miércoles, 29 de diciembre de 2010

VIAJE A LA SEMILLA


Alejo Carpentier ©
—¿Qué quieres, viejo?...
Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta un largo monólogo de frases incomprensibles. Ya habían descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprendían piedras de mampostería, haciéndolas rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparecían —despojados de su secreto— cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y papeles encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demolición, una Ceres con la nariz rota y el peplo desvaído, veteado de negro el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había sentado, con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban restos apreciables. Oíanse, en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas.
Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se desploblaron. Sólo quedaron escaleras de mano, preparando el salto del día siguiente. El aire se hizo más fresco, aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedían alcuzas y palmadas en torsos pringosos. Para la casa mondada el crepúsculo llegaba más pronto. Se vestía de sombras en horas en que su ya caída balaustrada superior solía regalar a las fachadas algún relumbre de sol. La Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormirían sin persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros.
Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las hojas de acanto descubrían su condición vegetal. Una enredadera aventuró sus tentáculos hacia la voluta jónica, atraída por un aire de familia. Cuando cayó la noche, la casa estaba más cerca de la tierra. Un marco de puerta se erguía aún, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas de sus bisagras desorientadas.
II
Entonces el negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños, volteando su cayado sobre un cementerio de baldosas.
Los cuadrados de mármol, blancos y negros volaron a los pisos, vistiendo la tierra. Las piedras con saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las murallas. Hojas de nogal claveteadas se encajaron en sus marcos, mientras los tornillos de las charnelas volvían a hundirse en sus hoyos, con rápida rotación. En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas juntaron sus fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en lluvia sobre la armadura del techo. La casa creció, traída nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y vestida. La Ceres fue menos gris. Hubo más peces en la fuente. Y el murmullo del agua llamó begonias olvidadas.
El viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal, y comenzó a abrir ventanas. Sus tacones sonaban a hueco. Cuando encendió los velones, un estremecimiento amarillo corrió por el óleo de los retratos de familia, y gentes vestidas de negro murmuraron en todas las galerías, al compás de cucharas movidas en jícaras de chocolate.
Don Marcial, el Marqués de Capellanías, yacía en su lecho de muerte, el pecho acorazado de medallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera derretida
III
Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su tamaño, los apagó la monja apartando una lumbre. Las mechas blanquearon, arrojando el pabilo. La casa se vació de visitantes y los carruajes partieron en la noche. Don Marcial pulsó un teclado invisible y abrió los ojos.
Confusas y revueltas, las vigas del techo se iban colocando en su lugar. Los pomos de medicina, las borlas de damasco, el escapulario de la cabecera, los daguerrotipos, las palmas de la reja, salieron de sus nieblas. Cuando el médico movió la cabeza con desconsuelo profesional, el enfermo se sintió mejor. Durmió algunas horas y despertó bajo la mirada negra y cejuda del Padre Anastasio. De franca, detallada, poblada de pecados, la confesión se hizo reticente, penosa, llena de escondrijos. ¿Y qué derecho tenía, en el fondo, aquel carmelita, a entrometerse en su vida? Don Marcial se encontró, de pronto, tirado en medio del aposento. Aligerado de un peso en las sienes, se levantó con sorprendente celeridad. La mujer desnuda que se desperezaba sobre el brocado del lecho buscó enaguas y corpiños, llevándose, poco después, sus rumores de seda estrujada y su perfume. Abajo, en el coche cerrado, cubriendo tachuelas del asiento, había un sobre con monedas de oro.
Don Marcial no se sentía bien. Al arreglarse la corbata frente a la luna de la consola se vio congestionado. Bajó al despacho donde lo esperaban hombres de justicia, abogados y escribientes, para disponer la venta pública de la casa. Todo había sido inútil. Sus pertenencias se irían a manos del mejor postor, al compás de martillo golpeando una tabla. Saludó y le dejaron solo. Pensaba en los misterios de la letra escrita, en esas hebras negras que se enlazan y desenlazan sobre anchas hojas afiligranadas de balanzas, enlazando y desenlazando compromisos, juramentos, alianzas, testimonios, declaraciones, apellidos, títulos, fechas, tierras, árboles y piedras; maraña de hilos, sacada del tintero, en que se enredaban las piernas del hombre, vedándole caminos desestimados por la Ley; cordón al cuello, que apretaban su sordina al percibir el sonido temible de las palabras en libertad. Su firma lo había traicionado, yendo a complicarse en nudo y enredos de legajos. Atado por ella, el hombre de carne se hacía hombre de papel.
Era el amanecer. El reloj del comedor acababa de dar la seis de la tarde.
IV
Transcurrieron meses de luto, ensombrecidos por un remordimiento cada vez mayor. Al principio, la idea de traer una mujer a aquel aposento se le hacía casi razonable. Pero, poco a poco, las apetencias de un cuerpo nuevo fueron desplazadas por escrúpulos crecientes, que llegaron al flagelo. Cierta noche, Don Marcial se ensangrentó las carnes con una correa, sintiendo luego un deseo mayor, pero de corta duración. Fue entonces cuando la Marquesa volvió, una tarde, de su paseo a las orillas del Almendares. Los caballos de la calesa no traían en las crines más humedad que la del propio sudor. Pero, durante todo el resto del día, dispararon coces a las tablas de la cuadra, irritados, al parecer, por la inmovilidad de nubes bajas.
Al crepúsculo, una tinaja llena de agua se rompió en el baño de la Marquesa. Luego, las lluvias de mayo rebosaron el estanque. Y aquella negra vieja, con tacha de cimarrona y palomas debajo de la cama, que andaba por el patio murmurando: «¡Desconfía de los ríos, niña; desconfía de lo verde que corre!» No había día en que el agua no revelara su presencia. Pero esa presencia acabó por no ser más que una jícara derramada sobre el vestido traído de París, al regreso del baile aniversario dado por el Capitán General de la Colonia.
Reaparecieron muchos parientes. Volvieron muchos amigos. Ya brillaban, muy claras, las arañas del gran salón. Las grietas de la fachada se iban cerrando. El piano regresó al clavicordio. Las palmas perdían anillos. Las enredaderas saltaban la primera cornisa. Blanquearon las ojeras de la Ceres y los capiteles parecieron recién tallados. Más fogoso Marcial solía pasarse tardes enteras abrazando a la Marquesa. Borrábanse patas de gallina, ceños y papadas, y las carnes tornaban a su dureza. Un día, un olor de pintura fresca llenó la casa.
V
Los rubores eran sinceros. Cada noche se abrían un poco más las hojas de los biombos, las faldas caían en rincones menos alumbrados y eran nuevas barreras de encajes. Al fin la Marquesa sopló las lámparas. Sólo él habló en la obscuridad.
Partieron para el ingenio, en gran tren de calesas—relumbrante de grupas alazanas, bocados de plata y charoles al sol. Pero, a la sombra de las flores de Pascua que enrojecían el soportal interior de la vivienda, advirtieron que se conocían apenas. Marcial autorizó danzas y tambores de Nación, para distraerse un poco en aquellos días olientes a perfumes de Colonia, baños de benjuí, cabelleras esparcidas, y sábanas sacadas de armarios que, al abrirse, dejaban caer sobre las lozas un mazo de vetiver. El vaho del guarapo giraba en la brisa con el toque de oración. Volando bajo, las auras anunciaban lluvias reticentes, cuyas primeras gotas, anchas y sonoras, eran sorbidas por tejas tan secas que tenían diapasón de cobre. Después de un amanecer alargado por un abrazo deslucido, aliviados de desconciertos y cerrada la herida, ambos regresaron a la ciudad. La Marquesa trocó su vestido de viaje por un traje de novia, y, como era costumbre, los esposos fueron a la iglesia para recobrar su libertad. Se devolvieron presentes a parientes y amigos, y, con revuelo de bronces y alardes de jaeces, cada cual tomó la calle de su morada. Marcial siguió visitando a María de las Mercedes por algún tiempo, hasta el día en que los anillos fueron llevados al taller del orfebre para ser desgrabados. Comenzaba, para Marcial, una vida nueva. En la casa de altas rejas, la Ceres fue sustituida por una Venus italiana, y los mascarones de la fuente adelantaron casi imperceptiblemente el relieve al ver todavía encendidas, pintada ya el alba, las luces de los velones.
VI
Una noche, después de mucho beber y marearse con tufos de tabaco frío, dejados por sus amigos, Marcial tuvo la sensación extraña de que los relojes de la casa daban las cinco, luego las cuatro y media, luego las cuatro, luego las tres y media... Era como la percepción remota de otras posibilidades. Como cuando se piensa, en enervamiento de vigilia, que puede andarse sobre el cielo raso con el piso por cielo raso, entre muebles firmemente asentados entre las vigas del techo. Fue una impresión fugaz, que no dejó la menor huella en su espíritu, poco llevado, ahora, a la meditación.
Y hubo un gran sarao, en el salón de música, el día en que alcanzó la minoría de edad. Estaba alegre, al pensar que su firma había dejado de tener un valor legal, y que los registros y escribanías, con sus polillas, se borraban de su mundo. Llegaba al punto en que los tribunales dejan de ser temibles para quienes tienen una carne desestimada por los códigos. Luego de achisparse con vinos generosos, los jóvenes descolgaron de la pared una guitarra incrustada de nácar, un salterio y un serpentón. Alguien dio cuerda al reloj que tocaba la Tirolesa de las Vacas y la Balada de los Lagos de Escocia. Otro embocó un cuerno de caza que dormía, enroscado en su cobre, sobre los fieltros encarnados de la vitrina, al lado de la flauta traversera traída de Aranjuez. Marcial, que estaba requebrando atrevidamente a la de Campoflorido, su sumó al guirigay, buscando en el teclado, sobre bajos falsos, la melodía del Trípili-Trápala. Y subieron todos al desván, de pronto, recordando que allá, bajo vigas que iban recobrando el repello, se guardaban los trajes y libreas de la Casa de Capellanías. En entrepaños escarchados de alcanfor descansaban los vestidos de corte, un espadín de Embajador, varias guerreras emplastronadas, el manto de un Príncipe de la Iglesia, y largas casacas, con botones de damasco y difuminos de humedad en los pliegues. Matizáronse las penumbras con cintas de amaranto, miriñaques amarillos, túnicas marchitas y flores de terciopelo. Un traje de chispero con redecilla de borlas, nacido en una mascarada de carnaval, levantó aplausos. La de Campoflorido redondeó los hombros empolvados bajo un rebozo de color de carne criolla, que sirviera a cierta abuela, en noche de grandes decisiones familiares, para avivar los amansados fuegos de un rico Síndico de Clarisas.
Disfrazados regresaron los jóvenes al salón de música. Tocado con un tricornio de regidor, Marcial pegó tres bastonazos en el piso, y se dio comienzo a la danza de la valse, que las madres hallaban terriblemente impropio de señoritas, con eso de dejarse enlazar por la cintura, recibiendo manos de hombre sobre las ballenas del corset que todas se habían hecho según el reciente patrón de «El Jardín de las Moodas». Las puertas se obscurecieron de fámulas, cuadrerizos, sirvientes, que venían de sus lejanas dependencias y de los entresuelos sofocantes para admirarse ante fiesta de tanto alboroto. Luego. se jugó a la gallina ciega y al escondite. Marcial, oculto con la de Campoflorido detrás de un biombo chino, le estampó un beso en la nuca, recibiendo en respuesta un pañuelo perfumado, cuyos encajes de Bruselas guardaban suaves tibiezas de escote. Y cuando las muchachas se alejaron en las luces del crepúsculo, hacia las atalayas y torreones que se pintaban en grisnegro sobre el mar, los mozos fueron a la Casa de Baile, donde tan sabrosamente se contoneaban las mulatas de grandes ajorcas, sin perder nunca—así fuera de movida una guaracha—sus zapatillas de alto tacón. Y como se estaba en carnavales, los del Cabildo Arará Tres Ojos levantaban un trueno de tambores tras de la pared medianera, en un patio sembrado de granados. Subidos en mesas y taburetes, Marcial y sus amigos alabaron el garbo de una negra de pasas entrecanas, que volvía a ser hermosa, casi deseable, cuando miraba por sobre el hombro, bailando con altivo mohín de reto.
VII
Las visitas de Don Abundio, notario y albacea de la familia, eran más frecuentes. Se sentaba gravemente a la cabecera de la cama de Marcial, dejando caer al suelo su bastón de ácana para despertarlo antes de tiempo. Al abrirse, los ojos tropezaban con una levita de alpaca, cubierta de caspa, cuyas mangas lustrosas recogían títulos y rentas. Al fin sólo quedó una pensión razonable, calculada para poner coto a toda locura. Fue entonces cuando Marcial quiso ingresar en el Real Seminario de San Carlos.
Después de mediocres exámenes, frecuentó los claustros, comprendiendo cada vez menos las explicaciones de los dómines. El mundo de las ideas se iba despoblando. Lo que había sido, al principio, una ecuménica asamblea de peplos, jubones, golas y pelucas, controversistas y ergotantes, cobraba la inmovilidad de un museo de figuras de cera. Marcial se contentaba ahora con una exposición escolástica de los sistemas, aceptando por bueno lo que se dijera en cualquier texto. «León», «Avestruz», «Ballena», «Jaguar», leíase sobre los grabados en cobre de la Historia Natural. Del mismo modo, «Aristóteles», «Santo Tomás», «Bacon», «Descartes», encabezaban páginas negras, en que se catalogaban aburridamente las interpretaciones del universo, al margen de una capitular espesa. Poco a poco, Marcial dejó de estudiarlas, encontrándose librado de un gran peso. Su mente se hizo alegre y ligera, admitiendo tan sólo un concepto instintivo de las cosas. ¿Para qué pensar en el prisma, cuando la luz clara de invierno daba mayores detalles a las fortalezas del puerto? Una manzana que cae del árbol sólo es incitación para los dientes. Un pie en una bañadera no pasa de ser un pie en una bañadera. El día que abandonó el Seminario, olvidó los libros. El gnomon recobró su categorla de duende: el espectro fue sinónimo de fantasma; el octandro era bicho acorazado, con púas en el lomo.
Varias veces, andando pronto, inquieto el corazón, había ido a visitar a las mujeres que cuchicheaban, detrás de puertas azules, al pie de las murallas. El recuerdo de la que llevaba zapatillas bordadas y hojas de albahaca en la oreja lo perseguía, en tardes de calor, como un dolor de muelas. Pero, un día, la cólera y las amenazas de un confesor le hicieron llorar de espanto. Cayó por última vez en las sábanas del infiemo, renunciando para siempre a sus rodeos por calles poco concurridas, a sus cobardías de última hora que le hacían regresar con rabia a su casa, luego de dejar a sus espaldas cierta acera rajada, señal, cuando andaba con la vista baja, de la media vuelta que debía darse por hollar el umbral de los perfumes.
Ahora vivía su crisis mística, poblada de detentes, corderos pascuales, palomas de porcelana, Vírgenes de manto azul celeste, estrellas de papel dorado, Reyes Magos, ángeles con alas de cisne, el Asno, el Buey, y un terrible San Dionisio que se le aparecía en sueños, con un gran vacío entre los hombros y el andar vacilante de quien busca un objeto perdido. Tropezaba con la cama y Marcial despertaba sobresaltado, echando mano al rosario de cuentas sordas. Las mechas, en sus pocillos de aceite, daban luz triste a imágenes que recobraban su color primero.
VIII
Los muebles crecían. Se hacía más difícil sostener los antebrazos sobre el borde de la mesa del comedor. Los armarios de cornisas labradas ensanchaban el frontis. Alargando el torso, los moros de la escalera acercaban sus antorchas a los balaustres del rellano. Las butacas eran mas hondas y los sillones de mecedora tenían tendencia a irse para atrás. No había ya que doblar las piernas al recostarse en el fondo de la bañadera con anillas de mármol.
Una mañana en que leía un libro licencioso, Marcial tuvo ganas, súbitamente, de jugar con los soldados de plomo que dormían en sus cajas de madera. Volvió a ocultar el tomo bajo la jofaina del lavabo, y abrió una gaveta sellada por las telarañas. La mesa de estudio era demasiado exigua para dar cabida a tanta gente. Por ello, Marcial se sentó en el piso. Dispuso los granaderos por filas de ocho. Luego, los oficiales a caballo, rodeando al abanderado. Detrás, los artilleros, con sus cañones, escobillones y botafuegos. Cerrando la marcha, pífanos y timbales, con escolta de redoblantes. Los morteros estaban dotados de un resorte que permitía lanzar bolas de vidrio a más de un metro de distancia.
—¡Pum!... ¡Pum!... ¡Pum!...
Caían caballos, caían abanderados, caían tambores. Hubo de ser llamado tres veces por el negro Eligio, para decidirse a lavarse las manos y bajar al comedor.
Desde ese día, Marcial conservó el hábito de sentarse en el enlosado. Cuando percibió las ventajas de esa costumbre, se sorprendió por no haberlo pensando antes. Afectas al terciopelo de los cojines, las personas mayores sudan demasiado. Algunas huelen a notario—como Don Abundio—por no conocer, con el cuerpo echado, la frialdad del mármol en todo tiempo. Sólo desde el suelo pueden abarcarse totalmente los ángulos y perspectivas de una habitación. Hay bellezas de la madera, misteriosos caminos de insectos, rincones de sombra, que se ignoran a altura de hombre. Cuando llovía, Marcial se ocultaba debajo del clavicordio. Cada trueno hacía temblar la caja de resonancia, poniendo todas las notas a cantar. Del cielo caían los rayos para construir aquella bóveda de calderones-órgano, pinar al viento, mandolina de grillos.
IX
Aquella mañana lo encerraron en su cuarto. Oyó murmullos en toda la casa y el almuerzo que le sirvieron fue demasiado suculento para un día de semana. Había seis pasteles de la confitería de la Alameda—cuando sólo dos podían comerse, los domingos, despues de misa. Se entretuvo mirando estampas de viaje, hasta que el abejeo creciente, entrando por debajo de las puertas, le hizo mirar entre persianas. Llegaban hombres vestidos de negro, portando una caja con agarraderas de bronce. Tuvo ganas de llorar, pero en ese momento apareció el calesero Melchor, luciendo sonrisa de dientes en lo alto de sus botas sonoras. Comenzaron a jugar al ajedrez. Melchor era caballo. Él, era Rey. Tomando las losas del piso por tablero, podía avanzar de una en una, mientras Melchor debía saltar una de frente y dos de lado, o viceversa. El juego se prolongó hasta más allá del crepúsculo, cuando pasaron los Bomberos del Comercio.
Al levantarse, fue a besar la mano de su padre que yacía en su cama de enfermo. El Marqués se sentía mejor, y habló a su hijo con el empaque y los ejemplos usuales. Los «Sí, padre» y los «No, padre», se encajaban entre cuenta y cuenta del rosario de preguntas, como las respuestas del ayudante en una misa. Marcial respetaba al Marqués, pero era por razones que nadie hubiera acertado a suponer. Lo respetaba porque era de elevada estatura y salla, en noches de baile, con el pecho rutilante de condecoraciones: porque le envidiaba el sable y los entorchados de oficial de milicias; porque, en Pascuas, había comido un pavo entero, relleno de almendras y pasas, ganando una apuesta; porque, cierta vez, sin duda con el ánimo de azotarla, agarró a una de las mulatas que barrían la rotonda, llevándola en brazos a su habitación. Marcial, oculto detrás de una cortina, la vio salir poco después, llorosa y desabrochada, alegrándose del castigo, pues era la que siempre vaciaba las fuentes de compota devueltas a la alacena.
El padre era un ser terrible y magnánimo al que debla amarse después de Dios. Para Marcial era más Dios que Dios, porque sus dones eran cotidianos y tangibles. Pero prefería el Dios del cielo, porque fastidiaba menos.
X
Cuando los muebles crecieron un poco más y Marcial supo como nadie lo que había debajo de las camas, armarios y vargueños, ocultó a todos un gran secreto: la vida no tenía encanto fuera de la presencia del calesero Melchor. Ni Dios, ni su padre, ni el obispo dorado de las procesiones del Corpus, eran tan importantes como Melchor.
Melchor venía de muy lejos. Era nieto de príncipes vencidos. En su reino había elefantes, hipopótamos, tigres y jirafas. Ahí los hombres no trabajaban, como Don Abundio, en habitaciones obscuras, llenas de legajos. Vivían de ser más astutos que los animales. Uno de ellos sacó el gran cocodrilo del lago azul, ensartándolo con una pica oculta en los cuerpos apretados de doce ocas asadas. Melchor sabía canciones fáciles de aprender, porque las palabras no tenían significado y se repetían mucho. Robaba dulces en las cocinas; se escapaba, de noche, por la puerta de los cuadrerizos, y, cierta vez, había apedreado a los de la guardia civil, desapareciendo luego en las sombras de la calle de la Amargura.
En días de lluvia, sus botas se ponían a secar junto al fogón de la cocina. Marcial hubiese querido tener pies que llenaran tales botas. La derecha se llamaba Calambín. La izquierda, Calambán. Aquel hombre que dominaba los caballos cerreros con sólo encajarles dos dedos en los belfos; aquel señor de terciopelos y espuelas, que lucía chisteras tan altas, sabía también lo fresco que era un suelo de mármol en verano, y ocultaba debajo de los muebles una fruta o un pastel arrebatados a las bandejas destinadas al Gran Salón. Marcial y Melchor tenían en común un depósito secreto de grageas y almendras, que llamaban el «Urí, urí, urá», con entendidas carcajadas. Ambos habían explorado la casa de arriba abajo, siendo los únicos en saber que existía un pequeño sótano lleno de frascos holandeses, debajo de las cuadras, y que en desván inútil, encima de los cuartos de criadas, doce mariposas polvorientas acababan de perder las alas en caja de cristales rotos.
XI
Cuando Marcial adquirió el habito de romper cosas, olvidó a Melchor para acercarse a los perros. Había varios en la casa. El atigrado grande; el podenco que arrastraba las tetas; el galgo, demasiado viejo para jugar; el lanudo que los demás perseguían en épocas determinadas, y que las camareras tenían que encerrar.
Marcial prefería a Canelo porque sacaba zapatos de las habitaciones y desenterraba los rosales del patio. Siempre negro de carbón o cubierto de tierra roja, devoraba la comida de los demás, chillaba sin motivo y ocultaba huesos robados al pie de la fuente. De vez en cuando, también, vaciaba un huevo acabado de poner, arrojando la gallina al aire con brusco palancazo del hocico. Todos daban de patadas al Canelo. Pero Marcial se enfermaba cuando se lo llevaban. Y el perro volvía triunfante, moviendo la cola, después de haber sido abandonado más allá de la Casa de Beneficencia, recobrando un puesto que los demás, con sus habilidades en la caza o desvelos en la guardia, nunca ocuparían.
Canelo y Marcial orinaban juntos. A veces escogían la alfombra persa del salón, para dibujar en su lana formas de nubes pardas que se ensanchaban lentamente. Eso costaba castigo de cintarazos.
Pero los cintarazos no dolían tanto como creían las personas mayores. Resultaban, en cambio, pretexto admirable para armar concertantes de aullidos, y provocar la compasión de los vecinos. Cuando la bizca del tejadillo calificaba a su padre de «bárbaro», Marcial miraba a Canelo, riendo con los ojos Lloraban un poco más, para ganarse un bizcocho y todo quedaba olvidado. Ambos comían tierra, se revolcaban al sol, bebían en la fuente de los peces, buscaban sombra y perfume al pie de las albahacas. En horas de calor, los canteros húmedos se llenaban de gente. Ahí estaba la gansa gris, con bolsa colgante entre las patas zambas; el gallo viejo de culo pelado; la lagartija que decía «urí, urá», sacándose del cuello una corbata rosada; el triste jubo nacido en ciudad sin hembras; el ratón que tapiaba su agujero con una semilla de carey. Un día señalaron el perro a Marcial.
—¡Guau, guau!—dijo.
Hablaba su propio idioma. Había logrado la suprema libertad. Ya quería alcanzar, con sus manos objetos que estaban fuera del alcance de sus manos
XII
Hambre, sed, calor, dolor, frío. Apenas Marcial redujo su percepción a la de estas realidades esenciales, renunció a la luz que ya le era accesoiria. Ignoraba su nombre. Retirado el bautismo, con su sal desagradable, no quiso ya el olfato, ni el oído, ni siquiera la vista. Sus manos rozaban formas placenteras. Era un ser totalmente sensible y táctil. El universo le entraba por todos los poros. Entonces cerró los ojos que sólo divisaban gigantes nebulosos y penetró en un cuerpo caliente, húmedo, lleno de tinieblas, que moría. El cuerpo, al sentirlo arrebozado con su propia sustancia, resbaló hacia la vida.
Pero ahora el tiempo corrió más pronto, adelgazando sus últimas horas. Los minutos sonaban a glissando de naipes bajo el pulgar de un jugador.
Las aves volvieron al huevo en torbellino de plumas. Los peces cuajaron la hueva, dejando una nevada de escamas en el fondo del estanque. Las palmas doblaron las pencas, desapareciendo en la tierra como abanicos cerrados. Los tallos sorbían sus hojas y el suelo tiraba de todo lo que le perteneciera. El trueno retumbaba en los corredores. Crecían pelos en la gamuza de los guantes. Las mantas de lana se destejían, redondeando el vellón de carneros distantes. Los armarios, los vargueños, las camas, los crucifijos, las mesas, las persianas, salieron volando en la noche, buscando sus antiguas raíces al pie de las selvas. Todo lo que tuviera clavos se desmoronaba. Un bergantín, anclado no se sabía dónde, llevó presurosamente a Italia los mármoles del piso y de la fuente. Las panoplias, los herrajes, las llaves, las cazuelas de cobre, los bocados de las cuadras, se derretían, engrosando un río de metal que galerías sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo se metamorfoseaba, regresando a la condición primera. El barro, volvió al barro, dejando un yermo en lugar de la casa.
XIII
Cuando los obreros vinieron con el día para proseguir la demolición, encontraron el trabajo acabado. Alguien se había llevado la estatua de Ceres, vendida la víspera a un anticuario. Después de quejarse al Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos de un parque municipal. Uno recordó entonces la historia, muy difuminada, de una Marquesa de Capellanías, ahogada, en tarde de mayo, entre las malangas del Almendares. Pero nadie prestaba atención al relato, porque el sol viajaba de oriente a occidente, y las horas que crecen a la derecha de los relojes deben alargarse por la pereza, ya que son las que más seguramente llevan a la muerte.

martes, 28 de diciembre de 2010

LOS BICHARROS (Genetica y Sociopolitica) 3ª Parte

Un cuento de; Nelson Barbón

LLEGADA A LA PUNA

Al llegar a la hermosa ciudad de Salta, arrastraba el cansancio del viaje sobre mi cuerpo, pronto anochecería y no me animaba a iniciar el viaje a la Puna de noche, por un camino cuesta arriba que me llevaria a mas de 4000 Mts sobre el nivel del mar.

Me aloje en un modesto hotel cerca de la plaza principal de Salta, a escasos 100 Mts de la catedral, deje el automóvil en un garaje, me duche y busque un lugar donde cenar, recordaba de mi viaje anterior unas empanadas de charque y un tinto de la provincia, que decidí volver a homenajear esa misma noche.

En la cena no pude dejar de pensar en la misteriosa carta de mi amigo, sabía que no se había vuelto a repetir en el Domo un experimento como el de los años 80, de hecho había quedado abandonado hasta que David se lo solicito a la universidad, y sabia también que la obsesión de mi amigo era la genética, sabía que sus experimentos incluían insectos y pequeños animales, o sea, nada que un sociólogo / politólogo pudiera considerar incluido en su campo de conocimiento.

Cuando me acosté creí que mis pensamientos me impedirían dormir, pero el cansancio del viaje, mas las empanadas regadas del tinto de la zona, sumado a la altura de la ciudad de Salta, me noquearon en unos pocos minutos.

Después de desayunar y de conseguir una bolsita con hojas de coca para combatir el apunamiento de un trayecto que me llevaria de los 1200 Mts snm a los 4000 Mts snm, inicie el viaje por el serpenteante camino de la Puna, con rumbo a San Antonio de los Cobres, al dejar el valle de Lerma y comenzar el ascenso de la puna la vegetacion iba poco a poco desapareciendo, y todo estaba dominado por los cerros multicolores de la puna salteña, poco antes de llegar a San Antonio de los Cobres se abría un camino sin asfaltar que rodeaba un cerro y luego otro, formando una S y desembocaba en un valle oculto para quienes transitaban la cinta de asfalto, y aun para los pasajeros del tren de las nubes.

Después de recorrer algo menos de un kilometro aparecía el complejo al que llamaban el domo, era algo casi irreal, la superficie vidriada de la gran semiesfera del domo principal y los 5 Domos más pequeños, reflejaban la luz del sol dándole a todo el conjunto una intensa brillantez que lastimaba la vista, era una construcción inesperada en medio de la nada, enclavado en ese valle rodeado de cerros multicolores de una aridez lunar, el lugar era demasiado perfecto para ser casual, el Domo no solo estaba aislado del ambiente exterior, también lo estaba del resto del mundo.

Continuara

4ª Parte; PROYECTO BICHARRO

LOS BICHARROS (Genetica y Sociopolitica) 2ª Parte


Un cuento de; Nelson Barbón

EL DOMO

La Universidad del Norte quedaba a mas de mil Kilómetros de Buenos Aires, decidí aprovechar el inevitable viaje en automóvil para visitar a un colega en Santa Fe, aprovecharía a pasar la noche allí y luego continuar el viaje hasta el perdido valle enclavado en la Puna Salteña donde estaban las instalaciones en las que trabajaba David.

Estas llevaban el simple nombre de EL DOMO, ya que en esencia de eso se trataba, en los 80`, existió un proyecto, si no secreto, al menos rodeado de una gran discreción.

La universidad en sociedad con varias empresas, construyeron el domo, o los domos en realidad ya que constaba de una semiesfera vidriada de 100 Mts de diámetro rodeada y conectada con 5 semiesferas también vidriadas de 30 Mts de diámetro. Debajo del Domo principal había dos subsuelos donde se ubicaban las instalaciones que alojaban a los habitantes del Proyecto además de los laboratorios ubicados en el primer sub suelo, todo el conjunto podía ser sellado y aislado, allí vivieron 28 personas durante un año, totalmente aisladas del mundo exterior. Además de la parte sociológica y psicológica del experimento se probaron diversas técnicas de producción de alimentos vegetales y animales, sponsoreado por varias marcas conocidas en el rubro alimentación, esto se llevo a cabo en el piso superior del Domo, que estaba a nivel del suelo exterior y expuesto a los rayos solares que entraban por la cúpula vidriada, todo en el interior, estaba limitado a una cantidad precisa de, agua, aire, nutrientes etc., todo debía ser reciclado y reutilizado manteniendo un estricto equilibrio medioambiental interno.

Creo recordar que algún periodista comento que detrás de algunas de las Empresas, había dinero de la NASA, que tendría interés en cualquier experimento de supervivencia en esas condiciones, para ser aplicadas a un futuro proyecto de colonización de Marte, pero nadie afirmo ni desmintió nada, así que no paso de un comentario en un periódico.

David había sido una de las 28 personas que participaron del proyecto, supe por él, ya que no trascendió al público, que se efectuaron experimentos genéticos, en animales y plantas y que estos casi provocan un desastre cuando estuvieron a punto de descontrolarse, algo intento explicarme mi amigo sobre las complejidades técnicas del tema, pero mi falta de interés y preparación en esos temas de la ciencia, hicieron que olvidara todo ni bien termino la explicación

Supe por mi amigo que hace unos 7 u 8 años la Universidad le permitió llevar a cabo experimentos genéticos en el Domo, ya que al poder aislarse del ambiente externo se garantizaba que un posible descontrol potencialmente peligroso podría controlarse.

Supuse que se trataba del mismo experimento del cual me hablaba David en su Mail, y tambien supuse que habia tenido derivaciones insolitas que ameritaban que me incluyeran en el.

Mi curiosidad iba en constante aumento.

Continuara

3ª Parte; LLEGADA A LA PUNA

LOS BICHARROS (Genetica y sociopolitica) 1ª Parte



Un cuento de; Nelson Barbón


EL EMAIL

De: David Shujman

Para: Carlos Hauser

CC:

Asunto: Necesito tu ayuda

Querido Carlos

Sé que hace mucho tiempo que no nos comunicamos, y lamento hacerlo en estas circunstancias, ya que mis motivos son egoístas y personales.

El hecho es que necesito tu ayuda con urgencia, he iniciado un experimento de implicancias asombrosas y también impredecibles, no voy a detallarte en qué consiste porque es demasiado complejo como para hacerlo por este medio.

Necesitaría que vengas a verme a la Universidad, ya que jamás salgo de ella porque necesito vigilar constantemente el experimento.

Apelo a nuestra vieja amistad para pedirte que dejes tus propios asuntos y vengas, no me atrevería a pedírselo a nadie más, pero realmente te necesito.

Dr. David Shujman

Al bajar mi correo esa mañana, me encontré con el Mail de mi amigo David, que no solo me sorprendió y alegro, sino que además me provoco una enorme intriga, que podría necesitar un Biólogo y Genetista reconocido, de un Sociólogo con inclinación por la ciencia Política?, porque mas allá de nuestra amistad la referencia al experimento remitía sin dudas a nuestros conocimientos académicos.

Aparte los ojos de la pantalla y deje volar los recuerdos, David y yo fuimos amigos desde el primer año de la secundaria, compartíamos el gusto por la C Ficción y nos apasionaba el cine, también nos unía la indiferencia por el futbol lo que nos gano el calificativo de “raros” de parte de la multitud futbolera de nuestros compañeros de secundaria.

Recuerdo la primera vez que fui a su casa, note que el resto de la familia (un hermano y una hermana, además de los padres) me dispensaba un trato cauteloso, casi receloso, tanta tirantez logro que me sintiera incomodo, aunque no alcanzaba a entender los motivos, mas tarde mi amigo me explico que la razón era mi apellido de origen alemán, si bien el relato del sufrimiento de sus abuelos en la segunda guerra mundial hecho luz sobre el asunto, no logro eliminar la sensación de injusticia que me dejo la visita.

Pero la historia habría de tener dos caras, cuando David vino a mi casa, para mi sorpresa mis padres (yo soy hijo único) tuvieron una actitud similar con mi amigo, yo casi no podía creer lo que veía, no necesite explicaciones posteriores, comprendía que para mi sorpresa mis padres guardaban dentro de sí mismos sentimientos de disgusto hacia los judíos, algo que nunca habían explicitado abiertamente, y que se manifestaba ahora frente a mi amigo.

David y yo tuvimos una breve conversación al otro día, yo a modo de explicación solo le dije “no sabía que mis padres eran unos racistas”, David solo me sonrió, me palmeo el hombro y dijo “no importa”, fue en ese momento que nuestra amistad quedo sellada y blindada, ni siquiera el paso del tiempo y la ausencia podía destruirla, David sabia que los 5 años de falta de comunicación no mellaron nuestra amistad y yo sabía que no faltaría a la cita con mi amigo.

Continuara

2ª Parte; EL DOMO

viernes, 17 de diciembre de 2010

CUIDADO CON EL PERRO. No todo es lo que parece


Autor; Nelson Barbon

Estacione la camioneta frente a la dirección que me dieron, era una casa modesta con un pequeño jardín al frente, enclavada en una típica calle de barrio, tome mi maletín con las herramientas de plomero y me acerque a la puerta para tocar el timbre, sobre la misma había un cartel de chapa pintada que rezaba, "CUIDADO CON EL PERRO" en grandes letras negras.

Oí el repiqueteo del timbre y a continuación una voz grave que decía

– Pase por favor- abrí la puerta de ingreso al jardín y fui hasta la puerta de entrada que se encontraba bajo una pequeña galería donde había un banco de madera con almohadones y de aspecto confortable, golpee y espere.

De pronto sentí la sensación de ser observado por detras, al girar la cabeza, vi con sorpresa y no poco temor que un doberman enorme me observaba con curiosidad, sentado sobre sus cuartos traseros, me di vuelta lentamente conteniendo la respiración, los perros nunca me agradaron del todo y menos aun los perros grandes que poseen afilados dientes.

La gente cuando tiene miedo suele hacer tonterías, y yo no soy la excepción a la regla, levante tímidamente mi mano izquierda y dije –hola-, sintiéndome el colmo de estúpido, pero para mi sorpresa una voz grave y bien modulada que salía del perro me respondió –hola-

El animal me seguía mirando sin asomo de agresividad, así que poco a poco me fui calmando, el perro me miro fijo a los ojos y pregunto -cuál es tu nombre ¿-, Roberto respondí yo sintiéndome un poco ridículo, -el mío es Boltan- me respondió el perro con voz profunda y tono amable.

Una vez hechas las presentaciones formales, Boltan me invito a sentarme en el banco de madera de aspecto confortable, como no quise desairarlo ni deseaba que abandonase su actitud amable y tolerante, lo hice con prontitud.

-de donde sos- me pregunto Boltan, que obviamente se sentía comunicativo y con deseos de charlar.

-vivo cerca de aquí, vos también sos de aquí ¿- le respondí y le pregunte.

-no, soy de Brasil- me dijo

-¿de Brasil ¿- pregunte con indisimulada sorpresa.

A continuación Boltan comenzó a relatarme una triste historia, me conto que el había nacido en Brasil, era hijo de una familia de prosapia aristocratica, con antepasados cubiertos de premios, pero al poco tiempo, con solo 60 dias de vida, alguien le había comprado al dueño de su madre toda la lechigada y los traslado a Buenos Aires, allí los vendió a distintas familias separando a Boltan de sus hermanos y hermanas.

La voz grave y bien modulada de Boltan me fue introduciendo en el relato de su vida, y poco a poco todo mi temor desapareció dando lugar a una gran simpatía por el canido parlanchin, hasta que el dramatismo del relato provoco que una pequeña lagrima rodara por mi mejilla.

-nunca más viste a tu familia ¿- le pregunte totalmente absorbido y conmovido por el dramatismo de la historia.

-hace unos días vi a una de mis hermanas, pero me duro poco la felicidad, ya que me entere que ayer mismo la atropello un automóvil y la mato-

-lo siento mucho- le dije, sintiéndo una gran congoja en mi pecho, muy a mi pesar debo reconocer que el can logro demoler mi antigua desconfianza por los perros, siendo reemplazada por una potente corriente de simpatia.

-justo estaba por ir a su entierro cuando llegaste- me dijo Boltan al borde de las lagrimas.

-lo siento, puedo hacer algo por vos ¿- le pregunte

-quería llevarle flores, pero no tengo dinero, si me pudieras prestar algo te lo agradecería mucho- me dijo Boltan con voz queda

El canido menciono un cifra que me sonó un poco exagerada, pero estaba tan apenado por su desgracia que no me atreví a cuestionarlo, y le entregue lo que me pedía.

Boltan se dio vuelta, y de un salto gano la calle atravesando la pequeña valla y se perdió rapidamente de vista, yo me quede sentado meditando sobre todo lo que había oido de boca de Boltan.

A los 5 minutos llego una mujer y me pregunto si era el plomero que había solicitado, le dije que si, y a continuación me pregunto si había visto al perro, le dije que se había ido calle abajo, la mujer me miro alarmada y me pregunto –supongo que no le habrá dado dinero¿- yo respondí afirmativamente e intente una explicación, pero ella me interrumpió.

-no debió haber hecho eso- me dijo

-pe…pe…pero- dije yo balbuceante –me dijo que había muerto su hermana-

-le mintió- me dijo la mujer ya enojada, -Boltan es un jugador compulsivo, ya se ha gastado una fortuna en el hipódromo- me dijo a los gritos –es que Ud. no lee los carteles ¿- dijo, en obvia referencia al cartel colocado en la entrada.

Me aleje de allí con un sabor amargo en la boca, y con la firme intención de prestar más atención a los carteles.

Guau