domingo, 12 de octubre de 2014

NARRADORES G 70, Natalia Moret

PLATERO Y YO

por Natalia Moret *

Una casa será fuerte e indestructible/ cuando esté sostenida por estas cuatro columnas: / padre valiente, madre prudente, hija obediente, hermana complaciente (Confucio)



Cuando vi la fuente casi me pongo a llorar. Era el cuarto día seguido que comíamos el matambre que había sobrado del cumpleaños de mamá. Matambre con papas fritas, matambre con puré, matambre con papas fritas, y esa noche, casi un exceso, matambre con ensalada de lechuga, tomate, y cebolla, y papas fritas. Y todavía quedaba matambre como para dos o tres días más.
Puse la mesa mientras mamá terminaba de freír las papas. Siempre me lo pedía a mí. Todo. Nena por favor poné los platos. Nena por favor avisale a tu padre que venga. Nena por favor andá a buscar a tu hermana a la esquina. Nena por qué no levantás la mierda del perro del jardín. Enferma, no me dejaba en paz. Una vez le dije: sos una machista, y se quedó mirándome como si yo fuese una hiena inmoral que jamás llegaría a ser buena ama de casa. Buena madre.
Como Julián, Martín y papá eran hombres no tenían que hacer nada –a mamá le parecía una falta de respeto pedirle a un hombre que tocara un plato o una media sucia-, y Analía casi siempre se hacía la idiota, o se metía en el baño. A veces lavaba un plato y enseguida empezaba a quejarse de que se le despintaban las uñas. Se le sentaba encima a papá, lo abrazaba, le daba besos y le decía “ay papi, papi, por favooor”. Papi se reía.

-Julián, Martín, vamos, dejen ese jueguito que se enfría la comida. Vos nena llamá a tu hermana.
-No hinchés las pelotas ma, ahí vamos- dijo Martín, enfrascado con el otro melli en frente de la computadora, con el juego de fútbol que los estaba terminando de descerebrar.
-No! vengan a la mesa, después siguen, ¡no me pongan loca!, ¡no me pongan loca!

Cada vez que mamá empezaba a gritar yo me iba lo más lejos posible. Le encantaba gritar y repetir todo dos, tres veces, la segunda siempre un poco más fuerte que la primera. Pobre mamá, de voz finita, intensa, empantanada. De la computadora salían las ovaciones de las hinchadas y de mis hermanos. En la cocina también estaban la mesa, los gritos de mamá y el televisor. Y frente al televisor papá, siempre papá.

Entré al baño, trabé la puerta y me lavé las manos. Tuve quince segundos.

-Nena, dale, por favor, ¡llamá a tu hermana que se enfría todo!
-¡Pero si es matambre con ensalada, ma! – grité – Ya voy.

Mi hermana estaba en el jardín con su novio. Se la pasaban en el jardín, en la esquina o en la pieza, y se besaban babosa y largamente, todo el tiempo, calculo que porque no tendrían mucho de qué hablar. El novio se quedaba a comer todas las noches y en la mesa no decía una palabra. Era fletero en una pinturería. No se le caía ni una idea, pero era hermoso. Bruto, y hermoso. Martín le decía Platero, por lo burro. Cada vez que le decía así nos reíamos todos salvo mi hermana. Incluso el propio Burrito se reía, y cuando reía era más bruto y más hermoso, luminosamente ignorante, como si supiera y no, como si tuviera conciencia y no, como si alguien le susurrara secretos que ni siquiera le preocupaba entender.
Mi hermana también, bruta y hermosa. La brutísima. La baratísima. Tenía un culo y unas tetas admirables. Siempre fue la preferida en casa; salió rubia y de ojos celestes, papá estaba orgulloso de su angelito ario, y aunque a mamá le molestaba su falta de habilidades hogareñas, no se animaba a contradecir a su marido y la dejaba hacer de princesita. Además, hacía unos meses Analía había conseguido la excusa perfecta para no volver a tocar un trapo de piso: era promotora en “For Sports”, el gimnasio más concheto de Lanús. “No entendés que Analía trabaja, que está cansada?”, me decía mi papá. “Y vos te la pasás todo el día acá rascándote la argolla y engordando”, decía después.

-¿Cómo salió el partido?- Martín hacía todo con las manos: comía el matambre, las papas fritas y se limpiaba el aceite que le quedaba en la boca.
-Tres a cero
-¿Y cómo va este?
-¿Querés tomate, Carlos?- mamá le servía siempre la comida a su marido, hasta que él no tenía todo en el plato ella no tenía paz.
- Shhhh-decía él.

Y cuando no la hacía callar, directamente se quedaba sin responderle, los ojos en la tele y el cerebro un bollo de papel maché. La cena seguía casi siempre así. Algún partido, algunos gritos de orsai, los ruidos de mi hermano masticando cualquier vestigio de sofisticación. Papá sacaba los ojos de la tele sólo si su angelito contaba algo del trabajo. Y cuando mi hermana terminaba el cuento, Platero le acariciaba el pelo y lo miraba a mi viejo hinchado de vanidad, como si dijera “acá el genio soy yo, que me la estoy garchando”. A papá lo que se le hinchaba era la vena de la frente. Ahí el Burrito sacaba la mano de mi hermana y volvía a meterla en su plato silencioso.

-Hoy vino un tipo muy groso a controlar el salón, uno de los gerentes. Estuvimos hablando como una hora. Me contó Susana que le dijo que yo era la mejor asistente- mi hermana se refería a su trabajo de promotora como “asistente”- Le caí bárbaro.
- Ay hijita, qué bien, qué bien, tenés que estar bien conectada con esa gente, muy bien conectada. ¿Y de qué hablaron una hora?
- Qué se yo ma, cosas, qué había hecho antes, si estaba contenta con el trabajo. Yo le dije que estaba muy conforme, la verdad no me puedo quejar de la empresa y además es un lugar donde se puede crecer.
- Hiciste bien hija, hiciste bien.
- Eso sí, le dije yo, lo difícil es mantener este cuerpo, ¡ni un gramo de más!- hizo un gesto con la lechuga que tenía en el tenedor. Si hubiera sabido cómo, habría dicho algo así como “la espinosa vida hipocalórica”. Pero con sacudir el tenedor se hizo entender, y se rió con la boca bien abierta, la abiertísima, sin un gramito de sarcasmo. Después, se acomodó el corpiño, haciendo que le sobresalieran más las tetas por sobre el escote de la musculosa, y se estiró el pelo largo y rubio atrás de la oreja. Platero le dio un beso y siguió comiendo. Con una mano agarraba el tenedor, con la otra le tocaba la pierna por abajo del mantel floreado. Nos dábamos cuenta todos.

-Te aumentaron ya? - papá habló y volvió a mirar la tele. Me pareció que se contenía.
-No, pa. Me dijeron que a fin de mes. Tengo que ir la semana que viene a la oficina de este tipo, en el centro, para una entrevista más detallada.
-¿Al centro? Que no te ponga un dedo encima porque lo mato - papá terminó de cortar un pedazo de matambre, lo pinchó con el cuchillo y se lo llevó a la boca. Apretaba el cuchillo con toda la mano, un troglodita entrenado para asesinar. Lo miró de pasada a Platero, que miró enseguida para otro lado - Lo mato.
- Aaaay paaapii -dijo Analía, encantadísima. A mí ya me estaban dando ganas de vomitarles en la cara a todos. Me salvó uno de los mellis con su ingenuidad, o falta de tacto, o mala leche, no sé.
-Ay paaaaapiiiiiiii aaaayy- Martín imitaba el tono de voz de Analía y movía las manos como un pajarilio - mmmm aaaay paaaapi mmmm mmmmmm uh ay aaay - y así, hasta que papá le colocó un certero bife silenciador en la nuca, el pobre casi se da el mentón contra el matambre. Yo estaba empezando a divertirme.

-¿Quién juega?

Desconcierto. Era la segunda o tercera vez que Platero hablaba en público. Como estrategia de distracción había sido muy efectiva, igual estoy segura de que no fue planificado. Platero se había vuelto el centro involuntario de atención. Papá lo miró en silencio, y, en silencio, creo que algo asqueado, volvió a mirar la tele. De fútbol hablaba sólo con la gente que le inspiraba respeto, y en fútbol sólo educaba a su descendencia. Estos eran sus dos principios.
Papá subió tanto el volumen del televisor que ni siquiera se escuchaba a Martín masticar. Creo que el Real Madrid le ganó tres a uno a un equipo francés, y nadie más habló hasta el final de la comida. Mientras yo ayudaba a mamá a levantar los platos, papá se fue a dormir sin saludar. Antes, desconectó el joystick de la computadora y se lo llevó, así mis hermanos no lo despertaban con su griterío. Dejó la tele prendida para que mamá pudiera apagarla.

-¿Vamos a ver la tele?

Era lo primero que mi hermana le decía a Platero ni bien papá se iba a dormir. Se lo decía en voz baja, para que no escuchara nadie, y Platero le respondía con un leve movimiento de cabeza y una palmadita en la cintura. Era la contraseña:

-¿Vamos a ver la tele?

Teníamos una cama cucheta. Yo dormía arriba, Analía abajo, y casi todas las noches se metía con el Burrito abajo de la colcha. Invierno o verano, siempre tenían frío. Prendían la tele en cualquier canal y hacían zapping. Nunca entendí cómo papá no se daba cuenta. Rogaba que alguna noche, cuando se levantaba para ir al baño, se le ocurriera entrar a nuestra pieza a ver cómo dormía su angelito y la descubriera enturrada con Platero. Y ahí sí iba a saber de cuál de las dos tenía que estar orgulloso.
Yo siempre me tapaba con la almohada, o les pedía que subieran el volumen de la tele para no escucharlos, pero esa noche no. Pusieron Much Music, sonaba uno de esos temas de latinos cantados en inglés, pero la luz roja intermitente de la pantalla no estaba tan mal. Cerré los ojos, me tapé, y con mucho trabajo logré que sonara en mi cabeza el estribillo de “Brown Sugar” y después el de “She’s a sensation”.


Me despertaron unos ruidos. A pesar de la cantidad de veces que ellos dos habían estado ahí abajo mientras yo estaba ahí arriba, esa era la primera que llegaba a escucharlos bien. Primero me tapé hasta la cabeza, cojerse a la huequísima, qué estómago. Pero enseguida me di cuenta de que, en verdad, no me daba tanto asco. Eso sí me dio asco.

-Tenés sueñito, ¿mi amor?
-Mmm, un poquito.
-Bueno, vos dormí que yo te hago mimitos.

Chorreaban diminutivos. Levanté el colchón en una punta y miré para abajo. Estaban tapados con la colcha y, al menos sus torsos, vestidos. Platero le hacía cucharita, del lado de la pared, y mi hermana manejaba el control remoto. Yo siempre había pensado que lo de la tele era una excusa, pero me pareció que Analía, efectivamente, miraba la tele. Miraba la tele y se dejaba cucharear. Platero le acariciaba el hombro. Quise levantar un poco más el colchón, ver más, todo, pero la cama hizo un ruido. Mi hermana levantó la cabeza, estoy segura de que llegó a verme. Yo solté el colchón entre nerviosa y asustada.

-¿Qué pasa, hermosa?
-Shh. Me parece que mi hermana está despierta.
-Le decimos que baje, mi amor, ¿querés?

Desconcierto dos. Jamás hubiera imaginado que el Burrito era capaz de decir algo así. ¿Decirme que baje? ¿Y Analía no iba a decirle nada? Me inquieté. Apoyé las manos en mi bombacha y empecé a juguetear con uno de los moñitos del encaje. ¿Cojerse a las dos?

-¡¿Te gusta mi hermana??
-Es un chiste, cielo. ¿Cómo le vamos a decir que baje? ¿¿A vos te parece que yo puedo querer estar con las dos, eh??
-¿Te gusta, o no te gusta? Contestaame, maalo.

Contestale, nene. Contestá, que al final no eras tan silencioso eh. Dale, decile que te gusto, decí, decí que te gusto, asqueroso, que me querés cojer. Me metí dos dedos abajo del encaje. Incestuoso, múltiple, mugriento. Los tres juntos, Burrito, dale, decí que nos querés a las dos. Me dí vuelta para espiarlos otra vez. Mi hermana se había destapado un poco, se había desnudado. La visión de sus tetas blancas y llenas me hizo temblar.

-Shhh, cerrá los ojitos. Me parece que tenés mucho sueño, vos, ¿eh? Trabajaste mucho. ¿Te gusta así?
-Mhm.
- Dormí, dormí. Eso sí, yo quiero jugar un rato, ¿vas a ser buenita? - mi hermana asintió - Muy bien, quedate bien quietita y dormí, mi amor, dormí.

Me pareció que el Burrito le bajaba la bombacha y se bajaba el pantalón. Yo me tocaba así por primera vez. Siempre lo hacía sola, o con pornografía, fotos de tres hombres y una mujer, un viejo y una nena, dos nenas y un tío, un tío asqueroso, gordo, grande, enorme, un padre enorme me va a castigar. Pero mirarlos a ellos estaba siendo mejor que todo. Iba bien. De pronto iba todo muy bien. Bien. Muy bien. Los tres. Respiré hondo y me llegó el olor a perfume barato del Burrito. Agua de colonia vulgar. La vulgarísima. Respiré otra vez y exhalé con ruido. El Burrito levantó la cabeza, me quedé mirándolo. Me sonrió y volvió a concentrarse en mi hermana. Le acariciaba el pelo, después se lo tironeaba un poco y cuando mi hermana se quejaba volvía a acariciarla. Le apretaba el brazo y volvía a caer, mi Burrito bruto sin voluntad, como si mi hermanita fuera una reventada que le resultaba imposible no adorar.

-Te gusta así, ¿no?- se lo dijo a ella, pero me miraba a mí.
-Sí - dije yo, susurrado, y escuché que mi hermana decía lo mismo, casi al mismo tiempo que yo.
-¿Querés la hostia?
- Sí -dijimos.
-¿Cómo sí? “Quiero TU hostia, señor, TU hostia”- el Burrito le tiró del pelo - ¿está claro? A ver, quiero escucharte, ¿cómo se dice? - Mi hermana obedeció.
-¿Ves que aprendés rápido?- dijo él, y le pasó la mano por la cara, y la besó, y le apretó un poco el cuello, asfixiándola, un poco. Mi hermana parecía sonreír y llorar - Vos sos rápida para todo, ¿no? Por eso te quiero. Por eso y porque te portás bien. A mí siempre tenés que hacerme caso, ¿sabés?
-Sí
-Siempre. Ahora abrí la boquita y cométela – se lo dijo a ella, pero me miraba a mí -Vení para acá. Así.

Se destapó entero y se me reveló. Divina. Planetaria. Pensé que se había abierto un agujero en la chapa, que la luna brillaba como un reflector. Me dieron ganas de arrastrarme hasta abajo y comulgar. Confesarme. Rezarle una misa en latín sobre el pecho. Arrodillarme y pagar por todos mis pecados hasta ser perdonada. Tragármelo todo y después abrir mi boca como un volcán hasta tragarme a mí, darme vuelta los labios hasta tragar mi cabeza y después de mí el cuarto y atrás del cuarto el universo y que ahí, así, se terminara el mundo.

Platero agarró a mi hermana de la cabeza y la bajó. Toda, hermana, toda. Me tapé la boca para no que no me escucharan respirar. Analía, limpiándose con una mano, se corrió el pelo.

-¿Así está bien, padre?

Me di vuelta. Abajo el Burrito seguía dando órdenes que mi hermana obedecía en silencio, pero yo, de pronto, me iba. Se iba todo.

Miré al techo, no había sol.

“¿Así está bien, papi?”.
Todas. La de Platero. La del gerente. La de Jesús. Y la de papá también.

Roñosa, prostituta y egoísta: eso era mi hermana. Bajé de la cama de un salto y casi ni les di tiempo a taparse. Mi hermana escondió la cabeza entre la pared y la cintura de Platero, que parecía muy tranquilo. Me quedé quieta, de pie, con mi remera blanca de dormir y en bombacha. Y si mi hermana no hubiera empezado a reírse, pero no, tenía que hacerlo.

-De qué te reís, puta de mierda - casi grité. Analía se dio vuelta para mirarme.
-De vos, gordita horrible. Seguí soñando - dijo, y después, como si yo no estuviese, como si nunca hubiese estado, apoyó los brazos y las tetas en el cuerpo de Cristo y apagó el televisor.

Autor: Natalia Moret es socióloga. Publicó cuentos en revistas, en su mayoría literarias, y en antologías. Es colaboradora en el suplemento de cultura del diario Perfil, de Buenos Aires, y en las secciones de crítica de otras revistas literarias. Realiza correcciones de estilo y traducciones del inglés. Escribe en el blog http://despuesdelaspiedras.blogspot.com. Tiene inédito un libro de cuentos, Revés. Este cuento pertenece a "En celo", una antología de cuentos sobre sexo publicada este año por Editorial Mondadori.




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