jueves, 17 de julio de 2014

El acomodador - Felisberto Hernández

El acomodador
[Cuento. Texto completo.]

Felisberto Hernández

Apenas había dejado la adolescencia me fui a vivir a una ciudad grande. Su centro -donde todo el mundo se movía apurado entre casas muy altas- quedaba cerca de un río.

Yo era acomodador de un teatro; pero fuera de allí lo mismo corría de un lado para otro; parecía un ratón debajo de muebles viejos. Iba a mis lugares preferidos como si entrara en agujeros próximos y encontrara conexiones inesperadas. Además, me daba placer imaginar todo lo que no conocía de aquella ciudad.

Mi turno en el teatro era el último de la tarde. Yo corría a mi camarín, lustraba mis botones dorados y calzaba mi frac verde sobre chaleco y pantalones grises, en seguida me colocaba en el pasillo izquierdo de la platea y alcanzaba a los caballeros tomándoles el número; pero eran las damas las que primero seguían mis pasos cuando yo los apagaba en la alfombra roja. Al detenerme extendía la mano y hacía un saludo en paso de minué. Siempre esperaba una propina sorprendente, y sabía inclinar la cabeza con respeto y desprecio: No importaba que ellos no sospecharan todo lo superior que era yo. Ahora yo me sentía como un solterón de flor en el ojal que estuviera de vuelta de muchas cosas; y era feliz viendo damas en trajes diversos; y confusiones en el instante de encenderse el escenario y quedar en la penumbra la platea. Después yo corría a contar las propinas, y por último salía a registrar la ciudad.

Cuando volvía cansado a mi pieza y mientras subía las escaleras y cruzaba los corredores, esperaba ver algo más a través de puertas entreabiertas. Apenas encendía la luz, se coloreaban de golpe las flores del empapelado: eran rojas y azules sobre fondo negro. Habían ajado la lámpara con un cordón que salía del centro del techo y llegaba casi hasta los pies de mi cama. Yo hacía una pantalla de diario y me acostaba con la cabeza hacia los pies; de esa manera podía leer disminuyendo la luz y apagando un poco las flores. Junto a la cabecera de la cama había una mesa con botellas y objetos que yo miraba horas enteras. Después apagaba la luz y seguía despierto hasta que oía entrar por la ventana ruidos de huesos serruchados, partidos con el hacha, y la tos del carnicero.

Dos veces por semana un amigo me llevaba a un comedor gratuito. Primero se entraba a un hall casi tan grande como el de un teatro, y después se pasaba al lujoso silencio del comedor. Pertenecía a un hombre que ofrecería aquellas cenas hasta el fin de sus días. Era una promesa hecha por haberse salvado su hija de las aguas del río. Los comensales eran extranjeros abrumados de recuerdos. Cada uno tenía derecho a llevar a un amigo dos veces por semana; y el dueño de casa comía en esa mesa una vez por mes. Llegaba como un director de orquesta después que los músicos estaban prontos. Pero lo único que él dirigía era el silencio. A las ocho, la gran portada blanca del fondo abría una hoja y aparecía el vacío en penumbra de una habitación contigua; y de esa oscuridad salía el frac negro de una figura alta con la cabeza inclinada hacia la derecha. Venía levantando una mano para indicarnos que no debíamos pararnos; todas las caras se dirigían hacia él; pero no los ojos; ellos pertenecían a los pensamientos que en aquel instante habitaban las cabezas. El director hacía un saludo al sentarse, todos dirigían la cabeza hacia los platos y pulsaban sus instrumentos. Entonces cada profesor de silencio tocaba para sí. Al principio se oían picotear los cubiertos; pero a los pocos instantes aquel ruido volaba y quedaba olvidado. Yo empezaba, simplemente, a comer. Mi amigo era como ellos y aprovechaba aquellos momentos para recordar su país. De pronto yo me sentía reducido al círculo del plato y me parecía que no tenía pensamientos propios. Los demás eran como dormidos que comieran al mismo tiempo y fueran vigilados por los servidores. Sabíamos que terminábamos un plato porque en ese instante lo escamoteaban; y pronto nos alegraba el siguiente. A veces teníamos que dividir la sorpresa y atender al cuello de una botella que venía arropada en una servilleta blanca. Otras veces nos sorprendía la mancha oscura del vino que parecía agrandarse en el aire mientras la sostenía el cristal de la copa.

A las pocas reuniones en el comedor gratuito, yo ya me había acostumbrado a los objetos de la mesa y podía tocar los instrumentos para mí solo. Pero no podía dejar de preocuparme por el alojamiento de los invitados. Cuando el "director" apareció en el segundo mes, yo no pensaba que aquel hombre nos obsequiaba por haberse salvado su hija, yo insistía en suponer que la hija se había ahogado. Mi pensamiento cruzaba con pasos inmensos y vagos las pocas manzanas que nos separaban del río; entonces yo me imaginaba a la hija, a poco centímetros de la superficie del agua; allí recibía la luz de una luna amarillenta; pero al mismo tiempo resplandecía de blanco, su lujoso vestido y la piel de sus brazos y su cara. Tal vez aquel privilegio se debiera a las riquezas del padre y a sacrificios ignorados. A los que comían frente a mí y de espaldas al río, también los imaginaba ahogados: se inclinaban sobre los platos como si quisieran subir desde el centro del río y salir del agua; los que comíamos frente a ellos, les hacíamos una cortesía, pero no les alcanzábamos la mano.

Una vez en aquel comedor oí unas palabras. Un comensal muy gordo había dicho: "Me voy a morir". En seguida cayó con la cabeza en la sopa, como si la quisiera tomar sin cuchara; los demás habían dado vuelta sus cabezas para mirar la que estaba servida en el plato, y todos los cubiertos habían dejado de latir. Después se había oído arrastrar las patas de las sillas, los sirvientes llevaron al muerto al cuarto de los sombreros e hicieron sonar el teléfono para llamar al médico. Y antes que el cadáver se enfriara ya todos habían vuelto a sus platos y se oían picotear los cubiertos.

Al poco tiempo yo empecé a disminuir las corridas por el teatro y a enfermarme de silencio. Me hundía en mí mismo como en un pantano. Mis compañeros de trabajo tropezaban conmigo, y yo empecé a ser un estorbo errante. Lo único que hacía bien era lustrar los botones de mi frac. Una vez un compañero me dijo: "¡Apúrate, hipopótamo!" Aquella palabra cayó en mi pantano, se me quedó pegada y empezó a hundirse. Después me dijeron otras cosas. Y cuando ya me habían llenado la memoria de palabras como cacharros sucios, evitaban tropezar conmigo y daban vuelta por otro lado para esquivar mi pantano.

Algún tiempo después me echaron del empleo y mi amigo extranjero me consiguió otro en un teatro inferior. Allí iban mujeres mal vestidas y hombres que daban poca propina. Sin embargo, yo traté de conservar mi puesto.

Pero en uno de aquellos días más desgraciados apareció ante mis ojos algo que me compensó de mis males. Había estado insinuándose poco a poco. Una noche me desperté en el silencio oscuro de mi pieza y vi, en la pared empapelada de flores violetas, una luz. Desde el primer instante tuve la idea de que me ocurría algo extraordinario, y no me asusté. Moví los ojos hacia un lado y la mancha de luz siguió el mismo movimiento. Era una mancha parecida a la que se ve en la oscuridad cuando recién se apaga la lamparilla; pero esta otra se mantenía bastante tiempo y era posible ver a través de ella. Bajé los ojos hasta la mesa y vi las botellas y los objetos míos. No me quedaba la menor duda; aquella luz salía de mis propios ojos, y se había estado desarrollando desde hacía mucho tiempo. Pasé el dorso de mi mano por delante de mi cara y vi mis dedos abiertos. Al poco rato sentí cansancio; la luz disminuía y yo cerré los ojos. Después los volví a abrir para comprobar si aquello era cierto. Miré la bombita de luz eléctrica y vi que ella brillaba con luz mía. Me volví a convencer y tuve una sonrisa. ¿Quién, en el mundo, veía con sus propios ojos en la oscuridad?

Cada noche yo tenía más luz. De día había llenado la pared de clavos; y en la noche colgaba objetos de vidrio o porcelana: eran los que se veían mejor. En un pequeño ropero -donde estaban grabadas mis iniciales, pero no las había grabado yo-, guardaba copas atadas del pie con un hilo, botellas con el hilo al cuello; platitos atados en el calado del borde; tacitas con letras doradas, etc. Una noche me atacó un terror que casi me lleva a la locura. Me había levantado para ver si me quedaba algo más en el ropero; no había encendido la luz eléctrica y vi mi cara y mis ojos en el espejo, con mi propia luz. Me desvanecí. Y cuando me desperté tenía la cabeza debajo de la cama y veía los fierros como si estuviera debajo de un puente. Me juré no mirar nunca más aquella cara mía y aquellos ojos de un puente. Eran de un color amarillo verdoso que brillaba como el triunfo de una enfermedad desconocida; los ojos eran grandes redondeles, y la cara estaba dividida en pedazos que nadie podría juntar ni comprender.

Me quedé despierto hasta que subió el ruido de los huesos serruchados y cortados con el hacha.

Al otro día recordé que hacía pocas noches iba subiendo el pasillo de la platea en penumbra y una mujer me había mirado los ojos con las cejas fruncidas. Otra noche mi amigo extranjero me había hecho burla diciéndome que mis ojos brillaban como los de los gatos. Yo trataba de mirarme la cara en las vidrieras apagadas, y prefería no ver los objetos que había tras los vidrios. Después de haber pensado mucho en los modos de utilizar la luz, siempre había llegado a la conclusión de que debía utilizarla cuando estuviera solo.

En una de las cenas y antes que apareciera el dueño de casa en la portada blanca, vi la penumbra de la puerta entreabierta y sentí deseos de meter los ojos allí. Entonces empecé a planear la manera de entrar en aquella habitación, pues ya había entrevisto en ella vitrinas cargadas de objetos y había sentido aumentar la luz de mis ojos.

El hall del gran comedor daba a una calle; pero la casa cruzaba toda la manzana y tenía la entrada principal por otra calle; yo ya me había paseado muchas veces por la calle del hall y había visto varias veces al mayordomo; era el único que andaba por allí a esas horas. Cuando caminaba de frente con las piernas y los brazos torcidos hacia afuera, parecía un orangután; pero al verlo de costado, con la cola del frac muy dura, parecía un bicharraco. Una tarde, antes de cenar, me atreví a hablarle. Él me miraba escondiendo los ojos detrás de cejas espesas, mientras yo le decía:

-Me gustaría hablarle de un asunto particular; pero tengo que pedirle reserva.

-Usted dirá, señor.

-Yo... -ahora él miraba el piso y esperaba- tengo en los ojos una luz que me permite ver en la oscuridad...

-Comprendo, señor.

-¡Comprende, no! -le contesté irritado-. Usted no puede haber conocido a nadie que viera en la oscuridad.

-Dije que comprendía sus palabras, señor; pero ya lo creo que ellas me asombran.

-Escuche. Si nosotros entramos a esa habitación -la de los sombreros- y cerramos la puerta, usted puede poner encima de la mesa cualquier objeto que tenga en el bolsillo y yo le diré qué es.

-Pero, señor -decía él-, si en ese momento viniera...

-Si es el dueño de la casa, yo le doy autorización para que se lo diga. Hágame el favor; es un momentito nada más.

-¿Y para qué?

-Ya se lo explicaré. Ponga cualquier cosa en la mesa apenas yo cierre la puerta; y en seguida le diré...

-Lo más pronto que pueda, señor...

Pasó ligero, se acercó a la mesa, yo cerré la puerta y al instante le dije:

-¡Usted ha puesto la mano abierta y nada más!

-Bueno, me basta, señor.

-Pero ponga algo que tenga en el bolsillo...

Puso el pañuelo; y yo, riéndome, le dije:

-¡Qué pañuelo sucio!

Él también se rió; pero de pronto le salió un graznido ronco y enderezó hacia la puerta. Cuando la abrió tenía la mano en los ojos y temblaba. Entonces me di cuenta que me había visto la cara; y eso yo no lo había previsto. Él me decía, suplicante:

-¡Váyase, señor! ¡Váyase, señor!

Y empezó a cruzar el comedor. Estaba ya iluminado pero vacío.

En la próxima vez que el dueño de casa comió con nosotros, yo le pedí a mi amigo que me permitiera sentarme cerca de la cabecera -donde se ubicaba el dueño-. El mayordomo tendría que servir allí, y no podría esquivarme. Cuando traía el primer plato sintió sobre él mis ojos y le empezaron a temblar las manos. Mientras el ruido de los cubiertos entretenía el silencio, yo acosaba al mayordomo. Después lo volví a ver en el hall. Él me decía:

-¡Señor, usted me va a perder!

-Si no me escucha, ya lo creo que lo perderé.

-¿Pero qué quiere el señor de mí?

-Que me permita ver, simplemente ver, puesto que usted me revisará a la salida, las vitrinas de la habitación contigua al comedor.

Empezó a hacer señas con las manos y la cabeza antes de poder articular ninguna palabra. Y cuando pudo, dijo:

-Yo vine a esta casa, señor, hace muchos años...

A mí me daba pena; y fastidio de tener pena. Mi lujuria de ver me lo hacía considerar como un obstáculo complicado. Él me hacía la historia de su vida y me explicaba por qué no podía traicionar al dueño de casa. Entonces lo interrumpí intimidándolo:

-Todo eso es inútil, puesto que él no se enterará; además, usted se portaría mucho peor si yo le revolviera la cabeza por dentro. Esta noche vendré a las dos, y estaré en aquella habitación hasta la tres.

-Señor, revuélvame la cabeza y máteme.

-No; te ocurrirían cosas mucho más horribles que la muerte.

Y en el instante de irme le repetía:

-Esta noche, a las dos, estaré en esta puerta.

Al salir de allí necesité pensar algo que me justificara. Entonces me dije: "Cuando él vea que no ocurre nada no sufrirá más". Yo quería ir esa noche porque me tocaba cenar allí; y aquellas comidas con sus vinos me excitaban mucho y me aumentaban la luz.

Durante esa cena el mayordomo no estuvo tan nervioso como yo esperaba, y pensé que no me abriría la puerta. Pero fui a las dos, y me abrió. Entonces, mientras cruzaba el comedor detrás de él y de su candelabro, se me ocurrió la idea de que él no habría resistido la tortura de la amenaza, le habría contado todo al dueño y me tendrían preparada una trampa. Apenas entramos en la habitación de las vitrinas lo miré: tenía los ojos bajos y la cara inexpresiva; entonces le dije:

-Tráigame un colchón. Veo mejor desde el piso, y quiero tener el cuerpo cómodo.

Vaciló haciendo movimientos con el candelabro y se fue. Cuando me quedé solo y empecé a mirar creí estar en el centro de una constelación. Después pensé que me atraparían. El mayordomo tardaba. Para prenderme a mí no hubiera necesitado mucho tiempo. Apareció arrastrando un colchón con una mano porque en la otra traía el candelabro. Y con voz que sonó demasiado entre aquellas vitrinas, dijo:

-Volveré a las tres.

Al principio yo tenía miedo de verme reflejado en los grandes espejos o en los cristales de las vitrinas. Pero tirado en el suelo no me alcanzaría ninguno de ellos. ¿Por qué el mayordomo estaría tan tranquilo? Mi luz anduvo vagando por aquel universo; pero yo no podía alegrarme. Después de tanta audacia para llegar hasta allí, me faltaba coraje para estar tranquilo. Yo podía mirar una cosa y hacerla mía teniéndola en mi luz un buen rato; pero era necesario estar despreocupado y saber que tenía derecho a mirarla. Me decidí a observar un pequeño rincón que tenía cerca de los ojos. Había un libro de misa con tapas de carey veteado como el azúcar quemada; pero en una de las esquinas tenía un calado sobre el que descansaba una flor aplastada. Al lado de él, enroscado como un reptil, yacía un rosario de piedras preciosas. Esos objetos estaban al pie de abanicos que parecían bailarinas abriendo sus anchas polleras; mi luz perdió un poco de estabilidad al pasar sobre algunos que tenían lentejuelas; y por fin se detuvo en otro que tenía un chino con cara de nácar y traje de seda. Sólo aquel chino podía estar aislado en aquella inmensidad; tenía una manera de estar fijo que hacía pensar en el misterio de la estupidez. Sin embargo, él fue lo único que yo pude hacer mío aquella noche. Al salir quise darle una propina al mayordomo. Pero él la rechazó diciendo:

-Yo no hago esto por interés, señor; lo hago obligado por usted.

En la segunda sesión miré miniaturas de jaspe; pero al pasar mi luz por encima de un pequeño puente sobre el que cruzaban elefantes me di cuenta de que en aquella habitación había otra luz que no era la mía. Di vuelta los ojos antes que la cabeza y vi avanzar una mujer blanca con un candelabro. Venía desde el principio de la ancha avenida bordeada de vitrinas. Me empezaron espasmos en la sien que en seguida corrieron como ríos dormidos a través de las mejillas; después los espasmos me envolvieron el pelo con vueltas de turbante. Por último, aquello descendió por las piernas y se anuló en las rodillas. La mujer venía con la cabeza fija y el paso lento. Yo esperaba que su envoltura de luz llegara hasta el colchón y ella soltara un grito. Se detenía unos instantes; y al renovar los pasos yo pensaba que tenía tiempo de escapar; pero no me podía mover. A pesar de las pequeñas sombras en la cara se veía que aquella mujer era bellísima: parecía haber sido hecha con las manos y después de haberla bosquejado en un papel. Se acercaba demasiado, pero yo pensaba quedarme quieto hasta el fin del mundo. Se paró a un costado del colchón. Después empezó a caminar pisando con un pie en el piso y otro en el colchón. Yo estaba como un muñeco extendido en un escaparate mientras ella pisaba con un pie en el cordón de la vereda y el otro en la calle. Después permanecí inmóvil, a pesar de que la luz de ella se movía de una manera extraña. Cuando la vi pasar de vuelta ella hacía un camino en forma de eses por entre el espacio de una vitrina a la otra, y la cola del peinador se iba enredando suavemente en las patas de las vitrinas. Tuve la sensación de haber dormido un poco antes que ella hubiera llegado a la puerta del fondo. La había dejado abierta al venir y también la dejó al irse. Todavía no había desaparecido del todo la luz de ella, cuando descubrí que había otras detrás de mí. Ahora me pude levantar. Tomé el colchón por una punta y salí para encontrarme con el mayordomo. Le temblaba todo el cuerpo y el candelabro. No podía entender lo que me decía porque le castañeteaban los dientes postizos.

Ya sabía que en la próxima sesión ella aparecería de nuevo; no podía concentrarme para mirar nada, y no hacía otra cosa que esperarla. Apareció y me sentí más tranquilo. Todos los hechos eran iguales a la primera vez; el hueco de los ojos conservaba la misma fijeza; pero no sé dónde estaba lo que cada noche tenía de diferente. Al mismo tiempo yo ya sentía costumbre y ternura. Cuando ella venía cerca del colchón tuve una rápida inquietud: me di cuenta que no pasaría por la orilla sino que cruzaría por encima de mí. Volví a sentir terror y a creer que ella gritaría. Se detuvo cerca de mis pies. Después dio un paso sobre el colchón; otro encima de mis rodillas -que temblaron, se abrieron e hicieron resbalar el pie de ella-; otro paso del otro pie en el colchón; otro paso en la boca de mi estómago; otro más en el colchón y otro de manera que su pie descalzo se apoyó en mi garganta. Y después perdí el sentido de lo que ocurría de la más delicada manera: pasó por mi cara toda la cola de su peinador perfumado.

Cada noche los hechos eran más parecidos; pero yo tenía sentimientos distintos. Después todos se fundían y las noches parecían pocas. La cola del peinador borraba memorias sucias y yo volvía a cruzar espacios de un aire tan delicado como el que hubieran podido mover las sábanas de la infancia. A veces ella interrumpía un instante el roce de la cola sobre mi cara; entonces yo sentía la angustia de que me cortaran la comunicación y la amenaza de un presente desconocido. Pero cuando el roce continuaba y el abismo quedaba salvado, yo pensaba en una broma de la ternura y bebía con fruición todo el resto de la cola.

A veces, el mayordomo me decía:

-¡Ah, señor! ¡Cuánto tarda en descubrirse todo esto!

Pero yo iba a mi pieza, cepillaba lentamente mi traje negro en el lugar de las rodillas y el estómago, y después me acostaba para pensar en ella. Había olvidado mi propia luz: la hubiera dado para recordar con más precisión cómo la envolvía a ella la luz de su candelabro. Repasaba sus pasos y me imaginaba que una noche ella se detendría cerca de mí y se hincaría; entonces, en vez del peinador, yo sentiría sus cabellos y sus labios. Todo esto lo componía de muchas maneras; y a veces le ponía palabras: "Querido mío, yo te mentía..." Pero esas palabras no me parecían de ella y tenía que empezar a suponer todo de nuevo. Esos ensayos no me dejaban dormir; y hasta penetraban un poco en los sueños. Una vez soñé que ella cruzaba una gran iglesia. Había resplandores de luces de velas sobre colores rojos y dorados. Lo más iluminado era el vestido blanco de novia con una larga cola que ella llevaba lentamente. Se iba a casar; pero caminaba sola y con una mano se tomaba la otra. Yo era un perro lanudo de un color negro muy brillante y estaba echado encima de la cola de la novia. Ella me arrastraba con orgullo y yo parecía dormido. Al mismo tiempo yo me sentía ir entre un montón de gente que seguía a la novia y al perro. En esa otra manera mía, yo tenía sentimientos e ideas parecidos a los de mi madre y trataba de acercarme todo lo posible al perro. Él iba tan tranquilo como si se hubiera dormido en una playa y de cuando en cuando abriera los ojos y se viera rodeado de espuma. Yo le había transmitido al perro una idea, y él la había recibido con una sonrisa. Era ésta: "Tú te dejas llevar, pero tú piensas en otra cosa".

Después, en la madrugada, oía serruchar la carne y golpear con el hacha.

Una noche en que había recibido pocas propinas, salí del teatro y bajé hasta la calle más próxima al río. Mis piernas estaban cansadas; pero mis ojos tenían gran necesidad de ver. Al pararme en una casucha de libros viejos vi pasar una pareja de extranjeros; él iba vestido de negro y con una gorra de apache; ella llevaba en la cabeza una mantilla española y hablaba en alemán. Yo caminaba en la dirección de ellos, pero ellos iban apurados y me habían sacado ventaja. Sin embargo, al llegar a la esquina tropezaron con un niño que vendía caramelos y le desparramaron los paquetes. Ella se reía, le ayudaba a juntar la mercancía y al fin le dio unas monedas. Y fue al volverse a mirar por última vez al vendedor, cuando reconocí a mi sonámbula y me sentí caer en un pozo de aire. Seguí a la pareja ansiosamente: yo también tropecé con una gorda que me dijo:

-Mirá por donde vas, imbécil.

Yo casi corría y estaba a punto de sollozar. Ellos llegaron a un cine barato, y cuando él fue a sacar las entradas ella dio vuelta la cabeza. Me miró con cierta inasistencia porque vio mi ansiedad, pero no me conoció. Yo no tenía la menor duda. Al entrar me senté algunas filas delante de ellos, y en una de las veces que me di vuelta para mirarla, ella debe haber visto mis ojos en la oscuridad, pues empezó a hablarle a él con alguna agitación. Al rato yo me di vuelta otra vez; ellos hablaron de nuevo, pero pocas palabras y en voz alta. E inmediatamente abandonaron la sala. Yo también. Corría detrás de ella sin saber lo que iba a hacer. Ella no me reconocía; y además se me escapaba con otro. Yo nunca había tenido tanta excitación y, aunque sospechaba que no iría a buen fin, no podía detenerme. Estaba seguro de que en todo aquello había confusión de destinos; pero el hombre que iba apretado al brazo de ella se había hundido la gorra hasta las orejas y caminaba cada vez más ligero. Los tres nos precipitábamos como en un peligro de incendio; yo ya iba cerca de ellos, y esperaba quién sabe qué desenlace. Ellos bajaron la vereda y empezaron a cruzar la calle corriendo; yo iba a hacer lo mismo, y en ese instante me detuvo otro hombre de gorra; estaba sentado en un auto, había descargado un cornetazo y me estaba insultando. Apenas desapareció el auto yo vi a la pareja acercarse a un policía. Con el mismo ritmo con que caminaba tras ellos me decidí a ir para otro lado. A los pocos metros me di vuelta, pero no vi a nadie que me siguiera. Entonces empecé a disminuir la velocidad y a reconocer el mundo de todos los días. Había que andar despacio y pensar mucho. Me di cuenta que iba a tener una gran angustia y entré en una taberna que tenía poca luz y poca gente; pedí vino y empecé a gastar de las propinas que reservaba para pagar la pieza. La luz salía hacia la calle por entre las rejas de una ventana abierta; y se le veían brillar las hojas a un árbol que estaba parado en el cordón de la vereda. A mí me costaba decidirme a pensar en lo que me pasaba. El piso era de tablas viejas con agujeros. Yo pensaba que el mundo en que ella y yo nos habíamos encontrado era inviolable; ella no lo podría abandonar después de haberme pasado tantas veces la cola del peinador por la cara; aquello era un ritual en que se anunciaba el cumplimiento de un mandato. Yo tendría que hacer algo. O esperar tal vez algún aviso que ella me diera en una de aquellas noches. Sin embargo, ella no parecía saber el peligro que corría en sus noches despiertas, cuando violaba lo que le indicaban los pasos del sueño. Yo me sentía orgulloso de ser un acomodador, de estar en la más pobre taberna y de saber, yo solo -ni siquiera ella lo sabía-, que con mi luz había penetrado en un mundo cerrado para todos los demás. Cuando salí de la taberna vi un hombre que llevaba gorra. Después vi otros. Entonces tuve una idea de los hombres de gorra: eran seres que andaban por todas partes, pero que no tenían nada que ver conmigo. Subí a un tranvía pensando que cuando fuera a la sala de las vitrinas llevaría escondida una gorra y de pronto se la mostraría. Un hombre gordo descargó su cuerpo, al sentarse a mi lado, y yo ya no pude pensar más nada.

A la próxima reunión yo llevé la gorra, pero no sabía si la utilizaría. Sin embargo, apenas ella apareció en el fondo de la sala yo saqué la gorra y empecé a hacer señales como un farol negro. De pronto la mujer se detuvo y yo, instintivamente, guardé la gorra; pero cuando ella empezó a caminar volví a sacarla y a hacer señales. Cuando ella se paró cerca del colchón tuve miedo y le tiré con la gorra: primero le pegó en el pecho y después cayó a sus pies. Todavía pasaron unos instantes antes de que ella soltara un grito. Se le cayó el candelabro haciendo ruido y apagándose. En seguida oí caer el bulto blando de su cuerpo seguido de un golpe más duro que sería la cabeza. Yo me paré y abrí los brazos como para tantear una vitrina; pero en ese instante me encontré con mi propia luz que empezaba a crecer sobre el cuerpo de ella. Había caído como si en seguida fuera a tener un sueño dichoso; los brazos le habían quedado entreabiertos, la cabeza echada hacia un lado y la cara pudorosamente escondida bajo las ondas del pelo. Yo recorría su cuerpo con mi luz como un bandido que la registrara con una linterna; y cerca de los pies me sorprendí al encontrar un gran sello negro, en el que pronto reconocí mi gorra. Mi luz no sólo iluminaba a aquella mujer, sino que tomaba algo de ella. Yo miraba complacido la gorra y pensaba que era mía y no de ningún otro; pero de pronto mis ojos empezaron a ver en los pies de ella un color amarillo verdoso parecido al de mi cara aquella noche que la vi en el espejo de mi ropero. Aquel color se hacía brillante en algunos lados del pie y se oscurecía en otros. Al instante aparecieron pedacitos blancos que me hicieron pensar en los huesos de los dedos. Ya el horror giraba en mi cabeza como un humo sin salida. Empecé de nuevo a hacer el recorrido de aquel cuerpo; ya no era el mismo, y yo no reconocía su forma; a la altura del vientre encontré, perdida, una de sus manos, y no veía de ella nada más que los huesos. No quería mirar más y hacía un gran esfuerzo para bajar los párpados. Pero mis ojos, como dos gusanos que se movieran por su cuenta dentro de mis órbitas, siguieron revolviéndose hasta que la luz que proyectaban llegó hasta la cabeza de ella. Carecía por completo de pelo, y los huesos de la cara tenían un brillo espectral como el de un astro visto con un telescopio. Y de pronto oí al mayordomo: caminaba fuerte, encendía todas las luces y hablaba enloquecido. Ella volvió a recobrar sus formas; pero yo no la quería mirar. Por una puerta que yo no había visto entró el dueño de casa y fue corriendo a levantar a la hija. Salía con ella en brazos cuando apareció otra mujer; todos se iban, y el mayordomo no dejaba de gritar:

-Él tuvo la culpa; tiene una luz del infierno en los ojos. Yo no quería y él me obligó...

Apenas me quedé sólo pensé que me ocurría algo muy grave. Podría haberme ido; pero me quedé hasta que entró de nuevo el dueño. Detrás venía el mayordomo y dijo:

-¡Todavía está aquí!

Yo iba a contestarle. Tardé en encontrar la respuesta; sería más o menos ésta: "No soy persona de irme así de una casa. Además tengo que dar una explicación". Pero también me vino la idea de que sería más digno no contestar al mayordomo. El dueño ya había llegado hasta mí. Se arreglaba el pelo con los dedos y parecía muy preocupado. Levantó la cabeza con orgullo y, con el ceño fruncido y los ojos empequeñecidos, me preguntó:

-¿Mi hija lo invitó a venir a este lugar?

Su voz parecía venir de un doble fondo que él tuviera en su persona. Yo me quedé tan desconcertado que no pude decir más que:

-No, señor. Yo venía a ver estos objetos... y ella me caminaba por encima...

El dueño iba a hablar, pero se quedó con la boca entreabierta. Volvió a pasarse los dedos por el pelo y parecía pensar: "No esperaba esta complicación".

El mayordomo empezó a explicarle otra vez la luz del infierno y todo lo demás. Yo sentía que toda mi vida era una cosa que los demás no comprenderían. Quise reconquistar el orgullo y dije:

-Señor, usted no podrá entender nunca. Si le es más cómodo, envíeme a la comisaría.

Él también recobró su orgullo:

-No llamaré a la policía porque usted ha sido mi invitado; pero ha abusado de mi confianza, y espero que su dignidad le aconsejará lo que debe hacer.

Entonces yo empecé a pensar un insulto. Lo primero que me vino a la cabeza fue decirle "mugriento". Pero en seguida quise pensar en otro. Y fue en esos instantes cuando se abrió, sola, una vitrina, y cayó al suelo una mandolina. Todos escuchamos atentamente el sonido de la caja armónica y las cuerdas. Después el dueño se dio vuelta y se iba para adentro en el momento que el mayordomo fue a recoger la mandolina; le costó decidirse a tomarla, como si desconfiara de algún embrujo; pero la pobre mandolina parecía, más bien, un ave disecada. Yo también me di vuelta y empecé a cruzar el comedor haciendo sonar mis pasos; era como si anduviera dentro de un instrumento.

En los días que siguieron tuve mucha depresión y me volvieron a echar del empleo. Una noche intenté colgar mis objetos de vidrio en la pared; pero me parecieron ridículos. Además fui perdiendo la luz: apenas veía el dorso de mi mano cuando la pasaba por delante de los ojos.

FIN

 

Hernández, Felisberto - BIOGRAFÍA

Hernández, Felisberto

BIOGRAFÍA
Felisberto Hernández nació en Montevideo, el 20 de octubre de 1902. Era hijo de Prudencio Hernández González y de Juana Hortensia Silva. Pasó su infancia en la casa que los abuelos paternos de Felisberto poseen en el Cerro. En 1908 tras escuchar a Bernardo de los Campos, un pianista ciego, decidió su vocación musical. Estudió en Escuela Artigas de Enseñanza Primaria. En 1915 conoció a un personaje que resultaría fundamental en su vida: Clemente Colling.
Empezó tempranamente a ganarse el sustento como pianista en varias salas de cine, debido a la mala situación financiera de la familia y también se dedicó a dar clases de piano.
En 1919 un viaje a Maldonado, a casa de su tía abuela Deolinda, le permitió conocer dos personas que serían importantes en su vida: Venus González Olaza, quien será su futuro editor y empresario; y también María Isabel Guerra, una maestra de quien se enamoró y con quien se casaría en 1925.
A partir de 1922 empezó a dar recitales. La compañía de Clemente Colling abarcó toda la cotidianeidad del joven pianista. No obstante, los otros miembros de la familia Hernández, que en un principio aceptaron al maestro como nuevo inquilino de su hogar se hastiraon del personaje poco social.
En 1925 publicó de Fulano de tal, costeada por un amigo del autor, José Rodríguez Riet. Tuvo su primera hija en 1926, pero la vida de giras de conciertos que llevaba le impiduieron conocerla hsta los cuatro meses, y en ese mismo año murió Colling.
En 1927 dio su primer concierto en el Teatro Albéniz de Montevideo. En 1932 se unió profesionalmente al rapsoda Yamandú Rodríguez y presentaron un espectáculo en el Teatro París, de Buenos Aires.
Se divorció de su primera esposa y se enamoró de Amalia Nieto con quien se casó en 1937. El 8 de marzo nació su segunda hija, Ana María Hernández Nieto.
En 1939 ofreció un recital en el Teatro del Pueblo de Buenos Aires con notable éxito. A la vuelta a Uruguay fundó una librería, El Burrito Blanco, que fue un fracaso.
En 1942 la editorial González Panizza publicó Por los tiempos de Clemente Colling, por el que recibió un premio del Ministerio de Instrucción Pública, sin embargo su vida familiar se fue deteriorando en parte por la carestía económica que lo obligó a vender incluso el piano, lo cual fue definitivo para el abandono de la carrera musical para dedicarse de lleno a la literaria, impulsada por el premio del Salón Municipal de Montevideo. A partir de este año —y hasta 1956—, desempeñó tareas burocráticas en el departamento de Control de Radio de la Asociación Uruguaya de Autores. En 1946 una beca del gobierno de Francia le permitió viajar a París en octubre de este año. El 17 de diciembre Jules Supervielle lo presentó en el PEN Club de París, siempre leal a Felisberto, Jules Supervielle condujo a su amigo hasta las aulas de la Sorbona, donde éste leyó uno de sus relatos. Susana Soca editó en La Licorne el relato «El balcón»; y «El acomodador». En París conoció a María Luisa Las Heras, este romance se ampliará en Montevideo, donde la revista Escritura acababa de publicar otro de sus cuentos: «Mur». En 1949 contrajo matrimonio en Montevideo con María Luisa Las Heras y en la revista Escritura se publicó Las Hortensias. María Luisa era en realidad un espía soviética, pero se presume que Felisberto nunca se enteró, ya que él era ferviente anitcomunista, y poco tiempo después del matrimonio se divorciaron.
Su nuevo amor fue Reina Reyes, una profesora de pedagogía y escritora con quien inició un romance que duró hasta 1958, ella tuvo un papel decisivo ya que además de apoyarlo y de aceptar los vaivenes de su carácter, logró que lo admitieran como taquígrafo en la Imprenta Nacional y gestionó un permiso en el Ateneo montevideano para que pudiera tener acceso al piano de dicha institución, sin embargo Felisberto aprovechó que Reina fue hospitalizada tras un accidente, para mudar sus pertenencias y poco después se fue a vivir con María Dolores Roselló. Su salud se había ido deterioriorando y sufría obesidad. En 1963 se le disgnosticó una leucemia, murió el 13 de enero de 1964. Su cuerpo, muy maltrecho y abotargado por la enfermedad, tuvo que ser evacuado por la ventana y tuvieron que ensanchar la sepultura para poder enterrarlo.
La vida de Felisberto Hernández estuvo llena de vicisitudes y pasiones y contradicciones, y del mismo modo su escritura fundó un nuevo modo, reconocido por escritores de la talla de Julio Cortázar, o Italo Calvino, quien escribió sobre Felisberto: "es un escritor que no se parece a nadie: a ninguno de los europeos y a ninguno de los latinoamericanos, es un “francotirador” que desafía toda clasificación y todo marco, pero se presenta como inconfundible al abrir sus páginas."

BIBLIOGRAFÍA

Fulano de Tal (1925)
Libro sin tapas (1929)
La cara de Ana (1930)
La envenenada (1931)
Por los tiempos de Clemente Colling (1942)
El caballo perdido (1943)
Nadie encendía las lámparas (1947)
Las hortensias (aparecida por primera vez en la revista uruguaya Escritura en 1949, publicada en 1950 por Editorial Lumen.)
Explicación falsa de mis cuentos ("manifiesto estético", aparecido en la revista La Licorne en 1955.)
La casa inundada (1960)
El cocodrilo (1962)
Tierras de la memoria (inconclusa, 1964)


ENLACES
http://www.felisberto.org.uy/
http://cvc.cervantes.es/actcult/fhernandez/default.htm
http://www.literatura.us/hernandez/index.html
http://www.elortiba.org/feliher.html
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/hndz/fh.htm
http://www.temakel.com/cuentofhernandez.htm
http://www.ucm.es/info/especulo/numero22/felisber.html

Nadie encendía las lámparas - Felisberto Hernández

Nadie encendía las lámparas
[Cuento. Texto completo.]

Felisberto Hernández

Hace mucho tiempo leía yo un cuento en una sala antigua. Al principio entraba por una de las persianas un poco de sol. Después se iba echando lentamente encima de algunas personas hasta alcanzar una mesa que tenía retratos de muertos queridos. A mí me costaba sacar las palabras del cuerpo como de un instrumento de fuelles rotos. En las primeras sillas estaban dos viudas dueñas de casa; tenían mucha edad, pero todavía les abultaba bastante el pelo de los moños. Yo leía con desgano y levantaba a menudo la cabeza del papel; pero tenía que cuidar de no mirar siempre a una misma persona; ya mis ojos se habían acostumbrado a ir a cada momento a la región pálida que quedaba entre el vestido y el moño de una de las viudas. Era una cara quieta que todavía seguiría recordando por algún tiempo un mismo pasado. En algunos instantes sus ojos parecían vidrios ahumados detrás de los cuales no había nadie. De pronto yo pensaba en la importancia de algunos concurrentes y me esforzaba por entrar en la vida del cuento. Una de las veces que me distraje vi a través de las persianas moverse palomas encima de una estatua. Después vi, en el fondo de la sala, una mujer joven que había recostado la cabeza contra la pared; su melena ondulada estaba muy esparcida y yo pasaba los ojos por ella como si viera una planta que hubiera crecido contra el muro de una casa abandonada. A mí me daba pereza tener que comprender de nuevo aquel cuento y transmitir su significado; pero a veces las palabras solas y la costumbre de decirlas producían efecto sin que yo interviniera y me sorprendía la risa de los oyentes. Ya había vuelto a pasar los ojos por la cabeza que estaba recostada en la pared y pensé que la mujer acaso se hubiera dado cuenta; entonces, para no ser indiscreto, miré hacia la estatua. Aunque seguía leyendo, pensaba en la inocencia con que la estatua tenía que representar un personaje que ella misma no comprendería. Tal vez ella se entendería mejor con las palomas: parecía consentir que ellas dieran vueltas en su cabeza y se posaran en el cilindro que el personaje tenía recostado al cuerpo. De pronto me encontré con que había vuelto a mirar la cabeza que estaba recostada contra la pared y que en ese instante ella había cerrado los ojos. Después hice el esfuerzo de recordar el entusiasmo que yo tenía las primeras veces que había leído aquel cuento; en él había una mujer que todos los días iba a un puente con la esperanza de poder suicidarse. Pero todos los días surgían obstáculos. Mis oyentes se rieron cuando en una de las noches alguien le hizo una proposición y la mujer, asustada, se había ido corriendo para su casa.

La mujer de la pared también se reía y daba vuelta la cabeza en el muro como si estuviera recostada en una almohada. Yo ya me había acostumbrado a sacar la vista de aquella cabeza y ponerla en la estatua. Quise pensar en el personaje que la estatua representaba; pero no se me ocurría nada serio; tal vez el alma del personaje también habría perdido la seriedad que tuvo en vida y ahora andaría jugando con las palomas. Me sorprendí cuando algunas de mis palabras volvieron a causar gracia; miré a las viudas y vi que alguien se había asomado a los ojos ahumados de la que parecía más triste. En una de las oportunidades que saqué la vista de la cabeza recostada en la pared, no miré la estatua sino a otra habitación en la que creí ver llamas encima de una mesa; algunas personas siguieron mi movimiento; pero encima de la mesa sólo había una jarra con flores rojas y amarillas sobre las que daba un poco de sol.

Al terminar mi cuento se encendió el barullo y la gente me rodeó; hacían comentarios y un señor empezó a contarme un cuento de otra mujer que se había suicidado. Él quería expresarse bien pero tardaba en encontrar las palabras; y además hacía rodeos y digresiones. Yo miré a los demás y vi que escuchaban impacientes; todos estábamos parados y no sabíamos qué hacer con las manos. Se había acercado la mujer que usaba esparcidas las ondas del pelo. Después de mirarla a ella, miré la estatua. Yo no quería el cuento porque me hacía sufrir el esfuerzo de aquel hombre persiguiendo palabras: era como si la estatua se hubiera puesto a manotear las palomas.

La gente que me rodeaba no podía dejar de oír al señor del cuento; él lo hacía con empecinamiento torpe y como si quisiera decir: "soy un político, sé improvisar un discurso y también contar un cuento que tenga su interés".

Entre los que oíamos había un joven que tenía algo extraño en la frente: era una franja oscura en el lugar donde aparece el pelo; y ese mismo color -como el de una barba tupida que ha sido recién afeitada y cubierta de polvos- le hacía grandes entradas en la frente. Miré a la mujer del pelo esparcido y vi con sorpresa que ella también me miraba el pelo a mí. Y fue entonces cuando el político terminó el cuento y todos aplaudieron. Yo no me animé a felicitarlo y una de las viudas dijo: "siéntense, por favor" Todos lo hicimos y se sintió un suspiro bastante general; pero yo me tuve que levantar de nuevo porque una de las viudas me presentó a la joven del pelo ondeado: resultó ser sobrina de ella. Me invitaron a sentarme en un gran sofá para tres; de un lado se puso la sobrina y del otro el joven de la frente pelada. Iba a hablar la sobrina, pero el joven la interrumpió. Había levantado una mano con los dedos hacia arriba -como el esqueleto de un paraguas que el viento hubiera doblado- y dijo:

-Adivino en usted un personaje solitario que se conformaría con la amistad de un árbol.

Yo pensé que se había afeitado así para que la frente fuera más amplia, y sentí maldad de contestarle:

-No crea; a un árbol, no podría invitarlo a pasear.

Los tres nos reímos. Él echó hacia atrás su frente pelada y siguió:

-Es verdad; el árbol es el amigo que siempre se queda.

Las viudas llamaron a la sobrina. Ella se levantó haciendo un gesto de desagrado; yo la miraba mientras se iba, y sólo entonces me di cuenta que era fornida y violenta. Al volver la cabeza me encontré con un joven que me fue presentado por el de la frente pelada. Estaba recién peinado y tenía gotas de agua en las puntas del pelo. Una vez yo me peiné así, cuando era niño, y mi abuela me dijo: "Parece que te hubieran lambido las vacas." El recién llegado se sentó en el lugar de la sobrina y se puso a hablar.

-¡Ah, Dios mío, ese señor del cuento, tan recalcitrante!

De buena gana yo le hubiera dicho: "¿Y usted?, ¿tan femenino?" Pero le pregunté:

-¿Cómo se llama?

-¿Quién?

-El señor... recalcitrante.

-Ah, no recuerdo. Tiene un nombre patricio. Es un político y siempre lo ponen de miembro en los certámenes literarios.

Yo miré al de la frente pelada y él me hizo un gesto como diciendo: "'¡Y qué le vamos a hacer!"

Cuando vino la sobrina de las viudas sacó del sofá al "femenino" sacudiéndolo de un brazo y haciéndole caer gotas de agua en el saco. Y enseguida dijo:

-No estoy de acuerdo con ustedes.

-¿Por qué?

-...y me extraña que ustedes no sepan cómo hace el árbol para pasear con nosotros.

-¿Cómo?

-Se repite a largos pasos.

Le elogiamos la idea y ella se entusiasmó:

-Se repite en una avenida indicándonos el camino; después todos se juntan a lo lejos y se asoman para vernos; y a medida que nos acercamos se separan y nos dejan pasar.

Ella dijo todo esto con cierta afectación de broma y como disimulando una idea romántica. El pudor y el placer la hicieron enrojecer. Aquel encanto fue interrumpido por el femenino:

-Sin embargo, cuando es la noche en el bosque, los árboles nos asaltan por todas partes; algunos se inclinan como para dar un paso y echársenos encima; y todavía nos interrumpen el camino y nos asustan abriendo y cerrando las ramas.

La sobrina de las viudas no se pudo contener.

-¡Jesús, pareces Blancanieves!

Y mientras nos reíamos, ella me dijo que deseaba hacerme una pregunta y fuimos a la habitación donde estaba la jarra con flores. Ella se recostó en la mesa hasta hundirse la tabla en el cuerpo; y mientras se metía las manos entre el pelo, me preguntó:

-Dígame la verdad: ¿por qué se suicidó la mujer de su cuento?

-¡Oh!, habría que preguntárselo a ella.

-Y usted, ¿no lo podría hacer?

-Sería tan imposible como preguntarle algo a la imagen de un sueño.

Ella sonrió y bajó los ojos. Entonces yo pude mirarle toda la boca, que era muy grande. El movimiento de los labios, estirándose hacia los costados, parecía que no terminaría más; pero mis ojos recorrían con gusto toda aquella distancia de rojo húmedo. Tal vez ella viera a través de los párpados; o pensara que en aquel silencio yo no estuviera haciendo nada bueno, porque bajó mucho la cabeza y escondió la cara. Ahora mostraba toda la masa del pelo; en un remolino de las ondas se le veía un poco de la piel, y yo recordé a una gallina que el viento le había revuelto las plumas y se le veía la carne. Yo sentía placer en imaginar que aquella cabeza era una gallina humana, grande y caliente; su calor sería muy delicado y el pelo era una manera muy fina de las plumas.

Vino una de las tías -la que no tenía los ojos ahumados- a traernos copitas de licor. La sobrina levantó la cabeza y la tía le dijo:

-Hay que tener cuidado con éste; mira que tiene ojos de zorro.

Volví a pensar en la gallina y le contesté:

-¡Señora! ¡No estamos en un gallinero!

Cuando nos volvimos a quedar solos y mientras yo probaba el licor -era demasiado dulce y me daba náuseas-, ella me preguntó:

-¿Usted nunca tuvo curiosidad por el porvenir?

Había encogido la boca como si la quisiera guardar dentro de la copita.

-No, tengo más curiosidad por saber lo que le ocurre en este mismo instante a otra persona; o en saber qué haría yo ahora si estuviera en otra parte.

-Dígame, ¿qué haría usted ahora si yo no estuviera aquí?

-Casualmente lo sé: volcaría este licor en la jarra de las flores.

Me pidieron que tocara el piano. Al volver a la sala la viuda de los ojos ahumados estaba con la cabeza baja y recibía en el oído lo que la hermana le decía con insistencia. El piano era pequeño, viejo y desafinado. Yo no sabía qué hacer; pero apenas empecé a probarlo la viuda de los ojos ahumados soltó el llanto y todos nos callamos. La hermana y la sobrina la llevaron para adentro; y al ratito vino la sobrina y nos dijo que su tía no quería oír música desde la muerte de su esposo -se habían amado hasta llegar a la inocencia.

Los invitados empezaron a irse. Y los que quedamos hablábamos en voz cada vez más baja a medida que la luz se iba. Nadie encendía las lámparas.

Yo me iba entre los últimos, tropezando con los muebles, cuando la sobrina me detuvo:

-Tengo que hacerle un encargo.

Pero no me dijo nada: recostó la cabeza en la pared del zaguán y me tomó la manga del saco.

FIN

 

Muebles "El Canario" - Felisberto Hernández

Muebles "El Canario"
[Cuento. Texto completo.]

Felisberto Hernández

La propaganda de estos muebles me tomó desprevenido. Yo había ido a pasar un mes de vacaciones a un lugar cercano y no había querido enterarme de lo que ocurriera en la ciudad. Cuando llegué de vuelta hacía mucho calor y esa misma noche fui a una playa. Volvía a mi pieza más bien temprano y un poco malhumorado por lo que me había ocurrido en el tranvía. Lo tomé en la playa y me tocó sentarme en un lugar que daba al pasillo. Como todavía hacía mucho calor, había puesto mi saco en las rodillas y traía los brazos al aire, pues mi camisa era de manga corta. Entre las personas que andaban por el pasillo hubo una que de pronto me dijo:

-Con su permiso, por favor...

Y yo respondí con rapidez:

-Es de usted.

Pero no sólo no comprendí lo que pasaba sino que me asusté. En ese instante ocurrieron muchas cosas. La primera fue que aun cuando ese señor no había terminado de pedirme permiso, y mientras yo le contestaba, él ya me frotaba el brazo desnudo con algo frío que no sé por qué creí que fuera saliva. Y cuando yo había terminado de decir "es de usted" ya sentí un pinchazo y vi una jeringa grande con letras. Al mismo tiempo una gorda que iba en otro asiento decía:

-Después a mí.

Yo debo haber hecho un movimiento brusco con el brazo porque el hombre de la jeringa dijo:

-¡Ah!, lo voy a lastimar... quieto un...

Pronto sacó la jeringa en medio de la sonrisa de otros pasajeros que habían visto mi cara. Después empezó a frotar el brazo de la gorda y ella miraba operar muy complacida. A pesar de que la jeringa era grande, sólo echaba un pequeño chorro con un golpe de resorte. Entonces leí las letras amarillas que había a lo largo del tubo: Muebles "El Canario". Después me dio vergüenza preguntar de qué se trataba y decidí enterarme al otro día por los diarios. Pero apenas bajé del tranvía pensé: "No podrá ser un fortificante; tendrá que ser algo que deje consecuencias visibles si realmente se trata de una propaganda." Sin embargo, yo no sabía bien de qué se trataba; pero estaba muy cansado y me empeciné en no hacer caso. De cualquier manera estaba seguro de que no se permitiría dopar al público con ninguna droga. Antes de dormirme pensé que a lo mejor habrían querido producir algún estado físico de placer o bienestar. Todavía no había pasado al sueño cuando oí en mí el canto de un pajarito. No tenía la calidad de algo recordado ni del sonido que nos llega de afuera. Era anormal como una enfermedad nueva; pero también había un matiz irónico; como si la enfermedad se sintiera contenta y se hubiera puesto a cantar. Estas sensaciones pasaron rápidamente y en seguida apareció algo más concreto: oí sonar en mi cabeza una voz que decía:

-Hola, hola; transmite difusora "El Canario"... hola, hola, audición especial. Las personas sensibilizadas para estas transmisiones... etc., etc.

Todo esto lo oía de pie, descalzo, al costado de la cama y sin animarme a encender la luz; había dado un salto y me había quedado duro en ese lugar; parecía imposible que aquello sonara dentro de mi cabeza. Me volví a tirar en la cama y por último me decidí a esperar. Ahora estaban pasando indicaciones a propósito de los pagos en cuotas de los muebles "El Canario". Y de pronto dijeron:

-Como primer número se transmitirá el tango...

Desesperado, me metí debajo de una cobija gruesa; entonces oí todo con más claridad, pues la cobija atenuaba los ruidos de la calle y yo sentía mejor lo que ocurría dentro de mi cabeza. En seguida me saqué la cobija y empecé a caminar por la habitación; esto me aliviaba un poco pero yo tenía como un secreto empecinamiento en oír y en quejarme de mi desgracia. Me acosté de nuevo y al agarrarme de los barrotes de la cama volví a oír el tango con más nitidez.
Al rato me encontraba en la calle: buscaba otros ruidos que atenuaran el que sentía en la cabeza. Pensé comprar un diario, informarme de la dirección de la radio y preguntar qué habría que hacer para anular el efecto de la inyección. Pero vino un tranvía y lo tomé. A los pocos instantes el tranvía pasó por un lugar donde las vías se hallaban en mal estado y el gran ruido me alivió de otro tango que tocaban ahora; pero de pronto miré para dentro del tranvía y vi otro hombre con otra jeringa; le estaba dando inyecciones a unos niños que iban sentados en asientos transversales. Fui hasta allí y le pregunté qué había que hacer para anular el efecto de una inyección que me habían dado hacía una hora. Él me miró asombrado y dijo:

-¿No le agrada la transmisión?

-Absolutamente.

-Espere unos momentos y empezará una novela en episodios.

-Horrible -le dije.

Él siguió con las inyecciones y sacudía la cabeza haciendo una sonrisa. Yo no oía más el tango. Ahora volvían a hablar de los muebles. Por fin el hombre de la inyección me dijo:

-Señor, en todos los diarios ha salido el aviso de las tabletas "El Canario". Si a usted no le gusta la transmisión se toma una de ellas y pronto.

-¡Pero ahora todas las farmacias están cerradas y yo voy a volverme loco!

En ese instante oí anunciar:

-Y ahora transmitiremos una poesía titulada "Mi sillón querido", soneto compuesto especialmente para los muebles "El Canario".

Después el hombre de la inyección se acercó a mí para hablarme en secreto y me dijo:

-Yo voy a arreglar su asunto de otra manera. Le cobraré un peso porque le veo cara honrada. Si usted me descubre pierdo el empleo, pues a la compañía le conviene más que se vendan las tabletas.

Yo le apuré para que me dijera el secreto. Entonces él abrió la mano y dijo:

-Venga el peso.

Y después que se lo di agregó:

-Dese un baño de pies bien caliente.

FIN

 

El cocodrilo - Felisberto Hernández

El cocodrilo
[Cuento. Texto completo.]

Felisberto Hernández

En una noche de otoño hacía calor húmedo y yo fui a una ciudad que me era casi desconocida; la poca luz de las calles estaba atenuada por la humedad y por algunas hojas de los árboles. Entré a un café que estaba cerca de una iglesia, me senté a una mesa del fondo y pensé en mi vida. Yo sabía aislar las horas de felicidad y encerrarme en ellas; primero robaba con los ojos cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de las casas y después la llevaba a mi soledad. Gozaba tanto al repasarla que si la gente lo hubiera sabido me hubiera odiado. Tal vez no me quedara mucho tiempo de felicidad. Antes yo había cruzado por aquellas ciudades dando conciertos de piano; las horas de dicha habían sido escasas, pues vivía en la angustia de reunir gentes que quisieran aprobar la realización de un concierto; tenía que coordinarlos, influirlos mutuamente y tratar de encontrar algún hombre que fuera activo. Casi siempre eso era como luchar con borrachos lentos y distraídos: cuando lograba traer uno el otro se me iba. Además yo tenía que estudiar y escribirme artículos en los diarios.

Desde hacía algún tiempo ya no tenía esa preocupación: alcancé a entrar en una gran casa de medias para mujer. Había pensado que las medias eran más necesarias que los conciertos y que sería más fácil colocarlas. Un amigo mío le dijo al gerente que yo tenía muchas relaciones femeninas, porque era concertista de piano y había recorrido muchas ciudades: entonces, podría aprovechar la influencia de los conciertos para colocar medias.

El gerente había torcido el gesto; pero aceptó, no sólo por la influencia de mi amigo, sino porque yo había sacado el segundo premio en las leyendas de propaganda para esas medias. Su marca era "Ilusión". Y mi frase había sido: "¿Quién no acaricia, hoy, una media Ilusión?". Pero vender medias también me resultaba muy difícil y esperaba que de un momento a otro me llamaran de la casa central y me suprimieran el viático. Al principio yo había hecho un gran esfuerzo. (La venta de medias no tenía nada que ver con mis conciertos: y yo tenía que entendérmelas nada más que con los comerciantes). Cuando encontraba antiguos conocidos les decía que la representación de una gran casa comercial me permitía viajar con independencia y no obligar a mis amigos a patrocinar conciertos cuando no eran oportunos. Jamás habían sido oportunos mis conciertos. En esta misma ciudad me habían puesto pretextos poco comunes: el presidente del Club estaba de mal humor porque yo lo había hecho levantar de la mesa de juego y me dijo que habiendo muerto una persona que tenía muchos parientes, media ciudad estaba enlutada. Ahora yo les decía: estaré unos días para ver si surge naturalmente el deseo de un concierto; pero le producía mala impresión el hecho de que un concertista vendiera medias. Y en cuanto a colocar medias, todas las mañanas yo me animaba y todas las noches me desanimaba; era como vestirse y desnudarse. Me costaba renovar a cada instante cierta fuerza grosera necesaria para insistir ante comerciantes siempre apurados. Pero ahora me había resignado a esperar que me echaran y trataba de disfrutar mientras me duraba el viático.

De pronto me di cuenta que había entrado al café un ciego con un arpa; yo le había visto por la tarde. Decidí irme antes de perder la voluntad de disfrutar de la vida; pero al pasar cerca de él volví a verlo con un sombrero de alas mal dobladas y dando vuelta los ojos hacia el cielo mientras hacía el esfuerzo de tocar; algunas cuerdas del arpa estaban añadidas y la madera clara del instrumento y todo el hombre estaban cubiertos de una mugre que yo nunca había visto. Pensé en mí y sentí depresión.

Cuando encendí la luz en la pieza de mi hotel, vi mi cama de aquellos días. Estaba abierta y sus varillas niqueladas me hacían pensar en una loca joven que se entregaba a cualquiera. Después de acostado apagué la luz pero no podía dormir. Volví a encendería y la bombita se asomó debajo de la pantalla como el globo de un ojo bajo un párpado oscuro. La apagué en seguida y quise pensar en el negocio de las medias pero seguí viendo por un momento, en la oscuridad, la pantalla de luz. Se había convertido a un color claro; después, su forma, como si fuera el alma en pena de la pantalla, empezó a irse hacia un lado y a fundirse en lo oscuro. Todo eso ocurrió en el tiempo que tardaría un secante en absorber la tinta derramada.

Al otro día de mañana, después de vestirme y animarme, fui a ver si el ferrocarril de la noche me había traído malas noticias. No tuve carta ni telegrama. Decidí recorrer los negocios de una de las calles principales. En la punta de esa calle había una tienda. Al entrar me encontré en una habitación llena de trapos y chucherías hasta el techo. Sólo había un maniquí desnudo, de tela roja, que en vez de cabeza tenía una perilla negra. Golpeé las manos y en seguida todos los trapos se tragaron el ruido. Detrás del maniquí apareció una niña, como de diez años, que me dijo con mal modo:

-¿Qué quieres?

-¿Está el dueño?

-No hay dueño. La que manda es mi mamá.

-¿Ella no está?

-Fue a lo de doña Vicenta y viene en seguida.

Apareció un niño como de tres años. Se agarró de la pollera de la hermana y se quedaron un rato en fila, el maniquí, la niña y el niño. Yo dije:

-Voy a esperar.

La niña no contestó nada. Me senté en un cajón y empecé a jugar con el hermanito. Recordé que tenía un chocolatín de los que había comprado en el cine y lo saqué del bolsillo. Rápidamente se acercó el chiquilín y me lo quitó. Entonces yo me puse las manos en la cara y fingí llorar con sollozos. Tenía tapados los ojos y en la oscuridad que había en el hueco de mis manos abrí pequeñas rendijas y empecé a mirar al niño. Él me observaba inmóvil y yo cada vez lloraba más fuerte. Por fin él se decidió a ponerme el chocolatín en la rodilla. Entonces yo me reí y se lo di. Pero al mismo tiempo me di cuenta que yo tenía la cara mojada.

Salí de allí antes que viniera la dueña. Al pasar por una joyería me miré en un espejo y tenía los ojos secos. Después de almorzar estuve en el café; pero vi al ciego del arpa revolear los ojos hacia arriba y salí en seguida. Entonces fui a una plaza solitaria de un lugar despoblado y me senté en un banco que tenía enfrente un muro de enredaderas. Allí pensé en las lágrimas de la mañana. Estaba intrigado por el hecho de que me hubieran salido; y quise estar solo como si me escondiera para hacer andar un juguete que sin querer había hecho funcionar, hacía pocas horas. Tenía un poco de vergüenza ante mí mismo de ponerme a llorar sin tener pretexto, aunque fuera en broma, como lo había tenido en la mañana. Arrugué la nariz y los ojos, con un poco de timidez para ver si me salían las lágrimas; pero después pensé que no debería buscar el llanto como quien escurre un trapo; tendría que entregarme al hecho con más sinceridad; entonces me puse las manos en la cara. Aquella actitud tuvo algo de serio; me conmoví inesperadamente; sentí como cierta lástima de mí mismo y las lágrimas empezaron a salir. Hacía rato que yo estaba llorando cuando vi que de arriba del muro venían bajando dos piernas de mujer con medias "Ilusión" semibrillantes. Y en seguida noté una pollera verde que se confundía con la enredadera. Yo no había oído colocar la escalera. La mujer estaba en el último escalón y yo me sequé rápidamente las lágrimas; pero volví a poner la cabeza baja y como si estuviese pensativo. La mujer se acercó lentamente y se sentó a mi lado. Ella había bajado dándome la espalda y yo no sabía cómo era su cara. Por fin me dijo:

-¿Qué le pasa? Yo soy una persona en la que usted puede confiar...

Transcurrieron unos instantes. Yo fruncí el entrecejo como para esconderme y seguir esperando. Nunca había hecho ese gesto y me temblaban las cejas. Después hice un movimiento con la mano como para empezar a hablar y todavía no se me había ocurrido qué podría decirle. Ella tomó de nuevo la palabra:

-Hable, hable nomás. Yo he tenido hijos y sé lo que son penas.

Yo ya me había imaginado una cara para aquella mujer y aquella pollera verde. Pero cuando dijo lo de los hijos y las penas me imaginé otra. Al mismo tiempo dije:

-Es necesario que piense un poco.

Ella contestó:

-En estos asuntos, cuanto más se piensa es peor.

De pronto sentí caer, cerca de mí, un trapo mojado. Pero resultó ser una gran hoja de plátano cargada de humedad. Al poco rato ella volvió a preguntar:

-Dígame la verdad, ¿cómo es ella?

Al principio a mí me hizo gracia. Después me vino a la memoria una novia que yo había tenido. Cuando yo no la quería acompañar a caminar por la orilla de un arroyo -donde ella se había paseado con el padre cuando él vivía- esa novia mía lloraba silenciosamente. Entonces, aunque yo estaba aburrido de ir siempre por el mismo lado, condescendía. Y pensando en esto se me ocurrió decir a la mujer que ahora tenía al lado:

-Ella era una mujer que lloraba a menudo.

Esta mujer puso sus manos grandes y un poco coloradas encima de la pollera verde y se rió mientras me decía:

-Ustedes siempre creen en las lágrimas de las mujeres.

Yo pensé en las mías; me sentí un poco desconcertado, me levanté del banco y le dije:

-Creo que usted está equivocada. Pero igual le agradezco el consuelo.

Y me fui sin mirarla.

Al otro día, cuando ya estaba bastante adelantada la mañana, entré a una de las tiendas más importantes. El dueño extendió mis medias en el mostrador y las estuvo acariciando con sus dedos cuadrados un buen rato. Parecía que no oía mis palabras. Tenía las patillas canosas como si se hubiera dejado en ellas el jabón de afeitar. En esos instantes entraron varias mujeres; y él, antes de irse, me hizo señas de que no me compraría, con uno de aquellos dedos que habían acariciado las medías. Yo me quedé quieto y pensé en insistir; tal vez pudiera entrar en conversación con él, más tarde, cuando no hubiera gente; entonces le hablaría de un yuyo que disuelto en agua le teñiría las patillas. La gente no se iba y yo tenía una impaciencia desacostumbrada; hubiera querido salir de aquella tienda, de aquella ciudad y de aquella vida. Pensé en mi país y en muchas cosas más. Y de pronto, cuando ya me estaba tranquilizando, tuve una idea: "¿Qué ocurriría si yo me pusiera a llorar aquí, delante de toda la gente?". Aquello me pareció muy violento; pero yo tenía deseos, desde hacía algún tiempo, de tantear el mundo con algún hecho desacostumbrado; además yo debía demostrarme a mí mismo que era capaz de una gran violencia. Y antes de arrepentirme me senté en una sillita que estaba recostada al mostrador; y rodeado de gente, me puse las manos en la cara y empecé a hacer ruido de sollozos. Casi simultáneamente una mujer soltó un grito y dijo: "Un hombre está llorando". Y después oí el alboroto y pedazos de conversación: "Nena, no te acerques"... "Puede haber recibido alguna mala noticia"... "Recién llegó el tren y la correspondencia no ha tenido tiempo"... "Puede haber recibido la noticia por telegrama"... Por entre los dedos vi una gorda que decía: "Hay que ver cómo está el mundo. ¡Si a mí no me vieran mis hijos, yo también lloraría!". Al principio yo estaba desesperado porque no me salían lágrimas; y hasta pensé que lo tomarían como una burla y me llevarían preso. Pero la angustia y la tremenda fuerza que hice me congestionaron y fueron posibles las primeras lágrimas. Sentí posarse en mi hombro una mano pesada y al oír la voz del dueño reconocí los dedos que habían acariciado las medias. Él decía:

-Pero compañero, un hombre tiene que tener más ánimo...

Entonces yo me levanté como por un resorte; saqué las dos manos de la cara, la tercera que tenía en el hombro, y dije con la cara todavía mojada:

-¡Pero si me va bien! ¡Y tengo mucho ánimo! Lo que pasa es que a veces me viene esto; es como un recuerdo...

A pesar de la expectativa y del silencio que hicieron para mis palabras, oí que una mujer decía:

-¡Ay! Llora por un recuerdo...

Después el dueño anunció:

-Señoras, ya pasó todo.

Yo me sonreía y me limpiaba la cara. En seguida se removió el montón de gente y apareció una mujer chiquita, con ojos de loca, que me dijo:

-Yo lo conozco a usted. Me parece que lo vi en otra parte y que usted estaba agitado.

Pensé que ella me habría visto en un concierto sacudiéndome en un final de programa; pero me callé la boca. Estalló conversación de todas las mujeres y algunas empezaron a irse. Se quedó conmigo la que me conocía. Y se me acercó otra que me dijo:

-Ya sé que usted vende medias. Casualmente yo y algunas amigas mías...

Intervino el dueño:

-No se preocupe, señora (y dirigiéndose a mí): Venga esta tarde.

-Me voy después del almuerzo. ¿Quiere dos docenas?

-No, con media docena...

-La casa no vende por menos de una...

Saqué la libreta de ventas y empecé a llenar la hoja del pedido escribiendo contra el vidrio de una puerta y sin acercarme al dueño. Me rodeaban mujeres conversando alto. Yo tenía miedo que el dueño se arrepintiera. Por fin firmó el pedido y yo salí entre las demás personas.

Pronto se supo que a mí me venía "aquello" que al principio era como un recuerdo. Yo lloré en otras tiendas y vendí más medias que de costumbre. Cuando ya había llorado en varias ciudades mis ventas eran como las de cualquier otro vendedor.

Una vez me llamaron de la casa central -yo ya había llorado por todo el norte de aquel país- esperaba turno para hablar con el gerente y oí desde la habitación próxima lo que decía otro corredor:

-Yo hago todo lo que puedo; ¡pero no me voy a poner a llorar para que me compren!

Y la voz enferma del gerente le respondió:

-Hay que hacer cualquier cosa; y también llorarles...

El corredor interrumpió:

-¡Pero a mí no me salen lágrimas!

Y después de un silencio, el gerente:

-¿Cómo, y quién le ha dicho?

-¡Sí! Hay uno que llora a chorros...

La voz enferma empezó a reírse con esfuerzo y haciendo intervalos de tos. Después oí chistidos y pasos que se alejaron.

Al rato me llamaron y me hicieron llorar ante el gerente, los jefes de sección y otros empleados. Al principio, cuando el gerente me hizo pasar y las cosas se aclararon, él se reía dolorosamente y le salían lágrimas. Me pidió, con muy buenas maneras, una demostración; y apenas accedí entraron unos cuantos empleados que estaban detrás de la puerta. Se hizo mucho alboroto y me pidieron que no llorara todavía. Detrás de una mampara, oí decir:

-Apúrate, que uno de los corredores va a llorar.

-¿Y por qué?

-¡Yo qué sé!

Yo estaba sentado al lado del gerente, en su gran escritorio; habían llamado a uno de los dueños, pero él no podía venir. Los muchachos no se callaban y uno había gritado: "Que piense en la mamita, así llora más pronto". Entonces yo le dije al gerente.

-Cuando ellos hagan silencio, lloraré yo.

Él, con su voz enferma, los amenazó y después de algunos instantes de relativo silencio yo miré por una ventana la copa de un árbol -estábamos en un primer piso- , me puse las manos en la cara y traté de llorar. Tenía cierto disgusto. Siempre que yo había llorado los demás ignoraban mis sentimientos; pero aquellas personas sabían que yo lloraría y eso me inhibía. Cuando por fin me salieron lágrimas saqué una mano de la cara para tomar el pañuelo y para que me vieran la cara mojada. Unos se reían y otros se quedaban serios; entonces yo sacudí la cara violentamente y se rieron todos. Pero en seguida hicieron silencio y empezaron a reírse. Yo me secaba las lágrimas mientras la voz enferma repetía: "Muy bien, muy bien". Tal vez todos estuvieron desilusionados. Y yo me sentía como una botella vacía y chorreada; quería reaccionar, tenía mal humor y ganas de ser malo. Entonces alcancé al gerente y le dije:

-No quisiera que ninguno de ellos utilizara el mismo procedimiento para la venta de medias y desearía que la casa reconociera mi... iniciativa y que me diera exclusividad por algún tiempo.

-Venga mañana y hablaremos de eso.

Al otro día el secretario ya había preparado el documento y leía: "La casa se compromete a no utilizar y a hacer respetar el sistema de propaganda consistente en llorar..." Aquí los dos se rieron y el gerente dijo que aquello estaba mal. Mientras redactaban el documento, yo fui paseándome hasta el mostrador. Detrás de él había una muchacha que me habló mirándome y los ojos parecían pintados por dentro.

-¿Así que usted llora por gusto?

-Es verdad.

-Entonces yo sé más que usted. Usted mismo no sabe que tiene una pena.

Al principio yo me quedé pensativo; y después le dije:

-Mire: no es que yo sea de los más felices; pero sé arreglarme con mi desgracia y soy casi dichoso.

Mientras me iba -el gerente me llamaba- alcancé a ver la mirada de ella: la había puesto encima de mí como si me hubiera dejado una mano en el hombro.

Cuando reanudé las ventas, yo estaba en una pequeña ciudad. Era un día triste y yo no tenía ganas de llorar. Hubiera querido estar solo, en mi pieza, oyendo la lluvia y pensando que el agua me separaba de todo el mundo. Yo viajaba escondido detrás de una careta con lágrimas; pero yo tenía la cara cansada.

De pronto sentí que alguien se había acercado preguntándome:

-¿Qué le pasa?

Entonces yo, como el empleado sorprendido sin trabajar, quise reanudar mi tarea y poniéndome las manos en la cara empecé a hacer los sollozos.

Ese año yo lloré hasta diciembre, dejé de llorar en enero y parte de febrero, empecé a llorar de nuevo después de carnaval. Aquel descanso me hizo bien y volví a llorar con ganas. Mientras tanto yo había extrañado el éxito de mis lágrimas y me había nacido como cierto orgullo de llorar. Eran muchos más los vendedores; pero un actor que representara algo sin previo aviso y convenciera al público con llantos...

Aquel nuevo año yo empecé a llorar por el oeste y llegué a una ciudad donde mis conciertos habían tenido éxito; la segunda vez que estuve allí, el público me había recibido con una ovación cariñosa y prolongada; yo agradecía parado junto al piano y no me dejaban sentar para iniciar el concierto. Seguramente que ahora daría, por lo menos, una audición. Yo lloré allí, por primera vez, en el hotel más lujoso; fue a la hora del almuerzo y en un día radiante. Ya había comido y tomado café, cuando de codos en la mesa, me cubrí la cara con las manos. A los pocos instantes se acercaron algunos amigos que yo había saludado; los dejé parados algún tiempo y mientras tanto, una pobre vieja -que no sé de dónde había salido- se sentó a mi mesa y yo la miraba por entre los dedos ya mojados. Ella bajaba la cabeza y no decía nada; pero tenía una cara tan triste que daban ganas de ponerse a llorar...

El día en que yo di mi primer concierto tenía cierta nerviosidad que me venía del cansancio; estaba en la última obra de la primera parte del programa y tomé uno de los movimientos con demasiada velocidad; ya había intentado detenerme; pero me volví torpe y no tenía bastante equilibrio ni fuerza; no me quedó otro recurso que seguir; pero las manos se me cansaban, perdía nitidez, y me di cuenta de que no llegaría al final. Entonces, antes de pensarlo, ya había sacado las manos del teclado y las tenía en la cara; era la primera vez que lloraba en escena.

Al principio hubo murmullos de sorpresa y no sé por qué alguien intentó aplaudir, pero otros chistaron y yo me levanté. Con una mano me tapaba los ojos y con la otra tanteaba el piano y trataba de salir del escenario. Algunas mujeres gritaron porque creyeron que me caería en la platea; y ya iba a franquear una puerta del decorado, cuando alguien, desde el paraíso me gritó:

-¡Cocodriiilooooo!!

Oí risas; pero fui al camerín, me lavé la cara y aparecí en seguida y con las manos frescas terminé la primera parte. Al final vinieron a saludarme muchas personas y se comentó lo de "cocodrilo". Yo les decía:

-A mí me parece que el que me gritó eso tiene razón: en realidad yo no sé por qué lloro; me viene el llanto y no lo puedo remediar, a lo mejor me es tan natural como lo es para el cocodrilo. En fin, yo no sé tampoco por qué llora el cocodrilo.

Una de las personas que me habían presentado tenía la cabeza alargada; y como se peinaba dejándose el pelo parado, la cabeza hacía pensar en un cepillo. Otro de la rueda lo señaló y me dijo:

-Aquí, el amigo es médico. ¿Qué dice usted, doctor?

Yo me quedé pálido. Él me miró con ojos de investigador policial y me preguntó:

-Dígame una cosa: ¿cuándo llora más usted, de día o de noche?

Yo recordé que nunca lloraba en la noche porque a esa hora no vendía, y le respondí:

-Lloro únicamente de día.

No recuerdo las otras preguntas. Pero al final me aconsejó:

-No coma carne. Usted tiene una vieja intoxicación.

A los pocos días me dieron una fiesta en el club principal. Alquilé un frac con chaleco blanco impecable y en el momento de mirarme al espejo pensaba: "No dirán que este cocodrilo no tiene la barriga blanca. ¡Caramba! Creo que ese animal tiene papada como la mía. Y es voraz..."

Al llegar al Club encontré poca gente. Entonces me di cuenta que había llegado demasiado temprano. Vi a un señor de la comisión y le dije que deseaba trabajar un poco en el piano. De esa manera disimularía el madrugón. Cruzamos una cortina verde y me encontré en una gran sala vacía y preparada para el baile. Frente a la cortina y al otro extremo de la sala estaba el piano. Me acompañaron hasta allí el señor de la comisión y el conserje; mientras abrían el piano -el señor tenía cejas negras y pelo blanco- me decía que la fiesta tendría mucho éxito, que el director del liceo -amigo mío- diría un discurso muy lindo y que él ya lo había oído; trató de recordar algunas frases, pero después decidió que sería mejor no decirme nada. Yo puse las manos en el piano y ellos se fueron. Mientras tocaba pensé: "Esta noche no lloraré... quedaría muy feo... el director del liceo es capaz de desear que yo llore para demostrar el éxito de su discurso. Pero yo no lloraré por nada del mundo".

Hacía rato que veía mover la cortina verde; y de pronto salió de entre sus pliegues una muchacha alta y de cabellera suelta; cerró los ojos como para ver lejos; me miraba y se dirigía a mí trayendo algo en una mano; detrás de ella apareció una sirvienta que la alcanzó y le empezó a hablar de cerca. Yo aproveché para mirarle las piernas y me di cuenta que tenía puesta una sola media; a cada instante hacía movimientos que indicaban el fin de la conversación; pero la sirvienta seguía hablándole y las dos volvían al asunto como a una golosina. Yo seguí tocando el piano y mientras ellas conversaban tuve tiempo de pensar: "¿Qué querrá con la media?... ¿Le habrá salido mala y sabiendo que yo soy corredor...? ¡Y tan luego en esta fiesta!"

Por fin vino y me dijo:

-Perdone, señor, quisiera que me firmara una media.

Al principio me reí; y en seguida traté de hablarle como si ya me hubieran hecho ese pedido otras veces. Empecé a explicarle cómo era que la media no resistía la pluma; yo ya había solucionado eso firmando una etiqueta y después la interesada la pegaba en la media. Pero mientras daba estas explicaciones mostraba la experiencia de un antiguo comerciante que después se hubiera hecho pianista. Ya me empezaba a invadir la angustia, cuando ella se sentó en la silla del piano, y al ponerse la media me decía:

-Es una pena que usted me haya resultado tan mentiroso... debía haberme agradecido la idea.

Yo había puesto los ojos en sus piernas; después los saqué y se me trabaron las ideas. Se hizo un silencio de disgusto. Ella, con la cabeza inclinada, dejaba caer el pelo; y debajo de aquella cortina rubia, las manos se movían como si huyeran. Yo seguía callado y ella no terminaba nunca. Al fin la pierna hizo un movimiento de danza, y el pie, en punta, calzó el zapato en el momento de levantarse, las manos le recogieron el pelo y ella me hizo un saludo silencioso y se fue.

Cuando empezó a entrar gente fui al bar. Se me ocurrió pedir whisky. El mozo me nombró muchas marcas y como yo no conocía ninguna le dije:

-Déme de esa última.

Trepé a un banco del mostrador y traté de no arrugarme la cola del frac. En vez de cocodrilo debía parecer un loro negro. Estaba callado, pensaba en la muchacha de la media y me trastornaba el recuerdo de sus manos apuradas.

Me sentí llevado al salón por el director del liceo. Se suspendió un momento el baile y él dijo su discurso. Pronunció varias veces las palabras "avatares" y "menester". Cuando aplaudieron yo levanté los brazos como un director de orquesta antes de "atacar" y apenas hicieron silencio dije:

-Ahora que debía llorar no puedo. Tampoco puedo hablar y no puedo dejar por más tiempo separados los que han de juntarse para bailar-. Y terminé haciendo una cortesía.

Después de mi vuelta, abracé al director del liceo y por encima de su hombro vi la muchacha de la media. Ella me sonrió y levantó su pollera del lado izquierdo y me mostró el lugar de la media donde había pegado un pequeño retrato mío recortado de un programa. Yo me sentí lleno de alegría pero dije una idiotez que todo el mundo repitió:

-Muy bien, muy bien, la pierna del corazón.

Sin embargo yo me sentí dichoso y fui al bar. Subí de nuevo a un banco y el mozo me preguntó:

-¿Whisky Caballo Blanco?

Y yo, con el ademán de un mosquetero sacando una espada:

-Caballo Blanco o Loro Negro.

Al poco rato vino un muchacho con una mano escondida en la espalda:

-El Pocho me dijo que a usted no le hace mala impresión que le digan "Cocodrilo".

-Es verdad, me gusta.

Entonces él sacó la mano de la espalda y me mostró una caricatura. Era un gran cocodrilo muy parecido a mí; tenía una pequeña mano en la boca, donde los dientes eran un teclado; y de la otra mano le colgaba una media; con ella se enjugaba las lágrimas.

Cuando los amigos me llevaron a mi hotel yo pensaba en todo lo que había llorado en aquel país y sentía un placer maligno en haberlos engañado; me consideraba como un burgués de la angustia. Pero cuando estuve solo en mi pieza, me ocurrió algo inesperado: primero me miré en el espejo; tenía la caricatura en la mano y alternativamente miraba al cocodrilo y a mi cara. De pronto y sin haberme propuesto imitar al cocodrilo, mi cara, por su cuenta, se echó a llorar. Yo la miraba como a una hermana de quien ignoraba su desgracia. Tenía arrugas nuevas y por entre ellas corrían las lágrimas. Apagué la luz y me acosté. Mi cara seguía llorando; las lágrimas resbalaban por la nariz y caían por la almohada. Y así me dormí. Cuando me desperté sentí el escozor de las lágrimas que se habían secado. Quise levantarme y lavarme los ojos; pero tuve miedo que la cara se pusiera a llorar de nuevo. Me quedé quieto y hacía girar los ojos en la oscuridad, como aquel ciego que tocaba el arpa.

FIN