha habido alguna novedad y ella, tras un segundo de vacilación le dice que no, que ninguna. Cuelga, mira por la ventana, ve llegar al uniformado Roger y sonríe.

En la última escena, Lilian y Roger vuelven de la mano de la estación de trenes donde han despachado a Karina, y él compra el diario. En un apartado pequeño, junto a la noticia del enfrentamiento con los contrabandistas, está la noticia del Alfa Romeo rescatado del mar. Según las fuentes policiales, adentro encontraron sólo el cadáver de una mujer. Ella lo mira, él le guiña un ojo y la besa.

Falucho cerró el librito y lo tiró junto a los otros. Miró la hora. Casi las nueve. Tenía hambre de nuevo. Fue a la cocina y comió de parado el canelón frío y quemado que quedaba. Después, con un lápiz mocho que encontró en el cajón de la cocina y en una hoja en blanco que arrancó del final de una novelita titulada Cuando tú me necesites, escribió: “Chau, gracias por todo. F.”.

Dejó el mensaje sobre la mesa ratona, le apoyó las esposas encima para que no se volara, y salió.

 

Narradores contemporaneos, Juan Sasturian

'Subjuntivo' fue un cuento que surgió de un ejercicio, un juego donde se propuso escribir en un único modo verbal. Así es como logra esta historia, que en definitiva, es un cuento policial...

 

 

Subjuntivo

Supongamos que te despiertes un día desnudo en la cama de un cuarto vacío e impecable, que tu única certeza sea un vago dolor por todo el cuerpo y que sientas que es sólo el residuo de un gran dolor anterior, ya en retirada; que mires alrededor y no reconozcas el lugar ni tu propio rostro en el espejo te diga nada; que disfrutes de la visión del parque en la ventana, que sepas el nombre de las cosas pero no el tuyo. Que apenas el idioma en que esté escrito el diario abandonado junto a tu cabecera te resulte comprensible, pero no los personajes de los que hable, ni la ciudad ni la fecha al pie de un título inexpresivo.

Que en cierto momento alguien entre al cuarto y sepas quedarte sin preguntar pero además compruebes, con alivio inexplicable, que tampoco te pregunten; que en horas y en días sucesivos personas formales e impenetrables se ocupen de alimentarte, vestirte, mostrarte una ciudad que te resulte vagamente familiar, como conocida en un sueño; que todo transcurra de un modo natural, que nadie te ordené nada pero que sepas, simplemente, qué ha de suceder cada día.

Que una noche te despierte el rumor del roce de las sábanas a tu lado y sientas deslizarse un cuerpo desnudo y cálido; que la mujer o el cuerpo que la represente sea joven y saludable, distante pese a la evidencia de su entrega; que su piel tenga el sabor y los detalles de lo conocido; que no sepa su nombre; que cuando respires junto a su boca sientas el aire usado, la devolución de un aliento vivido.

Que te entregues dócil a esas sensaciones y esperes una revelación inminente, y que no llegue.

Que esa noche puedan ser varias noches o una sola interminable, que la mujer pueda ser otras mujeres o la misma, multiforme pero siempre más cómoda y simple al exponer su pasión sin palabras, un silencio elocuente que agradezcas. Que en la facilidad del contacto, en el modo en que la busques cada vez, te acoples, y finalmente la penetres, exista una naturalidad implacable, como si el cuerpo obrara con una rutina sensual que reconozcas pero no puedas describir. Que ella se vuelque una y otra vez sobre ti, como oleadas de cálida memoria que te invadieran desde los sentidos; que su lengua te acaricie el interior de la boca como si no estuvieras allí y sólo existiera el tanteo dulce e insistente en tu secreta oscuridad tras algo perdido que tú poseas y ella busque para mostrarte; que sus pechos te revelen, sutiles, lentos y fugaces, el vello erizado de propia espalda, un mapa ignorado que ella dibuje con leves contactos espaciados, apenas pespuntes que evoquen un dolor ambiguo; que sus muslos te rocen suavísimos pero reiterados, un modo de lijar tiernamente tu piel, de buscar algo más por debajo, como si le quitaran capas de pintura a un mueble antiguo y olvidado de su auténtica madera. Que todo esto suceda una y otra vez y muchas veces pero que finalmente salgas de ese cuerpo y su influencia como de una espiral, lentamente hacia afuera, alejándote de ese centro oscuro hacia la luz, y que en el dragón tatuado sobre el tibio muslo desvelado al amanecer reconozcas el mismo monstruo interrogante que te espere cada mañana en el monograma de las toallas, en la loza de tu mesa diaria.

Que esa revelación no te quite el sueño pero que lo pueble desde entonces.

Supongamos que finalmente, una mañana, alguien cortés pero no cordial te lleve por pasillos largos y salones vacíos hacia la salida, que te suba a un coche negro pero no sombrío, y que recorras con él la ciudad sin nombrarla; que ya en las afueras lleguen a una casona de ladrillos gastados, vieja pero no abandonada, donde tras las cortinas siempre sea de noche; que se te conduzca por pasadizos sucesivos, franqueándote herméticas puertas de hierro y madera hasta llegar a la habitación donde alguien te espere, y que el que te haya llevado le diga, antes de dejarte a solas con él:

—Todo tuyo, Subjuntivo.

Que el hombre que te observe sentado sea gordo y viejo, con cara de niño ferozmente envejecido bajo la luz cenital y única que caiga sobre su escritorio desnudo, sólo ocupado por el ominoso dragón de bronce que reconozcas en un extremo; que sin decir una palabra meta una mano laxa en el interior de la chaqueta y que cuando esperes que extraiga un arma o alguna forma de amenaza sólo te extienda un sobre: que lo abras y descubras en el interior una fotografía en la que dos hombres, ante lo que has de suponer un repentino flash, antepongan las infructuosas palmas de las manos, se aterroricen. Que te resulten desconocidos y lo manifiestes, y que el llamado Subjuntivo no se muestre extrañado sino que te diga, precisa pero casi casualmente:

—Acaso te convenga averiguar quiénes hayan sido estos dos... Dónde, cuándo y por qué hayan estado ahí donde estuvieran en el momento de la foto.

Que al decirlo te señale con un dedo corto y blando el rectángulo en blanco y negro, una ampliación evidente, y que finalmente agregue:

—Hagamos de cuenta que para averiguarlo dispongas de dos semanas de plazo y que puedas utilizar todos los recursos que encuentres en este edificio, puestos a tu disposición.

—¿Una especie de test?—acaso preguntes.

—Supongamos que sí —se te conceda.

—Supongamos que no pueda ni deba negarme... —te atrevas a parodiar.

—...Y supongamos que cuando llegues al final, todo esto haya acabado —acaso concluya él.

Luego se levante, te dé una fría mano tatuada de dragones, y te deje solo.

Pueda ser que una vez más no preguntes nada, que aceptes la tarea con el alivio inexplicable de alguien que se sospechase culpable aunque no supiera de qué. Y pueda ser que durante los siguientes días te empeñes en cumplir tu misión y que no te resulte tan difícil, pues en ese extraño edificio todo y todos no hagan otra cosa que complacerte.

Que tu tiempo se divida desde entonces en largas jornadas diurnas de investigación y noches saturadas de fantasmas sin nombre. Que el día y la penumbra se alimenten ciegamente de una misma sustancia inasible: que durante la vigilia y el trabajo evoques a la reiterada mujer del dragón, luego al dragón aislado sobre la piel, como una rúbrica al final de un documento desconocido, pero que cuando vuelva la oscuridad te lleves al lecho, junto a ella, las obsesiones avivadas por los trabajos del día.

Que en dos semanas, con sorprendente facilidad y utilizando medios que te resulten oscuramente familiares —archivos gráficos completos, dossiers personales que imagines de acceso privado, todos los recursos propios de una organización secreta—, llegues a descubrir la identidad de los extraños; que luego identifiques el lugar, esa sala cinematográfica, ese teatro semiabandonado en el que hayan sido asesinados —pues de eso se trate— y finalmente averigües la fecha exacta, no muy lejana, del crimen. Que llegues a reunir, incluso, todos los datos sobre el asesino —no su identidad, sí sus peripecias: huida, captura y desaparición — y que te atrevas a pedir una reunión con Subjuntivo para mostrarle tus logros.

Que la entrevista te sea concedida y que sean escuchadas con atención tus deducciones sin duda correctas. Que finalmente, cuando hayas terminado tu exposición, Subjuntivo la apruebe con una sonrisa cansada y te diga que nunca hubiera esperado menos de ti. Que en ese momento se lleve por segunda vez la mano al bolsillo interior de la chaqueta y extraiga un nuevo sobre, un poco mayor y más abultado, y te lo entregue para que lo abras. Que saques una carta y una foto; que te detengas primero en ésta, que sea la misma que la anterior pero ampliada — que se pueda ver ahora el signo del dragón tatuado en las palmas de las manos tendidas hacia adelante de los desgraciados — y que, con mayor campo, ahora se te revele la presencia de alguien en primer plano, de espaldas pero reconocible — sobre todo para ti — disparándole a los dos aterrorizados.

Supongamos que el que dispare en la foto seas tú.

Que te asombres, que pidas o des explicaciones pero que Subjuntivo no se inmute ni parezca oírte y sólo te indique que leas la carta.

Supongamos que la leas, que sea este mismo texto, que acaso en un relámpago de precaria lucidez se te revele ahora el sentido de la tarea encomendada, de esas amables visitas nocturnas, exploradoras sutiles no de tu cuerpo sino de tu memoria; supongamos que cuando levantes la mirada te encuentres con la mía y que yo mismo, Subjuntivo, te diga:

—Supongamos que hayas matado a dos de los míos y que no lo recuerdes. Que ni siquiera sepas quiénes sean los míos o los tuyos y que eso no importe ya. Que en el duro trámite de tu captura hayas perdido accidentalmente la memoria e identidad pero no aptitud y raciocinio. Que no hayamos querido matarte en la ignorancia —-esa forma sutil y tramposa de la inocencia— para que no lo creyeras injusto y te autocomplacieras en el dolor, te otorgaras alguna razón mentirosa.

Supongamos que te hayamos incitado por todos los accesos de la piel y de la mente para develarte tu oscuro secreto; que te desordenáramos los sentidos en el amor o su simulacro, que te entregáramos las claves para que tu inteligencia convocara a la memoria. Supongamos que hayamos creído que para que el castigo fuera tal debieras sentir culpa y no sólo miedo en este momento.

Supongamos, finalmente, que yo sólo haya querido que cuando saque este revólver, dispare y te mate, acaso no sepas quién muera pero sí entiendas por qué.

Juan Sasturain

BIOGRAFIA DE Pablo de Santis

Nació en Buenos Aires, en el barrio de Caballito, el 27 de febrero de 1963.

Es Licenciado en Letras de la Universidad Nacional de Buenos Aires. A

partir de la obtención del premio "Fierro busca dos manos", organizado por

la revista Fierro en 1984, comenzó a escribir guiones de historietas.

Fue jefe de redacción de la revista Fierro y coordinó la colección "Enedé.

Narrativa dibujada" (Ediciones Colihue), dedicada a los clásicos de la

historieta. Trabajó durante muchos años como periodista y escribió para

televisión la miniserie Bajamar ylos textos de los programas que realizó

Fabián Polosecki: El otro lado (1993-1994), y El visitante (1985). Fue jurado

de varios concursos literarios. Actualmente dirige las colecciones para

lectores adolescentes La  movida y Obsesiones  de Ediciones Colihue.

Como periodista, colabora en los diarios Clarín y La Nación. Sus novelas

fueron traducidas a nueve idiomas.

 

Narradores contemoraneos

VALDIVIESO

Pablo De Santis

D

urante diecisiete años trabajé como viajante de comercio

recorriendo la zona sur del país. Vendía repuestos de

maquinarias Thompson: partes de tractores, inyectores, bombas

de agua, grúas. Llevaba conmigo catálogos de mil doscientas

páginas que mostraba con orgullo a mis clientes: me sentía

parte de la gran familia Thompson.

A pesar de que cuanto más al sur iba, menos clientes encon-

traba, prefería seguir avanzando con mi Rambler en esa direc-

ción. Ningún otro viajante se aventuraba hasta allá abajo. Yo

quería llegar hasta el fondo del mapa, hasta la misma

Valdivieso.

Seguí con cuidado las indicaciones del camino hasta un

páramo donde encontré, por fin, el cartel con el nombre del

pueblo. Pero no había ningún pueblo. Unas ovejas pastaban

cerca de una osamenta; un perro me ladró sin ganas y después

se perdió en la gruta que llevaba hacia la mina de carbón.

Decepcionado, inicié el camino de regreso. A cien kilóme-

tros encontré un hotelito construido en medio de la nada. En la

barra de estaño un camionero tomaba una cerveza. Supuse que

conocería bien la zona. Le hablé del cartel, del pueblo evaporado. Se rió.

–Usted llegó hasta las puertas de Valdivieso, pero no miró bien.

–¿Detrás de los cerros?

–No. Bajo sus pies.

Me explicó que las minas eran tan profundas que los mine-

ros, para no perder tiempo en volver a la superficie, se habían

instalado bajo tierra. Pronto se agregaron oficinas, una sala de

primeros auxilios y una capilla.

–Son gente rara –dijo el camionero–. Salen muy de vez en

cuando. Están orgullosos de su pueblito y por eso no les gusta

el exterior.

Se acercó el dueño del hotel:

–Dicen que Valdivieso ha crecido mucho. Que es una ver-

dadera ciudad.

El camionero terminó su cerveza.

–Yo por las dudas sigo de largo. Mucha gente que visitó el

pueblo por curiosidad, se quedó a vivir allí.

–Como Ramón –recordó el del hotel–. Como el cabo Luna,

como el médico. De ninguno volvimos a tener noticias.

–Como si se los hubiera tragado la tierra –dijo el camionero

antes de seguir su camino.

Pedí un cuarto y me fui a dormir con la decisión de visitar el

pueblo el día siguiente. Podría venderle algunos de los cien

modelos de linternas Thompson. Pero apenas desperté abandoné

la religión y nunca volví a Valdivieso.

 

Narradores contemporaneos

último piso

Pablo De Santis

E

l hombre, cansado, sube al ascensor. Es una vieja jaula de

hierro. El ascensorista viste un uniforme rojo. Aunque lo ha

cuidado tanto como ha podido, se notan los remiendos, la tela

gastada, el brillo perdido de los botones.

–Ultimo piso –indica el pasajero. El ascensorista se había ade-

lantado a sus palabr

as, y ya había hecho arrancar el ascensor.

–¿Cómo andan las cosas allá afuera? ¿Llueve? –pregunta el

ascensorista.

El pasajero mira  su impermeable, como si ya

no le perteneciera del todo.

–Si, llovió en algún momento del día.

–Extraño la lluvia.

–¿Hace mucho que trabaja aquí?

–Desde siempre.

–¿No es un trabajo aburrido?

–No tanto. Hablo con los pasajeros. Me cuentan sus vidas.

Es como si viviera un poco yo también.

–El viaje es corto. No hay tiempo para hablar mucho.

–Con una frase, o una palabra, a veces basta. Otros se que-

dan callados, y también eso es suficiente para mí.

Los dos hombres guardan silencio por algunos segundos.

Apenas se oye el zumbido del ascensor.

6

–Déjeme un recuerdo, si no es una impertinencia.

El hombre busca en los bolsillos. Encuentra un reloj al que

se le ha roto la correa de cuero.

–Gracias. Lo conservaré, aunque no miro nunca la hora.

El pasajero siente alivio por haberse sacado el reloj de encima.

–Estamos por llegar –dice el ascensorista–. Ah, le aviso, el

timbre no funciona. Verá una puerta grande, de bronce. Golpee

hasta que le abran. No se desanime si tiene que esperar.

Siempre terminan por abrir.

El ascensor deja atrás las últimas nubes y se detiene.

 

viernes, 10 de octubre de 2014

La pista de los dientes de oro

Roberto Arlt

 

Lauro Spronzini se detiene frente al espejo. Con los dedos de la mano izquierda mantiene levantado el labio superior, dejando al descubierto dos dientes de oro. Entonces ejecuta la acción extraña; introduce en la boca los dedos pulgar e índice de la mano derecha, aprieta la superficie de los dientes metálicos y retira una película de oro. Y su dentadura aparece nuevamente natural. Entre sus dedos ha quedado la auténtica envoltura de los falsos dientes de oro. 

Lauro se deja caer en un sillón situado al costado de su cama y prensa maquinalmente entre los dedos la película de oro, que utilizó para hacer que sus dientes aparecieran como de ese metal. 

Esto ocurre a las once de la noche. 

A las once y cuarto, en otro paraje, el Hotel Planeta, Ernesto, el botones, golpea con los nudillos de los dedos en el cuarto número 1, ocupado por Doménico Salvato. Ernesto lleva un telegrama para el señor Doménico. Ernesto ha visto entrar al señor Doménico en compañía de un hombre con los dientes de oro. Ernesto abre la puerta y cae desmayado. 

A las once y media, un grupo de funcionarios y de curiosos se codean en el pasillo del hotel, donde estallan los fogonazos de magnesio de los repórters policiales. Frente a la puerta del cuarto número 1 está de guardia el agente número 1539. El agente número 1539, con las manos apoyadas en el cinturón de su corregie, abre la puerta respetuosamente cada vez que llega un alto funcionario. En esta circunstancia todos los curiosos estiran el cuello; por la rendija de la puerta se ve una silla suspendida en los aires, y más abajo de los tramos de la silla cuelgan los pies de un hombre. 

En el interior del cuarto un fotógrafo policial registra con su máquina esta escena: un hombre sentado en una silla, amarrado a ella por ligaduras blancas, cuelga de los aires sostenido por el cuello de una sábana arrollada. El ahorcado tiene una mordaza en torno de la boca. La cama del muerto está deshecha. El asesino ha recogido de allí las sábanas con que ha sujetado a la víctima. 

Hugo Ankerman, camarero de interior; Hermán González, portero, y Ernesto Loggi, botones, coinciden en sus declaraciones. Doménico Salvato ha llegado dos veces al hotel en compañía de un hombre con los dientes de oro y anteojos amarillos. 

A las doce y media de la noche los redactores de guardia en los periódicos escriben titulares así: 

El enigma del bárbaro crimen del diente de oro 

Son las diez de la mañana. 

El asesino Lauro Spronzini, sentado en un sillón de mimbre de un café del boulevard, lee los periódicos frente a su vaso de cerveza. Pero ni Hugo ni Hermán ni Ernesto, podrían reconocer en este pálido rostro pensativo, sin lentes, ni dientes de oro, al verdugo que ha ejecutado a Doménico Salvato. En el fondo de la atmósfera luminosa que se filtra bajo el toldo de rayas amarillas, Lauro Spronzini tiene la apariencia de un empleado de comercio en vacaciones. 

Lauro Spronzini deja de leer los periódicos y sonríe, abstraído, mirando al vacío. Una muchacha que pasa detiene los ojos en él. Nuestro asesino ha sonreído con dulzura. Y es que piensa en los trances dificultosos por los que pasarán numerosos ciudadanos en cuya boca hay engastados dos dientes de oro. 

No se equivoca. 

A esa misma hora, hombres de diferente condición social, pululaban por las intrincadas galerías del Departamento de Policía, en busca de la oficina donde testimoniar su inocencia. Lo hacen por su propia tranquilidad. 

Un barbudo de nariz de trompeta y calva brillante, sentado frente a una mesa desteñida, cubierta de papelotes y melladuras de cortaplumas, recibe las declaraciones de estos timoratos, cuyas primeras palabras son: 

-Yo he venido a declarar que a pesar de tener dos dientes de oro, no tengo nada que ver con el crimen. 

El calvo recibe las declaraciones con indiferencia. Sabe que ninguno de los que se presentan son los posibles autores del retorcido delito. Siguiendo la rutina de las indagaciones elementales, pregunta y anota: 

-Entre nueve y once de la noche, ¿dónde se encontraba usted? ¿Quiénes son las personas que le han visto en tal lugar? 

Algunos se avergüenzan de tener que declarar que a esas horas hacían acto de presencia en lugares poco recomendables para personas de aspecto tan distinguido como el que ellas presentaban. 

En las declaraciones se descubrían singularidades. Un ciudadano confirmó haber frecuentado a esas horas un garito cuya existencia había escapado al control de la policía. Demetrio Rubati de "profesión" ladrón, con dos dientes de oro en el maxilar izquierdo, después de arduas cavilaciones, se presenta a declarar que aquella noche ha cometido un robo en un establecimiento de telas. Efectivamente tal robo fue registrado. Rubati inteligentemente comprende que es preferible ser apresado como ladrón a caer bajo la acción de la ley por sospechoso de un crimen que no ha cometido. Queda detenido. 

También se presenta una señora inmensamente gorda, con dos dientes de oro, para declarar que ella no es autora del crimen. El barbudo interrogador se queda mirándola, sorprendido. Nunca imaginó que la estupidez humana pudiera alcanzar proporciones inusitadas. 

Los ciudadanos que tienen dientes de oro se sienten molestos en los lugares públicos. Durante las primeras horas que siguen al día del crimen, todo aquél que en un café, en una oficina, en el tranvía o en la calle, muestre al conversar, dientes de oro, es observado con atenta curiosidad por todas las personas que le rodean. Los hombres que tienen dientes de oro se sienten sospechosos del crimen; les intranquiliza la soterrada {...}* de los que los tratan. Son raros en esos días aquellos que por tener dos dientes de oro engarzados en la boca, no se sientan culpables de algo. 

En tanto la policía trabaja. Se piden a todos los dentistas de la capital las direcciones de las personas que han asistido de enfermedades de la dentadura que exigían la completa ubicación de dos o más dientes en el orificio superior izquierdo. Los diarios solicitan, también, la presentación a la policía de aquellas personas que pudieran aclarar algo respecto a este crimen de características tan singulares. 

Las hipótesis del crimen pueden reducirse en pocas palabras y son semejantes en todos los periódicos. 

Doménico Salvato ha entrado en su cuarto en compañía del asesino. Ha conversado con éste, no ha reñido, al menos en tono suficientemente alto como que para no se lo pudiera escuchar. Después el desconocido ha descargado un puñetazo en la mandíbula de Salvato, y éste ha caído desmayado, circunstancia que el asesino aprovechó para sujetarlo a la silla con las cuerdas hechas desgarrando las sábanas. Luego amordaza a su víctima. Cuando recobra el sentido, se ve obligada a escuchar a su agresor, quien después de reprocharle no se sabe qué, ha procedido a ahorcarlo. El móvil, no queda ninguna duda, ha sido satisfacer un exacerbado sentimiento de odio y de venganza. El muerto es de nacionalidad italiana. 

La primera plana de los diarios reproduce el cuarto del hotel en el espantoso desorden que lo ha encontrado la policía. El respaldar de la silla apoyado sobre la tabla de una puerta; el ahorcado colgado en el aire por el cuello, y la sábana anudada en dos partes, amarrada al picaporte de la puerta. Es el crimen bárbaro que ansía la mentalidad de los lectores de dramones espeluznantes. 

La policía tiende sus redes; se aguardan los informes de los dentistas, se confirman los prontuarios recientes de todos los inmigrantes, para descubrir quiénes son los ciudadanos de nacionalidad italiana que tienen dos dientes de oro en el maxilar superior izquierdo. Durante quince días todos los periódicos consignan la marcha de la investigación. Al mes, el recuerdo de este suceso se olvida; al cabo de nueve semanas son raros aquellos que detienen su atención en el recuerdo del crimen; un año después, el asunto pasa a los archivos de la policía. . . El asesino no es descubierto nunca. 

Sin embargo, una persona pudo haber hecho encarcelar a Lauro Spronzini. 

Era Diana Lucerna. Pero ella no lo hizo. 

A las tres de la tarde del día que todos los diarios comentan su crimen, Lauro Spronzini experimenta una ligera comezón ardorosa en la muela. Una hora después, como si algún demonio accionara el mecanismo nervioso del diente, la comezón ardorosa acrecienta su temperatura. Se transforma en un clavo de fuego que atraviesa la mandíbula del hombre, eyaculando en su tuétano borbotones de fuego. Lauro experimenta la sensación de que le aproximan a la mejilla una plancha de hierro candente. Tiene que morderse los labios para no gritar; lentamente, en su mandíbula el clavo de fuego se enfría, le permite suspirar con alivio, pero súbitamente la sensación quemante se convierte en una espiga de hielo que le solidifica las encías y los nervios injertados en la pulpa del diente, al endurecerse bajo la acción del frío tremendo, aumentan de volumen. Parece como si bajo la presión de su crecimiento el hueso del maxilar pudiera estallar como un shrapnell. Son dolores fulgurantes, por momentos relámpagos de fosforescencias pasan por sus ojos. 

Lauro comprende que ya no puede continuar soportando este martilleo de hielo y fuego que alterna los tremendos mazazos en la mínima superficie de un diente escondido allá en el fondo de su boca. Es necesario visitar a un odontólogo. 

Instintivamente, no sabe por qué razón, resuelve consultar a una mujer, a una dentista, en lugar de un profesional del sexo masculino. Busca en la guía del teléfono. 

Una hora después Diana Lucerna se inclina sobre la boca abierta del enfermo y observa con el espejuelo la dentadura. Indudablemente, al paciente debe aquejarle una neuralgia, porque no descubre en los molares ninguna picadura. Sin embargo, de pronto, algo en el fondo de la boca le llama la atención. Allí, en la parte interna de la corona de un diente, ve reflejada en el espejuelo una veta de papel de oro, semejante al que usan los doradores. Con la pinza extrae el cuerpo extraño. La veta de oro cubría la grieta de una caries profunda. Diana Lucerna, inclinándose sobre la boca del enfermo, aprieta con la punta de la pinza en la grieta, y Lauro Spronzini se revuelve dolorido en el sillón. Diana Lucerna, mientras examina el diente del enfermo, piensa en qué extraño lugar estaba fijada esa veta de papel de oro. 

Diana Lucerna, como otros dentistas, ha recibido ya una circular policial pidiéndole la dirección de aquellos enfermos a quienes hubiera orificado las partes superiores de la dentadura izquierda. 

Diana se retira del enfermo con las manos en los bolsillos de su guardapolvo blanco, observa el pálido rostro de Lauro, y le dice: 

-Hay un diente picado. Habrá que hacerle una orificación. 

Lauro tiembla imperceptiblemente, pero tratando de fingir indiferencia, pregunta: 

-¿Cuesta mucho platinarlo? 

-No; la diferencia es muy poca. 

Mientras Diana prepara el torno, habla: 

-A causa del crimen del hombre del diente de oro, nadie querrá, durante unos cuantos meses, arreglarse con oro las dentaduras. 

Lauro esfuerza una sonrisa. Diana lo espía por el espejo y observa que la frente del hombre está perlada de sudor. La dentista prosigue, mientras escoge unas mechas: 

-Yo creo que ese crimen es una venganza... ¿Y usted?...

-Yo también. ¿Quién sino aquel que tuviera que cumplir con el deber de una venganza, podría amarrar a un hombre a una silla, amordazarlo, reprocharle, como dicen los diarios, vaya a saber qué tremendos agravios, y matarlo?... Un hombre no mata a otro por una bagatela ni mucho menos.

Media hora después Lauro Spronzini abandona el consultorio de la dentista. Ha dejado anotado en el libro de consultas su nombre y dirección. Diana Lucerna le dice:

-Véngase pasado mañana. 

Lauro sale, y Diana se queda sola en su consultorio, frío de cristales y níqueles, mirando abstraída por los visillos de una ventana las techumbres de las casas de los alrededores. Luego, bruscamente inspirada, va y busca los diarios de la mañana. Los elementales datos de la filiación externa coinciden con ciertos aspectos físicos de su cliente. Los comentarios del crimen son análogos. Se trata de una venganza. Y el autor de aquella venganza debe ser él. Aquella veta de papel de oro, fijada en la grieta de un diente, revela que el asesino se cubrió los dientes con una película de oro para lanzar a la policía sobre una pista falsa. Si en este mismo momento se revisara la dentadura de todos los habitantes de la ciudad, no se encontraría en los dientes de ninguno de ellos ese sospechosísimo trozo de película. No le queda duda: él es el asesino; él es el asesino y ella debe denunciarlo. Debe...

Una congoja dulce se desenrosca sobre el corazón de Diana, con tal frenesí hambriento de protección y curiosidad, que derrota toda la fuerza estacionada en su voluntad moral. 

Debe denunciar al asesino... Pero el asesino es un hombre que le gusta. Le gusta ahora con un deseo tan violentamente dirigido, que su corazón palpita con más violencia que si él tratara de asesinarla. Y se aprieta el pecho con las manos. 

Diana se dirige rápidamente al libro de consultas y busca la dirección de Lauro. ¿Es o no falsa esa dirección? ¡Quiera Dios que no!... Diana se quita precipitadamente el guardapolvo, le indica a la criada que si llegan clientes les diga que la aguarden, y sube a un automóvil. Esto ocurre como a través de la cenicienta neblina de un sueño, y sin embargo, la ciudad está cubierta de sol hasta la altura de las cornisas.

Una impaciencia extraordinaria empuja a Diana a través de la vida diferenciada de los otros seres humanos. Sabe que va al encuentro de lo desconocido monstruoso; el automóvil entra en el sol de las bocacalles, y en la sombra de las fachadas; súbitamente se encuentra detenida frente a la entrada obscura de una casa de departamentos, sube a la garita iluminada de un ascensor de acero, una criada asoma la cabeza por una puerta gris entreabierta, y de pronto se encuentra... Está allí... Allí, de pie, frente al asesino que, en mangas de camisa, se ha puesto de pie tan bruscamente, que no ha tenido tiempo de borrar de la colcha azulenca de la cama la huella que ha dejado su cuerpo tendido. La criada cierra la puerta tras ellos. El hombre, despeinado, mira a la fina muchacha de pie frente a él.

Diana le examina el rostro con dureza, Lauro Spronzini comprende que ha sido descubierto; pero se siente infinitamente tranquilizado. Señala a la joven el mismo sillón en que él, la noche después de ahorcar a Doménico Salvato, se ha dejado caer, y Diana, respirando agitada, obedece. 

Lauro la mira, y después, con voz dulce, le pregunta:

-¿Qué le pasa, señorita?

Ella se siente dominada por esta voz; se pone de pie para marcharse; pero no se atreve a decir lo que piensa. Lauro comprende que todo puede perderse: los desencajados ojos de la dentista revelan que al disolverse su excitación sobreviene la repulsión, y entonces dice:

-Yo soy quien mató a Doménico Salvato. Es un acto de justicia, señorita. Era el desalmado más extraordinario de quien he oído hablar. En Brindisi -yo soy italiano-, hace siete años, se llevó de la casa de mis padres a mi hermana mayor. Un año después la abandonó. Mi hermana vino a morir a casa completamente tuberculosa. Su agonía duró treinta días con sus noches. Y el único culpable de aquel tremendo desastre era él. Hay crímenes que no se deben dejar sin castigo. Yo lo desmayé de un golpe, lo amarré a la silla, lo amordacé para que no pudiera pedir auxilio, y luego le relaté durante una hora la agonía que soportó mi hermana por su culpa. Quise que supiera que era castigado porque la ley no castiga ciertos crímenes. 

Diana lo escucha y responde:

-Supe que era usted por las partículas de oro que quedaron adheridas en la hendidura de la caries.

Lauro prosigue: 

-Supe que él había huido a la Argentina, y vine a buscarlo. 

-¿No lo encontrarán a usted?

-No; si usted no me denuncia.

Diana lo mira: 

-Es espantoso lo que usted ha hecho. 

Lauro la interrumpió, frío:

-La agonía de él ha durado una hora. La agonía de mi hermana se prolongó las veinticuatro horas de treinta días y treinta noches. La agonía de él ha sido incomparablemente dulce comparada con la que hizo sufrir a una pobre muchacha, cuyo único crimen fue creer en sus promesas.

Diana Lucerna comprende que el hombre tiene razón: 

-¿No lo encontrarán a usted? 

-Yo creo que no... 

-¿Vendrá usted a curarse mañana? 

-Sí, señorita; mañana iré. 

Y cuando ella sale, Lauro sabe que no lo denunciará.