VALDIVIESO
Pablo De Santis
D
urante diecisiete años trabajé como viajante de comercio
recorriendo la zona sur del país. Vendía repuestos de
maquinarias Thompson: partes de tractores, inyectores, bombas
de agua, grúas. Llevaba conmigo catálogos de mil doscientas
páginas que mostraba con orgullo a mis clientes: me sentía
parte de la gran familia Thompson.
A pesar de que cuanto más al sur iba, menos clientes encon-
traba, prefería seguir avanzando con mi Rambler en esa direc-
ción. Ningún otro viajante se aventuraba hasta allá abajo. Yo
quería llegar hasta el fondo del mapa, hasta la misma
Valdivieso.
Seguí con cuidado las indicaciones del camino hasta un
páramo donde encontré, por fin, el cartel con el nombre del
pueblo. Pero no había ningún pueblo. Unas ovejas pastaban
cerca de una osamenta; un perro me ladró sin ganas y después
se perdió en la gruta que llevaba hacia la mina de carbón.
Decepcionado, inicié el camino de regreso. A cien kilóme-
tros encontré un hotelito construido en medio de la nada. En la
barra de estaño un camionero tomaba una cerveza. Supuse que
conocería bien la zona. Le hablé del cartel, del pueblo evaporado. Se rió.
–Usted llegó hasta las puertas de Valdivieso, pero no miró bien.
–¿Detrás de los cerros?
Me explicó que las minas eran tan profundas que los mine-
ros, para no perder tiempo en volver a la superficie, se habían
instalado bajo tierra. Pronto se agregaron oficinas, una sala de
primeros auxilios y una capilla.
–Son gente rara –dijo el camionero–. Salen muy de vez en
cuando. Están orgullosos de su pueblito y por eso no les gusta
el exterior.
Se acercó el dueño del hotel:
–Dicen que Valdivieso ha crecido mucho. Que es una ver-
dadera ciudad.
El camionero terminó su cerveza.
–Yo por las dudas sigo de largo. Mucha gente que visitó el
pueblo por curiosidad, se quedó a vivir allí.
–Como Ramón –recordó el del hotel–. Como el cabo Luna,
como el médico. De ninguno volvimos a tener noticias.
–Como si se los hubiera tragado la tierra –dijo el camionero
antes de seguir su camino.
Pedí un cuarto y me fui a dormir con la decisión de visitar el
pueblo el día siguiente. Podría venderle algunos de los cien
modelos de linternas Thompson. Pero apenas desperté abandoné
la religión y nunca volví a Valdivieso.
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