jueves, 23 de octubre de 2014

DEJE DE MIRARME LAS TETAS, SEÑOR

CHARLES BUKOWSKI

 

Big Bart era el tío más salvaje del Oeste. Tenía la pistola más veloz del Oeste, y se había follado mayor variedad de mujeres que cualquier otro tío en el Oeste. No era aficionado a bañarse, ni a la mierda de toro, ni a discutir, ni a ser un segundón. También era guía de una caravana de emigrantes, y no había otro hombre de su edad que hubiese matado más indios, o follado más mujeres, o matado más hombres blancos.

Big Bart era un tío grande y él lo sabía y todo el mundo lo sabía. Incluso sus pedos eran excepcionales, más sonoros que la campana de la cena; y estaba además muy bien dotado, un gran mango siempre tieso e infernal. Su deber consistía en llevar las carretas a través de la sabana sanas y salvas, fornicar con las mujeres, matar a unos cuantos hombres, y entonces volver al Este a por otra caravana. Tenía una barba negra, unos sucios orificios en la nariz, y unos radiantes dientes amarillentos.

Acababa de metérsela a la joven esposa de Billy Joe, la estaba sacando los infiernos a martillazos de polla mientras obligaba a Billy Joe a observarlos. Obligaba a la chica a hablarle a su marido mientras lo hacían. Le obligaba a decir:

—¡Ah, Billy Joe, todo este palo, este cuello de pavo me atraviesa desde el coño hasta la garganta, no puedo respirar, me ahoga! ¡Sálvame, Billy Joe! ¡No, Billy Joe, no me salves! ¡Aaah!

Luego de que Big Bart se corriera, hizo que Billy Joe le lavara las partes y entonces salieron todos juntos a disfrutar de una espléndida cena a base de tocino, judías y galletas.

Al día siguiente se encontraron con una carreta solitaria que atravesaba la pradera por sus propios medios. Un chico delgaducho, de unos dieciséis años, con un acné cosa mala, llevaba las riendas. Big Bart se acercó cabalgando.

—¡Eh, chico! —dijo.

El chico no contestó.

—Te estoy hablando, chaval...

—Chúpame el culo —dijo el chico.

—Soy Big Bart.

—Chúpame el culo.

—¿Cómo te llamas, hijo?

—Me llaman «El Niño».

—Mira, Niño, no hay manera de que un hombre atraviese estas praderas con una sola carreta.

—Yo pienso hacerlo.

—Bueno, son tus pelotas, Niño —dijo Big Bart, y se dispuso a dar la vuelta a su caballo, cuando se abrieron las cortinas de la carreta y apareció esa mujercita, con unos pechos increíbles, un culo grande y bonito, y unos ojos como el cielo después de la lluvia. Dirigió su mirada hacia Big Bart, y el cuello de pavo se puso duro y chocó contra el torno de la silla de montar.

—Por tu propio bien, Niño, vente con nosotros.

—Que te den por el culo, viejo —dijo el chico—. No hago caso de avisos de viejos follamadres con los calzoncillos sucios.

—He matado a hombres sólo porque me disgustaba su mirada.

El Niño escupió al suelo. Entonces se incorporó y se rascó los cojones.

—Mira, viejo, me aburres. Ahora desaparece de mi vista o te voy a convertir en una plasta de queso suizo.

—Niño —dijo la chica asomándose por encima de él, saliéndosele una teta y poniendo cachondo al sol—. Niño, creo que este hombre tiene razón. No tenemos posibilidades contra esos cabronazos de indios si vamos solos. No seas gilipollas. Dile a este hombre que nos uniremos a ellos.

—Nos uniremos —dijo el Niño.

—¿Cómo se llama tu chica? —preguntó Big Bart.

—Rocío de Miel —dijo el Niño.

—Y deje de mirarme las tetas, señor —dijo Rocío de Miel— o le voy a sacar la mierda a hostias.

Las cosas fueron bien por un tiempo. Hubo una escaramuza con los indios en Blueball Canyon. 37 indios muertos, uno prisionero. Sin bajas americanas. Big Bart le puso una argolla en la nariz...

Era obvio que Big Bart se ponía cachondo con Rocío de Miel. No podía apartar sus ojos de ella. Ese culo, casi todo por culpa de ese culo. Una vez mirándola se cayó de su caballo y uno de los cocineros indios se puso a reír. Quedó un sólo cocinero indio.

Un día Big Bart mandó al Niño con una partida de caza a matar algunos búfalos. Big Bart esperó hasta que desaparecieron de la vista y entonces se fue hacia la carreta del Niño. Subió por el sillín, apartó la cortina, y entró. Rocío de Miel estaba tumbada en el centro de la carreta masturbándose.

—Cristo, nena —dijo Big Bart—. ¡No lo malgastes!

—Lárgate de aquí —dijo Rocío de Miel sacando el dedo de su chocho y apuntando a Big Bart—. ¡Lárgate de aquí echando leches y déjame hacer mis cosas!

—¡Tu hombre no te cuida lo suficiente, Rocío de Miel!

—Claro que me cuida, gilipollas, sólo que no tengo bastante. Lo único que ocurre es que después del período me pongo cachonda.

—Escucha, nena...

—¡Que te den por el culo!

—Escucha, nena, contempla...

Entonces sacó el gran martillo. Era púrpura, descapullado, infernal, y basculaba de un lado a otro como el péndulo de un gran reloj. Gotas de semen lubricante cayeron al suelo.

Rocío de Miel no pudo apartar sus ojos de tal instrumento. Después de un rato

dijo:

—¡No me vas a meter esa condenada cosa dentro!

—Dilo como si de verdad lo sintieras, Rocío de Miel.

—¡NO VAS A METERME ESA CONDENADA COSA DENTRO!

—¿Pero por qué? ¿Por qué? ¡Mírala!

—¡La estoy mirando!

—¿Pero por qué no la deseas?

—Porque estoy enamorada del Niño.

—¿Amor? —dijo Big Bart riéndose—. ¿Amor? ¡Eso es un cuento para idiotas! ¡Mira esta condenada estaca! ¡Puede matar de amor a cualquier hora!

—Yo amo al Niño, Big Bart.

—Y también está mi lengua —dijo Big Bart—. ¡La mejor lengua del Oeste!

La sacó e hizo ejercicios gimnásticos con ella.

—Yo amo al Niño —dijo Rocío de Miel.

—Bueno, pues jódete —dijo Big Bart y de un salto se echó encima de ella. Era un trabajo de perros meter toda esa cosa, y cuando lo consiguió, Rocío de Miel gritó. Había dado unos siete caderazos entre los muslos de la chica, cuando se vio arrastrado rudamente hacia atrás.

ERA EL NIÑO, DE VUELTA DE LA PARTIDA DE CAZA.

—Te trajimos tus búfalos, hijoputa. Ahora, si te subes los pantalones y sales afuera, arreglaremos el resto...

—Soy la pistola más rápida del Oeste —dijo Big Bart.

—Te haré un agujero tan grande, que el ojo de tu culo parecerá sólo un poro de la piel —dijo el Niño—. Vamos, acabemos de una vez. Estoy hambriento y quiero cenar. Cazar búfalos abre el apetito...

Los hombres se sentaron alrededor del campo de tiro, observando. Había una tensa vibración en el aire. Las mujeres se quedaron en las carretas, rezando, masturbándose y bebiendo ginebra. Big Bart tenía 34 muescas en su pistola, y una fama infernal. El Niño no tenía ninguna muesca en su arma, pero tenía una confianza en sí mismo que Big Bart no había visto nunca en sus otros oponentes. Big Bart parecía el más nervioso de los dos. Se tomó un trago de whisky, bebiéndose la mitad de la botella, y entonces caminó hacia el Niño.

—Mira, Niño...

—¿Sí, hijoputa...?

—Mira, quiero decir, ¿por qué te cabreas?

—¡Te voy a volar las pelotas, viejo!

—¿Pero por qué?

—¡Estabas jodiendo con mi mujer, viejo!

—Escucha, Niño, ¿es que no lo ves? Las mujeres juegan con un hombre detrás de otro. Sólo somos víctimas del mismo juego.

—No quiero escuchar tu mierda, papá. ¡Ahora aléjate y prepárate a desenfundar!

—Niño...

—¡Aléjate y listo para disparar!

Los hombres en el campo de fuego se levantaron. Una ligera brisa vino del Oeste oliendo a mierda de caballo. Alguien tosió. Las mujeres se agazaparon en las carretas, bebiendo ginebra, rezando y masturbándose. El crepúsculo caía.

Big Bart y el Niño estaban separados 30 pasos.

—Desenfunda tú, mierda seca —dijo el Niño—, desenfunda, viejo de mierda, sucio rijoso.

Despacio, a través de las cortinas de una carreta, apareció una mujer con un rifle. Era Rocío de Miel. Se puso el rifle al hombro y lo apoyó en un barril.

—Vamos, violador cornudo —dijo el Niño—. ¡DESENFUNDA!

La mano de Big Bart bajó hacia su revolver. Sonó un disparo cortando el crepúsculo. Rocío de Miel bajó su rifle humeante y volvió a meterse en la carreta. El Niño estaba muerto en el suelo, con un agujero en la nuca. Big Bart enfundó su pistola sin usar y caminó hacia la carreta. La luna estaba ya alta.

 

SE BUSCA UNA MUJER

CHARLES BUKOWSKI

 

Edna bajaba por la calle con su bolsa de la compra, cuando pasó a la altura del automóvil. Había algo escrito en la ventanilla lateral:

SE BUSCA UNA MUJER.

Se paró. Era un cartón pegado a la ventanilla, con alguna especie de anuncio. En su mayor parte estaba escrito a máquina. Edna no podía leerlo desde el lugar de la acera en que se encontraba. Sólo podía ver las letras grandes:

SE BUSCA UNA MUJER.

Era un coche nuevo y de los caros. Edna cruzó la hierba y se acercó a leer la

parte mecanografiada:

«Hombre de 49 años. Divorciado. Busca una mujer con fines matrimoniales. Que tenga entre 35 y 44 años. Me gusta la televisión y los films. La buena comida. Soy contable y tengo el trabajo bien asegurado. Tengo dinero en el banco. Me gustan las mujeres algo rellenas.

Edna tenía 37 años y estaba algo rellena. Había un número de teléfono. También había tres fotos del caballero que buscaba una mujer. Parecía rico y elegante, con su traje y corbata. También parecía algo estúpido y un poco cruel. Y hecho de madera, pensó Edna, hecho de madera...

Siguió su camino, con una pequeña sonrisa. También sentía una especie de repulsión. Pero cuando llegó a su apartamento ya se había olvidado por completo de todo. Fue varias horas más tarde, sentada en la bañera, cuando empezó a pensar en él otra vez, y esta vez pensó en lo solo, en lo terriblemente solo que debía encontrarse para haber llegado a hacer una cosa así:

SE BUSCA UNA MUJER.

Se lo imaginó llegando a la casa, encontrándose las facturas del gas y del teléfono en el buzón, desnudándose, tomando un baño, la televisión encendida. Después leería el periódico de la tarde. Luego entraría en la cocina a hacerse la cena. Allí, quieto, mirando como se fríe el pan, en calzoncillos. Luego cogería la comida y la llevaría a una mesa, se la comería. Le podía ver

bebiéndose su café. Luego más televisión. Y quizás un solitario bote de cerveza antes de acostarse. Debía haber millones de hombres como él en toda América.

Edna salió de la bañera, se secó, se vistió y salió del apartamento. El coche seguía allí. Apuntó su nombre, Joe Lighthill, y el número de teléfono. Leyó de nuevo toda la parte mecanografiada. «Films». Era un término muy culto. La gente decía «películas» normalmente. Se busca una mujer. El anuncio era bastante atrevido. Por lo menos había mostrado ser original al escribirlo.

Cuando Edna volvió a casa se tomó tres tazas de café antes de marcar el número. El teléfono sonó cuatro veces. «¿Hola?» Contestó él.

—¿Señor Lighthill?

—¿Sí?

—Es que vi su anuncio. Su anuncio en el coche...

—Ah, sí.

—Me llamo Edna.

—¿Cómo estás, Edna?

—Oh, muy bien. Pero hace tanto calor. Este tiempo es demasiado.

—Sí, hace la vida difícil.

—Bueno, señor Lighthill...

—Llámame Joe, a secas.

—Bueno, Joe, ja, ja, ja, me siento como una tonta. ¿Sabes por qué he llamado?

—Viste mi anuncio.

—Bueno, quiero decir, ja, ja, ja. ¿Qué es lo que te pasa? ¿No puedes conseguir una mujer?

—Creo que no. Edna, dime. ¿Dónde están?

—¿Las mujeres?

—Sí.

—Oh, pues en todas partes, ya sabes.

—¿Dónde? Dime. ¿Dónde?

—Bueno, en la iglesia, por ejemplo. Hay mujeres en la iglesia.

—No me gusta la iglesia.

—Oh.

—Escucha. ¿Por qué no te vienes aquí, Edna?

—¿Quieres decir allí, a tu casa?

—Sí. Tengo un buen apartamento. Podemos tomarnos una copa, conversar. Sin compromiso.

—Es tarde.

—No es tan tarde. Escucha, viste mi anuncio y llamaste. Debes estar interesada.

—Bueno, es que...

—Tienes miedo, eso es lo que te pasa. Tienes miedo.

—No, yo no tengo miedo.

—Entonces vente, Edna.

—Bueno, es que...

—Vamos.

—Bueno, de acuerdo. Estaré allí en quince minutos.

Era en el último piso de un moderno complejo de apartamentos. Apartamento 17. La piscina reflejaba las luces. Edna llamó. La puerta se abrió y allí estaba el señor Lighthill. Con una calvicie incipiente; la nariz afilada con pelos saliéndole de los orificios; la camisa abierta por el cuello.

—Entra, Edna...

Ella pasó y la puerta se cerró detrás. Edna se había puesto un vestido de seda azul. No se había puesto medias. Iba en sandalias y fumando un cigarrillo.

—Siéntate. Te serviré algo de beber.

Era un sitio bonito. Todo estaba decorado en azul y verde, y además estaba muy limpio. Pudo oír al señor Lighthill canturreando sordamente mientras preparaba las bebidas... Parecía relajado y eso la tranquilizó.

El señor Lighthill —Joe— salió con las bebidas. Le alcanzó a Edna la suya y fue a sentarse a una silla en el lado opuesto de la habitación.

—Sí —dijo él—, hace calor, un calor infernal. Pero yo tengo aire acondicionado. ¿Te has dado cuenta?

—Sí, ya lo noté. Está muy bien.

—Bebe algo.

—Oh, sí.

Edna probó un trago. Estaba bueno, un poco fuerte, pero sabía bien. Vio a Joe inclinar la cabeza hacia atrás al beber. Tenía una gruesa papada. Y sus pantalones eran demasiado holgados. Parecían ser varias tallas más grandes. Le daban a sus piernas un aspecto cómico, ridículo.

—Llevas un vestido muy bonito, Edna.

—¿Te gusta?

—Oh, sí, te cae muy bien. Parece cómodo, muy cómodo.

Edna no dijo nada. Y Joe tampoco. Y allí estaban, sentados, mirándose el uno al otro, bebiéndose sus vasos.

¿Por qué no habla?, pensó Edna. Se supone que es él quien debe empezar la conversación. Verdaderamente tenía algo de madera...

Edna terminó su bebida.

—Deja que te sirva otro —dijo Joe.

—No. Me tengo que ir ya.

—Oh, vamos —dijo él—; déjame que te sirva otro trago. Necesitamos beber algo para soltarnos.

—Está bien, pero después de éste me voy.

Joe se llevó los vasos a la cocina. Esta vez no canturreó. Salió, le dio a Edna su vaso y volvió a sentarse en la silla al lado opuesto de la habitación. La bebida era ahora más fuerte.

—Sabes —dijo—, soy bastante bueno en el sexo.

Edna bebió su vaso y no contestó nada.

—¿Qué tal eres tú en la cuestión sexual? —preguntó Joe.

—Nunca lo he hecho.

—Deberías hacerlo, sabes, así te darías cuenta de quién eres y qué eres.

—¿Tú crees que todo eso es verdad? Quiero decir, yo lo he leído en los periódicos, no sé qué pensar. Yo no lo he hecho nunca pero he visto fotos —dijo Edna.

—Por supuesto que es verdad, deberías hacerlo.

—Tal vez no sea muy buena para estas cosas —dijo Edna—. Tal vez es por eso que estoy sola. —Se tomó un buen trago del vaso.

—Cada uno de nosotros, al fin y al cabo, siempre solos —dijo Joe.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que, no importe cómo vaya la cuestión sexual, o el amor, o ambos, llega un día en que todo se acaba.

—Eso es triste —dijo Edna.

—Sí, claro. Así llega un día en que todo se pasa. Y entonces, o se corta o todo se convierte en una tregua infernal: Dos personas viviendo juntas sin el menor sentimiento entre ellas. Creo que es mucho mejor vivir solo que eso.

—¿Tú te divorciaste de tu mujer, Joe?

—No, ella se divorció de mí.

—Y qué es lo que fue mal?

—Las orgías sexuales.

—¿Las orgías sexuales?

—Sí, ya sabes, una orgía es el lugar más solitario del mundo. Esas orgías... Me sentía desesperado... Esas pollas deslizándose dentro y fuera... Perdóname...

—No pasa nada.

—Bueno, esas pollas deslizándose dentro y fuera, piernas enredadas, los dedos trabajando, hurgando por todos lados, bocas, todo el mundo babeando, y sudando, y una ciega determinación a hacerlo... como sea.

—No sé mucho acerca de esas cosas, Joe —dijo Edna.

—Yo creo que, sin amor, el sexo no es nada. Las cosas sólo pueden tener un significado cuando existe algún sentimiento entre los participantes.

—¿Quieres decir que a cada uno le debe gustar el otro?

—Eso ayuda bastante.

—¿Supón que ambos se casen. Supón que tienen que seguir juntos, por cuestiones económicas, niños, cualquier cosa?

—Las orgías no arreglarán nada.

—¿Y entonces qué?

—Bueno, no sé. Tal vez el swap.

—¿El swap?

—Sí, ya sabes, cuando dos parejas se conocen muy bien y entonces hacen intercambio de componentes. Los sentimientos, al fin y al cabo, tienen una oportunidad. Por ejemplo, digamos que a mí siempre me ha gustado la mujer de Mike. Me viene gustando desde hace meses. La he visto pasear por la habitación. Me gustan sus movimientos, llaman mi atención. Me imagino, ya sabes, lo que va con esos movimientos. La he visto furiosa, la he visto

borracha, la he visto sobria. Y entonces, el swap. Estás en la cama con ella, y por fin la estás conociendo. Existe la posibilidad de que sea algo real. Por supuesto, Mike se está tirando a tu mujer en la otra habitación. Muy bien, buena suerte, Mike, piensas, y espero que seas tan buen amante como yo.

—¿Y funciona bien?

—Bueno, no sé... Los swaps pueden traer problemas... a la larga. Tiene que estar todo muy hablado... bien hablado y con tiempo. Y aún así puede haber gente que no sepa bastante, no importa cuánto se haya hablado...

—¿Tú sabes bastante, Joe?

—Bueno, estos swaps... Creo que pueden ser buenos para algunos... Tal vez para muchos. Pero me temo que conmigo no funcionan. Soy bastante mojigato.

Joe acabó su bebida. Edna se bebió de un trago el resto de la suya y se levantó.

—Escucha, Joe, me tengo que ir...

Joe cruzó la habitación hacia ella. Parecía un elefante mientras se acercaba, con esos pantalones. Vio sus grandes orejas. Entonces la agarró y comenzó a besarla. Su mal aliento arrastraba todas las bebidas; era un olor agrio. Parte de su boca no hacía contacto. Era fuerte pero su fuerza no era real. Ella apartó su cabeza pero él la siguió agarrando.

SE BUSCA UNA MUJER.

—¡Déjame, Joe! ¡Estás yendo muy de prisa, Joe! ¡Deja que me vaya!

—¿Por qué viniste aquí, zorra?

La intentó besar otra vez y lo consiguió. Era horrible. Edna subió la rodilla bruscamente. Y le alcanzó de lleno. El se llevó las manos a las partes y cayó al suelo.

—Dios, Dios... ¿Por qué has tenido que hacerme esto? Me has querido asesinar... ¡Auuggh!

Rodó por el suelo gimiendo.

Su trasero, pensó ella, tiene un trasero tan horrible.

Le dejó tirado en el suelo y bajó corriendo las escaleras. El aire estaba limpio allá fuera. Mientras bajaba, pudo oír gente hablando, pudo oír sus televisores. Su casa no estaba muy lejos. Sintió que necesitaba darse otro baño, quitarse su vestido de seda azul y lavarse bien todo el cuerpo. Hacía calor. Más tarde, salió de la bañera, se secó y se colocó unos rulos rosados en el pelo. Decidió no volver a verle más.

 

domingo, 12 de octubre de 2014

NARRADORES G 70 Samanta Schweblin

Bingueras

Por Samanta Schweblin.

Una noche en Costa Rica, Guillermo Martínez nos llevó a un casino y nos enseñó a Berti, a Ezequiel Martínez y a mí una técnica para jugar a la ruleta sin perder nunca un peso y ganar algo una vez cada tanto. De verdad, él sabe cómo se hace. También está la anécdota familiar de Santiago de Chile, con mi vieja y mi hermana, y cómo mi hermana, borracha y sin soltar nunca la manija plateada de su maquinita de monedas pagó íntegra la hotelería del viaje. Ese es todo mi oscuro pasado con el mundo del juego. Y ahora toca con Nona, que me mira apoyada en la barra de entrada del Bingo Belgrano, animada pero confundida. Me mira a mí que soy la argentina, la que supuestamente sabe de bingos, pero yo apenas llevo unas semanas de regreso en Buenos Aires, y es la primera vez en mi vida que me animo a este otro mundo.

Esto fue ayer a las dos de la tarde. El mismo día y en el mismo Bingo, pero tres horas después, ya éramos profesionales. Es decir, bingueras. Así es como llaman a la gente como uno. Hay que respetar el orden en que se compran los cartones. Si se quiere jugar todas las rondas –y eso es lo que quiere cualquier profesional-, hay que confiar en el chico que pasa a cobrar los cartones mientras cantan los números, y dejar que cada doce minutos se cobre solo de tu pila de dinero. Si la suerte no corre cerca hay que tirar un poco de agua debajo de la mesa. Hay que dibujar pirámides de seis escalones en la contracara de las series ya descartadas. Si sacas línea, o bingo, los cartones de diez dejan más guita, pero con los de tres y los de cinco es más fácil comprar más de uno, y los que llevamos ya horas en el oficio –y todo es oficio en esta vida- podemos jugar con dos y hasta tres cartones al mismo tiempo, basándonos en códigos de líneas, puntos, cruces y círculos, que optimizan búsquedas y abren paso a la suerte como una pista de hielo. Mi marcador negro tiembla a veces sobre el cartón cuando cantan números que no tengo o no puedo encontrar. El de Nona se mueve con una naturalidad que sólo puede ser nata. Hay cuatro viejas en nuestra mesa y un tipo que acaba de sumarse. No entienden que la profesionalidad binguera es una actitud, y entre cartón y cartón nos llueven consejos y didácticas anécdotas. Y entonces sucede lo que quiero contarles. Lo que quizá haya pasado ayer entre las dos y las cinco de la tarde, aunque ni Nona ni yo podamos confirmarlo fehacientemente. Primero, es solo una premonición: me miro las manos, mis manos pálidas y suaves, mis uñas rojas siempre mordidas, pero sobre todo -tengo que decirlo para que esta historia se entienda bien-: mis manos jóvenes. Las manos jóvenes de Nona, que siguen atentas los números de su cartón. Algo se enciende, una alarma interna en mi cuerpo. Es algo muy sutil, está ahí para anunciar el peligro, pero a veces la confundo con otras cosas. Me estoy meando, pienso. Y un momento después estoy camino al baño. Alguien grita bingo por cincuentava vez y por cincuentava vez, tras el grito, el silencio de los bingueros se vuelve un bullicio suave e indignado. Me estoy alejando hacia el cartel de los baños. Atrás quedan las cien, ciento cincuenta mesas ocupadas, de las doscientas, doscientas cincuenta mesas del bingo. Los números luminosos, las pantallas de colores, la gran pecera de bolillas voladoras. Una flecha anuncia los baños detrás de una pequeña puerta blanca. Cuando la cierro tras de mí el ruido queda afuera y todo se vuelve blanco y pequeño. Ocho escalones llevan hasta el primer descanso. Ocho más hasta el segundo. Y todavía hay que seguir subiendo. Entonces veo el cartel. Es verde y blanco. Es muy grande. Dice: “No se suelte de la baranda, mire los escalones, cuide su cabeza”. Es esto, pienso. Con esto tiene que ver mi alarma. Esto es lo peligroso. Esto es lo que augura el mal. Y ahí la veo. Se asoma ahora desde la izquierda, hacia mí, llegando ya al tercer descanso. Calculo que la vieja apenas me llega a los hombros. Está tan encorvada que la espalda casi dibuja una joroba. Lleva el pelo teñido de rojo. Un chal dorado le envuelve los hombros atado al medio con un nudo enorme. Está aferrada a la baranda. Muy fuerte. Demasiado fuerte. Y eso es lo que me ayuda a entender. La pista es el cartel. Y de ninguna manera la vieja está aferrada a la baranda sino que es todo lo contrario. Lo que le pasa a la vieja es que no se puede soltar. No hay forma de soltarse. Está bajando las escaleras desde hace horas, entró a ese bingo hace años. Quince años, veinte años. El tipo que se unió a nuestra mesa está ahí desde los dieciocho, el bingo abrió en el noventa y seis. Cuando en la mesa le dije a una de las viejas que le envidiaba la suerte, ella tachó su tercera pirámide y dijo que lo que ella me envidiaba a mí era la edad. Tu edad, dijo, y lo dijo todavía una vez más –tu edad-. Todas las viejas que entraron antes y después que nosotras, las cientos de viejas sentadas entre los veinte tipos que hay en todo el bingo. ¿Y que las trae por el bingo? Nos preguntó la primera vieja. Con Nona cruzamos miradas cómplices. Es una larga historia, dije. No te engañes, querida, dijo la vieja, siempre es una larga historia. Y así llegué al recuerdo del sobre. Las organizadoras del FILBA diciendo “vale culpar a las organizadoras”. Las instrucciones -a tal hora en la librería, de ahí se toman un taxi con la dirección del bingo-. El sobre que le dieron a Nona con los 500 pesos para gastarse en cartones. Casi descuido mi cabeza, casi miro los escalones, casi toco la baranda. Pero no. Doy un paso atrás. Pienso –casi rezando-, en toda el agua que tiramos debajo de la mesa, en todas las pirámides de seis escalones que dibujamos detrás de los cartones. Doy otro paso hacia atrás, ciego, inseguro, pero sin rozar ni un momento la baranda. Y me alejo de la vieja. Corro hacia planta baja, regreso al suelo del que vengo. Afuera ya juegan otra ronda y la espalda de Nona está inclinada sobre un cartón, demasiado inclinada. Siento un cariño enorme por Nona, un amor de cuidado, de rescate. Tengo que sacarla de acá, alguien tiene que sacarnos de acá cuanto antes, pienso, mientras despacio, disimuladamente, me siento, atenta al chico de los cartones –tan joven, el único joven- que se acerca ahora con una sonrisa.

Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) es una escritora argentina, egresada de la carrera de Imagen y Sonido de la UBA.

Su libro de cuentos El núcleo del disturbio (2002) ganó el primer premio del Fondo Nacional de las Artes 2001, y su cuento “Hacia la alegre civilización de la capital”, el primer premio en el Concurso Nacional Haroldo Conti. Participó en las antologías publicadas por la Editorial Siruela, “Cuentos Argentinos” (España, 2004); la Editorial Norma, “La joven guardia” (Argentina, 2005) y “Una terraza propia” (Argentina, 2006); y varias antologías de centros culturales como el General San Martín y el Ricardo Rojas. Algunos de sus cuentos ya se encuentran traducidos al inglés, el francés, el alemán y el sueco. Su segundo libro de cuentos, Pájaros en la boca (2009), obtuvo el Premio Casa de las Américas 2008. En 2010 publicó "La pesada valija de Benavides" en la editorial uruguaya La Propia Cartonera y fue elegida por la revista británica Granta como una de los 22 mejores escritores en español menor de 35 años.

En el año 2012 ganó el Premio Juan Rulfo1 por el cuento “Un hombre sin suerte”, en el que narra un encuentro entre una niña y un desconocido. En 2014 obtuvo el Premio Konex - Diploma al Mérito por su trayectoria como cuentista durante el período 2009-2013.

Enlaces externos

 

 

NARRADORES G 70, Natalia Moret

PLATERO Y YO

por Natalia Moret *

Una casa será fuerte e indestructible/ cuando esté sostenida por estas cuatro columnas: / padre valiente, madre prudente, hija obediente, hermana complaciente (Confucio)



Cuando vi la fuente casi me pongo a llorar. Era el cuarto día seguido que comíamos el matambre que había sobrado del cumpleaños de mamá. Matambre con papas fritas, matambre con puré, matambre con papas fritas, y esa noche, casi un exceso, matambre con ensalada de lechuga, tomate, y cebolla, y papas fritas. Y todavía quedaba matambre como para dos o tres días más.
Puse la mesa mientras mamá terminaba de freír las papas. Siempre me lo pedía a mí. Todo. Nena por favor poné los platos. Nena por favor avisale a tu padre que venga. Nena por favor andá a buscar a tu hermana a la esquina. Nena por qué no levantás la mierda del perro del jardín. Enferma, no me dejaba en paz. Una vez le dije: sos una machista, y se quedó mirándome como si yo fuese una hiena inmoral que jamás llegaría a ser buena ama de casa. Buena madre.
Como Julián, Martín y papá eran hombres no tenían que hacer nada –a mamá le parecía una falta de respeto pedirle a un hombre que tocara un plato o una media sucia-, y Analía casi siempre se hacía la idiota, o se metía en el baño. A veces lavaba un plato y enseguida empezaba a quejarse de que se le despintaban las uñas. Se le sentaba encima a papá, lo abrazaba, le daba besos y le decía “ay papi, papi, por favooor”. Papi se reía.

-Julián, Martín, vamos, dejen ese jueguito que se enfría la comida. Vos nena llamá a tu hermana.
-No hinchés las pelotas ma, ahí vamos- dijo Martín, enfrascado con el otro melli en frente de la computadora, con el juego de fútbol que los estaba terminando de descerebrar.
-No! vengan a la mesa, después siguen, ¡no me pongan loca!, ¡no me pongan loca!

Cada vez que mamá empezaba a gritar yo me iba lo más lejos posible. Le encantaba gritar y repetir todo dos, tres veces, la segunda siempre un poco más fuerte que la primera. Pobre mamá, de voz finita, intensa, empantanada. De la computadora salían las ovaciones de las hinchadas y de mis hermanos. En la cocina también estaban la mesa, los gritos de mamá y el televisor. Y frente al televisor papá, siempre papá.

Entré al baño, trabé la puerta y me lavé las manos. Tuve quince segundos.

-Nena, dale, por favor, ¡llamá a tu hermana que se enfría todo!
-¡Pero si es matambre con ensalada, ma! – grité – Ya voy.

Mi hermana estaba en el jardín con su novio. Se la pasaban en el jardín, en la esquina o en la pieza, y se besaban babosa y largamente, todo el tiempo, calculo que porque no tendrían mucho de qué hablar. El novio se quedaba a comer todas las noches y en la mesa no decía una palabra. Era fletero en una pinturería. No se le caía ni una idea, pero era hermoso. Bruto, y hermoso. Martín le decía Platero, por lo burro. Cada vez que le decía así nos reíamos todos salvo mi hermana. Incluso el propio Burrito se reía, y cuando reía era más bruto y más hermoso, luminosamente ignorante, como si supiera y no, como si tuviera conciencia y no, como si alguien le susurrara secretos que ni siquiera le preocupaba entender.
Mi hermana también, bruta y hermosa. La brutísima. La baratísima. Tenía un culo y unas tetas admirables. Siempre fue la preferida en casa; salió rubia y de ojos celestes, papá estaba orgulloso de su angelito ario, y aunque a mamá le molestaba su falta de habilidades hogareñas, no se animaba a contradecir a su marido y la dejaba hacer de princesita. Además, hacía unos meses Analía había conseguido la excusa perfecta para no volver a tocar un trapo de piso: era promotora en “For Sports”, el gimnasio más concheto de Lanús. “No entendés que Analía trabaja, que está cansada?”, me decía mi papá. “Y vos te la pasás todo el día acá rascándote la argolla y engordando”, decía después.

-¿Cómo salió el partido?- Martín hacía todo con las manos: comía el matambre, las papas fritas y se limpiaba el aceite que le quedaba en la boca.
-Tres a cero
-¿Y cómo va este?
-¿Querés tomate, Carlos?- mamá le servía siempre la comida a su marido, hasta que él no tenía todo en el plato ella no tenía paz.
- Shhhh-decía él.

Y cuando no la hacía callar, directamente se quedaba sin responderle, los ojos en la tele y el cerebro un bollo de papel maché. La cena seguía casi siempre así. Algún partido, algunos gritos de orsai, los ruidos de mi hermano masticando cualquier vestigio de sofisticación. Papá sacaba los ojos de la tele sólo si su angelito contaba algo del trabajo. Y cuando mi hermana terminaba el cuento, Platero le acariciaba el pelo y lo miraba a mi viejo hinchado de vanidad, como si dijera “acá el genio soy yo, que me la estoy garchando”. A papá lo que se le hinchaba era la vena de la frente. Ahí el Burrito sacaba la mano de mi hermana y volvía a meterla en su plato silencioso.

-Hoy vino un tipo muy groso a controlar el salón, uno de los gerentes. Estuvimos hablando como una hora. Me contó Susana que le dijo que yo era la mejor asistente- mi hermana se refería a su trabajo de promotora como “asistente”- Le caí bárbaro.
- Ay hijita, qué bien, qué bien, tenés que estar bien conectada con esa gente, muy bien conectada. ¿Y de qué hablaron una hora?
- Qué se yo ma, cosas, qué había hecho antes, si estaba contenta con el trabajo. Yo le dije que estaba muy conforme, la verdad no me puedo quejar de la empresa y además es un lugar donde se puede crecer.
- Hiciste bien hija, hiciste bien.
- Eso sí, le dije yo, lo difícil es mantener este cuerpo, ¡ni un gramo de más!- hizo un gesto con la lechuga que tenía en el tenedor. Si hubiera sabido cómo, habría dicho algo así como “la espinosa vida hipocalórica”. Pero con sacudir el tenedor se hizo entender, y se rió con la boca bien abierta, la abiertísima, sin un gramito de sarcasmo. Después, se acomodó el corpiño, haciendo que le sobresalieran más las tetas por sobre el escote de la musculosa, y se estiró el pelo largo y rubio atrás de la oreja. Platero le dio un beso y siguió comiendo. Con una mano agarraba el tenedor, con la otra le tocaba la pierna por abajo del mantel floreado. Nos dábamos cuenta todos.

-Te aumentaron ya? - papá habló y volvió a mirar la tele. Me pareció que se contenía.
-No, pa. Me dijeron que a fin de mes. Tengo que ir la semana que viene a la oficina de este tipo, en el centro, para una entrevista más detallada.
-¿Al centro? Que no te ponga un dedo encima porque lo mato - papá terminó de cortar un pedazo de matambre, lo pinchó con el cuchillo y se lo llevó a la boca. Apretaba el cuchillo con toda la mano, un troglodita entrenado para asesinar. Lo miró de pasada a Platero, que miró enseguida para otro lado - Lo mato.
- Aaaay paaapii -dijo Analía, encantadísima. A mí ya me estaban dando ganas de vomitarles en la cara a todos. Me salvó uno de los mellis con su ingenuidad, o falta de tacto, o mala leche, no sé.
-Ay paaaaapiiiiiiii aaaayy- Martín imitaba el tono de voz de Analía y movía las manos como un pajarilio - mmmm aaaay paaaapi mmmm mmmmmm uh ay aaay - y así, hasta que papá le colocó un certero bife silenciador en la nuca, el pobre casi se da el mentón contra el matambre. Yo estaba empezando a divertirme.

-¿Quién juega?

Desconcierto. Era la segunda o tercera vez que Platero hablaba en público. Como estrategia de distracción había sido muy efectiva, igual estoy segura de que no fue planificado. Platero se había vuelto el centro involuntario de atención. Papá lo miró en silencio, y, en silencio, creo que algo asqueado, volvió a mirar la tele. De fútbol hablaba sólo con la gente que le inspiraba respeto, y en fútbol sólo educaba a su descendencia. Estos eran sus dos principios.
Papá subió tanto el volumen del televisor que ni siquiera se escuchaba a Martín masticar. Creo que el Real Madrid le ganó tres a uno a un equipo francés, y nadie más habló hasta el final de la comida. Mientras yo ayudaba a mamá a levantar los platos, papá se fue a dormir sin saludar. Antes, desconectó el joystick de la computadora y se lo llevó, así mis hermanos no lo despertaban con su griterío. Dejó la tele prendida para que mamá pudiera apagarla.

-¿Vamos a ver la tele?

Era lo primero que mi hermana le decía a Platero ni bien papá se iba a dormir. Se lo decía en voz baja, para que no escuchara nadie, y Platero le respondía con un leve movimiento de cabeza y una palmadita en la cintura. Era la contraseña:

-¿Vamos a ver la tele?

Teníamos una cama cucheta. Yo dormía arriba, Analía abajo, y casi todas las noches se metía con el Burrito abajo de la colcha. Invierno o verano, siempre tenían frío. Prendían la tele en cualquier canal y hacían zapping. Nunca entendí cómo papá no se daba cuenta. Rogaba que alguna noche, cuando se levantaba para ir al baño, se le ocurriera entrar a nuestra pieza a ver cómo dormía su angelito y la descubriera enturrada con Platero. Y ahí sí iba a saber de cuál de las dos tenía que estar orgulloso.
Yo siempre me tapaba con la almohada, o les pedía que subieran el volumen de la tele para no escucharlos, pero esa noche no. Pusieron Much Music, sonaba uno de esos temas de latinos cantados en inglés, pero la luz roja intermitente de la pantalla no estaba tan mal. Cerré los ojos, me tapé, y con mucho trabajo logré que sonara en mi cabeza el estribillo de “Brown Sugar” y después el de “She’s a sensation”.


Me despertaron unos ruidos. A pesar de la cantidad de veces que ellos dos habían estado ahí abajo mientras yo estaba ahí arriba, esa era la primera que llegaba a escucharlos bien. Primero me tapé hasta la cabeza, cojerse a la huequísima, qué estómago. Pero enseguida me di cuenta de que, en verdad, no me daba tanto asco. Eso sí me dio asco.

-Tenés sueñito, ¿mi amor?
-Mmm, un poquito.
-Bueno, vos dormí que yo te hago mimitos.

Chorreaban diminutivos. Levanté el colchón en una punta y miré para abajo. Estaban tapados con la colcha y, al menos sus torsos, vestidos. Platero le hacía cucharita, del lado de la pared, y mi hermana manejaba el control remoto. Yo siempre había pensado que lo de la tele era una excusa, pero me pareció que Analía, efectivamente, miraba la tele. Miraba la tele y se dejaba cucharear. Platero le acariciaba el hombro. Quise levantar un poco más el colchón, ver más, todo, pero la cama hizo un ruido. Mi hermana levantó la cabeza, estoy segura de que llegó a verme. Yo solté el colchón entre nerviosa y asustada.

-¿Qué pasa, hermosa?
-Shh. Me parece que mi hermana está despierta.
-Le decimos que baje, mi amor, ¿querés?

Desconcierto dos. Jamás hubiera imaginado que el Burrito era capaz de decir algo así. ¿Decirme que baje? ¿Y Analía no iba a decirle nada? Me inquieté. Apoyé las manos en mi bombacha y empecé a juguetear con uno de los moñitos del encaje. ¿Cojerse a las dos?

-¡¿Te gusta mi hermana??
-Es un chiste, cielo. ¿Cómo le vamos a decir que baje? ¿¿A vos te parece que yo puedo querer estar con las dos, eh??
-¿Te gusta, o no te gusta? Contestaame, maalo.

Contestale, nene. Contestá, que al final no eras tan silencioso eh. Dale, decile que te gusto, decí, decí que te gusto, asqueroso, que me querés cojer. Me metí dos dedos abajo del encaje. Incestuoso, múltiple, mugriento. Los tres juntos, Burrito, dale, decí que nos querés a las dos. Me dí vuelta para espiarlos otra vez. Mi hermana se había destapado un poco, se había desnudado. La visión de sus tetas blancas y llenas me hizo temblar.

-Shhh, cerrá los ojitos. Me parece que tenés mucho sueño, vos, ¿eh? Trabajaste mucho. ¿Te gusta así?
-Mhm.
- Dormí, dormí. Eso sí, yo quiero jugar un rato, ¿vas a ser buenita? - mi hermana asintió - Muy bien, quedate bien quietita y dormí, mi amor, dormí.

Me pareció que el Burrito le bajaba la bombacha y se bajaba el pantalón. Yo me tocaba así por primera vez. Siempre lo hacía sola, o con pornografía, fotos de tres hombres y una mujer, un viejo y una nena, dos nenas y un tío, un tío asqueroso, gordo, grande, enorme, un padre enorme me va a castigar. Pero mirarlos a ellos estaba siendo mejor que todo. Iba bien. De pronto iba todo muy bien. Bien. Muy bien. Los tres. Respiré hondo y me llegó el olor a perfume barato del Burrito. Agua de colonia vulgar. La vulgarísima. Respiré otra vez y exhalé con ruido. El Burrito levantó la cabeza, me quedé mirándolo. Me sonrió y volvió a concentrarse en mi hermana. Le acariciaba el pelo, después se lo tironeaba un poco y cuando mi hermana se quejaba volvía a acariciarla. Le apretaba el brazo y volvía a caer, mi Burrito bruto sin voluntad, como si mi hermanita fuera una reventada que le resultaba imposible no adorar.

-Te gusta así, ¿no?- se lo dijo a ella, pero me miraba a mí.
-Sí - dije yo, susurrado, y escuché que mi hermana decía lo mismo, casi al mismo tiempo que yo.
-¿Querés la hostia?
- Sí -dijimos.
-¿Cómo sí? “Quiero TU hostia, señor, TU hostia”- el Burrito le tiró del pelo - ¿está claro? A ver, quiero escucharte, ¿cómo se dice? - Mi hermana obedeció.
-¿Ves que aprendés rápido?- dijo él, y le pasó la mano por la cara, y la besó, y le apretó un poco el cuello, asfixiándola, un poco. Mi hermana parecía sonreír y llorar - Vos sos rápida para todo, ¿no? Por eso te quiero. Por eso y porque te portás bien. A mí siempre tenés que hacerme caso, ¿sabés?
-Sí
-Siempre. Ahora abrí la boquita y cométela – se lo dijo a ella, pero me miraba a mí -Vení para acá. Así.

Se destapó entero y se me reveló. Divina. Planetaria. Pensé que se había abierto un agujero en la chapa, que la luna brillaba como un reflector. Me dieron ganas de arrastrarme hasta abajo y comulgar. Confesarme. Rezarle una misa en latín sobre el pecho. Arrodillarme y pagar por todos mis pecados hasta ser perdonada. Tragármelo todo y después abrir mi boca como un volcán hasta tragarme a mí, darme vuelta los labios hasta tragar mi cabeza y después de mí el cuarto y atrás del cuarto el universo y que ahí, así, se terminara el mundo.

Platero agarró a mi hermana de la cabeza y la bajó. Toda, hermana, toda. Me tapé la boca para no que no me escucharan respirar. Analía, limpiándose con una mano, se corrió el pelo.

-¿Así está bien, padre?

Me di vuelta. Abajo el Burrito seguía dando órdenes que mi hermana obedecía en silencio, pero yo, de pronto, me iba. Se iba todo.

Miré al techo, no había sol.

“¿Así está bien, papi?”.
Todas. La de Platero. La del gerente. La de Jesús. Y la de papá también.

Roñosa, prostituta y egoísta: eso era mi hermana. Bajé de la cama de un salto y casi ni les di tiempo a taparse. Mi hermana escondió la cabeza entre la pared y la cintura de Platero, que parecía muy tranquilo. Me quedé quieta, de pie, con mi remera blanca de dormir y en bombacha. Y si mi hermana no hubiera empezado a reírse, pero no, tenía que hacerlo.

-De qué te reís, puta de mierda - casi grité. Analía se dio vuelta para mirarme.
-De vos, gordita horrible. Seguí soñando - dijo, y después, como si yo no estuviese, como si nunca hubiese estado, apoyó los brazos y las tetas en el cuerpo de Cristo y apagó el televisor.

Autor: Natalia Moret es socióloga. Publicó cuentos en revistas, en su mayoría literarias, y en antologías. Es colaboradora en el suplemento de cultura del diario Perfil, de Buenos Aires, y en las secciones de crítica de otras revistas literarias. Realiza correcciones de estilo y traducciones del inglés. Escribe en el blog http://despuesdelaspiedras.blogspot.com. Tiene inédito un libro de cuentos, Revés. Este cuento pertenece a "En celo", una antología de cuentos sobre sexo publicada este año por Editorial Mondadori.




sábado, 11 de octubre de 2014

NARRADORES G 70, Terranova Juan y un escandalo

Presentamos el cuento del novelista y crítico literario argentino Juan Terranova “Mi fin del mundo nuclear”, incluido en el libro Instrucciones para dar el gran batacazo intelectual argentino. Terranova publicó ocho novelas (El caníbal, El bailarín de tango, El pornógrafo, entre otras), todas ambientadas en Buenos Aires y escribió dos volúmenes de crónicas sobre apariciones marianas en la Argentina, La virgen del cerro y Peregrinaciones..

Mi fin del mundo nuclear 

Miro la televisión. Estoy en un refugio. La gente que me rodea tiene miedo. Yo no. Soy el diseñador de videojuegos Hito Moshiri y ya imaginé todo esto que ahora está ocurriendo. Comparto el hacinamiento y el techo con mis compañeros de desastre pero no las mismas preguntas. Ellos quieren saber cómo prepararse para la réplica del tsunami, o si alguno de los reactores finalmente se abrirá como un huevo para dejar escapar sus vapores a la atmósfera. Yo, por mi parte, me pregunto: ¿Se acabo el cine de terror japonés? ¿Saldrán caminando del agua los cuerpos fosforescentes de nuestros zombies? ¿Mis futuros hijos sufrirán lesiones genéticas y por las noches podrán ver en la oscuridad gracias a los rayos gamma de sus ojos?

Estamos en un refugio subterráneo construido hace setenta años en una localidad pesquera al sur de la provincia de Fukushima. Yo, Hito Moshiri, pasaba mis vacaciones lejos de las pantallas, tratando de desintoxicarme, apreciando la brutalidad de la arena en mis pies desnudos, y ahora no puedo despegarme de este televisor de plasma que los rescatistas encendieron para que nosotros, las víctimas, supiéramos qué está pasando afuera. De todas formas no sabemos. Con paciencia esperamos la evacuación. Mientras tanto imagino. Me toca imaginar. Imagino y recuerdo. Y tengo pesadillas. Todo se mezcla. Sueño que hago el amor con una central nuclear. Sueño que dos manos de agua pesada anegan el mundo y lo sumergen para siempre.

Me despierto cuando un grupo de rescatistas apila más cajas con botellas de agua mineral y pañales. “Las autoridades japonesas informaron hoy que la piscina de combustible del reactor número 4 de la central de Fukushima Daiichi está en llamas”, dice un periodista nervioso en la televisión. Pienso en una piscina en llamas y no sé si es de día o de noche. Los refugiados rezan. Un viejo llora con la cabeza metida en una caja de cartón. Una mujer le dice: “No llores, anciano”. El hombre deja de llorar. Vuelvo a dormir y esta vez sueño con ballenas que se hinchan como globos y con arponeros que vuelan en planeadores de papel.

Mientras sellamos con cinta adhesiva las rendijas de las puertas y nos recuerdan por quinta vez que el agua corriente no se puede beber, nos enteramos que el pueblo de Minamisenriku desapareció, y que la provincia de Miyagi parece una laguna prehistórica.

Mis compañeros de tragedia no quieren hablar del tsunami. El caldo con fideos que me sirven es salado. Un hombre me dice que habló con refugiados en Oarai y que hoy se quiso volver a comunicar y ya no estaban. Agrega que el puerto y el espigón salvaron la ciudad durante el tsunami, cortando las olas, impidiendo que lleguen a la costa. Le pido prestada su manta y me la da. Tiene confianza en que van a venir a buscarnos muy pronto. Pero falta el combustible. Y la televisión muestra que en las pocas estaciones de servicio que aún siguen funcionando hay largas colas de autos.

Aquí, bajo tierra, voy descubriendo que son muchos también los que piensan que la catástrofe está controlada. El mar se calmó, dicen. No tienen idea de que la radiación puede hacer que los peces caminen por la playa y apuñalen a los pescadores con sus espinas mientras duermen. Como en un viejo arcade vamos subiendo niveles. De tres a cuatro, de cuatro a seis. Chernobyl fue un siete. Hoy me habló una mujer de unos cuarenta años. Me dijo que era especialista en kimbaku, el arte del acordamiento. Ofreció atarme y hacerme experimentar orgasmos que nunca imaginé. “No hace falta pasarla mal, si la podemos pasar bien” dijo. La propuesta me excitó, pero le respondí que si llegaba el fin del mundo quería tener las manos libres.

Está prohibido encender los grandes ventiladores de techo del refugio. Ahora los rescatistas entran a una anciana en camilla. Respira con dificultad. La encontraron debajo de una montaña de escombros en su casa de Iwate. Estuvo durante un momento en la puerta del refugio y preguntó dos veces dónde estaba el Emperador, por qué no había hablado para llevar tranquilidad a su pueblo. Y yo volví a pensar en la serpiente marina y en su lengua de sal. Para diseñar juegos de catástrofes naturales pixelamos viejos fotogramas de películas antiguas. ¿De dónde sacaron esas películas sus ideas? ¿Relatos de marineros borrachos modernizados por el imaginario atómico de los años 50? Como de costumbre, Occidente se va a reír de nosotros. Empleados ociosos del mundo preguntarán, mientras toman su cuarta taza de café, cuántos japoneses se necesitan para apagar un reactor nuclear.

Hoy los rescatistas convencieron a los soldados de que algunos de nosotros podemos ayudar a limpiar el techo del refugio. Hay que llevar guantes, barbijo y botas. La piel debe ir cubierta. Me ofrezco como voluntario. Somos pocos. Antes de salir tomo un refuerzo de yodo para que el cáncer nuclear no se coma mi glándula tiroides. Apenas salgo veo el sol en el cenit. Es hermoso, naranja, fúnebre. Un perro corre cerca de un gran charco de agua. A lo lejos hay una autopista en ruinas, como un insecto con la columna vertebral rota. El viento sopla hacia el Este. Los rescatistas dicen que eso es bueno.

Trabajamos hasta que se hace de noche. El trabajo es lento. Recién al otro día encontramos los primeros cadáveres. Murieron ahogados o aplastados, pero igual tienen ojos de uranio enriquecido, la boca llena de agua radiactiva, sus dientes negros de plutonio despiden las ondas electromagnéticas de la muerte. Algunos parecen muñecos albinos y nosotros, sus pesadas hormigas carniceras.

Después de los muertos, cada uno de los voluntarios mueve un pedazo de madera, de mampostería o de hierro. Logramos quitarle presión al techo del refugio y ya no hay peligro de que las vigas cedan y todo se desplome. ¿Cómo es la forma de la basura? El escombro es algo que perdió su función original, algo que se quebró y se astilló, pero no es basura. Es más que basura. Jamás podría describirse con pixeles. Su forma resulta demasiado orgánica.

La jornada concluye y vuelvo bajo tierra. Cuando termino de quitarme el equipo y se lo paso a un rescatista para que lo limpie, me rocían con agua jabonosa y me quedo media hora en cuarentena antes de entrar al refugio, secándome con toallas de papel. Estoy cansado, no tengo hambre y adentro enseguida encuentro un lugar para acostarme. Pero no duermo. En un rincón, un adolescente, acurrucado y pálido, tiembla como una hoja. Me acerco y le pregunto qué le pasa. Me cuenta que está sufriendo la abstinencia de conectividad. Su teléfono no anda. Su computadora portátil no tiene energía. Para distraerlo le narro la historia de los videojuegos japoneses. Le hablo de Nintendo, de Sega, de Sony. El adolescente me escucha y se duerme en mi regazo como un pájaro con las alas rotas.

Y ahora todos duermen, pero la televisión sigue encendida y transmite sin sonido. Occidente sabe mejor que nosotros lo que nos está pasando. Lo ve con mejores señales satelitales en mejores televisores alimentados por energía eléctrica producida por reactores nucleares sanos. Ahora, en la pantalla, leo el subtitulado japonés. Parece que el portaviones Ronald Reagan atravesó una nube radiactiva en el Pacífico. En Europa revisan sus centrales. Algunas van a cerrar y quedarán como piezas de museo al aire libre, llenándose de matas de pasto y rajándose al sol, mientras las lesbianas militantes de Greenpeace van de picnic y hacen el amor en el rústico cemento de sus instalaciones. Me acerco y cambio de canal. Por primera vez veo ancianos con valijas escapando de Tokio. Hay largas filas en la estación del tren bala. Pero es una imagen engañosa. La mayoría de los tokiotas va a trabajar. El atento subordinado que besa las manos de su empleador no teme. Shintaro Ishihara, el gobernador de la ciudad, dijo que el terremoto fue un castigo divino por el egoísmo de los japoneses. Ahora escucho por segunda vez su retractación, mientras el Banco de Tokio inyecta liquidez en el mercado como un enfermero conecta un moribundo a una máquina.

Hoy es mi cuarto o quinto día en el refugio. Despierto temprano. Las mujeres más viejas siguen durmiendo abrazadas a sus contadores Geiger, soñando con Hiroshima y Nagasaki. Mientras desayunamos té y ananá en lata, un rescatista australiano me enumera en un japonésperfecto cuáles son los síntomas de la radiación. Una dosis letal genera dolores, náuseas, vómitos, diarrea con sangre y hemorragias. Pero una dosis directa destruye la médula ósea y el irradiado se queda sin glóbulos rojos y sin glóbulos blancos. La sangre se licua. En segundos el sistema inmunológico desaparece. La médula ósea, los genitales y los ojos colapsan. Es como una fatality pero sin oponente. El desequilibro entre neutrones y protones en el núcleo del átomo hace que todo se descomponga.

Después, en el baño químico, revuelvo mis desperdicios y cuento los granos de maíz seco que comí ayer. Atravesaron mi organismo sin detenerse, ni abrirse, ni modificarse.

Por la tarde hay novedades. Los rescatistas avisan que nos van a escanear uno por uno para saber si tenemos algún grado de radiación peligroso. Muy rápido se organizan las filas. Nadie pregunta qué sucede, a dónde vamos si se confirma la radioactividad. Un hombre de unos cuarenta años ríe. Tiene cara de loco. Su risa y sus comentarios inapropiados llaman la atención.

Mientras hago la fila hablo con otro, muy flaco y pequeño. Me dice que cuando lo dejen ir viajará a la Argentina.

—Yo también quiero ir al sur pero más al sur, muy al sur, lo más al sur que pueda.

Dice que tiene familia ahí, en Argentina, parientes lejanos pero amables. Sus manos sucias de barro seco parecen de arcilla, el pelo se le pega al cráneo. Del interior de su piloto de nylon naranja extrae las páginas arrugadas de una revista. Me muestra la foto de una montaña blanca de nieve.

—No tienen reactores nucleares, casi no tienen electricidad —me dice.

Me cuenta que es un país de grandes llanuras, con ríos de aguas limpias donde la gente se despierta al amanecer y vive de la tierra en cabañas de troncos.

—En la Argentina hay vacas y corderos, y el trigo nace entre las piedras,

silvestre.

Me pienso en la pampa. Me imagino viajando, sin equipaje, sin tarjetas de crédito, apenas con mi documento y mis magros ahorros, un ligero fajo de billetes escondido en la parte interior de mi única camisa. ¿Hay lugar en esa llanura para un programador? ¿Tendré que trabajar de forma manual? Entonces, el viejo me muestra la fotografía de un caballo.

—Es el primer caballo argentino clonado.

La fila avanza y le digo que en Japón se clonan todo tipo de animales. Caballos, cerdos, ovejas. El viejo me mira y me responde con seriedad que Japón se arruinó para siempre.

Después me duermo apoyando la cabeza sobre unas cajas de cartón y sueño que recorro un desierto nuclear con mi caballo clonado. Buscando el mar llego a un bosque de pinos y otros árboles grises y aromáticos que no conozco. Finalmente siento el sabor de la sal en mi cara y encuentro arena y un horizonte de agua. Uso un sombrero grande y un impermeable ajado, y parezco el personaje de un western del futuro. Sobre el final del sueño galopo hacia la orilla del mar porque el mar es la salvación.

Más tarde, cuando despierto, un soldado piadoso me dice, sin soltar su fusil, pero levantándose la máscara de gas, que mañana dos camiones del ejército nos llevarán a Tokio. Dice que veremos zonas devastadas por el terremoto, que viajaremos al sur, que el viaje va a durar un día o quizás menos. Alguien escucha y quiere saber si los restos de la ciudad de Minamisanriku están en el recorrido. Otros preguntan si es posible seguir hasta Kyoto y Osaka, donde tienen familia. Mi cuerpo quiere creer pero yo no soy mi cuerpo. En el Parlamento Europeo se habla de “apocalipsis”. Todo se termina. Los hombres mueren, las razas se extinguen, las ciudades dejan de existir. El Mesías Godzilla llegará y nos castigará por nuestra arrogante meritocracia, por nuestras fobias y nuestra distancia. Y así, al fin, nosotros, los japoneses, descansaremos hechos polvo del polvo de nuestros huesos en el viento radiactivo porque en Japón no hay tierra suficiente para enterrar tantos muertos. Mientras pienso en esos muertos y en esta tierra, escucho el sonido de una grúa hidráulica trabajando en la noche de Fukushima.

 

 

Juan Terranova, machista y perfecto imbécil

Publicado: abril 20, 2011 | Autor: Demian Paredes | Archivado en: Actualidad, Artículos varios, Polémica |21 comentarios

Con la extraña habilidad de ser una síntesis de troglodita e imbécil, esta persona –sindicada generosamente como “escritor y periodista”- ha escrito barbaridades a propósito de un blog que se propuso combatir la violencia machista (el “acoso callejero”). Terranova hizo esto en la revista El Guardían (acá y acá, la nota referida a esta publicación), la cual, siendo su dueño el ex banquero menemista Raúl Moneta –tal como lo recuerda Página/12- ¡es sin embargo una publicación kirchnerista! Y esta no es la única contradicción: las dos notas del Página que pegamos abajo, intentan dejar bien parados al Inadi –organismo que promete pero nada hace: basta recordar las bicicleteadas, las promesas y promesas del organismo a la Comunidad qom Navogoh de La Primavera- y a dos empresas (una de ropa, Lacoste; la otra de automóviles: FIAT), quienes retiraron sus avisos de la revista tras el “escándalo internacional” que generó el referido troglodita. Hipocresía empresaria (burguesa) total: ¡como si, además de explotadoras de mujeres y hombres, no hicieran otras (tantas) apologías de machismo y sexismo en diversas publicidades!

Terranova escribe, además de libros que demuestran su ignorancia pedante y su derechismo político e ideológico, en el portal electrónico… de Luis Majul (y de América Tv, del derechista De Narváez), llamado, autoproclamado sin ninguna razón, “Hipercrítico”.

Está todo dicho de mi parte. Pasemos a las notas.

SOCIEDAD › UNA CAMPAÑA INTERNACIONAL POR UNA NOTA OFENSIVA HACIA UNA MUJER

La columna que no fue piropo

Un artículo publicado en la revista El Guardián a raíz de una nota en Página/12 levantó una polémica mundial: el autor criticó en tono burlón, pero con una frase ofensiva, a la promotora de una campaña contra los piropos agresivos. Dos empresas retiraron la publicidad

Por Mariana Carbajal

 

Inti María Tidball-Binz, de la campaña contra el acoso callejero.

Dos firmas internacionales decidieron retirar su pauta publicitaria de la revista El Guardián, propiedad del ex banquero menemista Raúl Moneta, luego de que uno de sus periodistas se expresara en una columna semanal en términos ofensivos contra una activista que promueve una campaña para oponerse al acoso callejero y los piropos ofensivos. “Me encantaría romperle el argumento a pijazos”, escribió. En su blog personal fue aún más explícito. La frase generó una campaña internacional, con escasa repercusión en el país, a través de la cual se solicitó el despido o una suspensión de tres meses del columnista y el retiro de los anunciantes de la revista y derivó en la apertura de un expediente en el Inadi. Es la primera vez que dos grandes compañías –una fabricante de autos y una reconocida marca de indumentaria– toman la resolución de castigar a una publicación en la Argentina, suspendiendo campañas publicitarias, por avalar un comentario cargado de violencia machista. La revista ofreció disculparse públicamente y darle espacio a la activista para difundir sus ideas y las de su entidad.

La polémica se originó a partir de una columna firmada por el escritor y periodista Juan Terranova, titulada “Arte, provocación y guarradas en las calles”, publicada por El Guardián en su edición del 3 de marzo. Allí, Terranova aludió a la campaña que lanzó en Buenos Aires una joven curadora de arte porteña, Inti María Tidball-Binz, para concientizar y combatir los piropos agresivos, entendiéndolos como violencia simbólica por razones de género. Terranova tomó como fuente una nota de Página/12 del 21 de febrero, que dio cuenta de la movida local, lanzada a nivel internacional por la organización Atrévete/Hollaback!, de la cual Tidball-Binz es líder regional. Después de criticar la iniciativa con un tono burlón, descalificándola, Terranova cierra su columna con la siguiente frase: “Termino así con un deseo para este 2011: encontrar a Inti María Tidball-Binz en un vernissage, tomar juntos una copa y luego decirle que me encantaría romperle el argumento a pijazos”. La versión que Terranova publicó en su blog personal dice “culo” en lugar de “argumento”. Según pudo saber este diario, el editor de la Sección Cultura de la revista, Sergio Olguín, le sugirió el cambio de términos.

Tidball-Binz se sintió agredida. Entendió las palabras de Terranova como una incitación a la violencia y una amenaza. “Terranova hizo amenazas explícitas de violación y utilizó un lenguaje que es ofensivo y que puede tener consecuencias violentas en la vida real”, opinó en diálogo con este diario. El tema trascendió las fronteras del país. Desde la dirección internacional de Atrévete/Hollaback!, en Estados Unidos, decidieron rápidamente promover una campaña internacional para reclamar el despido de Terranova y presionar a dos grandes auspiciantes de la revista para que le quitaran el respaldo publicitario. La organización nació en Nueva York y tiene representantes en distintas ciudades norteamericanas y europeas. La campaña se motorizó a través del sitio web change.org, una plataforma de activismo con unos 3,5 millones de visitantes mensuales. Más de 3500 personas de 75 países firmaron en pocos días la petición.

El Inadi se enteró y decidió abrir una actuación para evaluar si Terranova había incurrido en una conducta discriminatoria. A la vez contactó a Tidball-Binz para ver si ella quería realizar una denuncia. Tidball-Binz la hizo. Uno de los auspiciantes, fabricante de autos, también efectuó una presentación ante el Inadi con el fin de tener un pronunciamiento oficial, más allá de la presión de la campaña internacional, para poder tomar una decisión en relación a la publicidad. Por el momento, según confirmó el vocero de la compañía en la Argentina a este diario, decidieron suspender la pauta publicitaria. La firma de indumentaria describió lo expresado en la columna de Terranova como “ideas ofensivas” que van en contra de los valores de la empresa y confirmó que “no tienen ningún plan de publicidad en el futuro con esta revista”. El Inadi se pronunciará en los próximos días. En el organismo están elaborando el dictamen.

Más allá del caso puntual, queda como antecedente en el país la decisión de dos grandes anunciantes de retirar su publicidad ante la presencia en medios de comunicación de mensajes discriminatorios y sexistas.

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En busca de un acuerdo

“Lo que Terranova hizo fue claramente más allá de las normas internacionales de libertad de expresión, y es genial que las marcas de prestigio mundial hayan negado públicamente estar asociadas con mensajes de odio, violencia e incitación. Ahora la pelota está en la cancha de la revista”, consideró Emily May, directora ejecutiva de Hollaback!

Ante la envergadura que tomó el episodio y sus consecuencias, la revista se puso en contacto la semana pasada con Tidball-Binz: el editor de Cultura –de quien depende la columna de Terranova– le pidió disculpas y le ofreció una retractación pública en un próximo número, además de espacio semanal para publicar sus opiniones o alguna otra propuesta que ella considerase adecuada como forma de resarcimiento frente al daño sufrido por la agresión escrita. Olguín planteó la defensa del puesto laboral de Terranova. “Antes que nada te quiero pedir disculpas por la nota que publicamos. No fue nuestra intención ser agresivos o violentos, pero lo cierto es que las palabras resultaron hirientes e intimidantes. Quisimos ser divertidos y nos manejamos con torpeza. Lejos está en mí, como editor de la sección Cultura, permitir que en mi sección se discrimine o se actúe de manera violenta contra ningún sector social”, dice el inicio del email que le envió Olguín. La joven aceptó ayer la proposición. Antes de recibir su respuesta, en El Guardián habían decidido levantar la columna de Terranova en la edición de mañana a la espera de novedades. Tidball-Binz aclaró a este diario que no quiere que se vincule el caso con un hecho de censura y quede un precedente en ese sentido. Pidió a El Guardián “una retractación detallada, seria, sincera y completa por parte de Juan Terranova de la nota original, en la editorial o columna suya, y acompañada por disculpas de la revista, y mencionado esto en la tapa de la revista”. Sobre el espacio semanal, es un asunto que analizará la organización. Si El Guardián cumpliera estos requisitos efectivamente, cesaría la demanda para despedir a Juan Terranova por parte de Change.org y Hollaback!”, aclaró.

 

NARRADORES ARGENTINOS DE LA GENERACION DEL 70

Unimog

Félix Bruzzone / Foto: Cecilia Salas

Cuando Mota recibió los bonos que el gobierno le dio por la desaparición de su padre decidió venderlos e invertir el dinero en la compra de un camión. Desde hacía tiempo pensaba ampliar el negocio de reparto de productos de limpieza y suponía que con un vehículo más grande que su vieja F-100 sería posible cargar de a dos o de a tres cisternas llenas, extender los recorridos y así ganar clientes en zonas alejadas.

Vicky le dijo:

-No deberías gastar todo en un camión. ¿No íbamos a terminar de construir la casa?

Es cierto, pensó él. Pero también pensó que el camión generaría una nueva fuente de ingresos y no prestó atención a las palabras de su esposa. Además, pensó que para las mujeres -o al menos para las mujeres como Vicky, siempre pendientes de los mínimos detalles-, una casa nunca llega a estar terminada.

Así, una mañana extraña en la que las nubes cubrían el sol, lo descubrían, oscurecían el cielo, arrojaban algo de agua y luego continuaban su marcha, Mota salió a averiguar dónde conseguir camiones buenos y baratos. Le hablaron de algunas concesionarias en la Ruta 8, en la 197, en la 202 camino a Bancalari, en el Acceso Oeste; pero sólo en un galpón de Ramos Mejía encontró algo acorde a lo que buscaba. Allí, un tal Saba administraba una agencia. Varios camiones casi nuevos y otros no tan viejos se alineaban en hileras desiguales. ¿Cómo habían podido meter tantos camiones ahí adentro? Saba guió a Mota entre el apiñado lote y le mostró cada camión. Daba algunas explicaciones: este es una nave, vuela; este no gasta nada, una escupida de gasoil y llegás a Brasil; este no se rompe ni aunque lo tires montaña abajo; este, en cambio, es un poco más liviano, pero igual anda una barbaridad, hasta podés hacer jetski, ja. En tanto, Saba le daba a cada camión unos golpes con la palma de la mano o con los nudillos, lo que al parecer demostraba la resistencia de cada vehículo. O quizá a Saba le gustaba sentir el metal en la mano, y el ruido del metal de todos esos camiones que tenía que vender.

Pero Mota no quería gastar tanto, y cuando el vendedor notó que su cliente empezaba a desilusionarse lo hizo pasar a un pequeño depósito que se ubicaba un poco más atrás. Un desarmadero, pensó Mota mientras sorteaba pedazos de cigueñal y restos de viejas carrocerías. Entonces Saba abrió un portón y señaló hacia adentro:

-Este no se lo muestro a nadie, eh, -dijo-, y está a muy buen precio.

Mota se sintió paralizado por un momento. Después dijo:

-Un… un Unimog…
-Sí, estos los arreglás con un destornillador y una pico de loro, ¿por qué te pensás que los usa el ejército? Y son irrompibles: este estuvo en la guerra, sí, fue a Malvinas y volvió así como lo ves, una joya.

Mota miró el camión con detenimiento. Luego entró en la cabina, se subió a la parte de atrás, se tiró abajo. Mientras tanto, Saba decía:

-Acá adentro se salvaron todos, es un camión encantado. Las bombas caían cerca pero no le hacían nada. Sólo le quedó esto, ¿ves?, este agujero de acá que debe ser de alguna bala, la única que lo tocó.

El vendedor hablaba y Mota pensaba en su padre, quien cuando era conscripto -y miembro de “Los Decididos de Córdoba”, un grupo del ERP- había participado en la toma del Comando 141 de Comunicaciones del Ejército. En esa ocasión él y algunos otros habían robado varias ametralladoras, un cañón antiaéreo, municiones y algunos fusiles; y un Unimog, que fue lo que usaron para cargar las cosas y huir.

Mota preguntó:

-¿Y antes de Malvinas? ¿Sabe algo más de este camión?

Saba levantó los hombros.

-Una joya -repitió.

Y todavía no empezaba a hablar de otras características del Unimog cuando Mota dijo:

-Creo que voy a comprar este.

***

Vicky, desde un principio, miró el Unimog con recelo. Pero es cierto que durantre el primer mes el camión funcionó muy bien. Mota, como Saba lo había anticipado, arreglaba los pequeños desperfectos o desajustes con algunas pocas herramientas. El reparto, en efecto, empezaba a crecer. Sólo en el segundo mes empezaron los verdaderos problemas. Primero el motor se recalentó y hubo que rectificar la tapa de cilindros, limpiar el radiador y cambiar todas las mangueras. Después se quebró un amortiguador y hubo que reemplazarlo junto a buena parte del tren delantero. Y más: problemas con el cardan, la transmisión y otra vez el radiador, que por suerte Mota cambió antes de que el motor volviera a recalentarse. Además, durante todos esos arreglos que parecían no tener fin, uno de los mecánicos le dijo que la bomba inyectora no iba a aguantar demasiado.

-El corazón del motor -dijo el hombre-, el corazón de este motor empieza a pedir ayuda.

A partir de ahí Mota empezó a sentir que, por más reparaciones que se hicieran, el camión siempre volvería a fallar, como si el encantamiento del que había hablado Saba, el que había salvado al Unimog de las bombas, se hubiera convertido en un feroz maleficio capaz de echarlo todo a perder: como si el Unimog, después de su aventura en Malvinas, pidiera descansar para siempre.

Mota pensó en todo esto durante varios días. Cuando Vicky mencionaba el tema él intentaba no escucharla y ella, que se daba cuenta, dejó que el asunto empezara a consumirlo. Ya va a pedirme consejos, se decía, y esperaba en silencio que él al fin se decidiese a darle la razón.

Por ese tiempo Mota volvió a relacionar al camión con su padre. En definitiva, todo lo que había averiguado sobre la desaparición lo llevaba, de una u otra manera, a la ciudad de Córdoba. Le habían hablado del ERP, de “Los Decididos de Córdoba”, de la toma del Comando, de la clandestinidad, del cruce de calles donde se lo habían llevado. En la adolescencia, cuando empezó a investigar todo aquello, Mota había encontrado con quién hablar y con quién no hablar. Había conocido a gente amable, a nostálgicos, a fabuladores; y si bien muchos le habían sugerido que viajara a Córdoba, que conociera dónde había estado su padre, que exigiera que le dejaran ver los supuestos lugares en los que lo habían tenido secuestrado, él nunca lo había hecho y siempre se prometía hacerlo alguna vez. Incluso Vicky, ajena a toda esa historia, esperaba que él cerrase esa parte de sus averiguaciones, que viera lo que tenía que ver, que borrara lo que había que borrar.

Una noche, Mota dijo:

-Voy a ir a Córdoba con el camión.

Vicky no dijo nada.

Después, él intentó explicar que su padre había manejado un Unimog y que el Unimog que él había comprado era, en cierto sentido, el que había manejado su padre. Dijo que había que abrir la puerta a los demonios del camión y dijo que viajar a Córdoba, recorrer las calles que con seguridad había recorrido su padre al volante de un camión como ese, ayudaría.

Vicky, sin comprender, lo abrazó.

-Yo pienso en la casa -dijo-, ¿qué va a pasar con la casa?

Mota la apartó y prometió que a su regreso todo iba ser como ella quería.

-Siempre decís lo mismo -dijo Vicky.

-Vos también decís siempre lo mismo.

Esa noche, en la cama, encendieron la TV pero no la miraron. O la miraron, pero mientras en la pantalla se repasaban las últimas gracias de un cómico recién fallecido, Vicky pensaba en la casa y Mota pensaba en el camión. La casa encantada y el camión maldito, o al revés. El camión y la casa. Y es seguro que, de haber hablado, no se hubieran puesto de acuerdo en cuál de las dos cosas era más importante.

***

Mota viajó durante casi toda la noche, hasta que paró a cargar gasoil en una estación de servicio, donde además se sentó a tomar un café.

-¿El Unimog es suyo? -le preguntó un hombre de campera verde y tan gordo que apenas pasaba entre las mesas del local.
-Ahora lo muevo -dijo Mota, algo molesto porque todavía no terminaba el café.

El hombre extendió uno de sus grandes brazos:

-No, no es para que lo mueva: es que yo manejé uno de esos, yo…
-¿Usted es militar?
-Ya no -dijo el gordo-, después de Malvinas ya no -y mostró una mano a la que le faltaban dos dedos-. Me dieron una medalla, sí. Esos camiones son una locura, ¿no es cierto?

Mota asintió y el hombre, sin más, se sentó a la mesa y empezó a contar anécdotas con Unimogs. No se cansaba de decir que esos camiones eran una locura, un milagro de la ingeniería, decía, indestructibles. También dijo que no eran camiones fáciles, que tenían sus secretos. En un momento dijo:

-Mi Unimog estuvo en Malvinas.
-¿Cómo sabe?
-Me contó el que me lo vendió, me contó que…
-Lo veo difícil –dijo el gordo-, pero si le dijeron… Igual, todo lo que fue a Malvinas se quedó allá, de esas islas no volvió nadie. Míreme a mí, manejo camiones, ¿usted vio el camión que manejo? Mejor no lo vea, un cachivache.

El gordo siguió hablando y Mota empezó a preguntarse si su Unimog no habría muerto en Malvinas. Eso podía ser. Las bombas, como había dicho Saba, no lo habían alcanzado. ¿Pero qué significaba ese orificio, esa marca de bala que el camión todavía conservaba en la chapa? Sólo cuando el gordo volvió a insistir con que los Unimogs eran una locura, que esos sí que eran verdaderos camiones, Mota sintió que el de él era uno de esos, que Córdoba estaba a unos pocos pasos y que no sería necesario más que un último impulso para llegar hasta donde se había propuesto llegar. Y con esta convicción volvió a la ruta, a la aventura, a la imagen de su padre, ahora frente a él como un gran frasco de dulce casero o mejor: casas llenas de dulce.

***

Al amanecer, a no más de cien kilómetros de Villa María, empezaron a iluminarse unas nubes grandes y oscuras sobre el horizonte. Mota podía verlas en el espejo retrovisor: avanzaban hacia él y amenazaban con desatar una lluvia furiosa sobre el camino. Van más rápido que yo, pensó antes de empezar a acelerar. También pensó: este camión va a poder, si pudo hasta acá no tiene por qué fallar ahora.
Pero falló. Al principio Mota aceleraba y el camión respondía. Las nubes no se movían o incluso parecían alejarse. Pero después el motor empezó a hacer ruido a turbina de avión y al final dejó de responder y hubo que parar a revisarlo. Esperaba que no fuera algo grave.

Nada roto, ningún desajuste visible: todo, hasta donde él entendía, estaba bien. Sin embargo, cuando quiso volver a poner el camión en marcha se escuchó un largo chirrido de bisagra oxidada y algunos golpes como de puerta golpeada por el viento. Mota estuvo varios minutos así, escuchando el chirrido y los golpes, hasta que alguien se acercó a preguntarle si necesitaba ayuda.

-Gracias –dijo él, sin advertir que el que se había acercado era el gordo de la estación de servicio.
-¡Eh!, ¿no me reconoce? -dijo el gordo-. Todos los que me vieron una vez después me reconocen.
-Perdone -dijo Mota-, es que este camión a veces…

Después el gordo revisó el motor, dio arranque, otra vez el ruido agudo, y sentenció:

-Es una lástima. Creo que es un problema de la bomba inyectora, y del arranque, va a haber que remolcarlo.

Y mientras el gordo explicaba los detalles de una posible reparación Mota recordó las palabras del mecánico: “la bomba inyectora, el corazón del motor”; las de Vicky: “terminar la casa, siempre decís lo mismo, la casa, siempre lo mismo”; y las de Saba: “pico de loro, destornillador”. Sí, una pico de loro y un destornillador para desarmar todo el camión, dos, tres herramientas para ver cada parte por separado, ver todo lo que le pasa ahí adentro, lo que pasó, lo que va a pasar. En ese estado encaró al gordo y le dijo que se fuera, que él ya iba a ver cómo se las arreglaba. Pero como el gordo insistió en ayudarlo y se ofreció a llamar a un remolque y a conseguir un buen bombista que pudiera solucionar las cosas Mota le dijo:

-No, vayasé, no lo necesito, vayasé.
-Mal parido –dijo el gordo por lo bajo.
-¿Cómo?
-Eso, eso, malparido.

Mota pensó en una vaca. Él salía de adentro de la vaca y era un ternero, un torito que la vaca dejaba en el pasto y entonces él, ensangrentado, respiraba la bruma de la mañana y un hilito violeta, mezcla de sangre y placenta, que le colgaba del hocico. Le dolieron los ojos y saltó sobre el gordo. Se le prendió del cuello, trató de voltearlo pero el gordo se lo sacó de encima de un manotazo.

-¿Qué hacés?

Mota volvió a la carga. Había quedado frente al gordo y ahora lo golpeaba con los puños cerrados, golpes desordenados sobre el cuerpo blando, inmenso. El gordo no tardó en agarrarlo de la ropa, levantarlo algunos centímetros del piso y dejarlo tirado de espaldas en el asfalto. Mota lo veía desde abajo, respiraba rápido y sentía la cabeza lastimada contra unas piedras. No se podía levantar. Hacía frío. Lo señaló con el índice, amenaza. El gordo sonrió.

Cuando Mota logró darse vuelta y empezó a levantarse el gordo ya no estaba. Escuchó el ruido del motor del camión, respiró el humo del escape, lo vio alejarse. Después escuchó los primeros truenos.

Otra vez solo, Mota volvió a abrir el capot y volvió a cerrarlo. Nada. O sí: empezó a atacar al camión con un martillo. Después siguió con una maza: golpeó el motor, la carrocería, arrojó una por una todas las herramientas contra el Unimog y empezó a gritar:

-¡No tenés nada para decir!, ¿eh?- y repetía- ¿Nada…?

Pero después decidió que era inútil y que había que terminar de una vez con todo el plan. ¿Qué iba a decir Vicky? Nada, ella no podía decir nada porque sobre todo eso nadie podía decir nada. Subió atrás y buscó una manguera y un bidón. Abrió el tanque de gasoil, intentó sacar un poco. No había mucho, o él no sabía cómo sacarlo, así que sólo pudo llenar el fondo del tacho y rociar con ese poco el motor.

Las llamas, al principio pequeñas, hacían pensar que el fuego se iba a apagar rápido. Pero crecieron, ocuparon la cabina y se extendieron hacia atrás. Mota sentía la ausencia que se siente frente al espectáculo del fuego, esperaba que las llamas alcanzaran el tanque y anticipaba una explosión magnífica que diese por terminado su estúpido viaje a Córdoba y la tontería de haberse comprado el camión. Pero entonces empezó a llover y comprendió que el fuego se iba a apagar.

Fue así: Mota, durante el resto de la tormenta, tuvo que refugiarse en la parte de atrás, la única donde el fuego no había llegado y, sin poder hacer nada, escuchar la lluvia y ver, en los recorridos del agua que se filtraba por el techo de lona, los recorridos que para él ahora estaban cerrados; y abajo, en los charcos que se formaban en el piso, los lugares a los que ahora nunca podría llegar.

***

Tardó un día entero en volver. Alguien lo llevó hasta Rosario y de ahí logró que lo dejaran en Zárate, desde donde llamó por teléfono a Vicky.

-Estoy en Zárate -dijo.
-Voy para allá -dijo ella.

Durante el viaje casi no hablaron. El motor de la vieja F-100 sonaba parejo en medio de la noche y Mota imaginó que a los costados del camino se extendía una laguna. No era muy profunda y él pensó en detenerse, en tomar a Vicky de la mano y atravesar la laguna a pie en medio de la oscuridad.

Ya en la casa, dijo:

-Voy a llamar a Saba.
-¿A quién?
-Al que me vendió el camión. Que lo vaya a buscar y que me devuelva parte de la plata. Algo me va a devolver…
-¿Y si no te devuelve nada?
-No me importa, empezamos de nuevo.

Se abrazaron.

Después Vicky preguntó:

-¿Y vamos a terminar la casa?
-Sí, a ver hasta dónde llegamos.

Ella dijo que la esperara y más tarde volvió con una botella de vino, un pollo y algunas verduras.

Cocinaron, comieron y, antes de acostarse -no había tiempo que perder-, Mota se ofreció a ayudar con los platos sucios y las sobras de la cena.

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*Félix Bruzzone nació en agosto de 1976 en la ciudad de Buenos Aires. Junto con Hernán Vanoli, Sonia Budassi y Violeta Gorodischer fundan la Editorial Tamarisco. En 2008 publica la novela Los topos, editado por Mondadori y el libro de cuentos 76, por Tamarisco. En 2010 sale su última novela Barrefondo.