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jueves, 20 de noviembre de 2014

"PATRÓN". Cuento de Abelardo Castillo

I

La vieja Tomasina, la partera se lo dijo, tas preñada, le dijo, y ella sintió un miedo oscuro y pegajoso: llevar una criatura aden­tro como un bicho enrollado, un hijo, que a lo mejor un día iba a tener los mismos ojos duros, la misma piel áspera del viejo. Estás segura, Tomasina, preguntó, pero no preguntó: asintió. Porque ya lo sabía; siempre supo que el viejo iba a salirse con la suya. Pero m’hija, había dicho la mujer, llevo anunciando más partos que po­tros tiene tu marido. La miraba. Va a estar contento Anteno, agre­gó. Y Paula dijo sí, claro. Y aunque ya no se acordaba, una tarde, hacía cuatro años, también había dicho:

–Sí, claro.

Esa tarde quería decir que aceptaba ser la mujer de don Antenor Domínguez, el dueño de La Cabriada: el amo.

–Mire que no es obligación. –La abuela de Paula tenía los ojos bajos y se veía de lejos que sí, que era obligación. –Ahora que usté sabe cómo ha sido siempre don Anteno con una, lo bien que se portó de que nos falta su padre. Eso no quita que haga su voluntad.

Sin querer, las palabras fueron ambiguas; pero nadie duda­ba de que, en toda La Cabriada, su voluntad quería decir siempre lo mismo. Y ahora quería decir que Paula, la hija de un puestero de la estancia vieja –muerto, achicharrado en los corrales por salvar la novillada cuando el incendio aquel del 30– podía ser la mujer del hombre más rico del partido, porque, un rato antes, él había entra­do al rancho y había dicho:

–Quiero casarme con su nieta –Paula estaba afuera, dán­doles de comer a las gallinas; el viejo había pasado sin mirarla. –Se me ha dado por tener un hijo, sabes. –Señaló afuera, el cam­po, y su ademán pasó por encima de Paula que estaba en el patio, como si el ademán la incluyera, de hecho, en las palabras que iba a pronunciar después. –Mucho para que se lo quede el gobierno, y muy mío. ¿Cuántos años tiene la muchacha?

–Diecisiete, o dieciséis –la abuela no sabía muy bien; tampoco sabía muy bien cómo hacer para disimular el asombro, la alegría, las ganas de regalar, de vender a la nieta. Se secó las manos en el delantal.

El dijo:

–Qué me miras. ¿Te parece chica? En los bailes se arquea para adelante, bien pegada a los peones. No es chica. Y en la casa grande va a estar mejor que acá. Qué me contestas.

–Y yo no sé, don Anteno. Por mí no hay… –y no alcanzó a decir que no había inconveniente porque no le salió la palabra. Y entonces todo estaba decidido. Cinco minutos después él salió del rancho, pasó junto a Paula y dijo “vaya, que la vieja quiere hablar­la”. Ella entró y dijo:

–Sí, claro.

Y unos meses después el cura los casó. Hubo malicia en los ojos esa noche, en el patio de la estancia vieja. Vino y asado y malicia. Pau­la no quería escuchar las palabras que anticipaban el miedo y el dolor.

–Un alambre parece el viejo.

Duro, retorcido como un alambre, bailando esa noche, de­mostrando que de viejo sólo tenía la edad, zapateando un malambo hasta que el peón dijo está bueno, patrón, y él se rió, sudado, brillándole la piel curtida. Oliendo a padrillo.

Solos los dos, en sulky la llevó a la casa. Casi tres leguas, solos, con todo el cielo arriba y sus estrellas y el silencio. De golpe, al subir una loma, como un aparecido se les vino encima, torva, la silueta del Cerro Negro. Dijo Antenor:

–Cerro Patrón.

Y fue todo lo que dijo.

Después, al pasar el último puesto, Tomás, el cuidador, lo saludó con el farol desde lejos. Cuando llegaron a la casa, Paula no vio más que a una mujer y los perros. Los perros que se abalanzaban y se frenaron en seco sobre los cuartos, porque Antenor los enmu­deció, los paró de un grito. Paula adivinó que esa mujer, nadie más, vivía ahí dentro. Por una oscura asociación supo también que era ella quien cocinaba para el viejo: el viejo le había preguntado “comieron”, y señaló los perros.

Ahora, desde la ventana alta del caserón se ven los pinos, y los perros duermen. Largos los pinos, lejos.

–Todo lo que quiero es mujer en la casa, y un hijo, un macho en el campo –Antenor señaló afuera, a lo hondo de la noche agujereada de grillos; en algún sitio se oyó un relincho–. Vení, arrímate.

Ella se acercó.

–Mande –le dijo.

–Todo va a ser para él, entendés. Y también para vos. Pero anda sabiendo que acá se hace lo que yo digo, que por algo me he ganao el derecho a disponer. –Y señalaba el campo, afuera, hasta mucho más allá del monte de eucaliptos, detrás de los pinos, has­ta pasar el cerro, abarcando aguadas y caballos y vacas. Le tocó la cintura, y ella se puso rígida debajo del vestido. –Veintiocho años tenía cuando me lo gané –la miró, como quien se mete dentro de los ojos–, ya hace arriba de treinta.

Paula aguantó la mirada. Lejos, volvió a escucharse el relin­cho. El dijo:

–Vení a la cama.

II

No la consultó. La tomó, del mismo modo que se corta una fruta del árbol crecido en el patio. Estaba ahí, dentro de los límites de sus tierras, a este lado de los postes y el alambrado de púas. Una noche –se decía–. muchos años antes, Antenor Domínguez subió a caballo y galopó hasta el amanecer. Ni un minuto más. Porque el trato era “hasta que amanezca”, y él estaba acostumbrado a estas cláusulas viriles, arbitrarias, que se rubricaban con un apretón de manos o a veces ni siquiera con eso.

–De acá hasta donde llegues –y el caudillo, mirando al hombre joven estiró la mano, y la mano, que era grande y dadivosa, quedó como perdida entre los dedos del otro–. Clavas la estaca y te volvés. Lo alambras y es tuyo.

Nadie sabía muy bien qué clase de favor se estaba cobrando Antenor Domínguez aquella noche; algunos, los más suspicaces, ase­guraban que el hombre caído junto al mostrador del Rozas tenía algo que ver con ese trato: toda la tierra que se abarca en una noche de a caballo. Y él salió, sin apuro, sin ser tan zonzo como para re­ventar el animal a las diez cuadras. Y cuando clavó la estaca empezó a ser don Antenor. Y a los quince años era él quien podía, si cuadra­ba, regalarle a un hombre todo el campo que se animara a cabalgar en una noche. Claro que nunca lo hizo. Y ahora habían pasado trein­ta años y estaba acostumbrado a entender suyo todo lo que había de este lado de los postes y el alambre. Por eso no la consultó. La cortó.

Ella lo estaba mirando. Pareció que iba a decir algo, pero no habló. Nadie, viéndola, hubiera comprendido bien este silencio: la muchacha era una mujer grande, ancha y poderosa como un ani­mal, una bestia bella y chucara a la que se le adivinaba la violencia debajo de la piel. El viejo, en cambio, flaco, áspero como una rama.

–Contesta, che. ¡Contesta, te digo! –se le acercó. Paula sentía ahora su aliento junto a la cara, su olor a venir del campo. Ella dijo:

–No, don Anteno.

–¿Y entonces? ¿Me querés decir, entonces…?

Obedecer es fácil, pero un hijo no viene por más obediente que sea una, por más que aguante el olor del hombre corriéndole por el cuerpo, su aliento, como si entrase también, por más que se quede quieta boca arriba. Un año y medio boca arriba, viejo macho de sementera. Un año y medio sintiéndose la sangre tumultuosa galopándole el cuerpo, queriendo salírsele del cuerpo, saliendo y encontrando sólo la dureza despiadada del viejo. Sólo una vez lo vio distinto; le pareció distinto. Ella cruzaba los potreros, buscándolo, y un peón asomó detrás de una parva; Paula había sentido la mira­da caliente recorriéndole la curva de la espalda, como en los bailes, antes. Entonces oyó un crujido, un golpe seco, y se dio vuelta. Antenor estaba ahí, con el talero en la mano, y el peón abría la boca como en una arcada, abajo, junto a los pies del viejo. Fue esa sola vez. Se sintió mujer disputada, mujer nomás. Y no le importó que el viejo dijera yo te voy a dar mirarme la mujer, pión rotoso, ni que dijera:

–Y vos, qué buscas. Ya te dije dónde quiero que estés.

En la casa, claro. Y lo decía mientras un hombre, todavía en el suelo, abría y cerraba la boca en silencio, mientras otros hom­bres empezaron a rodear al viejo ambiguamente, lo empezaron a rodear con una expresión menos parecida al respeto que a la ame­naza. El viejo no los miraba:

–Qué buscas.

–La abuela –dijo ella–. Me avisan que está mala –y repentinamente se sintió sola, únicamente protegida por el hombre del talero; el hombre rodeado de peones agresivos, ambiguos, que ahora, al escuchar a la muchacha, se quedaron quietos. Y ella com­prendió que, sin proponérselo, estaba defendiendo al viejo.

–Qué miran ustedes –la voz de Antenor, súbita. El viejo sabía siempre cuál era el momento de clavar una estaca. Los miró y ellos agacharon la cabeza. El capataz venía del lado de las cabañas, gritando alguna cosa. El viejo miró a Paula, y de nuevo al peón que ahora se levantaba, encogido como un perro apaleado–. Si andas alzado, en cuanto me dé un hijo te la regalo.

III

A los dos años empezó a mirarla con rencor. Mirada de es­tafado, eso era. Antes había sido impaciencia, apuro de viejo por tener un hijo y asombro de no tenerlo: los ojos inquisidores del viejo y ella que bajaba la cabeza con un poco de vergüenza. Después fue la ironía. O algo más bárbaro, pero que se emparentaba de algún modo con la ironía y hacía que la muchacha se quedara con la vista fija en el plato, durante la cena o el almuerzo. Después, aquel insul­to en los potreros, como un golpe a mano abierta, prefigurando la mano pesada y ancha y real que alguna vez va a estallarle en la cara, porque Paula siempre supo que el viejo iba a terminar golpeando. Lo supo la misma noche que murió la abuela.

–O cuarenta y tantos, es lo mismo.

Alguien lo había dicho en el velorio: cuarenta y tantos. Los años de diferencia, querían decir. Paula miró de reojo a Antenor, y él, más allá, hablando de unos cueros, adivinó la mirada y entendió lo que todos pensaban: que la diferencia era grande. Y quién sabe entonces si la culpa no era de él, del viejo.

–Volvemos a la casa –dijo de golpe.

Ésa fue la primera noche que Paula le sintió olor a caña. Después –hasta la tarde aquella, cuando un toro se vino resoplan­do por el andarivel y hubo gritos y sangre por el aire y el viejo se quedó quieto como un trapo– pasó un año, y Antenor tenía siem­pre olor a caña. Un olor penetrante, que parecía querer meterse en las venas de Paula, entrar junto con el viejo. Al final del tercer año, quedó encinta. Debió de haber sido durante una de esas noches furi­bundas en que el viejo, brutalmente, la tumbaba sobre la cama, como a un animal maneado, poseyéndola con rencor, con desespe­ración. Ella supo que estaba encinta y tuvo miedo. De pronto sin­tió ganas de llorar; no sabía por qué, si porque el viejo se había sa­lido con la suya o por la mano brutal, pesada, que se abría ahora: ancha mano de castrar y marcar, estallándole, por fin, en la cara.

–¡Contesta! Contéstame, yegua.

El bofetón la sentó en la cama; pero no lloró. Se quedó ahí, odiando al hombre con los ojos muy abiertos. La cara le ardía.

–No –dijo mirándolo–. Ha de ser un retraso, nomás. Como siempre.

–Yo te voy a dar retraso –Antenor repetía las palabras, las mordía–. Yo te voy a dar retraso. Mañana mismo le digo al Fabio que te lleve al pueblo, a casa de la Tomasina. Te voy a dar retraso.

La había espiado seguramente. Había llevado cuenta de los días; quizá desde la primera noche, mes a mes, durante los tres años que llevó cuenta de los días.

–Mañana te levantas cuando aclare. Acostate ahora.

Una ternera boca arriba, al día siguiente, en el campo. Paula la vio desde el sulky, cuando pasaba hacia el pueblo con el viejo Fabio. Olor a carne quemada y una gran “A”, incandescente, cha­muscándole el flanco: Paula se reconoció en los ojos de la ternera.

Al volver del pueblo, Antenor todavía estaba ahí, entre los peones. Un torito mugía, tumbado a los pies del hombre; nadie como el viejo para voltear un animal y descornarlo o caparlo de un tajo. Antenor la llamó, y ella hubiera querido que no la llamase: hubiera querido seguir hasta la casa, encerrarse allá. Pero el viejo la llamó y ella ahora estaba parada junto a él.

–Ceba mate. –Algo como una tijera enorme, o como una tenaza, se ajustó en el nacimiento de los cuernos del torito. Paula frunció la cara. Se oyeron un crujido y un mugido largo, y del hueso brotó, repentino, un chorro colorado y caliente. –Qué fruncís la jeta, vos.

Ella le alcanzó el mate. Preñada, había dicho la Tomasina. Él pareció adivinarlo. Paula estaba agarrando el mate que él le devolvía, quiso evitar sus ojos, darse vuelta.

–Che –dijo el viejo.

–Mande –dijo Paula.

Estaba mirándolo otra vez, mirándole las manos anchas, llenas de sangre pegajosa: recordó el bofetón de la noche anterior. Por el andarivel traían un toro grande, un pinto, que bufaba y ha­cía retemblar las maderas. La voz de Antenor, mientras sus manos desanudaban unas correas, hizo la pregunta que Paula estaba te­miendo. La hizo en el mismo momento que Paula gritó, que todos gritaron.

–¿Qué te dijo la Tomasina? –preguntó.

Y todos, repentinamente, gritaron. Los ojos de Antenor se habían achicado al mirarla, pero de inmediato volvieron a abrirse, enormes, y mientras todos gritaban, el cuerpo del viejo dio una vuelta en el aire, atropellado de atrás por el toro. Hubo un revuelo de hombres y animales y el resbalón de las pezuñas sobre la tierra. En mitad de los gritos, Paula seguía parada con el mate en la mano, mirando absurdamente el cuerpo como un trapo del viejo. Había quedado sobre el alambrado de púas, como un trapo puesto a secar.

Y todo fue tan rápido que, por encima del tumulto, los sobresaltó la voz autoritaria de don Antenor Domínguez.

–¡Ayúdenme, carajo!

IV

Esta orden y aquella pregunta fueron las dos últimas cosas que articuló. Después estaba ahí, de espaldas sobre la cama, sudan­do, abriendo y cerrando la boca sin pronunciar palabra. Quebrado, partido como si le hubiesen descargado un hachazo en la columna, no perdió el sentido hasta mucho más tarde. Sólo entonces el mé­dico aconsejó llevarlo al pueblo, a la clínica. Dijo que el viejo no volvería a moverse; tampoco, a hablar. Cuando Antenor estuvo en condiciones de comprender alguna cosa, Paula le anunció lo del chico.

–Va a tener el chico –le anunció–. La Tomasina me lo ha dicho.

Un brillo como de triunfo alumbró ferozmente la mirada del viejo; se le achisparon los ojos y, de haber podido hablar, acaso hubiera dicho gracias por primera vez en su vida. Un tiempo des­pués garabateó en un papel que quería volver a la casa grande. Esa misma tarde lo llevaron.

Nadie vino a verlo. El médico y el capataz de La Cabriada, el viejo Fabio, eran las dos únicas personas que Antenor veía. Salvo la mujer que ayudaba a Paula en la cocina –pero que jamás entró en el cuarto de Antenor, por orden de Paula–, nadie más andaba por la casa. El viejo Fabio llegaba al caer el sol. Llegaba y se que­daba quieto, sentado lejos de la cama sin saber qué hacer o qué decir. Paula, en silencio, cebaba mate entonces.

Y súbitamente, ella, Paula, se transfiguró. Se transfiguró cuando Antenor pidió que lo llevaran al cuarto alto; pero ya desde antes, su cara, hermosa y brutal, se había ido transformando. Ha­blaba poco, cada día menos. Su expresión se fue haciendo cada vez más dura –más sombría–, como la de quienes, en secreto, se han propuesto obstinadamente algo. Una noche, Antenor pareció aho­garse; Paula sospechó que el viejo podía morirse así, de golpe, y tuvo miedo. Sin embargo, ahí, entre las sábanas y a la luz de la lám­para, el rostro de Antenor Domínguez tenía algo desesperado, emperradamente vivo. No iba a morirse hasta que naciera el chico; los dos querían esto. Ella le vació una cucharada de remedio en los la­bios temblorosos. Antenor echó la cabeza hacia atrás. Los ojos, por un momento, se le habían quedado en blanco. La voz de Paula fue un grito:

–¡Va a tener el chico, me oye! –Antenor levantó la cara; el remedio se volcaba sobre las mantas, desde las comisuras de una sonrisa. Dijo que sí con la cabeza.

Esa misma noche empezó todo. Entre ella y Fabio lo su­bieron al cuarto alto. Allí, don Antenor Domínguez, semicolgado de las correas atadas a un travesaño de fierro, que el doctor había hecho colocar sobre la cama, erguido a medias podía contemplar el campo. Su campo. Alguna vez volvió a garrapatear con lentitud unas letras torcidas, grandes, y Paula mandó llamar a unos hombres que, abriendo un boquete en la pared, extendieron la ventana hacia abajo y a lo ancho. El viejo volvió a sonreír entonces. Se pasaba horas con la mirada perdida, solo, en silencio, abriendo y cerrando la boca como si rezara –o como si repitiera empecinadamente un nombre, el suyo, gestándose otra vez en el vientre de Paula–, mirando su tierra, lejos hasta los altos pinos, más allá del Cerro Negro. Contra el cielo.

Una noche volvió a sacudirse en un ahogo. Paula dijo:

–Va a tener el chico. El asintió otra vez con la cabeza.

Con el tiempo, este diálogo se hizo costumbre. Cada noche lo repetían.

V

El campo y el vientre hinchado de la mujer: las dos únicas cosas que veía. El médico, ahora, sólo lo visitaba si Paula –de tanto en tanto, y finalmente nunca– lo mandaba llamar, y el mismo Fabio, que una vez por semana ataba el sulky e iba a comprar al pueblo los encargos de la muchacha, acabó por olvidarse de subir al piso alto al caer la tarde. Salvo ella, nadie subía.

Cuando el vientre de Paula era una comba enorme, tirante bajo sus ropas, la mujer que ayudaba en la cocina no volvió más. Los ojos de Antenor, interrogantes, estaban mirando a Paula.

–La eché –dijo Paula.

Después, al salir, cerró la puerta con llave (una llave grande, que Paula llevará siempre consigo, colgada a la cintura), y el viejo tuvo que acostumbrarse también a esto. El sonido de la llave giran­do en la antigua cerradura anunciaba la entrada de Paula –sus pa­sos, cada día más lerdos, más livianos, a medida que la fecha del parto se acercaba–, y por fin la mano que dejaba el plato, mano que Antenor no se atrevía a tocar. Hasta que la mirada del viejo también cambió. Tal vez, alguna noche, sus ojos se cruzaron con los de Paula, o tal vez, simplemente, miró su rostro. El silencio se le pobló entonces con una presencia extraña y amenazadora, que acaso se parecía un poco a la locura, sí, alguna noche, cuando ella venía con la lámpara, el viejo miró bien su cara: eso como un gesto estáti­co, interminable, que parecía haberse ido fraguando en su cara o quizá sólo en su boca, como si la costumbre de andar callada, apre­tando los dientes, mordiendo algún quejido que le subía en pun­tadas desde la cintura, le hubiera petrificado la piel. O ni necesitó mirarla. Cuando oyó girar la llave y vio proyectarse larga la sombra de Paula sobre el piso, antes de que ella dijera lo que siempre decía, el viejo intuyó algo tremendo. Súbitamente, una sensación que nunca había experimentado antes. De pronto le perforó el cerebro, como una gota de ácido: el miedo. Un miedo solitario y poderoso, incomunicable. Quiso no escuchar, no ver la cara de ella, pero adi­vinó el gesto, la mirada, el rictus aquel de apretar los dientes. Ella dijo:

–Va a tener el chico.

Antenor volvió la cara hacia la pared. Después, cada noche la volvía.

VI

Nació en invierno; era varón. Paula lo tuvo ahí mismo. No mandó llamar a la Tomasina: el día anterior le había dicho a Fabio que no iba a necesitar nada, ningún encargo del pueblo.

–Ni hace falta que venga en la semana –y como Fabio se había quedado mirándole el vientre, dijo: –Mañana a más tardar ha de venir la Tomasina.

Después pareció reflexionar en algo que acababa de decir Fabio; él había preguntado por la mujer que ayudaba en la casa. No la he visto hoy, había dicho Fabio.

–Ha de estar en el pueblo –dijo Paula. Y cuando Fabio ya montaba, agregó: –Si lo ve al Tomás, mándemelo. Luego vino Tomás y Paula dijo:

–Podes irte nomás a ver tu chica. Fabio va a cuidar la casa esta semana.

Desde la ventana, arriba, Antenor pudo ver cómo Paula se quedaba sola junto al aljibe. Después ella se metió en la casa y el viejo no volvió a verla hasta el día siguiente, cuando le trajo el chico.

Antes, de cara contra la pared, quizá pudo escuchar algún quejido ahogado y, al acercarse la noche, un grito largo retumban­do entre los cuartos vacíos; por fin, nítido, el llanto triunfante de una criatura. Entonces el viejo comenzó a reírse como un loco. De un súbito manotón se aferró a las correas de la cama y quedó sentado, riéndose. No se movió hasta mucho más tarde.

Cuando Paula entró en el cuarto, el viejo permanecía en la misma actitud, rígido y sentado. Ella lo traía vivo: Antenor pudo escuchar la respiración de su hijo. Paula se acercó. Desde lejos, con los brazos muy extendidos y el cuerpo echado hacia atrás, apartan­do la cara, ella, dejó al chico sobre las sábanas, junto al viejo, que ahora ya no se reía. Los ojos del hombre y de la mujer se encontra­ron luego. Fue un segundo: Paula se quedó allí, inmóvil, detenida ante los ojos imperativos de Antenor. Como si hubiera estado es­perando aquello, el viejo soltó las correas y tendió el brazo libre hacia la mujer; con el otro se apoyó en la cama, por no aplastar al chico. Sus dedos alcanzaron a rozar la pollera de Paula, pero ella, como si también hubiese estado esperando el ademán, se echó hacia atrás con violencia. Retrocedió unos pasos; arrinconada en un án­gulo del cuarto, al principio lo miró con miedo. Después, no. An­tenor había quedado grotescamente caído hacia un costado: por no aplastar al chico estuvo a punto de rodar fuera de la cama. El chico comenzó a llorar. El viejo abrió la boca, buscó sentarse y no dio con la correa. Durante un segundo se quedó así, con la boca abierta en un grito inarticulado y feroz, una especie de estertor mudo e impo­tente, tan salvaje, sin embargo, que de haber podido gritarse habría conmovido la casa hasta los cimientos. Cuando salía del cuarto, Paula volvió la cabeza. Antenor estaba sentado nuevamente: con una mano se aferraba a la correa; con la otra, sostenía a la criatura. Delante de ellos se veía el campo, lejos, hasta el Cerro Patrón.

Al salir, Paula cerró la puerta con llave; después, antes de atar el sulky, la tiró al aljibe.

 

jueves, 2 de octubre de 2014

BIOGRAFIA Andre Breton

André Breton (Tinchebray, 19 de febrero de 1896 - París, 28 de septiembre de 1966), escritor, poeta, ensayista y teórico del Surrealismo, reconocido como el fundador y principal exponente de este movimiento artístico.

Biografía

De origen modesto, comenzó a estudiar medicina desoyendo las presiones familiares (sus padres querían que fuera ingeniero). Movilizado en Nantes, durante la Primera Guerra Mundial, en 1916, conoció a Jacques Vaché, que ejerció sobre él una gran influencia, a pesar de haber escrito únicamente cartas de guerra. Entra en contacto con el mundo del arte, primero a través de Paul Valéry y después del grupo dadaísta en 1916.

Durante la guerra trabajó en hospitales psiquiátricos, donde estudió las obras de Sigmund Freud y sus experimentos con la escritura automática (escritura libre de todo control de la razón y de preocupaciones estéticas o morales), lo que influyó en su formulación de la teoría surrealista. Se convirtió en pionero de los movimientos antirracionalistas conocidos como dadaísmo y surrealismo. En 1920 publicó su primera obra Los campos magnéticos, en colaboración con Philippe Soupault, en la que exploraba las posibilidades de la escritura automática. Al año siguiente rompió con Tristan Tzara, el fundador del dadaísmo.

Fundó con Louis Aragon y Philippe Soupault la revista Littérature. En 1924 escribió el Manifiesto del surrealismo y a su alrededor se formó un grupo compuesto por Philippe Soupault, Louis Aragon, Paul Éluard, René Crevel, Michel Leiris, Robert Desnos, Benjamin Péret, deseosos de llegar al «Cambiar la vida» de Rimbaud y «Transformar el mundo» de Marx. «El surrealismo se basa en la creencia en la realidad superior de ciertas formas de asociación desdeñadas hasta la aparición del mismo y en el libre ejercicio del pensamiento. Tiende a destruir definitivamente todos los restantes mecanismos psíquicos y a sustituirlos en la resolución de los principales problemas de la vida». En este manifiesto además se asientan las bases del automatismo psíquico como medio de expresión artística que surge sin la intervención del intelecto.

Muy pronto el movimiento se acerca a la política y en 1927 Aragon, Éluard y Breton se afilian al Partido Comunista. En 1928 publica en París Le surréalisme et la peinture. Con la publicación del Segundo manifiesto surrealista (1929) llegó la polémica: Breton, líder del movimiento surrealista, concretaba la noción de surrealismo y afirmaba que debía caminar junto a la revolución marxista. Sin embargo en 1935 abandona el partido al confirmar la imposibilidad de conciliar la búsqueda de la libertad absoluta de los surrealistas con el realismo socialista que veía al arte como instrumento de propaganda de sus postulados.

Octavio Paz, que conoció a Breton cuando llegó a París en 1946, cuenta que el fundador del surrealismo tenía dos caras. Por un lado era una persona tremendamente vitalista, honesta y de gran simpatía personal, por el otro muy intransigente; no en vano se ganó el apodo de "papa del surrealismo" por la obcecación con la que defendía los principios del movimiento y castigaba con la expulsión a aquellos que se desviaban de su principios morales o artísticos. Entre los expulsados se encuentran Roger Vitrac, Philippe Soupault, Antonin Artaud, Robert Desnos y Salvador Dalí, al que llama "Ávida Dollars" (anagrama de su nombre). Marcel Duchamp le dedica estas palabras No he conocido a ningún hombre que tuviera mayor capacidad de amor, mayor poder de amar la grandeza de la vida, y no se entenderían sus odios si no fuera porque con ellos protegía la cualidad misma de su amor por la vida, por lo maravilloso de la vida. Breton amaba igual que late un corazón. Era el amante del amor en un mundo que cree en la prostitución. Ese es su signo.

La vanguardia española le citó en revistas como Alfar, Grecia, Hélix, Terramar, Art etc. y en 1922, con motivo de la exposición de Francis Picabia en las Galerías Dalmau, estuvo en España. En 1932 escribe Los vasos comunicantes y el libro de poesías La Inmaculada Concepción junto a Paul Éluard. En 1935 visitó Tenerife para asistir a la Exposición Surrealista organizada por la revista Gaceta de Arte, dirigida por Eduardo Westerdahl, lo que supuso un hito en la historia de la creación cultural en Canarias. Sobre esta experiencia escribió el relato Le château étoilé (1935).

En 1934 contrajo matrimonio con Jacqueline Lamba, inspiradora de El amor loco. Dos años después nace su hija Aube. Su obra más creativa es Nadja, en parte autobiográfica. En 1937 inaugura la galería "Gradiva" en la calle de Seine, viaja a México donde conoce a su admirado Trotski y redacta el Manifiesto por un arte revolucionario independiente.

En 1941 se embarca en el Capitaine-Paul-Lemerle hacia Martinica, donde es internado en un campo. Estuvo en una galera repleta de hombres, mujeres y niños, además iba en un lugar más cómodo del barco Claude Lévi-Strauss, con quien mantuvo una durable amistad por correspondencia en la que discutían sobre estética y originalidad absoluta. Durante la década viajó a Santo Domingo, donde ejerció fuerte influencia en los escritores jóvenes y donde participaba en tertulias de intelectuales en la casa de la pareja de inmigrantes alemanes Erwin Walter Palm e Hilde Domin. Liberado bajo fianza llega a Nueva York para un exilio que durará cinco años y publica los Prolegómenos a un tercer manifiesto o no, conocido también como Tercer manifiesto surrealista.

Un año después funda en la ciudad estadounidense de Nueva York la revista VVV. Es en esa ciudad donde conocerá en 1943 a su nueva esposa, la chilena Elisa Bindhoff Enet. Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, vigilado por el gobierno de Vichy, se refugió en América; volvió a París en 1946. En 1956 funda una nueva publicación, Le Surrealisme Même, siguiendo hasta su muerte en 1966 animando al grupo surrealista. Poco antes de morir, decía a Luis Buñuel, hoy nadie se escandaliza, la sociedad ha encontrado maneras de anular el potencial provocador de una obra de arte, adoptando ante ella una actitud de placer consumista. Murió en la mañana del 28 de septiembre de 1966, en el hospital Lariboisière (París). Fue enterrado en el cementerio de Batignolles, a pocos metros de la tumba de su amigo Benjamin Péret. Su poesía, recopilada en Poemas (1948), revela la influencia de los poetas Arthur Rimbaud, Stéphane Mallarmé, Paul Valéry, Guillaume Apollinaire, entre otros.

Obras

Ensayos

  • Los pasos perdidos (1924).
  • Manifiesto de surrealismo (1924, 1930, 1946).
  • El Surrealismo y la pintura (1928).
  • Segundo manifiesto del surrealismo (1929).
  • Antología del humor negro (1940).
  • Prolegómenos a un tercer manifiesto o no (1942).
  • Delito Flagrante (1949).
  • El Surrealismo a través de sus obras (1954).

Poesía

  • Monte de piedad (1919) (Mont de pieté). Con dos ilustraciones de André Derain.
  • Claro de tierra (1923) (Clair de Terre). Con un aguafuerte de Pablo Picasso.
  • Pez soluble (1924) (Poisson soluble).
  • La unión libre (1931) (L´Union libre).
  • El revólver de cabellos blancos (1932) (Le Revolver à cheveaux blancs). Con frontispicio de Salvador Dalí.
  • El aire del agua (1934) (L´Air de l´eau).
  • Al lavadero negro (1936) (Au lavoir noir). Con frontispicio de Marcel Duchamp.
  • Fata Morgana (1940). Con ilustraciones de Wilfredo Lam.
  • Pleno margen (1943) (Pleine marge).
  • Oda a Charles Fourier (1947) (Ode à Charles Fourier). Con ilustraciones de Frederick John Kiesler.
  • Poemas [1916–1948] (1948) (Poèmes).
  • Martinica, encantadora de serpientes (1948) (Martinique, charmeuse de serpents). Con ilustraciones y textos de André Masson.
  • Constelaciones (1959) (Constellations). Con 22 gouches de Joan Miró.
  • Le La (1961) (El la).

Poesía escrita en colaboración

  • Los campos magnéticos (1920) (Les Champs magnetiques). En colaboración con Philippe Soupault.
  • La inmaculada concepción (1930) (L'Immaculée conception). En colaboración con Paul Éluard.
  • Hombres trabajando (1930) (Ralentir travaux). En colaboración con René Char y Paul Éluard.
  • Trébol de cuatro hojas (1954) (Farouche à quatre feuilles). En colaboración con Lise Deharme, Julien Gracq y Jean Tardieu.

Otras obras

  • Nadja (1928).
  • Los vasos comunicantes (1932) (Les Vases communicants).
  • Apuntar del día (1934) (Point du jour).
  • El amor loco (1937) (L´Amour fou).
  • Arcane 17 (1944) (Arcano 17). Con ilustraciones de Maurice Baskine.
  • La llave de los campos (1953) (La Clé des champs). Con ilustraciones de Joan Miró.

 

viernes, 19 de septiembre de 2014

Mario Benedetti - Biografía

Nació el 14 de setiembre de 1920 en Paso de los Toros, Uruguay, donde sus padres Brenno Benedetti (químico farmacéutico y enólogo) y Matilde Farrugia se conocieron y se casaron. En 1922 se trasladaron a Tacuarembó, capital del departamento, y poco después a Montevideo, donde en 1928 nació Raúl, el hermano menor, enólogo en su juventud, que años más tarde habría de destacarse en el dibujo comercial y en la pintura. Mario ingresó en el Deutsche Schule de Montevideo, donde completó los seis años de Enseñanza Primaria y aprendió alemán, lo que le sirvió posteriormente para ser el primer traductor de Kafka en Uruguay. Cuando en esas aulas se hizo presente el nazismo, fue inmediatamente retirado por don Brenno.

Durante dos años fue alumno del liceo Miranda, pero el resto de Secundaria lo cumplió como estudiante libre. En esos mismos años aprendió taquigrafía, que durante largo tiempo fue su medio de vida. A los 14 años empezó a trabajar, primero como taquígrafo, luego como vendedor, funcionario público, contable, periodista, locutor de radio, traductor. Se formó como periodista junto a Carlos Quijano, en el semanario Marcha. En 1946 se casó con Luz López Alegre, que falleció en abril de 2006. Durante quince años integró el personal de una importante inmobiliaria, llegando a desempeñar el cargo de Gerente General. En 1948 funda y dirige la revista Marginalia y luego integra la redacción del semanario Marcha, en el que llegó a dirigir la sección literaria. Como periodista trabajó en El Diario y La Mañana (donde codirigió con Álvarez Olloniego la página literaria “Al pie de las letras”) publicando intensamente crítica cinematográfica y teatral. Integró además el staff del Semanario Brecha, y colaboró con El País de Madrid, la revista Punto Final de Santiago de Chile, la revista Crisis de Buenos Aires, entre otras.

Formó parte del grupo de la Revista Número de Montevideo junto a Idea Vilariño, Carlos Martínez Moreno, Emir Rodríguez Monegal, Sarandy Cabrera y Manuel Antonio Claps.

Desde 1968 a 1971 dirigió el Centro de Investigaciones Literarias, de la Casa de las Américas, en La Habana, y además integró el Consejo de Dirección de esa misma Institución. De 1971 a 1973 dirigió el Departamento de Literatura Hispanoamericana, en la Facultad de Humanidades y Ciencias de Montevideo. En 1973 a raíz del golpe militar renunció a este último cargo y debió abandonar el país por razones políticas. Etapas de sus doce años de exilio fueron Argentina, Perú, Cuba y España. A partir de 1985, con el restablecimiento de la democracia en su país residió una parte del año en Montevideo y otra en Madrid.

Ha publicado más de 80 libros con más de 1200 ediciones y ha sido traducido a más de 25 lenguas. Su obra aborda diversos géneros: poesía, cuento, novela, ensayo y crítica literaria. Como humorista publicó numerosas crónicas bajo el seudónimo Damocles, primero en Marcha y luego en la revista Peloduro. Ha escrito además numerosas letras de canciones, reunidas en el volumen Canciones del Más Acá (1988) e incorporadas al repertorio de más de cuarenta cantantes, entre los que figuran Joan Manuel Serrat, Nacha Guevara, Los Olimareños, Daniel Viglietti, Alfredo Zitarrosa, Pablo Milanés, Soledad Bravo, Amparo Ochoa, Laura Canoura, Rosa León, los Gambino, Eduardo Darnauchans, Adriana Varela, Numa Moraes, Tania Libertad, Marilina Ross, etc. El recital A dos voces, de canto (Daniel Viglietti) y poesía (Mario Benedetti) ha sido presentado en veinte ciudades de América Latina y Europa.

Ha integrado jurados de cine en los festivales internacionales de La Habana, San Sebastián y Valladolid, y de literatura en Uruguay, Argentina, Cuba, México, Ecuador, Panamá y España.

El Consejo de Estado de Cuba le otorgó en 1982 la Orden Félix Varela y en 1989 la medalla Haydée Santamaría. En 1987, Amnistía Internacional confirió en Bruselas el Premio Llama de Oro a su novela Primavera con una esquina rota, y en 1995 le fue otorgada en Chile la medalla Gabriela Mistral, así como en 2005 la medalla Pablo Neruda. En 1996 obtuvo en Uruguay el Premio Especial Bartolomé Hidalgo a su obra ensayística. En 1993 la Universidad de Buenos Aires lo designó Profesor Honorario, y en 1996 en Uruguay le fue otorgado el título de Profesor Emérito en la Facultad de Humanidades y Ciencias. En 1997 fue nombrado Doctor Honoris Causa por las Universidades de Alicante, Valladolid y La Habana, y en el 2004 recibió igual distinción de la Universidad de la República en Montevideo. En 1999 le fue otorgado en España el VIII Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. En el mismo año, en Uruguay, el Ministerio de Educación y Cultura le otorgó (conjuntamente con el narrador Julio da Rosa) el Gran Premio Nacional a la Actividad Intelectual. En 1999 la Cámara de Representantes de Colombia le otorgó la Orden de la Democracia en el grado Gran Cruz. En el año 2005 le fue otorgado en Santander, España, el Premio Internacional Menéndez Pelayo. Recibió el Premio Alba en la categoría Letras y la Orden Francisco de Miranda Primera Clase por parte del Gobierno Bolivariano de Venezuela en 2007, y en 2008 el Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Córdoba, Argentina.

Algunas veces en compañía de su mujer y en otras ocasiones en forma individual emprendió numerosos viajes, que incluyen países como España, Francia, Alemania, Suiza, Dinamarca, Noruega, Suecia, Bélgica, Gran Bretaña, Austria, Finlandia, Italia, Grecia, Portugal, Unión Soviética, Bulgaria, Egipto, Estados Unidos, Argentina, Cuba, México, Nicaragua, Brasil, Chile, Ecuador, Colombia, Venezuela, Perú, Panamá y Costa Rica.

Fallece el 17 de mayo de 2009 en su casa de Montevideo.

 

jueves, 11 de septiembre de 2014

La intensa vida de Sándor Márai

El escritor húngaro fue un autor de éxito. Aunque en España sus obras sólo se han conocido desde la reciente publicación de El último encuentro, Márai fue un intelectual burgués y humanista que abandonó su país en 1948, huyendo del comunismo, para instalarse en Estados Unidos donde se suicidó. Esta biografía repasa su rica trayectoria.

El escritor húngaro Sándor Márai (1900-1989) goza en la actualidad de gran éxito en España. Sus novelas El último encuentro, La herencia de Eszter, Divorcio en Buda, El amante de Bolzano y La mujer justa, así como su autobiografía Confesiones de un burgués (todas en Salamandra), cautivan a un publico variado en virtud de algo que las caracteriza: la magia que sólo tiene la "gran literatura". De estructuras similares -extensas conversaciones y largos monólogos-, densas y cuajadas de pensamientos brillantes; teatrales, "psicológicas", de escasa acción y peripecia, y hasta de tono melodramático y sentimental, las novelas de Márai son, con todo ello, absorbentes y difíciles de soltar una vez que nos sumergimos en sus páginas y nos dejamos atrapar por sus meandros. Las palabras de sus personajes cautivan y seducen; tal como debieron de seducir las de su creador -así se atestigua- cuando hablaba en sociedad, pues solían ser pausadas y bien meditadas, incisivas, lúcidas e insoslayables. Aun así, voces críticas muy solventes opinan que en la mayor parte de estas celebradas novelas de Márai todo queda finalmente en fuego de artificio desvanecido en humo; no les falta razón, pero lo cierto es que el espectáculo es hermoso y nunca banal. Por otra parte, siempre permanece el aura y el recuerdo de ese ambiente que recrean, aquel mundo europeo de los años de entreguerras, mezcla de cosmopolitismo y grandiosa decadencia burguesa que, como en los relatos de Stefan Zweig, pertenece a una época que hoy nos parece elegante y romántica, un paraíso con cierto olor a podrido ya perdido para siempre.

Así que debido a la popularidad de Márai en nuestro país, resulta muy oportuna la publicación de esta breve biografía ilustrada, elaborada por un reconocido especialista húngaro, editada con gusto y bien traducida. El autor se propone retratar a Márai como ser humano y repasar los diversos episodios y épocas de su vida, siempre oscilante entre la dedicación al arte y las imposiciones del destino, determinado por los avatares políticos de la convulsa Europa del siglo XX. Pero si el lector obtiene una idea ciertamente clara de cómo fue el hombre Márai, echará de menos saber, aunque sea de manera somera, algo más sobre su obra, los motivos concretos de la escritura de tal o cual novela o, al menos, una breve reseña y una cronología de todas ellas.

En cuanto al retrato humano, Márai no fue un escritor aureolado por el "malditismo" ni tampoco un marginado social desconocido o un mártir político; al contrario, fue en general un señor cabal y mesurado, consciente de su ascendencia burguesa y dedicado en cuerpo y alma a la tarea que le gustaba y que sabía desempeñar a la perfección: la literaria. En ella volcaba su habilidad y su mucha sabiduría, nacida de la atenta observación de los sentimientos y las relaciones humanas. Desde muy joven -siempre fue mal estudiante por demasiado curioso y avispado- lo sedujeron la lectura y el periodismo. Su padre, un gran abogado de la ciudad húngara de Kaschau (hoy en Eslovaquia con el nombre de Kosice), le permitió salir al extranjero en cuanto tuvo edad de estudiar. Hasta los 23 años, cuando se casó con una mujer judía y de acaudalada familia burguesa, "Lola", a la que amó intensamente y con la que convivió hasta la muerte de ella, sesenta años después, Márai residió en Budapest y en varias ciudades alemanas (su lengua materna era el húngaro, pero dominó desde pequeño el alemán), Leipzig, Weimar, Múnich y Berlín, que fueron sus escuelas de vida y sabiduría. Allí pasó unos años de aprendizaje bohemio, entre escritores y cafés de artistas, ganándose el sustento con la escritura de artículos periodísticos, crónicas, prosas breves y poemas. Unos años en París, durante la dictadura de Horthy, lo hicieron popular en Hungría gracias a las crónicas que enviaba desde el extranjero. En los años treinta se estableció en Budapest y, obsesionado por el trabajo, comenzó a producir novela y teatro, de modo que en los cuarenta gozaba ya de fama extraordinaria, casi comparable a la de Thomas Mann o Stefan Zweig. Cada nueva obra suya era un éxito de ventas, se traducía a todos los idiomas cultos (incluso al castellano hubo traducciones tempranas que hoy son desconocidas). Márai disfrutaba de una vida acomodada, conducía un automóvil y vivía en una amplia y hermosa casa.

Cuando los nazis accedieron

al poder en Alemania, el escritor húngaro fue uno de los primeros en oponerse abiertamente a Hitler con contundentes artículos. Enseguida vio lo que se le venía encima a Europa, por un lado, con Hitler y, por otro, con Stalin. Sin embargo, a él la crueldad de la guerra no le tocaría de lleno hasta 1945. Después de la invasión alemana de Hungría, frente a tantas atrocidades perpetradas por los invasores secundados por fascistas húngaros, Márai escribió en su diario: "De hecho, los alemanes son magos. Han acertado a realizar el milagro de que cualquier ser humano decente espere honestamente y lleno de anhelo a los rusos, a los bolcheviques que llegan como libertadores". Estos "libertadores" no se metieron con él de momento, dada su fama. Pero con la ocupación soviética de Hungría y con el establecimiento del régimen comunista, la estrella de Márai comenzó a declinar. Tachado pronto de escritor "decadente y burgués", aquel europeo individualista y cosmopolita, de ideales humanistas, jamás pudo plegarse a la uniformización colectivizada que aceptaban la mayoría de sus colegas, y en 1948 abandonó Hungría definitivamente para instalarse en Italia.

El desmoronamiento político y moral de su patria bajo el yugo comunista y la vida errante que llevó junto a su esposa durante las últimas décadas de su vida -terminaron instalándose en Norteamérica, en Nueva York y, finalmente, en San Diego- contribuyeron al aislamiento de Márai. Continuó escribiendo diarios y alguna otra novela, y gracias a sus colaboraciones radiofónicas con la emisora Radio Europa Libre su voz llegaba a menudo al otro lado del "telón de acero", pero la vejez y la pérdida paulatina de sus seres queridos minaron su espíritu hasta agotarlo por completo. Cambió el régimen en su país y Márai volvió a ser reconocido, recibiendo ofertas para regresar a la patria, pero ya era tarde. Se disparó un tiro en la cabeza en cuanto supo que ya sólo podría seguir viviendo ingresado en un hospital y dependiente del cuidado de otras personas. Poco después de su muerte caía en 1989 el muro de Berlín.

 

SANDOR MARAI Biografia

Sándor Márai (pronunciado [ˈʃa:ndor ˈma:rɔ.i]; Košice, 11 de abril de 1900 - San Diego, 22 de febrero de 1989) fue un novelista, periodista y dramaturgo húngaro.1

Biografía

Sándor Károly Henrik Grosschmid de Mára, conocido como Sándor Márai, nació en Košice (hoy en Eslovaquia; en húngaro: Kassa), una pequeña localidad del antiguo Reino de Hungría, en el entonces poderoso Imperio Austrohúngaro, desaparecido tras su derrota en la primera guerra mundial. Descendiente de una familia acomodada de origen sajón, su infancia y su pubertad fueron algo conflictivas, ya que se escapó de su casa varias veces y por ello fue ingresado en un internado religioso. Posteriormente se instaló en Leipzig para estudiar periodismo, carrera que abandonó. Durante su juventud viajó por Europa, sobre todo por Europa Central, y visitó París, la capital cultural de la época, donde convivió con algunos de los representantes más destacados de las vanguardias estéticas del momento.1

Tras decantarse en un principio por escribir en alemán (lengua que dominaba desde pequeño), se decidió finalmente por su lengua materna, el húngaro. En diversas obras, y también en disquisiciones de personajes de sus novelas, Márai exaltó la belleza que atribuía al idioma húngaro, especialmente por su fonética. En 1928 se instaló en el pequeño barrio de Krisztinaváros, en Budapest.

Durante la década de 1930 se labró un gran prestigio por la claridad y precisión de su prosa de estilo realista, prestigio que pocos años después era casi comparable al de Thomas Mann o Stefan Zweig. Sus obras se traducían a numerosos idiomas.

Si bien alabó con entusiasmo los Acuerdos de Viena, en los que la Alemania nazi obligó a Checoslovaquia y a Rumanía a devolver a Hungría parte de los territorios perdidos por ésta en el Tratado de Trianon, escribió contundentes artículos en contra del nazismo y se declaró "profundamente antifascista", algo poco recomendable en la Hungría del momento. No obstante, su inmensa fama lo tuvo a salvo de represalias de calado.

Su estrella empezó a apagarse con la ocupación soviética de Hungría y con el establecimiento del régimen comunista. Tildado de "burgués" por los comunistas, Márai abandonó definitivamente su país en 1948 y, tras una breve estancia en Suiza e Italia, emigró a Estados Unidos en 1952, instalándose en Nueva York. Recibiría posteriormente la nacionalidad estadounidense. Con la llegada de los comunistas su obra fue prohibida en Hungría lo que hizo caer a Márai en el olvido -en ese momento estaba considerado uno de los escritores más importantes de la literatura centroeuropea-. Así, habría que esperar varios decenios, hasta el ocaso del comunismo, para que este escritor fuese redescubierto en su país y en el mundo entero. Durante sus primeros años en Estados Unidos -período de 1952 a 1967 trabajó para Radio Euopa Libre. En 1968 se trasladó a Salerno (Italia) y en 1979 volvió definitivamente a Estados Unidos, a San Diego, California donde viviría el resto de su vida. En 1989 Márai se quitó la vida con un arma de fuego que él mismo había comprado con ese fin. Habían pasado 4 años desde la muerte de su mujer Ilona y faltaban pocos meses para la caída del Muro de Berlín.2

Aunque Sándor Márai destacó sobre todo por su obra narrativa, también escribió poesía, teatro y ensayo, además de múltiples colaboraciones periodísticas, entre las que se encuentran algunas de las primeras reseñas sobre las obras de Franz Kafka. En sus novelas, escritas originariamente en húngaro y cuidadosamente desarrolladas, Marai analiza la decadencia de la burguesía húngara durante la primera mitad del siglo, en títulos como Divorcio en Buda, El último encuentro o La herencia de Eszter. Además de sus novelas, Márai escribió libros de memorias que retratan las convulsiones sufridas por Hungría durante la primera mitad del siglo XX, como la Primera Guerra Mundial (retratada en Confesiones de un burgués) o las invasiones del ejército nazi, primero, y soviético, después (en ¡Tierra, tierra!).

Obras traducidas al castellano

Principales obras

  • Emlékkönyv (versos) 1918
  • Emberi hang (versos) 1921
  • Männer (interpretación de un papel) 1921
  • Panaszkönyv (esbozos) 1922
  • A mészáros (relato) 1924
  • Istenek nyomában (libro de viajes) 1927
  • Bébi vagy az első szerelem (novela) 1928
  • Idegen emberek (novela) 1930
  • Mint a hal vagy a néger (versos) 1930
  • Zendülők [A Garrenek műve I.] (novela) 1930
  • Műsoron kívül (esbozos) 1931
  • Csutora (novela) 1932
  • Teréz (historia corta) 1932
  • A szegények iskolája (estudio) 1933
  • A sziget 1934
  • Bolhapiac (relatos) 1934
  • Egy polgár vallomásai (novela) 1934
  • Naptárcsere (folletín) 1935
  • Válás Budán (novela) 1935
  • Kabala (narración) 1936
  • Féltékenyek [A Garrenek műve II.] (novela) 1937
  • A négy évszak (pensamientos) 1938
  • Eszter hagyatéka; Déli szél (dos pequeñas novelas) 1939
  • Napnyugati őrjárat (novela) 1939
  • Kaland (obra de teatro) 1940
  • Szindbád hazamegy (novela) 1940
  • Vendégjáték Bolzanóban (novela) 1940
  • Az igazi (novela) 1941
  • Jó ember és rossz ember (prosa disertante) 1941
  • Kassai őrjárat (estudio) 1941
  • Mágia (narraciones) 1941
  • A gyertyák csonkig égnek (novela) 1942
  • A kassai polgárok (drama) 1942
  • Ég és föld (prosa lírica ) 1942
  • Röpirat a nemzetnevelés ügyében (estudio) 1942
  • Füves könyv (epigramas prosaicos) 1943
  • Sirály (novela) 1943
  • Vasárnapi krónika (artículos) 1943
  • Napló 1943–1944. 1945
  • Varázs (obra de teatro) 1945
  • Verses könyv (versos) 1945
  • A nővér (novela) 1946
  • Ihlet és nemzedék (estudio) 1946
  • Medvetánc (folletines) 1946
  • Európa elrablása (libro de viajes) 1947
  • Sértődöttek [A Garrenek műve] (novela) 1947

Libros aparecidos durante su emigración:

  • Béke Ithakában (novela) 1952
  • San Gennaro vére (novela) 1957
  • Napló 1945–1957. 1958
  • Egy úr Velencéből (obra de teatro en verso) 1960
  • Napló 1958–1967. 1968
  • Ítélet Canudosban (novela) 1970
  • Rómában történt valami (novela) 1971
  • Föld, föld…! (memorias) 1972
  • Erősítő (novelas) 1975
  • Napló 1968–1975. 1976
  • A delfin visszanézett (antología lírica) 1978
  • Judit… és az utóhang (novela) 1980
  • Jób… és a könyve (piezas de teatro) 1982
  • Harminc ezüstpénz (novela) 1983
  • Napló 1976–1983. 1985
  • A Garrenek műve (novela) 1988

Libros póstumos así como antologías:

  • Napló 1984–1989. 1997
  • Ami a Naplóból kimaradt 1945–1946. 1991
  • Ami a Naplóból kimaradt 1947. 1993
  • Ami a Naplóból kimaradt 1948. 1998
  • Ami a Naplóból kimaradt 1949. 1999
  • Ami a Naplóból kimaradt 1950–1952. 1991
  • Ami a Naplóból kimaradt 1953–1955. 2003
  • Szabadulás (regény, 1945) 2000
  • Az idegenek; Sértődöttek [A Garrenek műve III-IV.] (novela) 1996
  • Jelvény és jelentés; Utóhang [A Garrenek műve V-VI.] (novela) 1996
  • Lucrétia fia (relatos, 1916-1927) 2004
  • Lomha kaland (relatos, 1928-1937) 2004
  • A régi szerető (relatos, 1938-1947) 2004
  • Összegyűjtött versek (versos) 2004
  • Műsoron kívül (folletines) 2004