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sábado, 11 de octubre de 2014

Narradores contemporaneos - Juan Jose Saer

La olvidada

a Jean-Luc Pidoux-Payot


No se asusten: esta vez la historia termina bien. En lo que a mí respecta, fui testigo ocular únicamente a partir del clímax. Por una de esas casualidades unas horas más tarde también presencié, en un bar a orillas del mar, dichoso, el desenlace.

Yo había bajado del Talgo Montpellier-Valencia, a eso de las seis de una tarde caliente de verano, y estaba esperando en la vereda de la estación a unos amigos que tenían que pasarme a buscar en auto para ir a un pueblito de la Costa Brava, cuando unas voces rugosas de catalanes que discutían en español me hizo volver la cabeza. La violencia desesperada del tono me turbó, y la agitación del grupo que discutía, más parecida al pánico que a la amenaza, me indujo a acercarme con discreción para tratar de entender lo que pasaba. Tan concentrados estaban en el debate, que ni siquiera se enteraron de mi presencia. (Mi objetivo en la vida es pasar desapercibido en tanto que individuo, puesto que soy editor de obras clásicas de filosofía, que otros han escrito, o traducido, o anotado, y que yo me limito, en el más riguroso anonimato, a sacar a luz en la ciudad de Lausana.)

Eran cuatro personas: un adolescente, una pareja de ancianos, y un señor de edad indefinida que parecía estar tratando de calmar los ánimos, y que debía ser sin duda un empleado de la estación. La mujer se limitaba a lloriquear y a retorcer entre sus dedos atormentados por la artrosis un pañuelito blanco con el que de tanto en tanto se secaba las lágrimas. Enseguida comprendí que los viejos eran los abuelos del adolescente.

Es imposible imaginar un contraste mayor en el aspecto del abuelo y del nieto, que eran los que discutían con aspereza. El viejo limpio, calvo y bronceado, llevaba una camisa impecable, gris perla y de mangas cortas y unos pantalones de verano recién planchados, mostrando una vez más esa sencillez en el vestir tan agradable que suelen practicar los españoles. El adolescente, en cambio, tenía puesto encima o arrastraba consigo todo lo que la moda mundial destinada a estimular el consumo en esa etapa de su vida lo inducía a comprar, a causa de uno de esos imperativos universales que no se sabe bien quién los dicta, y que reducen a los miembros de la especie humana al papel de meros compradores ya desde cuando están en el vientre de sus madres: no bien se han instalado en el óvulo que ya hay alguien que, descubriéndoles una supuesta necesidad, tiene algo para venderles. A pesar del despojamiento del anciano y de la abundancia barroca de su nieto (gorra americana con la visera al revés, en plano inclinado sobre la nuca, remera blanca con leyendas en inglés bajo una camisa abierta y demasiado amplia, color kaki, pantalones que caían en acordeón sobre unas espesas zapatillas deportivas de suela de goma, su walk-man cuyo casco pendía alrededor del cuello, sus numerosas pulseras y collares y su cinturón ancho con compartimentos diferentes para guardar dinero, llaves, documentos, pasajes, cigarrillos, etcétera) y a pesar también del antagonismo obstinado que los oponía en la discusión que iba haciéndose cada vez más exaltada y violenta, un innegable parecido físico, no exento de comicidad, con las variantes propias de la edad de cada uno, delataba su parentesco. 

En pocas palabras, el problema era el siguiente: el chico, que debía tener unos quince o dieciséis años, y que venía desde Francia a pasar las vacaciones en lo de sus abuelos, se había olvidado a la hermanita dormida en el tren. Así como suena: se había olvidado en el tren a una nena de cinco años, la hermanita que, diez años después de su nacimiento y de su reinado absoluto de hijo único, sus padres, por accidente o con premeditación, habían decidido traer al mundo. La criatura gordinflona y rosada, de lindo pelo cobrizo a causa de sus antepasados catalanes, atiborrada de masitas, gaseosas y chocolate, se había dormido hecha como se dice un ovillo en el fondo de su asiento y el chico, al darse cuenta de que el tren llegaba a Figueras, con la cabeza perdida en un archipiélago imaginario de conciertos monstruo de salsa, y en proyectos de aprendizaje acelerado de planche á voile, poco habituado a viajar con otra compañía que la de sus padres o la de los profesores del secundario, los cuales tomaban por él todas las decisiones, había cargado su mochila y, atravesando el pasillo a toda velocidad, había saltado a tierra encaminándose hacia la salida. Cuando el abuelo, después de saludarlo, le había preguntado por la hermana, el Talgo Montpellier-Valencia, que el chico se había dado vuelta para mirar un poco aterrado, ya había salido de la estación y, con la previsibilidad estúpida de las cosas mecánicas inventadas por los hombres, rodaba despreocupado hacia el sur. Y en medio de la discusión recia y amarga que siguió, entré yo en escena.

Si los abuelos daban la impresión de estar muy preocupados, el muchachito, en cambio, parecía más bien apesadumbrado y perplejo, e incluso vagamente indignado. ¿Cómo diablos -parecía insinuar su actitud- podía haber cometido semejante dislate? La falta enorme era desproporcionada a su capacidad de culpa, y en su fuero interno una vocecita insistente que él trataba de no oír, le susurraba que era a la nena a quien le incumbía la responsabilidad de lo que había sucedido, que no debía de haberse quedado dormida, oronda y displicente, acostumbrada como estaba a que todo el mundo revoloteara a su alrededor para ocuparse de ella. Una rabia intensa comenzaba a cegarlo: quedándose dormida en el tren, la nena demolía sin delicadeza todos sus proyectos y sus ensoñaciones. Dejando vagar la mirada del otro lado de la calle, más allá de la parada de taxis, por la sombra espesa de los plátanos adensándose en el crepúsculo que parecía expandirse desde la plazoleta triangular, hubiese querido en ese momento que su hermanita fuese castigada como se lo merecía, para que aprendiese de una vez por todas las consecuencias que los otros debían sufrir a causa de su egoísmo monstruoso. Pero a pesar de sus sentimientos contradictorios (Siempre soy yo, yo, el que paga los platos rotos), únicamente un observador imparcial y exterior, un editor suizo de obras filosóficas por ejemplo, hubiese podido percibir algo más que pánico y real preocupación en su mirada. Como la discusión, cada vez más ardua y estéril, se prolongaba inútilmente, el empleado de los ferrocarriles, dispuesto a la acción, desabrochó el teléfono portátil que llevaba en la cintura y, elevándolo hasta la oreja derecha, salió corriendo hacia las oficinas de la estación, justo en el mismo momento en que el coche de mis amigos estacionaba a mi lado, sacándome de mi ensimismamiento con un bocinazo discreto.

Un relato -una vida- no se compone solamente de elementos empíricos, así que, viéndolos esa noche, felices, en el bar de la costa, revolotear otra vez alrededor de la nena que devoraba un sandwich y una naranjada con la crueldad desdeñosa de una diosa que acepta, imbuida de su propia importancia, sacrificios humanos, deduje de inmediato que al salir corriendo con el teléfono contra la oreja, el empleado de la estación había llamado directamente al tren para advertir al guarda de lo que pasaba y sugerirle bajar a la nena en la estación siguiente, adonde algún miembro de la familia fue a buscarla en auto. Así que ahí estaban: los abuelos, una pareja mucho más joven (los tíos sin duda), la nena y el muchachito, comiendo sándwiches y tapas de papas fritas y de calamares, tomando gaseosas o cervezas, aliviados por el reencuentro y por el desenlace provisoriamente feliz de la historia. La pequeña emperatriz rubia y regordeta, con los ojos entornados, devoraba con aplicación su interminable sándwich, empujándolo de tanto en tanto con un trago de naranjada, indiferente a la protección excesiva que los otros le prodigaban, bajo la mirada neutra y furtiva de su hermano mayor, como si de ella dependiese su supervivencia. Estaban todos inscriptos, nítidos y vivos, en mi campo visual y yo, distrayéndome de la conversación cortés y un poco irónica que reinaba en mi propia mesa, los contemplaba fascinado, moviéndose como estaban en ese espacio ambiguo, al mismo tiempo inmediato y remoto, en el que lo familiar se transfigura y empieza a parecerse a lo desconocido.

 

Biografia de Juan Sasturain

Juan Sasturain (5 de agosto de 1945 en Adolfo Gonzales Chaves, provincia de Buenos Aires) es un periodista, guionista de historietas, escritor y conductor de TV argentino.1 2 En sus comienzos tuvo contacto con el ambiente del fútbol y llegó a probarse en varios clubes.

Periodista

Egresado de Letras y docente de Literatura, terminó de inclinarse por el periodismo y colaboró en Clarín; diario La Opinión y Página/12.3 Se desempeñó como jefe de redacción de las revistas Humor y Superhumor.

En 1981 conoció al dibujante Alberto Breccia y juntos elaboraron la historieta "Perramus", la cual ganó gran prestigio en el país y en el exterior, donde llegó a ser premiada por Amnesty International (Amnistía Internacional, el organismo de derechos humanos Premio Nobel de la Paz 1977).

Dirigió la revista Fierro en 1984,4 a la que subtituló Historietas para Sobrevivientes. Fierro dejó de circular en 1994 pero Sasturain regresó para dirigir su relanzamiento desde noviembre de 2006, con Página/12 como editora.

Como director del suplemento deportivo de Página/12, escribió en forma regular sobre fútbol. En ese diario, continúa como editor.

TV

Condujo el programa de televisión "Ver Para Leer", que trata sobre libros y escritores que él y otros famosos recomiendan. El programa fue emitido todos los domingos a la medianoche por Telefé (Canal 11, de Argentina).

En la actualidad, Juan Sasturain, conduce semanalmente el programa Continuará... en el Canal Encuentro, sobre la historia de la historieta argentina. Además, conduce el programa Disparos en la biblioteca, sobre el género policial argentino, los sábados a las 20:30 por la TV Pública.

Escritor

Novelas

5

  • "Manual de perdedores" (1985)
  • "Manual de perdedores II" (1987)
  • "Arena en los zapatos" (1988)
  • "Parecido S.A." (1990)
  • "Los dedos de Walt Disney" (1991)
  • "Los sentidos del agua" (1992)
  • "Brooklin y medio" (2002)
  • "La lucha continúa" (2002)
  • "Los Galochas, Esa Gente Exagerada" (2007)
  • "Pagaría por no verte" (2008)
  • "Dudoso Noriega (2013)

Cuentos

  • "Zenitram" (1996)
  • "La mujer ducha" (2001)
  • "El caso Yotivenko" (2009)

Guiones de Historieta

  • Perramus (1983)
  • Perramus 2. El Alma de la Ciudad
  • Abrir Puertas
  • Perramus 3. La Isla del Guanaco
  • Perramus 4. Diente por Diente
  • Versiones

Crónicas sobre Fútbol

  • El día del arquero (1986)
  • Argentina en los Mundiales (2002) (junto con Daniel Arcucci).

Ha prologado la novela Banco de Niebla, del escritor y periodista Martin Malharro, (UNLP, 2007).

Por sus cuentos durante el período 2009-2013 recibió el Premio Konex - Diploma al Mérito.

 

Narradores Contemporaneos

La pasión explicada

Por; Juan Sasturain

La cuestión es que a Falucho, Selva lo deslumbró. Eso era una mina. Se animara o no a formular ante ella sus deseos más secretos, o se los revelara ella antes de que él mismo los supiera. Como haya sido, no importa. Quedó ahí, pegado. Y ella curiosamente también, aunque de otra manera.

La densa Selva tenía un cierto modo de no estar del todo. Su cualidad seductora consistía en obtener el máximo de entrega sin ofrecer equivalente. Si siempre la seducción es poker, esgrima, oferta y escamoteo, promesa demorada, Selva agregaba la incertidumbre de sus zonas oscuras. Parecía estar y estaba, pero nunca entera. Intensa pero intermitente, siempre dejaba margen para que la supusieran, la temieran repartida.

Falucho había aprendido de oídas y sin tiempo de verificarlo con experiencias concretas, ciertos conceptos básicos que solía repetir entre iguales y menores como verdades reveladas de la vida, ya que las suponía emanadas, según su precario saber y entender, de una fuente irreprochable: la caterva de machos veteranos y mayoritariamente solitarios –perdedores por opción– que lo rodeaban o frecuentaba desde pendejo.

Según semejante cátedra, en el amor y la pasión –o como fuera que se llamase a lo que pasaba a veces entre hombres y mujeres– había dos tipos de relaciones o dos aspectos del vínculo: las formas recortadas y las difusas. Las difusas –más frecuentes y aconsejables– eran las relaciones ocasionales que no necesitaban de explicación en sus términos. Se basaban en sobreentendidos ancestrales y duraban simplemente desde que empezaban hasta que terminaban. Así nomás. Esa modalidad de vínculo liviano era difusa tanto por vaga como por difundida. Era la unidad de relación reconocida y neutra, sin contraindicaciones.

Una relación de forma recortada, le explicaron una vez –podía ser noviazgo, casorio o trampa– está siempre limitada por fechas concretas, un comienzo y un final reconocibles. Y eso, a veces –aprendió Falucho– depende de quién marque los tiempos. Que no son los mismos en las minas y en los tipos. Los hombres suelen marcar una fecha de arranque, que es cuando la pusieron o cuando se animaron a hablar y ella dijo que bueno. La de las mujeres suele ser anterior: cuando le apuntaron, cuando decidieron que iba o debía ser con ése. A la inversa, la fecha de cierre, el recorte del final, tampoco suele coincidir. Para los varones una relación termina el día que cerró o le cerraron la puerta o las gambas. Para la mina, no: o terminó mucho antes, cuando decidió poner al punto en rampa sin que se enterara; o mucho después, cuando agote finalmente su talonario de facturas. En esos términos o entre esos dos precarios polos descriptivos encuadraba sus relaciones el soberbio mulato. Así, para el joven Falucho, Selva fue una relación que, por contexto y malcrianza de machito ganador, supuso difusa, pero que en realidad, lo recortó. Lo recontra recortó. Hubo un antes y un después de ella. Le hizo y le dejó un agujero en el elemental rompecabezas de su vida sentimental, un hueco de varias piezas que nunca pudo encontrar después. Creyó saber cuándo había empezado, y no era cierto; pero tampoco supo cuándo eso había terminado. Luego de Selva, nada ni nadie le volvió a calzar igual.

La primera vez que Falucho tuvo acceso privilegiado al departamento de ella en avenida Colón fue un domingo de invierno a la hora de los partidos, con el fondo de la voz de Alfredo Aróstegui, el relator olímpico, en la radio encendida que inundaba el pasillo desde la puerta de al lado. No lo olvidaría jamás.

Hasta ese día sólo habían hablado tres o cuatro veces en El Purgatorio, el cabarute del Carabela, y cuando Selva lo encaró para encontrarse afuera, Falucho –intimidado– la invitó a La París. Ella fue sola a verlo un viernes, de pelirroja, se quedó un ratito y ante la sorpresa de él le propuso encontrarse el domingo a la mañana en Sao para tomar un café y después ir a comer algo. El pibe no entendía nada.

Ese mediodía Selva –el pelo casi blanco y corto para la ocasión– lo llevó a almorzar a la Munich, una cervecería de la calle Rivadavia en pleno centro, con paneles de madera y cuadritos con montañas nevadas, un ciervo apolillado con ojos de vidrio, un reloj cucú y mesitas de manteles a cuadros en reservados con butacas rebatibles de cuero marrón oscuro.

Comieron costillitas de cerdo con puré de manzana –una novedad para el pibe– y ella eligió el vino blanco.

Charlaron mucho. Charló él, en realidad. Menos el nombre de la maestra de cuarto grado, que no recordó al contar una anécdota con tizas y borradores, Falucho le dijo todo, le contó todo lo que quiso saber. De su madre, del barrio de El Martillo, de Beer Mayer, de los personajes más pintorescos del elenco de La París. Y Selva lo escuchaba como si le interesara.

Como ella no sabía de su trabajo de bañero, Falucho le habló de técnicas de salvataje, le contó anécdotas de playa apenas exageradas que la hicieron sonreír y al pasar mencionó al Dudoso Noriega.

–¿Dudoso? –se interesó ella.

–Así le dicen.

Selva bajó la copa de vino, la apoyó en la mesa:

–¿Y tu mamá cómo te dice?

–Scott, como mi viejo.

–Pero sos Falucho. Y se nota que te gusta ser Falucho.

–Sí.

Ella le puso la mano sobre la mano. Era la primera vez que lo tocaba:

–A veces es bueno cambiar de nombre.

–Pero vos sos Selva.

–A veces –la mano subió al pelo enrulado, lo rascó como a un perro–. Para vos, por ejemplo.

–Me gusta –se acomodó para que lo rascara mejor–. Selva, digo.

–Claro.

Cuando estaban comiendo el flan mixto él preguntó:

–¿Sabés nadar?

–Mejor que vos –dijo ella sin énfasis.

Y le contó durante diez minutos cómo había competido durante tres años representando a un colegio de un lugar que Falucho nunca había oído nombrar.

No le importó. No le importaba nada mientras Selva lo mirara así.

Se terminó el vino sin dejar de mirarla.

Tres cuartos de hora después, ella lo arrinconaba sin palabras en el ascensor que subía sin ruido casi, con un chasquido leve en cada piso. Un beso por piso, por chasquido. En el cuello, en el lóbulo de la oreja, en el pecho, en la nariz, mientras le tapaba la boca, no lo dejaba ni siquiera opinar.

Después lo llevó lentamente de la mano a lo largo del pasillo y Falucho recordaría siempre el rumor, los altibajos de la transmisión del fútbol que venía de la puerta contigua, punteada por el ruido de los tacos de ella que lo remolcaba fácil y apenas lo soltó un instante para abrir la puerta con la otra mano.

–Pasá, pichón –y lo empujó levemente.

Falucho ya estaba al palo, y ni siquiera registró el lugar limpio y bien iluminado. Pero notó que Selva, a sus espaldas, ponía mecánicamente la traba con cadenita de bronce y desconectaba de un tirón el teléfono apoyado en la mesita junto al sillón.

–Un poco de paz –dijo, inaugurando un gestuario que se repetiría cada vez–. Y vos no hagas nada, pichón. Dejame a mí.

El no entendió del todo, estiró la mano.

–Te dije que no. Quedate ahí.

Selva fue al combinado, se agachó y eligió un disco. Falucho la miraba. Empezó a sonar “Un’anno d’amore”, por Mina. Ella dejó caer el saco que tenía sobre los hombros y quedó con el estrecho vestido amarillo, de una sola pieza. Abrió un cajón y sacó algo. Volvió, bailando levemente, acompasada. El la esperaba, quieto. Ella le dio la espalda:

–El cierre, pichón.

El lo fue bajando y vio cómo se descubría la espalda limpiamente. No llevaba nada abajo. Apoyó apenas la mano. Selva giró mientras el vestido caía:

–Dame eso, te dije –y le cazó las dos muñecas–. Dejame las manos a mí.

Falucho obedeció.

Y lo que siguió esa tarde, mientras Mina tapaba en italiano la transmisión de Alfredo Aróstegui, fue casi una ceremonia ritual, con el tiempo muchas veces repetida.

Ella lo desvestía despacio, le besaba las palmas claras, se metía uno a uno los dedos en la boca, se acariciaba entre las piernas con el dorso oscuro de las manos.

–Quieto –le decía bajito cuando él insistía en tratar de responder–. Date vuelta.

Y le retorcía levemente la muñeca, lo hacía girar, darle la espalda.

Sin soltarlo, le acariciaba el culo, le metía la mano por abajo, le acariciaba los huevos:

–Flojito.

El se revolvía. Era como domarlo.

–Quedate quieto. Más flojito, pichón.

Y ahí lo ataba. O le ponía las esposas.

–¿De dónde sacaste eso? –dijo él esa primera vez, cuando sintió el metal frío, oyó el clac del cierre.

–Recuerdo de familia. Quietito –y le apoyaba las tetas en la espalda–. No te va a pasar nada.

Y lo usaba así, toda la tarde.

–Sos tan lindo, pichón –ella lo besaba despacito, iba bajando con la boca entreabierta y él gemía–. Todavía no, pichón, cuando yo te diga.

Y así cada vez. Falucho quedaba como loco.

Pero hasta ahí nomás. Gracias a la vida y al contundente Noriega, su mentor, Falucho sabía lo que era estar incómodo, desubicado. Vivía así. Hijo de madre sola de por vida, adoptado tácita, parcialmente por un bañero huérfano sin hijos e iniciado por esa esquiva dama sabia e intimidante, el dotado mulato –punto negro sobre fondo y figuras blancas– se acostumbró a ser más distinto que solo, a no ser parte de nada orgánico ni reconocido excepto la rutina fiestera de Los Cocoteros, a vivir asomándose a gentes, vidas y estructuras sin entrar del todo.

Así, asomado, de oídas, vistas e intuidas, fue como Falucho tuvo desde muy pendejo –entre otras cosas– posibilidades de conocer o al menos entrever por simple cercanía algunos de los aspectos menos folklóricos y más refinados (o sórdidos, si se quiere) del negocio del puterío. No tanto por Gladys y las chicas que lo iniciaron como si jugaran con él al doctor o al muñeco que se viste y se desviste, sino por lo que siguió. Sobre todo a partir –primero y lateralmente– de su relación con dueño del asunto, El Carabela; y después y para siempre, como resultado de sus entreveros frontales con Selva, inequívoca estrella fugaz de El Purgatorio, dueña y señora de sus actividades conexas y de su perturbado corazón. No hubiera, sin embargo o por eso mismo, sabido qué decir –si se hubiese animado de sacarla del secreto– respecto de ella. Estaba demasiado pegado a sus sentimientos.

Lo cierto es que Falucho tanto oía a Selva como oía sobre ella, y no siempre o casi nunca conjugaba en armonía las dos versiones. Tampoco eran contradictorias ni complementarias. Estaban desfasadas, corridas. Como armar un rompecabezas con piezas de juegos distintos. Pero así planteado todo resulta demasiado teórico. Y lo que había entre ellos era una primordial, sorprendente calentura, con rasgos iniciáticos en él, con resonancias redentoras en ella. Así de simple, así de complejo. En el caso de Selva todo es ambiguo, al punto que no es fácil deslindar historia y leyenda. Una historia y una leyenda de la que Falucho se abrió, precisamente, por un malentendido.

Aquel que sería el último domingo, Selva sorprendió a Falucho al citarlo directamente en el departamento de Colón. Esa vez no llegarían juntos tras comer por ahí sino que lo esperaba en casa. Así dijo: en casa. Sutil diferencia. Como el olor a comida que venía de la cocina cuando ella lo recibió con delantal amarillo y guante naranja, lo besó, lo acomodó mandona como siempre, pero esta vez para llevarlo a la rastra y sentarlo a la mesa minúscula de la cocina.

–Canelones –dijo.

Y abrió triunfal la puerta de un horno que el mulato jamás había visto prendido.

–¿A ver? –quiso él.

Ella asomó la Pirex que desbordaba salsa blanca apenas dorada.

–Como los que te hace tu mamá para el cumpleaños –y deslizó otra vez la fuente hacia adentro–. Falta un poquito.

Hubo un leve silencio, él no entendía:

–Pero no es ahora.

–¿Qué cosa? –ella estaba de espaldas, ya cortaba salame y queso con golpes secos sobre la tabla sin uso.

–Mi cumpleaños.

Selva se volvió, le puso un dadito de queso en la boca.

–Claro que no –hizo una pausa–. Es el mío.

Lo besó. Le agregó un pedacito de salame. El habló sin dejar de masticar:

–¿Cuándo cumplís?

Ella se volvió a la mesada:

–Cuando se me canta.

–Mirá vos... ¿Y cuántos?

Ella seguía con el queso y el salame, toc, toc. La cocinita era muy chica. El estiró la mano y le levantó la pollera:

–¿Cuántos? –y le tocó el culo.

Ella giró sonriente, cuchillo en mano.

–Eso no se dice –y movió el cuchillo.

Falucho le agarró la muñeca, se paró.

–El Carabela lo sabe y yo no.

–¿De qué hablás, pichón?

Estaban muy cerca. Ella tenía una manchita de harina en el mentón y los ojos repentinamente tristes.

–¿Cómo te llamás? El sabe cómo te llamás.

Y no la soltaba.

En ese momento sonó el teléfono. Falucho nunca lo había oído sonar.

–Hoy no lo desconectaste. ¿Esperás una llamada?

–Soltame.

–No. Decime vos –y apretaba.

El rápido rodillazo en los huevos dejó a Falucho sin aire. Se derrumbó lentamente y quedó tendido. Doblado, ocupaba la mitad del piso de la cocinita.

–Perdón –dijo Selva.

Pasó por encima de él sin soltar el cuchillo y corrió hacia el teléfono:

–Sacá los canelones, ya vuelvo.

Suele suceder en las parejas que lo que comienza como festejo termine como tragedia o al menos como desencuentro penoso. Y es lógico. Contra mejor o más prestigiosa opinión, las parejas felices –no hablamos de las familias– se parecen menos entre sí que las desavenidas. Porque en cada pareja feliz suele subyacer una laboriosa construcción –a menudo frágil y basada en amables falacias–, y es más o menos evidente que hay cierto grado de impostación y esfuerzo en sostener la esquiva felicidad, una ardua tarea que no muchos están dispuestos a encarar; mientras que en las desavenidas, en las peleadoras o disfuncionales, los integrantes no hacen más que dejarse llevar por lo que sienten, sin esforzarse más allá. Y es lo usual.

Por eso es más frecuente encontrar homologías, similitudes, correspondencias –atenti Tolstoi– entre las parejas que pelean y tensan todo el tiempo la posibilidad misma de su continuidad o se desentienden de ella haciendo trampa, que entre las laboriosamente felices, que suelen elaborar curiosas construcciones de sentido, estructuras de convivencia complejas e impensables en otros contextos, no extrapolables, fruto de un trabajo incluso irrepetible e inútil de ser otro el ladero ocasional. Así, contra lo que opinan cómodos y haraganes, ser feliz –y más serlo en pareja– no es fruto de la espontánea entrega y disposición sino el resultado de una laboriosa tarea en la que la inteligencia, en camino de la sabiduría, pone todos los porotos.

En este sentido, lo que fuera que habían construido Selva y Falucho, menos juntos que cada uno por su cuenta, lo que los hacía felices o al menos hacía que contestaran que sí cuando se preguntaban recíprocamente si lo eran, era una relación extraña, un monstruo impar por definición, difícil de describir y que incluso no hubiera soportado un análisis por separado: las razones por las que cada uno era feliz ahí adentro no eran las del otro. Tampoco los motivos de la felicidad del otro eran los que cada uno creía que eran.

Cómo sería de delicado el equilibrio del hermoso y cursi castillo de naipes que habían construido con sucesivas versiones cada vez mejoradas de un mismo encuentro que combinaba el mimo y la entrega feroz, que acaso haya sido el intento de hacer una pausa o un leve desvío de esa rutina para celebrarla lo que desacomodó las cosas. No hay felicidad sin malentendidos. Pero en este caso los malentendidos no sólo eran un ingrediente curioso sino un fundamento, la condición de posibilidad de la relación.

La cuestión es que Selva fue al teléfono y habló durante diez minutos.

Cuando volvió a la cocina, Falucho no estaba y los canelones se habían quemado mal. Los sacó con una puteada y salió a buscarlo por la casa.

Lo encontró en el dormitorio, tendido en la cama con las piernas abiertas. Con una mano se agarraba los huevos y con la otra revoleaba las esposas:

–Vení.

–No. Se quemaron los canelones –ella se sacó el delantal, lo tiró en un rincón y abrió el placard–. Y dejá eso donde estaba.

–¿Quién era?

–No importa, pichón. Pero me tengo que ir ya. Nos vemos después.

Sacó un vestido, lo dejó sobre la cama y se metió en el baño.

–¿Era un cliente? –él la siguió repitiendo la pregunta, se asomó, ella estaba sentada en el inodoro.

–Salí de acá.

–¿Con quién vas a celebrar el cumpleaños?

–Salí.

Quiso cerrar la puerta pero él no la dejó.

–Tengo que hacer pis.

–Te miro.

–Salí.

–Dicen que hay uno que te paga nada más que para mirarte en el baño.

Ella lo miró un instante:

–Idiota.

Suspiró y bajó la cabeza. La melena pelirroja se derramó hacia adelante y Falucho vio el borde del elástico de la peluca en la nuca. Estiró la mano.

–¡No!

Ella se echó hacia atrás, golpeó contra los azulejos:

–No me toques.

Volvió a sonar el teléfono.

Ella amagó levantarse pero él volvió a sentarla de un empujón.

–Atiendo yo –dijo.

Salió y cerró con llave. Ella saltó hacia la puerta y empezó a golpear.

Falucho fue hasta el aparato, lo dejó sonar varias veces más y finalmente levantó el tubo, pero no dijo nada.

–¿Erica? –dijo una voz de mujer del otro lado.

Falucho no contestó.

–¿Está Erica? –insistió la voz un par de veces, cada vez más alterada.

–Acá no hay ninguna Erica –dijo Falucho. Y colgó.

Selva seguía golpeando la puerta del baño.

El se acercó lentamente mientras ella lo puteaba, lo amenazaba desde el otro lado. Finalmente le abrió.

–¿Quién era?

–Un hombre.

–No te creo.

El teléfono volvió a sonar. Selva quiso correr hacia el living pero él le hizo una zancadilla y ella trastabilló y golpeó la cabeza contra la pared del pasillo, cayó de costado. Quedó ahí.

Falucho la miró y fue al teléfono. Levantó el tubo y otra vez no dijo nada.

–¿Erica? ¿Erica? –repetía la misma voz de mujer.

–Equivocado –dijo Falucho y colgó.

Desconectó el teléfono y se inclinó sobre Selva. Estaba desmayada.

La levantó y la llevó en brazos hasta la cama. Le echó agua en la cara, le sujetó una de las muñecas con las esposas a los barrotes y fue a la cocina.

Estaba comiendo el tercer canelón cuando ella empezó a llamarlo. La hizo esperar.

Cuando apareció en la puerta de la pieza ella estaba forcejeando, el vestido se le había subido más allá de la cintura.

–Soltame. ¿Quién llamó?

–Equivocado.

–Era una chica.

Falucho no contestó.

–Era una chica. No seas loco, pichón. Soltame, tengo que salir. Voy y vuelvo.

–Te suelto, pero antes...–le hizo el gesto universal–. Un poco de dunga dunga.

–No. Soltame ya.

Falucho fue hasta el living y estuvo revisando los discos mientras ella le seguía gritando, ahora le prometía todo desde la cama.

Puso “Tú me acostumbraste” por Lucho Gatica y volvió.

–Vení, pichón –dijo ella vencida.

Cuando Falucho se despertó, atardecía en la ventana y Selva no estaba. Se vistió y la esperó un rato en el living, escuchando a Lucho Gatica y leyendo una de esas novelitas de Corín Tellado de las que ella tenía pilas.

El secreto mejor guardado era la historia de Lilian, una secretaria enamorada secretamente y sin esperanzas de Robert, su jefe, un hombre casado y feliz. Pero la mujer de él, Rose, moría trágicamente durante unas vacaciones en la Riviera francesa, cuando –tras una discusión conyugal– ella se iba una noche de la casa y se desbarrancaba con el coche deportivo, cayendo al mar. Nunca se recuperaban ni el Alfa Romeo ni el cadáver de Rose. Así, Robert quedaba viudo y culposo con una nena y eternamente enamorado de la muerta, incapaz de rehacer su vida.

Cuando empieza la novela, han pasado cinco años. Lilian, que sigue enamorada de Robert aunque para él es sólo la más devota secretaria, acepta que su jefe le preste, para unas vacaciones, la casa de la Riviera a la que él no ha vuelto ni quiere ocupar. Lilian le ofrece llevar con ella a su nena, Karina, de la que es como una joven tía complaciente, porque sabe que le gustará.

Vuelan vía París y, una vez en la casa frente al Mediterráneo, Pierre, el viejo jardinero, le insinúa que la relación entre Robert y Rose era por lo menos despareja. Da a entender que ella no le era fiel, aunque él no lo sabía y siempre la había idealizado. Lilian no quiere creerle pero la revelación la perturba tanto que, distraída en sus pensamientos, tiene un leve accidente callejero cuando llevaba a Karina en la bici.

Roger, el apuesto policía que las recoge y auxilia, se enamora inmediatamente de Lilian. La invita a salir, le cuenta de su trabajo. Está al acecho de una banda de contrabandistas. Ella disfruta de su compañía, lo admira, le dice que le gusta pero una noche le confiesa qué es lo que le sucede con Robert, incluso le cuenta toda la historia del accidente de Rose. El recuerda perfectamente el caso y dice que entiende tanto lo que le pasa a Robert como los sentimientos de Lilian pero que ambos están equivocados: el pasado y el secreto no deben condicionar la busca de la felicidad. Roger se va, dolorido, y Lilian se queda llorando no sabe muy bien por qué. Así la encuentra la pequeña Karina, que estaba ilusionada con la relación de Lilian y Roger, pero ella no puede contarle obviamente lo que le pasa. Muy confundida, Lilian decide adelantar el regreso y el fin de las vacaciones.

A la noche siguiente hay un enfrentamiento de la policía con los contrabandistas en la costa, una lancha resulta hundida y hay varios heridos. Lilian se angustia pensando que puede haberle pasado algo a Roger y se da cuenta de que está enamorada de él. Corre hacia la costa y lo encuentra sano y salvo, dirigiendo las tareas de rescate. Ella se queda todo el tiempo junto a él. La lancha se ha hundido en una zona profunda. Trabajan dragando toda la tarde y finalmente la encuentran. Pero cuando anochece descubren que hay algo más. Resulta ser un coche muy oxidado, un Alfa Romeo. Adentro hay dos cadáveres apenas reconocibles por los restos de ropa, un cinturón, los zapatos, un collar: una mujer y un hombre. Rose tenía un amante. Lilian, conmovida, se abraza a Roger y después se aparta, huye, lo deja solo porque está (otra vez) muy confundida.

Al día siguiente Lilian y Karina deben tomar el tren a la tarde, pero repentinamente llama por teléfono Robert que ha volado a Francia con una vieja amiga a la que ha reencontrado, y viene a buscar a su hija para que de paso la conozca. No quiere ir a la Riviera, pues siente que ha empezado una nueva vida, pero espera a Karina en París. Lilian puede quedarse unos días más si quiere, pues por las cartas de su hija se ha enterado de que la está pasando muy bien con Roger. Sabe todo sobre él y la felicita. Finalmente Robert le pregunta si ha habido alguna novedad y ella, tras un segundo de vacilación le dice que no, que ninguna. Cuelga, mira por la ventana, ve llegar al uniformado Roger y sonríe.

En la última escena, Lilian y Roger vuelven de la mano de la estación de trenes donde han despachado a Karina, y él compra el diario. En un apartado pequeño, junto a la noticia del enfrentamiento con los contrabandistas, está la noticia del Alfa Romeo rescatado del mar. Según las fuentes policiales, adentro encontraron sólo el cadáver de una mujer. Ella lo mira, él le guiña un ojo y la besa.

Falucho cerró el librito y lo tiró junto a los otros. Miró la hora. Casi las nueve. Tenía hambre de nuevo. Fue a la cocina y comió de parado el canelón frío y quemado que quedaba. Después, con un lápiz mocho que encontró en el cajón de la cocina y en una hoja en blanco que arrancó del final de una novelita titulada Cuando tú me necesites, escribió: “Chau, gracias por todo. F.”.

Dejó el mensaje sobre la mesa ratona, le apoyó las esposas encima para que no se volara, y salió.

 

Narradores contemporaneos, Juan Sasturian

'Subjuntivo' fue un cuento que surgió de un ejercicio, un juego donde se propuso escribir en un único modo verbal. Así es como logra esta historia, que en definitiva, es un cuento policial...

 

 

Subjuntivo

Supongamos que te despiertes un día desnudo en la cama de un cuarto vacío e impecable, que tu única certeza sea un vago dolor por todo el cuerpo y que sientas que es sólo el residuo de un gran dolor anterior, ya en retirada; que mires alrededor y no reconozcas el lugar ni tu propio rostro en el espejo te diga nada; que disfrutes de la visión del parque en la ventana, que sepas el nombre de las cosas pero no el tuyo. Que apenas el idioma en que esté escrito el diario abandonado junto a tu cabecera te resulte comprensible, pero no los personajes de los que hable, ni la ciudad ni la fecha al pie de un título inexpresivo.

Que en cierto momento alguien entre al cuarto y sepas quedarte sin preguntar pero además compruebes, con alivio inexplicable, que tampoco te pregunten; que en horas y en días sucesivos personas formales e impenetrables se ocupen de alimentarte, vestirte, mostrarte una ciudad que te resulte vagamente familiar, como conocida en un sueño; que todo transcurra de un modo natural, que nadie te ordené nada pero que sepas, simplemente, qué ha de suceder cada día.

Que una noche te despierte el rumor del roce de las sábanas a tu lado y sientas deslizarse un cuerpo desnudo y cálido; que la mujer o el cuerpo que la represente sea joven y saludable, distante pese a la evidencia de su entrega; que su piel tenga el sabor y los detalles de lo conocido; que no sepa su nombre; que cuando respires junto a su boca sientas el aire usado, la devolución de un aliento vivido.

Que te entregues dócil a esas sensaciones y esperes una revelación inminente, y que no llegue.

Que esa noche puedan ser varias noches o una sola interminable, que la mujer pueda ser otras mujeres o la misma, multiforme pero siempre más cómoda y simple al exponer su pasión sin palabras, un silencio elocuente que agradezcas. Que en la facilidad del contacto, en el modo en que la busques cada vez, te acoples, y finalmente la penetres, exista una naturalidad implacable, como si el cuerpo obrara con una rutina sensual que reconozcas pero no puedas describir. Que ella se vuelque una y otra vez sobre ti, como oleadas de cálida memoria que te invadieran desde los sentidos; que su lengua te acaricie el interior de la boca como si no estuvieras allí y sólo existiera el tanteo dulce e insistente en tu secreta oscuridad tras algo perdido que tú poseas y ella busque para mostrarte; que sus pechos te revelen, sutiles, lentos y fugaces, el vello erizado de propia espalda, un mapa ignorado que ella dibuje con leves contactos espaciados, apenas pespuntes que evoquen un dolor ambiguo; que sus muslos te rocen suavísimos pero reiterados, un modo de lijar tiernamente tu piel, de buscar algo más por debajo, como si le quitaran capas de pintura a un mueble antiguo y olvidado de su auténtica madera. Que todo esto suceda una y otra vez y muchas veces pero que finalmente salgas de ese cuerpo y su influencia como de una espiral, lentamente hacia afuera, alejándote de ese centro oscuro hacia la luz, y que en el dragón tatuado sobre el tibio muslo desvelado al amanecer reconozcas el mismo monstruo interrogante que te espere cada mañana en el monograma de las toallas, en la loza de tu mesa diaria.

Que esa revelación no te quite el sueño pero que lo pueble desde entonces.

Supongamos que finalmente, una mañana, alguien cortés pero no cordial te lleve por pasillos largos y salones vacíos hacia la salida, que te suba a un coche negro pero no sombrío, y que recorras con él la ciudad sin nombrarla; que ya en las afueras lleguen a una casona de ladrillos gastados, vieja pero no abandonada, donde tras las cortinas siempre sea de noche; que se te conduzca por pasadizos sucesivos, franqueándote herméticas puertas de hierro y madera hasta llegar a la habitación donde alguien te espere, y que el que te haya llevado le diga, antes de dejarte a solas con él:

—Todo tuyo, Subjuntivo.

Que el hombre que te observe sentado sea gordo y viejo, con cara de niño ferozmente envejecido bajo la luz cenital y única que caiga sobre su escritorio desnudo, sólo ocupado por el ominoso dragón de bronce que reconozcas en un extremo; que sin decir una palabra meta una mano laxa en el interior de la chaqueta y que cuando esperes que extraiga un arma o alguna forma de amenaza sólo te extienda un sobre: que lo abras y descubras en el interior una fotografía en la que dos hombres, ante lo que has de suponer un repentino flash, antepongan las infructuosas palmas de las manos, se aterroricen. Que te resulten desconocidos y lo manifiestes, y que el llamado Subjuntivo no se muestre extrañado sino que te diga, precisa pero casi casualmente:

—Acaso te convenga averiguar quiénes hayan sido estos dos... Dónde, cuándo y por qué hayan estado ahí donde estuvieran en el momento de la foto.

Que al decirlo te señale con un dedo corto y blando el rectángulo en blanco y negro, una ampliación evidente, y que finalmente agregue:

—Hagamos de cuenta que para averiguarlo dispongas de dos semanas de plazo y que puedas utilizar todos los recursos que encuentres en este edificio, puestos a tu disposición.

—¿Una especie de test?—acaso preguntes.

—Supongamos que sí —se te conceda.

—Supongamos que no pueda ni deba negarme... —te atrevas a parodiar.

—...Y supongamos que cuando llegues al final, todo esto haya acabado —acaso concluya él.

Luego se levante, te dé una fría mano tatuada de dragones, y te deje solo.

Pueda ser que una vez más no preguntes nada, que aceptes la tarea con el alivio inexplicable de alguien que se sospechase culpable aunque no supiera de qué. Y pueda ser que durante los siguientes días te empeñes en cumplir tu misión y que no te resulte tan difícil, pues en ese extraño edificio todo y todos no hagan otra cosa que complacerte.

Que tu tiempo se divida desde entonces en largas jornadas diurnas de investigación y noches saturadas de fantasmas sin nombre. Que el día y la penumbra se alimenten ciegamente de una misma sustancia inasible: que durante la vigilia y el trabajo evoques a la reiterada mujer del dragón, luego al dragón aislado sobre la piel, como una rúbrica al final de un documento desconocido, pero que cuando vuelva la oscuridad te lleves al lecho, junto a ella, las obsesiones avivadas por los trabajos del día.

Que en dos semanas, con sorprendente facilidad y utilizando medios que te resulten oscuramente familiares —archivos gráficos completos, dossiers personales que imagines de acceso privado, todos los recursos propios de una organización secreta—, llegues a descubrir la identidad de los extraños; que luego identifiques el lugar, esa sala cinematográfica, ese teatro semiabandonado en el que hayan sido asesinados —pues de eso se trate— y finalmente averigües la fecha exacta, no muy lejana, del crimen. Que llegues a reunir, incluso, todos los datos sobre el asesino —no su identidad, sí sus peripecias: huida, captura y desaparición — y que te atrevas a pedir una reunión con Subjuntivo para mostrarle tus logros.

Que la entrevista te sea concedida y que sean escuchadas con atención tus deducciones sin duda correctas. Que finalmente, cuando hayas terminado tu exposición, Subjuntivo la apruebe con una sonrisa cansada y te diga que nunca hubiera esperado menos de ti. Que en ese momento se lleve por segunda vez la mano al bolsillo interior de la chaqueta y extraiga un nuevo sobre, un poco mayor y más abultado, y te lo entregue para que lo abras. Que saques una carta y una foto; que te detengas primero en ésta, que sea la misma que la anterior pero ampliada — que se pueda ver ahora el signo del dragón tatuado en las palmas de las manos tendidas hacia adelante de los desgraciados — y que, con mayor campo, ahora se te revele la presencia de alguien en primer plano, de espaldas pero reconocible — sobre todo para ti — disparándole a los dos aterrorizados.

Supongamos que el que dispare en la foto seas tú.

Que te asombres, que pidas o des explicaciones pero que Subjuntivo no se inmute ni parezca oírte y sólo te indique que leas la carta.

Supongamos que la leas, que sea este mismo texto, que acaso en un relámpago de precaria lucidez se te revele ahora el sentido de la tarea encomendada, de esas amables visitas nocturnas, exploradoras sutiles no de tu cuerpo sino de tu memoria; supongamos que cuando levantes la mirada te encuentres con la mía y que yo mismo, Subjuntivo, te diga:

—Supongamos que hayas matado a dos de los míos y que no lo recuerdes. Que ni siquiera sepas quiénes sean los míos o los tuyos y que eso no importe ya. Que en el duro trámite de tu captura hayas perdido accidentalmente la memoria e identidad pero no aptitud y raciocinio. Que no hayamos querido matarte en la ignorancia —-esa forma sutil y tramposa de la inocencia— para que no lo creyeras injusto y te autocomplacieras en el dolor, te otorgaras alguna razón mentirosa.

Supongamos que te hayamos incitado por todos los accesos de la piel y de la mente para develarte tu oscuro secreto; que te desordenáramos los sentidos en el amor o su simulacro, que te entregáramos las claves para que tu inteligencia convocara a la memoria. Supongamos que hayamos creído que para que el castigo fuera tal debieras sentir culpa y no sólo miedo en este momento.

Supongamos, finalmente, que yo sólo haya querido que cuando saque este revólver, dispare y te mate, acaso no sepas quién muera pero sí entiendas por qué.

Juan Sasturain

BIOGRAFIA DE Pablo de Santis

Nació en Buenos Aires, en el barrio de Caballito, el 27 de febrero de 1963.

Es Licenciado en Letras de la Universidad Nacional de Buenos Aires. A

partir de la obtención del premio "Fierro busca dos manos", organizado por

la revista Fierro en 1984, comenzó a escribir guiones de historietas.

Fue jefe de redacción de la revista Fierro y coordinó la colección "Enedé.

Narrativa dibujada" (Ediciones Colihue), dedicada a los clásicos de la

historieta. Trabajó durante muchos años como periodista y escribió para

televisión la miniserie Bajamar ylos textos de los programas que realizó

Fabián Polosecki: El otro lado (1993-1994), y El visitante (1985). Fue jurado

de varios concursos literarios. Actualmente dirige las colecciones para

lectores adolescentes La  movida y Obsesiones  de Ediciones Colihue.

Como periodista, colabora en los diarios Clarín y La Nación. Sus novelas

fueron traducidas a nueve idiomas.

 

Narradores contemoraneos

VALDIVIESO

Pablo De Santis

D

urante diecisiete años trabajé como viajante de comercio

recorriendo la zona sur del país. Vendía repuestos de

maquinarias Thompson: partes de tractores, inyectores, bombas

de agua, grúas. Llevaba conmigo catálogos de mil doscientas

páginas que mostraba con orgullo a mis clientes: me sentía

parte de la gran familia Thompson.

A pesar de que cuanto más al sur iba, menos clientes encon-

traba, prefería seguir avanzando con mi Rambler en esa direc-

ción. Ningún otro viajante se aventuraba hasta allá abajo. Yo

quería llegar hasta el fondo del mapa, hasta la misma

Valdivieso.

Seguí con cuidado las indicaciones del camino hasta un

páramo donde encontré, por fin, el cartel con el nombre del

pueblo. Pero no había ningún pueblo. Unas ovejas pastaban

cerca de una osamenta; un perro me ladró sin ganas y después

se perdió en la gruta que llevaba hacia la mina de carbón.

Decepcionado, inicié el camino de regreso. A cien kilóme-

tros encontré un hotelito construido en medio de la nada. En la

barra de estaño un camionero tomaba una cerveza. Supuse que

conocería bien la zona. Le hablé del cartel, del pueblo evaporado. Se rió.

–Usted llegó hasta las puertas de Valdivieso, pero no miró bien.

–¿Detrás de los cerros?

–No. Bajo sus pies.

Me explicó que las minas eran tan profundas que los mine-

ros, para no perder tiempo en volver a la superficie, se habían

instalado bajo tierra. Pronto se agregaron oficinas, una sala de

primeros auxilios y una capilla.

–Son gente rara –dijo el camionero–. Salen muy de vez en

cuando. Están orgullosos de su pueblito y por eso no les gusta

el exterior.

Se acercó el dueño del hotel:

–Dicen que Valdivieso ha crecido mucho. Que es una ver-

dadera ciudad.

El camionero terminó su cerveza.

–Yo por las dudas sigo de largo. Mucha gente que visitó el

pueblo por curiosidad, se quedó a vivir allí.

–Como Ramón –recordó el del hotel–. Como el cabo Luna,

como el médico. De ninguno volvimos a tener noticias.

–Como si se los hubiera tragado la tierra –dijo el camionero

antes de seguir su camino.

Pedí un cuarto y me fui a dormir con la decisión de visitar el

pueblo el día siguiente. Podría venderle algunos de los cien

modelos de linternas Thompson. Pero apenas desperté abandoné

la religión y nunca volví a Valdivieso.

 

Narradores contemporaneos

último piso

Pablo De Santis

E

l hombre, cansado, sube al ascensor. Es una vieja jaula de

hierro. El ascensorista viste un uniforme rojo. Aunque lo ha

cuidado tanto como ha podido, se notan los remiendos, la tela

gastada, el brillo perdido de los botones.

–Ultimo piso –indica el pasajero. El ascensorista se había ade-

lantado a sus palabr

as, y ya había hecho arrancar el ascensor.

–¿Cómo andan las cosas allá afuera? ¿Llueve? –pregunta el

ascensorista.

El pasajero mira  su impermeable, como si ya

no le perteneciera del todo.

–Si, llovió en algún momento del día.

–Extraño la lluvia.

–¿Hace mucho que trabaja aquí?

–Desde siempre.

–¿No es un trabajo aburrido?

–No tanto. Hablo con los pasajeros. Me cuentan sus vidas.

Es como si viviera un poco yo también.

–El viaje es corto. No hay tiempo para hablar mucho.

–Con una frase, o una palabra, a veces basta. Otros se que-

dan callados, y también eso es suficiente para mí.

Los dos hombres guardan silencio por algunos segundos.

Apenas se oye el zumbido del ascensor.

6

–Déjeme un recuerdo, si no es una impertinencia.

El hombre busca en los bolsillos. Encuentra un reloj al que

se le ha roto la correa de cuero.

–Gracias. Lo conservaré, aunque no miro nunca la hora.

El pasajero siente alivio por haberse sacado el reloj de encima.

–Estamos por llegar –dice el ascensorista–. Ah, le aviso, el

timbre no funciona. Verá una puerta grande, de bronce. Golpee

hasta que le abran. No se desanime si tiene que esperar.

Siempre terminan por abrir.

El ascensor deja atrás las últimas nubes y se detiene.