domingo, 25 de mayo de 2014

El cuarteto de Alejandría, Lawrence Durrell

El cuarteto de Alejandría

El cuarteto de Alejandría (The Alexandria Quartet) es una tetralogía de novelas del escritor Lawrence Durrell, que se publicaron desde 1957 hasta 1960. Tuvieron un gran éxito, tanto de crítica como de público. Presentan cuatro perspectivas diferentes de un mismo conjunto de personajes y acontecimientos que tienen lugar en Alejandría, Egipto, antes y durante la II Guerra Mundial.
Las cuatro novelas son:
<![if !supportLists]>·         <![endif]>Justine (1957)
<![if !supportLists]>·         <![endif]>Balthazar (1958)
<![if !supportLists]>·         <![endif]>Mountolive (1958)
<![if !supportLists]>·         <![endif]>Clea (1960)
Es El cuarteto de Alejandría la obra que le convierte en un clásico de nuestro tiempo, debido en buena medida a su exploración de las posibilidades del lenguaje narrativo, y que provocó entusiastas comparaciones del autor con Proust y Faulkner. Como buena parte de su narrativa, procede de su experiencia personal como diplomático en Grecia, Yugoslavia, Chipre y Egipto y se caracteriza por la experimentación formal en cuanto al tratamiento del tiempo y el espacio.
En 1957, publicó "Justine", la primera novela de la tetralogía. Estas obras se refieren a los acontecimientos en Alejandría justo antes y durante la segunda guerra mundial. Los primeros tres libros cuentan en esencia la misma historia, pero desde diferentes perspectivas, una técnica que Durrell describió en su nota introductoria a "Balthazar" como "relativista". Sólo en la parte final, "Clea", la historia avanza en el tiempo y alcanza un desenlace.
En estas novelas investiga el amor en todas sus formas, y pasajes de gran belleza se mezclan con estudios sobre la corrupción y con una compleja investigación sensual.
El cuarteto impresionó a los críticos por la riqueza de su estilo, la variedad y viveza de sus personajes, su movimiento entre lo personal y lo político, y sus localizaciones exóticas en la ciudad y sus alrededores que Durrell retrata como su principal protagonista: "... la ciudad que nos usaba como su flora - precipitando en nosotros conflictos que eran de ella y que nosotros erróneamente creíamos que eran nuestros: ¡querida Alejandría!" En la crítica sobre el Cuarteto del suplemento literario de The Times, se afirmaba: "Si alguna vez una obra llevó una firma instantáneamente reconocible en cada frase, esta es". Se sugirió que Durrell podría ser nominado al premio Nobel de Literatura, pero esto no llegó a materializarse.
Dada la complejidad de la obra, probablemente fuese inevitable que la versión en cine de George Cukor: Justine (1969) simplificase la historia hasta el punto del melodrama, y no fue bien recibida.

LA PUERTA CONDENADA de Julio Cortazar



Julio Cortázar
(1914-1984)


La puerta condenada
(Final del juego, 1956)

         A Petrone le gustó el hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros. Era un hotel sombrío, tranquilo, casi desierto. Un conocido del momento se lo recomendó cuando cruzaba el río en el vapor de la carrera, diciéndole que estaba en la zona céntrica de Montevideo. Petrone aceptó una habitación con baño en el segundo piso, que daba directamente a la sala de recepción. Por el tablero de llaves en la portería supo que había poca gente en el hotel; las llaves estaban unidas a unos pesados discos de bronce con el número de habitación, inocente recurso de la gerancia para impedir que los clientes se las echaran al bolsillo.
         El ascensor dejaba frente a la recepción, donde había un mostrador con los diarios del día y el tablero telefónico. Le bastaba caminar unos metros para llegar a la habitación. El agua salía hirviendo, y eso compensaba la falta de sol y de aire. En la habitación había una pequeña ventana que daba a la azotea del cine contiguo; a veces una paloma se paseaba por ahí. El cuarto de baño tenía una ventana más grande, que se habría tristemente a un muro y a un lejano pedazo de cielo, casi inútil. Los muebles eran buenos, había cajones y estantes de sobra. Y muchas perchas, cosa rara.
         El gerente resultó ser un hombre alto y flaco, completamente calvo. Usaba anteojos con armazón de oro y hablaba con la voz fuerte y sonora de los uruguayos. Le dijo a Petrone que el segundo piso era muy tranquilo, y que en la única habitación contigua a la suya vivía una señora sola, empleada en alguna parte, que volvía al hotel a la caída de la noche. Petrone la encontró al día siguiente en el ascensor. Se dio cuenta de que era ella por el número de la llave que tenía en la palma de la mano, como si ofreciera una enorme moneda de oro. El portero tomó la llave y la de Petrone para colgarlas en el tablero, y se quedó hablando con la mujer sobre unas cartas. Petrone tuvo tiempo de ver que era todavía joven, insignificante, y que se vestía mal como todas las orientales.
         El contrato con los fabricantes de mosaicos llevaría más o menos una semana. Por la tarde Petrone acomodó la ropa en el armario, ordenó sus papeles en la mesa, y después de bañarse salió a recorrer el centro mientras se hacía hora de ir al escritorio de los socios. El día se pasó en conversaciones, cortadas por un copetín en Pocitos y una cena en casa del socio principal. Cuando lo dejaron en el hotel era más de la una. Cansado, se acostó y se durmió en seguida. Al despertarse eran casi las nueve, y en esos primeros minutos en que todavía quedan las sobres de la noche y del sueño, pensó que en algún momento lo había fastidiado el llanto de una criatura.
Antes de salir charló con el empleado que atendía la recepción y que hablaba con acentyo alemásn. Mientras se informaba sobre líneas de ómnibus y nombres de calles, miraba distraído la enorme sala en cuyo extremo estaban la puerta de su ahbitación y la de la señora sola. Entre las dos puertas había un pedastal con una nefasta réplica de la Venus de Milo. Otra puerta, en la pared lateral daba a una salida con los infaltables sillones y revistas. Cuando el empleado y Petrone callaban el silencio del hotel parecía coagularse, caer como cenizas sobre los muebles y las baldosas. El ascensor resultaba casi estrepitoso, y lo mismo el ruido de las hojas de un diario o el raspar de un fósforo.
         Las conferencias terminaron al caer la noche y Petrone dio una vuelta por 18 de Julio antes de entrar a cenar en uno de los bodegones de la plaza Independencia. Todo iba bien, y quizá pudiera volverse a Buenos Aires antes de lo que pensaba. Compró un diario argentino, un atado de cigarrillos negros, y caminó despacio hasta el hotel. En el cine de al lado daban dos películas que ya había visto, y en realidad no tenía ganas de ir a ninguna parte. El gerente lo saludó al pasar y le preguntó si necesitaba más ropa de cama. Charlaron un momento, fumando un pitillo, y se despidieron.
         Antes de acostarse Petrone puso en orden los papeles que había usado durante el día, y leyó el diario sin mucho interés. El silencio del hotel era casi excesivo, y el ruido de uno que otro tranvía que bajaba por la calle Soriano no hacía más que pausarlo, fortalecerlo para un nuevo intervalo. Sin inquietud pero con alguna impaciencia, tiró el diario al canasto y se desvistió mientras se miraba distraído en el espejo del armario. Era un armario ya viejo, y lo habían adosado a una puerta que daba a la habitación contigua. A Petrone lo sorprendió descubrir la puerta que se le había escapado en su primera inspección del cuarto. Al principio había supuesto que el edificio estaba destinado a hotel pero ahora se daba cuenta de que pasaba lo que en tantos hoteles modestos, instalados en antiguas casas de escritorios o de familia. Pensándolo bien, en casi todos los hoteles que había conocido en su vida —y eran muchos— las habitaciones tenían alguna puerta condenada, a veces a la vista pero casi siempre con un ropero, una mesa o un perchero delante, que como en este caso les daba una cierta ambigüedad, un avergonzado deseo de disimular su existencia como una mujer que cree taparse poníendose las manos en el vientre o los senos. La puerta estaba ahí, de todos modos, sobresaliendo del nivel del armario. Alguna vez la gente había entrado y salido por ella, golpeándola, entornándola, dándole una vida que todavía estaba presente en su madera tan distinta de las paredes. Petrone imaginó que del otro lado habría también un ropero y que la señora de la habitación pensaría lo mismo de la puerta.
         No estaba cansado pero se durmió con gusto. Llevaría tres o cuatro horas cuando lo despertó una sensación de incomodidad, como si algo ya hubiera ocurrido, algo molesto e irritante. Encendió el velador, vio que eran las dos y media, y apagó otra vez. Entonces oyó en la pieza de al lado el llanto de un niño.
         En el primer momento no se dio bien cuenta. Su primer movimiento fue de satisfacción; entonces era cierrto que la noche antes un chico no lo había dejado descansar. Todo explicado, era más fácil volver a dormirse. Pero después pensó en lo otro y se sentó lentamente en la cama, sin encender la luz, escuchando. No se engañaba, el llanto venía de la pieza de al lado. El sonido se oía a través de la puerta condenada, se localizaba en ese sector de la habitación al que correspondían los pies de la cama. Pero no podía ser que en la pieza de al lado hubiera un niño; el gerente había dicho claramente que la señora vivía sola, que pasaba casi todo el día en su empleo. Por un segundo se le ocurrió a Petrone que tal vez esa noche estuviera cuidando al niño de alguna parienta o amiga. Pensó en la noche anterior. Ahora estaba seguro de que ya había oído el llanto, porque no era un llanto fácil de confundir, más bien una serie irregular de gemidos muy débiles, de hipos quejosos seguidos de un lloriqueo momentáneo, todo ello inconsistente, mínimo, como si el niño estuviera muy enfermo. Debía ser una criatura de pocos meses aunque no llorara con la estridencia y los repentinos cloqueos y ahogos de un recién nacido. Petrone imaginó a un niño — un varón, no sabía por qué— débil y enfermo, de cara consumida y movimientos apagados. Eso se quejaba en la noche, llorando pudoroso, sin llamar demasiado la atención. De no estar allí la puerta condenada, el llanto no hubiera vencido las fuertes espaldas de la pared, nadie hubiera sabido que en la pieza de al lado estaba llorando un niño.


         Por la mañana Petrone lo pensó un rato mientras tomaba el desayuno y fumaba un cigarrillo. Dormir mal no le convenía para su trabajo del día. Dos veces se había despertado en plena noche, y las dos veces a causa del llanto. La segunda vez fue peor, porque a más del llanto se oía la voz de la mujer que trataba de calmar al niño. La voz era muy baja pero tenía un tono ansioso que le daba una calidad teatral, un susurro que atravesaba la puerta con tanta fuerza como si hablara a gritos. El niño cedía por momentos al arrullo, a las instancias; después volvía a empezar con un leve quejido entrecortado, una inconsolable congoja. Y de nuevo la mujer murmuraba palabras incomprensibles, el encantamiento de la madre para acallar al hijo atormentado por su cuerpo o su alma, por estar vivo o amenazado de muerte.
         «Todo es muy bonito, pero el gerente me macaneó» pensaba Petrone al salir de su cuarto. Lo fastidiaba la mentira y no lo disimuló. El gerente se quedó mirándolo.
          —¿Un chico? Usted se habrá confundido. No hay chicos pequeños en este piso. Al lado de su pieza vive una señora sola, creo que ya se lo dije.
         Petrone vaciló antes de hablar. O el otro mentía estúpidamente, o la acústica del hotel le jugaba una mala pasada. El gerente lo estaba mirando un poco de soslayo, como si a su vez lo irritara la protesta. «A lo mejor me cree tímido y que ando buscando un pretexto para mandarme mudar», pensó. Era difícil, vagamente absurdo insistir frente a una negativa tan rotunda. Se encogió de hombros y pidió el diario.
         —Habré soñado —dijo, molesto por tener que decir eso, o cualquier otra cosa.



         El cabaret era de un aburrimiento mortal y sus dos anfitriones no parecían demasiado entusiastas, de modo que a Petrone le resultó fácil alegar el cansancio del día y hacerse llevar al hotel. Quedaron en firmar los contratos al otro día por la tarde; el negocio estaba prácticamente terminado.
         El silencio en la recepción del hotel era tan grande que Petrone se descubrió a sí mismo andando en puntillas. Le habían dejado un diario de la tarde al lado de la cama; había también una carta de Buenos Aires. Reconoció la letra de su mujer.
         Antes de acostarse estuvo mirando el armario y la parte sobresaliente de la puerta. Tal vez si pusiera sus dos valijas sobre el armario, bloqueando la puerta, los ruidos de la pieza de al lado disminuirían. Como siempre a esa hora, no se oía nada. El hotel dormía las cosas y las gentes dormían. Pero a Petrone, ya malhumorado, se le ocurrió que era al revés y que todo estaba despierto, anhelosamente despierto en el centro del silencio. Su ansiedad inconfesada debía estarse comunicando a la casa, a las gentes de la casa, prestándoles una calidad de acecho, de vigilancia agazapada. Montones de pavadas.
         Casi no lo tomó en serio cuando el llanto del niño lo trajo de vuelta a las tres de la mañana. Sentándose en la cama se preguntó si lo mejor sería llamar al sereno para tener un testigo de que en esa pieza no se podía dormir. El niño lloraba tan débilmente que por momentos no se lo escuchaba, aunque Petrone sentía que el llanto estaba ahí, continuo, y que no tardaría en crecer otra vez. Pasaban diez o veinte lentísimos segundos; entonces llegaba un hipo breve, un quejido apenas perceptible que se prolongaba dulcemente hasta quebrarse en el verdadero llanto.
         Encendiendo un cigarrillo, se preguntó si no debería dar unos golpes discretos en la pared para que la mujer hiciera callar al chico. Recién cuando los pensó a los dos, a la mujer y al chico, se dio cuenta de que no creía en ellos, de que absurdamente no creía que el gerente le hubiera mentido. Ahora se oía la voz de la mujer, tapando por completo el llanto del niño con su arrebatado —aunque tan discreto— consuelo. La mujer estaba arrullando al niño, consolándolo, y Petrone se la imaginó sentada al pie de la cama, moviendo la cuna del niño o teniéndolo en brazos. Pero por más que lo quisiera no conseguía imaginar al niño, como si la afirmación del hotelero fuese más cierta que esa realidad que estaba escuchando. Poco a poco, a medida que pasaba el tiempo y los débiles quejidos se alternaban o crecían entre los murmullos de consuelo, Petrone empezó a sospechar que aquello era una farsa, un juego ridículo y monstruoso que no alcanzaba a explicarse. Pensó en viejos relatos de mujeres sin hijos, organizando en secreto un culto de muñecas, una inventada maternidad a escondidas, mil veces peor que los mimos a perros o gatos o sobrinos. La mujer estaba imitando el llanto de su hijo frustrado, consolando al aire entre sus manos vacías, tal vez con la cara mojada de lágrimas porque el llanto que fingía era a la vez su verdadero llanto, su grotesco dolor en la soledad de una pieza de hotel, protegida por la indiferencia y por la madrugada.
         Encendiendo el velador, incapaz de volver a dormirse, Petrone se preguntó qué iba a hacer. Su malhumor era maligno, se contagiaba de ese ambiente donde de repente todo se le antojaba trucado, hueco, falso: el silencio, el llanto, el arrullo, lo único real de esa hora entre noche y día y que lo engañaba con su mentira insoportable. Golpear en la pared le pareció demasiado poco. No estaba completamente despierto aunque le hubiera sido imposible dormirse; sin saber bien cómo, se encontró moviendo poco a poco el armario hasta dejar al descubierto la puerta polvorienta y sucia. En pijama y descalzo, se pegó a ella como un ciempiés, y acercando la boca a las tablas de pino empezó a imitar en falsete, imperceptiblemente, un quejido como el que venía del otro lado. Subió de tono, gimió, sollozó. Del otro lado se hizo un silencio que habría de durar toda la noche; pero en el instante que lo precedió, Petrone pudo oír que la mujer corría por la habitación con un chicotear de pantuflas, lanzando un grito seco e instantáneo, un comienzo de alarido que se cortó de golpe como una cuerda tensa.


         Cuando pasó por el mostrador de la gerencia eran más de las diez. Entre sueños, después de las ocho, había oído la voz del empleado y la de una mujer. Alguien había andado en la pieza de al lado moviendo cosas. Vio un baúl y dos grandes valijas cerca del ascensor. El gerente tenía un aire que a Petrone se le antojó de desconcierto.
         —¿Durmió bien anoche? —le preguntó con el tono profesional que apenas disimulaba la indiferencia.
         Petrone se encogió de hombros. No quería insistir, cuando apenas le quedaba por pasar otra noche en el hotel.
         —De todas maneras ahora va a estar más tranquilo — dijo el gerente, mirando las valijas—.La señora se nos va a mediodía.
         Esperaba un comentario, y Petrone lo ayudó con los ojos.
—Llevaba aquí mucho tiempo, y se va así de golpe. Nunca se sabe con las mujeres.
         —No —dijo Petrone—. Nunca se sabe.
         En la calle se sintió mareado, con un mareo que no era físico. Tragando un café amargo empezó a darle vueltas al asunto, olvidándose del negocio, indiferente al espléndido sol. Él tenía la culpa de que esa mujer se fuera del hotel, enloquecida de miedo, de vergüenza o de rabia. Llevaba aquí mucho tiempo...Era una enferma, tal vez, pero inofensiva. No era ella sino él quien hubiera debido irse del Cervantes. Tenía el deber de hablarle, de excusarse y pedirle que se quedara, jurándole discreción. Dio unos pasos de vuelta y a mitad del camino se paró. Tenía miedo de hacer un papelón, de que la mujer reaccionara de alguna manera insospechada. Ya era hora de encontrarse con los dos socios y no quería tenerlos esperando. Bueno, que se embromara. No era más que una histérica, ya encontraría otro hotel donde cuidar a su hijo imaginario.


         Pero a la noche volvió a sentirse mal, y el silencio de la habitación le pareció todavía más espeso. Al entrar al hotel no había podido dejar de ver el tablero de las llaves, donde faltaba ya la de la pieza de al lado. Cambió unas palabras con el empleado, que esperaba bostezando la hora de irse, y entró en su pieza con poca esperanza de poder dormir. Tenía los diarios de la tarde y una novela policial. Se entretuvo arreglando sus valijas, ordenado sus papeles. Hacía calor, y abrió de par en par la pequeña ventana. La cama estaba bien tendida, pero la encontró incómoda y dura. Por fin tenía todo el silencio necesario para dormir a pierna suelta, y le pesaba. Dando vueltas y vueltas, se sintió como vencido por ese silencio que había reclamado con astucia y que le devolvían entero y vengativo. Irónicamente pensó que extrañaba el llanto del niño, que esa calma perfecta no le bastaba para dormir y todavía menos para estar despierto. Extrañaba el llanto del niño, y cuando mucho más tarde lo oyó, débil pero inconfundible a través de la puerta condenada, por encima del miedo, por encima de la fuga en plena noche supo que estaba bien y que la mujer no había mentido, no se había mentido al arrullar al niño, al querer que el niño se callara para que ellos pudieran dormirse.

HERNAN de Abelardo Castillo

Abelardo Castillo
Hernán.

Me atrevo a contarlo ahora porque ha pasado el tiempo y porque Hernán, lo sé, aunque haya hecho muchas cosas repulsivas en su vida, nunca podrá olvidarse de ella: la ridícula señorita Eugenia, que un día, con la mano en el pecho, abrió grandes los ojos y salió de clase llevándose para siempre su figura lamentable de profesora de literatura que recitaba largamente a Bécquer y, turbada, omitía ciertos párrafos de los clásicos, y en los últimos tiempos miraba de soslayo a Hernán.
Quiero contarlo ahora, de pronto me dio miedo olvidar esta historia. Pero si yo la olvido nadie podrá recordarla, y es necesario que alguien la recuerde; Hernán, que entre el montón de porquerías hechas en tu vida haya siempre un sitio para ésta de hace mucho, de cuando tenías dieciocho años y eras el alumno más brillante de tu división, el que podía demostrar el Teorema de Pitágoras sin haber mirado el libro o ridiculizar a los pobres diablos como el señor Teodoro o hacerle una canallada brutal a la señorita Eugenia que guardaba violetas aplastadas en las páginas de Rimas y leyendas y olía a alcanfor.
Ella llegó al Colegio Nacional en el último año de mi bachillerato. Entró a clase y desde el principio advertimos aquella cosa extravagante, equívoca, que parecía trascender de sus maneras, de su voz, lo mismo que ese tenue aroma a laurel cuyo origen, fácil de adivinar, era una bolsita colgada sobre su pecho de señorita Eugenia, bajo la blusa. Ella entró en el aula tratando de ocultar, con ademanes extraños, la impresión que le causábamos cuarenta muchachones rígidos, burlonamente rígidos, junto a los bancos, y cualquiera de los cuarenta debía mirar a la altura del hombro para encontrar sus ojos de animalito espantado.
Habló. Dijo algo acerca de que buscaba ser una amiga para nosotros, una amiga mayor, y que la llamáramos señorita Eugenia, simplemente.
Alguien, entonces, en voz alta –lo bastante alta como para que ella bajara los ojos, con un gesto que después me dio lástima–, se asombró mucho de que todavía fuera señorita, yo me asombré mucho de que todavía fuera señorita y los demás rieron, y ella, arreglando nerviosamente los pliegues de su pollera, fue hacia el escritorio. Al levantar los ojos se encontró con todos parados, mirándola. No atinó sino a parpadear y a juntar las manos, como quien espera que le expliquen algo, y cuando torpemente creyó que debía insinuarnos "pueden sentarse", nosotros ya estábamos sentados y ella reparó por primera vez en Hernán. Él se había quedado de pie, tieso, se había quedado de pie él solo. Y en medio del silencio de la clase, dijo:
–Yo –dijo pausadamente– soy Hernán.

Esto fue el primer día. Después pasaron muchos días, y no sé, no recuerdo cómo hizo él para darse cuenta: acaso fue por aquellas miradas furtivas que, al llegar a ciertos párrafos de los clásicos, la señorita Eugenia dirigía hacia su banco, o acaso fue otra cosa.
De todos modos, cuando se lo dijeron ya lo sabía. "Me parece que la vieja...", le dijeron, y Hernán debió fingir un asombro que jamás sintió, puesto que él lo había adivinado desde el comienzo, desde que la vio entrar con sus maneras de pájaro y su cara triste de mujer sola; porque Hernán sabía que ella se inquietaba cuando él, acercándose sin motivo, recitaba la lección en voz baja, íntima, como si la recitara para ella.

–Este Hernán es un degenerado.

Te admiraban, Hernán.

–Pobre vieja, te fijaste: ahora se le da por pintarse.

Porque, de pronto, la señorita Eugenia que leía a Bécquer empezó a pintarse absurdamente los ojos, de un color azulado, y la boca, de pronto comenzó a decir cosas increíbles, cosas vulgares y tremendas acerca de la edad, la edad que cada uno tiene, la de su espíritu, y que ella en el fondo era mucho más juvenil que esas muchachas que andan por ahí, tontamente, con la cabeza loca y lo que es peor –esto lo dijo mirando a Hernán de un modo tan extraño que me dio asco–, lo que es peor, con el corazón vacío.

–A que sí.

Ya no recuerdo con quién fue la apuesta, recuerdo en cambio que pocos días antes del 21 de septiembre surgió, repentina y gratuita, como un lamparón de crueldad.
Y fue aceptada de inmediato, en medio de ese regocijo feroz de los que necesitan embrutecer sus sentimientos a cualquier costo porque después, más adelante, está la vida, que selecciona sólo a los más aptos, a los más fuertes, a los tipos como él, como Hernán, aquel Hernán brillante de dieciocho años que podía demostrar teoremas sin mirar el libro o componer estrofas a la manera de Asunción Silva o apostar que sí, que se atrevería –como realmente se atrevió la tarde en que, apretando como un trofeo aquella cosa, esa especie de escapulario entre los dedos, pasó delante de todos y fue lentamente hacia el pizarrón–, porque los que son como vos, Hernán, nacieron para dañar a los otros, a los que son como la señorita Eugenia.

–A que no.

–Qué apostamos –dijo Hernán, y aseguró que pasaría delante de todos, de los cuarenta, e iría, lentamente, hacia el pizarrón–. Para que aprenda a no ser vieja loca –dijo.
Pero antes de la apuesta habían pasado muchas cosas, y yo ahora necesito recordarlas para que Hernán no las olvide.
Hubo, por ejemplo, lo de las cartas. Siempre supo escribir bien. Desde primer año había venido siendo una suerte de Fénix escolar, fácil, capaz de hacer versos o acumular hipérboles deslumbradoras en un escrito de Historia. Pero aquella primera carta (a la que seguirían otras, ambiguas al principio, luego más precisas, exigentes, hasta que una tarde en el libro que te alcanzó la señorita Eugenia apareció por fin la primera respuesta, escrita con su letra pequeña, redonda, adornada con estrafalarias colitas y círculos sobre la i) fue una obra maestra de maldad.
Yo sé de qué modo, Hernán, con qué prolijo ensañamiento escribiste durante toda una noche aquella primera carta, que yo mismo dejé entre las páginas de las Lecciones de Literatura Americana un segundo antes de que el inequívoco perfume entrase en el aula, ese vaho a laurel cuyo origen era una bolsita blanca, de alcanfor, colgada al cuello de la señorita Eugenia, junto al crucifijo con el que sólo una vez tropezaron unos dedos que no fuesen los de ella.
No respirábamos. Hernán tenía miedo ahora, lo sé, y hasta trató de que ella no tomase el libro.
La mujer, extrañada, levantó el papel que había caído sobre el escritorio, un papel que comenzaba "por favor, lea usted esto", y después de unos segundos se llevó temblando la mano a la cara; pero en los días que siguieron, cuando encontraba sobre el escritorio los papeles doblados en cuatro pliegues, ya no se turbaba, y entonces empezó a decir aquellas insensateces vulgares acerca de la edad, y del amor, hasta que el propio Hernán se asustó un poco. Sí, porque al principio fue como un juego, tortuoso, procaz, pero en algún momento todo se volvió real y, una tarde, estaba hecha la apuesta:

–Delante de todos, en el pizarrón –dijo Hernán.

El Día de los Estudiantes, en el Club Náutico, todos pudieron verlo bailando con la señorita Eugenia. Ella lo miraba. Lo miraba de tal manera que Hernán, aunque por encima de su hombro hizo una mueca significativa a los otros, se sintió molesto.
Tuvo el presentimiento de que todo podía complicarse o, acaso, al oír que ella hablaba de las cosas imposibles ("hay cosas imposibles, Hernán, usted es tan joven que no se da cuenta") pensó que se despreciaba. Pero ese día la apuesta había sido aceptada y uno no podía echarse atrás, aunque tuviera que hacerle una canallada brutal a la señorita Eugenia, que aquella tarde llevaba puesto un inaudito vestido, un jumper, sobre su blusa infaltable de seda blanca.
Por eso, sin pensarlo más, él la invitó a dar un paseo por los astilleros, y los otros, codeándose, vieron cómo la infeliz aquella salía disimuladamente, seguida por su ridículo perfume a alcanfor y seguida por mí, que antes de salir le dije a alguno:

–Prestáme las llaves del coche.

Y me fueron prestadas, con sonrisa cómplice, y cuando yo estaba saliendo, con el estómago revuelto, oí que alguien pronunciaba mi nombre:

–Hernán.

–Qué quieren –pregunté.

Y me dijeron la apuesta, ojo con la apuesta, y yo dije que sí, que me acordaba.
Como me acuerdo de todo lo que ocurrió esa tarde, en los galpones, contra un casco a medio calafatear, y de todo lo que ocurrió al otro día, en el Nacional, cuando ante la admirada perplejidad de cuarenta muchachones yo caminé lentamente hacia el pizarrón apretando entre los dedos esa cosa, esa especie de escapulario, como un trofeo.
Y me acuerdo de la mirada de la señorita Eugenia al entrar en la clase, de sus ojos pintados ridículamente de azul que se abrieron espantados, dolorosos, como de loca, y se clavaron en mí sin comprender, porque ahí, en la pizarra, había quedado colgada, balanceándose todavía, una bolsita blanca de alcanfor.

miércoles, 7 de mayo de 2014

La Noche

La noche
Por: Nelson Barbon

Los vi acercarse, parecían estar peleando, desde yo estaba podía oir el tono de sus voces, alto, airado.

Los observe con atención, por costumbre siempre estoy alerta ante cualquier situación que pueda cambiar repentinamente, se sentaron muy cerca de donde yo estaba, me di cuenta que no advirtieron mi presencia, estaban enfrascados en sus propias cosas, yo no existía para ellos, mi presencia no fue ni seria advertida.

Me dispuse a observar sin ser visto, me agrada mucho mirar sin que me noten, y la noche es un momento ideal para hacerlo, yo amo la noche.

Las voces se fueron aquietando hasta llegar al susurro, sus bocas se unieron y pude sentir como la excitación crecía, pude sentir en mí que la corriente eléctrica que emanaba de la pareja atravesaba mi cuerpo y me traía tumultuosos recuerdos y sensaciones.

No pude resistir la tension, la pareja siguió sin percibir mi presencia, comencé a caminar agazapado, ocultándome detrás de los árboles  y los bancos del parque.

Seguí así hasta alejarme, era una sombra mas entre las sombras, siempre alerta, siempre cuidadoso, siempre oculto.



domingo, 27 de abril de 2014

AVBRUTNA BALANS

AVBRUTNA BALANS
 Nelson Barbon

Lo que voy a relatarle, amigo Abelardo, es la investigación más extraña en la que me haya tocado intervenir en mi carrera de policía, todo comenzó como un día cualquiera, cuando mi jefe me llamo a su despacho y me pregunto sin saludar, una costumbre que siempre lo caracterizo, si mi apellido era de origen sueco, le dije que sí y me pregunto si hablaba el idioma, le dije que lo único que sabía de Suecia es que la bandera tenia los colores de Boca Junior, me dijo que no importaba y que me hiciera cargo del crimen de la Av. Montes de Oca, y me tiro una carpeta llena de papeles.

Al empezar a leer el informe preliminar, mientras mi ayudante conducía rumbo a barracas, entendí la pregunta de mi jefe, una mujer había sido asesinada a puñaladas, 12 en total lo que hablaba de odio, pasión, celos y venganza, el principal sospechoso era su pareja, un sueco de nombre Per Lôff, más conocido por el apodo de “Ôlle”, con residencia desde hace 12 años en el país, pero que se negaba a hablar en español y solo lo hacía en Sueco, como el tipo estaba bien guardado en el departamento central no iba a ir a ningún lado, lo mejor era ir al lugar de los hechos, ver el cadáver y tratar de sacarle algún dato a los de la científica que estaban trabajando allí.

Al llegar lo primero que vi fue un bulto en medio del comedor tapado con una sabana, y un gran charco de sangre a su alrededor, me acerque al forense, y el tipo sin esperar que le dijera nada corrió la sabana que tapaba el cuerpo, le juro  Abelardo que me impresiono lo que vi, y no me refiero a la sangre o las marcas que el cuchillo había dejado en el cuerpo, sino el cuerpo mismo de la mujer, era muy joven y tenía un cuerpo sin huellas del tiempo,  además estaba totalmente desnuda, y cuando digo desnuda me refiero que no tenía nada, ni un puto par de medias, las tetas estaban manchadas de sangre y habían recibido varias puñaladas, pero igual se mantenían duras y perfectas, con unos pezones insolentes, que parecían desafiar la gravedad y a la muerte misma, cuando levante la vista note la mueca burlona en la cara  del forense, el tipo había montado la escena de la sabana y la estaba disfrutando.

Le pregunte sobre el arma y me mostro una bolsa de plástico, era un cuchillo de cocina de los que están en cualquier bazar, desde donde estaba se veía parte de la cocina, y sobre la mesada note el kit de cuchillos con un lugar vacio, hora de la muerte, dispare en tono profesional, entre las 10 y las 14 de ayer, me contesto el forense en el mismo tono, no tenía sentido averiguar mas nada, le indique a mi ayudante con un movimiento de cabeza que nos fuéramos.

Mientras el auto rodaba por el asfalto, iba haciendo el informe en mi cabeza, el Sueco era 10 años más viejo que la mina, la mina le puso los cuernos, el Sueco la descubrió y la amasijo a puñaladas, listo Caso resuelto, me estire en el asiento y me dedique a disfrutar del viaje.

Cuando llegamos a la sala de interrogación, me encontré a mi jefe con un tipo alto y rubio, me lo presento como un miembro de la embajada Sueca y que iba a oficiar de traductor, me presento a mí como el responsable de la investigación, cuando le dijo mi apellido, el rubio me miro como queriendo adivinarme el pensamiento, me di cuenta que se preguntaba si yo no hablaría sueco, mi apellido lo intrigaba.

Cuando nos sentamos frente a Ôlle, note que salvo por la altura, Ôlle tenía las mismas características físicas del Vikingo, le pregunte a Ôlle en castellano, donde había estado el día de ayer, el me dijo en voz más alta de lo normal “Jag kommer bara att tala svenska” , el vikingo de la embajada me miro, yo le devolví la mirada como si le fuera a cantar falta envido con 3 cuatros en la mano, acto seguido tradujo, dijo que solo va a hablar en  sueco, yo le sonreí al vikingo, (el tipo estaba cada vez mas confundido), le dije que le preguntara donde había estado el día de ayer, esta vez el vikingo se arrimo a Ôlle y le susurro en la oreja,  Ôlle me miro y luego le susurro en la oreja al vikingo.

Lo que el vikingo me dijo a continuación logro arruinarme el día, dijo que había estado todo el día en Lujan, había salido de su casa a las 7 de la mañana de ayer en auto y volvió hoy de madrugada, la voz del forense me repicaba en la cabeza como un pájaro carpintero, “hora de la muerte de 10 a 14 hs del día de ayer”, lo mire al vikingo y tuve ganas de darle una piña, si no fuera porque se hubiera armado un despelote diplomático,  además de que me llevaba cabeza y media de altura, le dije en tono neutro, voy a comprobar la coartada, de momento queda demorado, y me fui.

Tuve la sensación de que habían comenzado a mearme una manada de elefantes, Ôlle tenía instalado un telepeaje en el auto, y según la computadora había pasado a las 8,45 por el peaje de la 25 de Mayo, a las 9.30 por la Gaona y las 10.00 por el peaje de Lujan, y el regreso estaba registrado en ultimas horas del día. A menos que Ôlle tuviera un helicóptero era imposible que estuviera en Barracas a la hora del crimen, de pura bronca decidí demorar la liberación del sueco hasta que estuvieran los resultados de las huellas del arma homicida, y me temía que no me iba a mejorar el humor cuando las recibiera, dicidí irme a dormir antes de que el día empeorara más aun.

Al día siguiente por la mañana, recibí el informe del forense de manos de mi ayudante, allí me entere que la manada de elefantes había desayunado con diuréticos, las huellas del arma no eran del jodido sueco, mas aun, eran de una mujer, como entenderá mi estimado Abelardo mi ilusión de terminar rápidamente con este asunto se fueron por la cloaca empujado por litros y litros de meada de elefante.

No se ría Abelardo, la cosa se complicaba mas a cada paso que dábamos, como la huella de la mujer pertenecía a alguien con antecedentes, conseguimos nombre y dirección,, y hacia allá nos fuimos, era un departamento en Ángel Gallardo, cerca de parque centenario, tocamos timbre varias veces pero sin resultado, al final llamamos al portero, nos dijo que no la veía desde hacia dos días, pero en el departamento se oía la televisión, subimos con el portero y efectivamente se oían voces que salían de un televisor, golpeamos y nada, le pregunte al portero si tenía una llave, primero dudo, luego me dijo que si, fue a buscarla y abrí la puerta.

Lo que vi Abelardo me dejo helado, era una escena idéntica a la del primer asesinato, el de la calle Montes de Oca, recuerda, la mina desnuda en el suelo, el charco de sangre y el cuchillo al lado del cuerpo, la cabeza me daba vueltas, no lograba acomodar las piezas en su lugar, se agregaban nuevos elefantes a la manada, deje a mi ayudante de centinela y me fui en busca del bar más cercano, para llamar a la científica y tomar algo fuerte que me ubicara de nuevo en este mundo.

Para hacérsela corta, el resultado del forense era que las huellas del arma del segundo asesinato eran del jodido sueco, desistí de volver a interrogarlo, porque si me volvía a hablar en Sueco era capaz de matarlo.
Lo mande a mi ayudante a conseguir una foto de Ôlle, luego fuimos a ver al portero y se la mostramos, lo reconoció como visitante del segundo cadáver a altas horas de la noche del día del primer crimen, lo cotejamos con los horarios del telepeaje y todo encajaba, teníamos a los dos asesinos de los dos cadáveres, pero no teníamos la historia, el portero conecto al sueco con el segundo cadáver, pero nos faltaba la conexión del segundo cadáver con el primero, y además nos faltaba el motivo de semejante amasijo, a mi ayudante se le ocurrió una idea, interrogar al portero del primer edificio, conseguimos una foto del segundo cadáver y nos fuimos hacia barracas.

El portero del primer edificio reconoció al segundo cadáver como visitante habitual del departamento del Sueco y su pareja, teníamos al fin la conexión que unía todo el rompecabezas, los elefantes habían dejado de mear, le dimos las gracias al portero y nos fuimos rajando para la central, yo me moría de ganas de verle la cara al jodido Ôlle, cuando viera que habíamos descubierto todo.

Pero el interrogatorio no dio ningún resultado, esta vez Ôlle no hablo en Sueco, dijo en perfecto castellano,  quiero a mi abogado, y eso fue todo.

Yo quería desprenderme cuanto antes de todo el asunto, así que me puse a hacer el informe, allí estaba todo, la pruebas forenses, las declaraciones de los porteros y el resultado de nuestras investigaciones, Ôlle tenía garantizada una larga temporada a la sombra, lo único que no teníamos era el motivo de todo este asunto, se lo dije a mi ayudante, el se quedo un momento pensativo y me dijo, -jefe Ud. conoce a algún portero que no sea chismoso-, abrí grande los ojos y salimos de la oficina como alma que lleva el diablo.

Cuando llegamos al edificio de la Av. Montes de Oca, el portero estaba en la vereda con la escoba en la mano, nos abalanzamos encima como poseídos, el  tipo puso cara de susto, lo llevamos para adentro y lo metimos en el sótano, le dijimos que nos dijera todo lo que sabía sin omitir ningún detalle.

Para no estirarla de mas, la historia era esta, el sueco tenía algún problema físico porque no se le paraba ni con un balde de viagra, su pareja y el segundo cadáver eran amantes y tenían un acuerdo con el Sueco para que lo dejaran mirar, así vivieron los tres felices y en armonía durante 3 años, hasta que la relacion entre ambas mujeres se fue deteriorando envuelto en continuas discusiones oidas por el portero, hasta que el segundo cadáver decidió asesinar al primero, cuando el Sueco descubrió el asesinato supo quien había sido, se fue a la casa de la segunda mujer y la asesino de la misma forma en que ella lo había hecho, los motivos del Sueco eran la venganza, la pregunta es, por amor a su compañera o porque la asesina rompió un equilibrio que lo hacía feliz, sabe que Abelardo, yo creo que el problema es que los suecos son tipos muy raros.

Dele Abelardo, páguese otra vuelta y le cuento otra historia..

lunes, 10 de enero de 2011

LOS BICHARROS (Genética y Sociopolítica) 12ª y última Parte


SOL DE MEDIANOCHE

Repase en mi mente la enorme cantidad de errores que cometimos al observar algo que no entendíamos, teníamos tendencia a aplicar una mirada cultural sobre todo lo nuevo e incomprensible, buscábamos ejemplos y comparaciones tranquilizadoras y nuestra pretendida racionalidad se iba por la cloaca.

“Humanizar” todo lo que no entendíamos era una estrategia habitual, así teníamos mascotas a las que “solo les falta hablar”, y que son “casi humanas”, sin pensar que al negarle su esencia tambien les negamos la felicidad.

Recién ahora estábamos viendo a los Bicharros como seres inteligentes y capaces de elaborar estrategias de largo plazo, recién entendíamos que no eran unos insectos que observábamos desde la cómoda seguridad de nuestros microscopios, ahora comprendíamos que eran una amenaza a nuestra seguridad y tal vez a nuestra existencia y terminaríamos haciendo lo que hacemos cuando algo nos amenaza y nos hace sentir miedo, los exterminamos, porque no existe nada tan mortal como un ser humano asustado.

Los Bicharros eran una anomalía en nuestra cotidiana realidad, no habría un nuevo paradigma que los explique y los incorpore, nadie estaría de acuerdo en asumir ese riesgo, cada vez estaba más claro, para mi, que el fin de los Bicharros estaba cerca.

La voz de David me saco de mis pensamientos, Salí de mi habitación y mi amigo me indico que entrara al salón que hacía las veces de sala de reunión, allí estaban el burócrata de la Universidad, el de la Fundación y un tipo enfundado en un uniforme de fajina del ejercito, los galones indicaban el grado de Coronel, pensé que el informe de David había sido auténticamente dramático.

Después de las presentaciones, el burócrata de la Universidad comenzó un discurso sobre la seguridad y la responsabilidad de la Universidad en el experimento, pero fue interrumpido por Juan José que entró en la sala sin golpear, pidió perdón y me dijo que tenía algo urgente que decirme, fui hasta la puerta y J José en voz baja me anuncio que los Bicharros estaban tratando de entrar en D1 y D2, me dijo que había tomado la decisión de cerrar la esclusa que comunicaba con el resto del complejo, de momento los Bicharros se adueñarían de ambos Domos pero no saldrían al exterior.

Le dije que siguiera vigilando ambos domos y que investigara si había intentos de atravesar la pared de concreto que separaba los Domos del exterior, y si había signos de actividad que indicaran que había algún intento de penetrar a los laboratorios a través del piso del Domo, el salió corriendo y yo entre a la sala.

Cuando me senté tenía 4 pares de ojos clavados en mi persona, les explique las novedades y las ordenes que había dado, la piel del burócrata era de color ceniza, y salvo el Coronel que tenía cara de “yo sé que hay que hacer en estos casos”, el resto mostraba gran preocupación.

Yo tome la palabra.

Les dije que a mi juicio había dos caminos, tratar de controlarlos, cosa que dudaba, o exterminarlos, pero deje en claro que esa opción debía ser discutida con quienes podían aportar datos sobre la forma de hacerlo, ya que no podíamos arriesgarnos a una dispersión en el medio ambiente, yo, con mi pequeño discurso esperaba contener algún intento insensato del Coronel que transformara al remedio en una nueva y más dañina enfermedad.

El método más eficaz era hacerlo dentro del Domo, acordamos probar algún insecticida en D1 y en D2, cuando terminaran de penetrar, podríamos medir el efecto.

Cuando observamos la exclusa del lado que daba al Domo principal, vimos con sorpresa que la estaban atacando con algo corrosivo y ya habían logrado horadar parte del metal, yo calcule que en no más de 24 hs entrarían, después de todo los Bicharros también actuaban “culturalmente”, los insectos tenían una relación intima con los productos químicos, formaban parte de su vida y de sus estrategias de ataque y defensa, feromonas, venenos, sustancias irritantes, enzimas y una larga cadena de etcéteras, se contaban en su arsenal, este podía ser un buen punto para comenzar a conocerlos más profundamente, después de todo una de las reglas de oro de cualquier manual de estrategia decía que lo primero que hay que hacer con el enemigo es conocerlo.

Aclaremos la palabrita, “conocerlo” no es lo mismo que “entenderlo”, ya que si lo entendemos corremos el riesgo de identificarnos con él, y podría jugarme la parte más preciada de mi cuerpo a que eso no era contemplado por ningún manual militar de esta galaxia.

PRIMERA BATALLA

Colocamos en la parte alta del Domo un tubo por el que inyectaríamos un coctel con Dioxina en cuanto entrasen los Bicharros.

Y finalmente entraron, nosotros les tiramos el coctel con los dedos cruzados, los Bicharros se encogieron como bolitas, se quedaron quietos mientras nosotros conteníamos la respiración, cuando estábamos a punto de empezar a festejar, se levantaron y siguieron con lo suyo como si nada.

Nos miramos decepcionados, nuestro primer ataque se había transformado en una declaración de guerra, ¿Qué harían los Bicharros ante el ataque?, yo me jugaba la otra parte más importante de mi cuerpo a que no tardarían en lanzar el contra ataque, de pronto entendí que se nos había acabado el tiempo, todo lo planeado ya no servía para nada, muy a mi pesar tuve que reconocer que era la hora del ángel de la muerte enviado por Jehová, después de todo el Coronel tendría oportunidad de hacer lo suyo.

En solo 15 minutos estábamos reunidos, esta vez todos menos los estudiantes que se quedaron de vigías en la sala de vigilancia.

Por lo visto los biólogos, incluido mi amigo, se sentían culpables, porque todos me miraron a mi esperando mi palabra, yo los maldije por lo bajo porque me endilgaban la responsabilidad de habilitar al ángel de la muerte, suspire y dije,

-nos quedamos sin opciones y sin tiempo, no queda más remedio que destruirlos lo más rápidamente posible.

El Coronel tomo aire y saco pecho, creí que los botones de la chaqueta acabarían con la vida de Uma que estaba enfrente, en su rostro se dibujo un gesto de satisfacción, al fin podría dejar caer su fuego sagrado sobre la perversa anomalía creada por esa banda de civiles descarriados.

Yo pregunte, más que por curiosidad por ver si le podía amargar un poco la fiesta.

-Como piensa hacerlo, no olvide que es prioritario garantizar el exterminio total.

El burócrata asentía enérgicamente, el Coronel me respondió, y yo debí reconocer, muy a mi pesar, que la solución que proponía tenía sentido.

Se dio una alarma general, las instalaciones debían evacuarse por completo en solo 1 hora, todos corrimos a juntar nuestras cosas, ya en mi habitación tome mi laptop y le inserte un pendrive que me habían regalado en una librería, tenia estampado publicidad del negocio, yo esperaba que pasara el control, porque imagine que no iban a dejar salir información sobre todo el experimento, los fracasos no salen en los diarios, es mejor olvidarlos, y supuse que no sería idea del Coronel sino del burócrata, después de bajar todos mis archivos me lo colgué del llavero, tenía un aspecto de lo más inocente.

Tome mis petates y la laptop y me dirigí a la salida del complejo, tal como supuse en la puerta había un reten y todos eran revisados y confiscados, laptop y papeles iban a parar a un cajón, junto con el coro de protestas, no lejos el burócrata miraba satisfecho, yo me aferre a mi laptop e invoque derechos, hasta que con mi mejor cara de ofendido la deje, nadie noto mi pendrive, fui hasta mi automóvil donde me esperaban David y Uma, subimos y empezamos a transitar el camino hasta la ruta, al salir vimos a unos 200 Mts varios camiones del ejercito un Jeep con el Coronel sentado en el Capo y un automóvil con Sebastián y Clarisa a bordo, el resto venía detrás nuestro.

Ya había anochecido, el grupo estaba en silencio, el complejo estaba oculto detrás del cerro que teníamos adelante, dos camiones partieron, uno en cada dirección para cortar la ruta, aunque a esa hora estaba desierta, el Coronel estaba con un Handy en la mano separado del grupo.

Había en todo el grupo de investigadores una sensación de fracaso y desolación, todos habían comenzado a abrigarse, porque en la puna la temperatura cae con el sol, había un gran silencio, en medio de esa oscuridad sin luna y con ríos de estrellas.

El Handy del Coronel emitió un pitido, y hubo un breve dialogo con alguien del otro lado, acto seguido cambio la frecuencia y dio una orden breve, de momento no ocurrió nada, en un par de minutos apareció un jeep por el camino lateral a toda marcha, luego se sintieron varias explosiones apagadas y todo se ilumino, habían lanzado bengalas para iluminar el Domo y la luz se reflejo en los cerros circundantes, alguien los advirtió y los señalo, nos dimos vuelta y los vimos, una escuadrilla de caza bombarderos se acercaban desde el oeste a gran velocidad, iban a gran altura y al llegar cerca de donde estábamos comenzaron a descolgarse de a uno, de sus vientres se fueron desprendiendo espadas de fuego en dirección al Domo, cuando las bombas de fosforo lo alcanzaron todo se ilumino, el fuego se elevo furioso y las sombras de los cerros comenzaron a danzar en las laderas más lejanas, fueron 4 oleadas de aviones que convirtieron el valle del Domo en una olla de roca y metal fundido, tardaría días en enfriarse, el ángel de la muerte había actuado con su proverbial eficiencia y frialdad, había desatado el Armagedón, cuando había que exterminar, el exterminaba.

Sentí en mi brazo que alguien me golpeaba, era David que me preguntaba,

-perdona, ¿pero que día es hoy?

Yo mire mi reloj calendario y le respondí.

-Son las 22 Hs del 22 de Diciembre de 2012.