domingo, 25 de mayo de 2014

Mientras agonizo (1930), la obra maestra de William Faulkner ANALISIS

Mientras agonizo (1930), la obra maestra de William Faulkner

Mientras agonizo de William Faulkner. (PDF)

El mejor comienzo de toda la novela norteamericana del siglo veinte pertenece a Mientras agonizo (1930), la obra maestra de William Faulkner. El libro consiste de cincuenta y nueve monólogos interiores, cincuenta y tres de ellos de miembros de la familia Bundren. Los Bundren son un orgulloso clan de blancos pobres que entre inundaciones y fuegos pugnan heroicamente por llevar el ataúd que contiene el cadáver de Addie, la madre, al cementerio de Jefferson, Mississippi, donde ella deseaba que la enterraran junto a su padre. Diecinueve secciones, incluida la primera, son habladas por el notable Darl Bundren, un visionario que finalmente cruza la frontera de la locura. Al comienzo de la novela oímos la conciencia de Darl mientras va con su hermano enemigo, Jewel, hasta la casa en donde está muriendo Addie:

Jewel y yo subimos del campo, siguiendo el sendero en fila de uno. Aunque yo voy cinco metros por delante, cualquiera que nos mire desde la barraca del algodonal verá el raído y roto sombrero de paja de Jewel una cabeza por encima de la mía.

Al subir la cuesta, Darl oye a su hermano carpintero, Cash, serrando madera para el ataúd de la madre y hace esta observación desapasionada:

Buen carpintero. Imposible que Addie Bundren encuentre uno mejor ni una caja mejor donde estar. Le dará confianza y consuelo.

Sin el amor de Addie, el disociado Darl insiste en que él no tiene madre y su extraordinaria conciencia refleja la convicción. Severo, sencillo, digno, sugestivo, el comienzo de Mientras agonizo presagia la originalidad de la novela más sorprende del autor. Los rivales de Faulkner no escribieron nada parecido. El gran Gatsby de Scott Fitzgerald empieza con el padre de Nicle Carraway diciéndole: "Sólo recuerda que no todos en este mundo han tenido las ventajas que tuviste tú", admonición muy saludable de no criticar a los demás pero francamente lejana a la sublimidad de Faulkner. Por su pare, Hemingway empieza Fiesta con la siguiente ironía: "En un tiempo Robert Cohn había sido en Princeton campeón de boxeo peso mediano". Faulkner también está mucho más allá de esto. Creo que el único rival posible para el comienzo de Mientras agonizo, dentro de su tipo, es el de la pasmosa Meridiano de sangre (1985), de Cormac McCarthy, donde el narrador nos presenta al Chico, protagonista trágico a quien finalmente destruirá el siniestro y "yaguesco" juez Holden:

Vean al niño. Es pálido y flaco, lleva una camisa de hilo delgada y harapienta. Alimenta el ruego de la cocina. Afuera se extienden campos ensombrecidos con jirones de nieve y más allá bosques oscuros que todavía albergan algunos de los últimos lobos. Viene de una familia de talladores de madera y constructores de acequias pero en verdad su padre ha sido maestro. Se apoya en la bebida, cita poetas que ya nadie conoce. Acuclillado frente al fuego el muchacho lo mira.

En esta gran prosa se funden los acentos de Hermán Melville y de William Faulkner. Pero, como me ocupo de Meridiano de sangre al final de esta serie, vuelvo de momento a Mientras agonizo. El título se refiere a Addie Bundren, que muere poco después de que empiece el libro — un deliberado tour-de-force —, pero Faulkner citaba de memoria las amargas palabras que el espectro de Agamenón dice a Ulises en la Odisea (libro XI, el Descenso a los muertos):

Y la cara de perra, enviándome al Hades, no se dignó siquiera cerrarme los ojos mientras agonizaba.

Asesinado por su mujer y el amante de ésta, tanto Agamenón como su destino tienen poco que ver con la novela. Faulkner quería más la frase que el contexto y la tomó, aunque acaso también haya querido sugerir que la falta de amor entre Addie Bundren y su hijo tiene alguna semejanza con la relación de Clitemnestra con Orestes y Electra. Clitemnestra es la "cara de perra" que envía a Agamenón al Hades sin cerrarle los ojos, y en todo caso Addie es más desagradable aún que ella.

Aunque Faulkner no numera los cincuenta y nueve monólogos interiores que constituyen el libro, sugiero al lector que por comodidad, y en bien de las referencias bibliográficas, lo haga en su ejemplar de bolsillo. Addie sólo dice una sección, la cuadragésima, pero le alcanza para enajenar a cualquiera:

Me acuerdo que mi padre siempre decía que la razón de vivir era prepararse a estar mucho tiempo muerto. Y como yo tenía que mirarlos un día tras otro, cada cual con su secreto y su pensamiento egoísta, y con la sangre extraña a la sangre del otro y a la mía, y pensaba que al parecer para mí ese era el único modo de prepararme para estar muerta, odiaba a mi padre por haber tenido la idea de plantarme. No veía la hora de que cometieran una falta para poder azotarlos. Cuando caía el látigo lo sentía en mi carne; cuando abría y laceraba la que corría era mi sangre, y con cada latigazo pensaba: ¡Ahora os enteráis de que existo! Ya soy algo en vuestra vida secreta y egoísta, ahora que os he marcado la sangre con mi sangre para siempre...

Uno empieza a comprender por qué esta mujer sádicamente perturbada quiere que la entierren junto al padre. Muerta, Addie es una maldición mayor aún que cuando vivía; esto vemos a medida que se nos cuenta la saga grotesca, heroica, a veces cómica y siempre atroz de los cinco hijos y el marido que cruzan fuegos y torrentes para llevar el cadáver hasta el deseado lugar de reposo. Farsa trágica, Mientras agonizo tiene, no obstante, inmensa dignidad estética y es una sostenida pesadilla de lo que, sombríamente, Freud llamó "novela familiar". Ciertos críticos píos han tratado de interpretarla como afirmación de los valores familiares cristianos, pero creo que semejante juicio dejará al lector perplejo. Como en otros momentos de su gran década (1929 — 1939), la visión novelística de Faulkner se basa en un horror de familias y comunidades y ofrece como valor único la paciencia estoica, que en este caso no basta para salvar al dotado Darl Bundren del loquero.

Las tonalidades de los monólogos interiores — sobre todo de los diecinueve de Darl — son tan irónicas, que al principio el lector puede sentir que Faulkner prescinde demasiado de guiarle la respuesta. No hay género que pueda asistirnos para comprender esta epopeya de blancos pobres de Mississippi cumpliendo el último deseo de una madre espantosa. Prácticamente el único principio que une a los Bundren es el honor familiar, ya que el padre, Anse, es a su modo tan destructivo como Addie. Los tres monólogos que se le dan a Anse — los número 9, 26 y 28 (si uno los numera) — lo establecen como un manipulador caprichoso, terco y taimado, tan egoísta como la mujer.

Dewey Dell, única hija, tiene su dignidad; pero no encuentra fuerzas para llorar a la madre porque, como blanca pobre soltera y embarazada, está obligada a buscar en vano un modo de abortar en secreto. El niño Vardaman simplemente niega la muerte de Addie; hace agujeros en el ataúd para que respire y al fin la identifica con un gran pez que atrapó mientras ella agonizaba: "Mi madre es un pez". Faulkner centra la novela en la conciencia de Darl Bundren y en los actos heroicos de los otros hijos, Cash el carpintero y Jewel el jinete (hijo natural de Addie, fruto de una relación adúltera con el reverendo Whitfield).

Jewel es feroz, temerario y sólo capaz de expresarse mediante la acción intensa. Su único monólogo (el 4), una protesta contra Cash por la confección del ataúd, concluye con una visión posesiva: él protegerá a la madre moribunda de la familia y el mundo entero:

... no será con todos los cabrones de la comarca viniendo a mirarla porque si hay un Dios para qué demonios está. Será con ella y yo solos en lo alto de una colina y yo tirándoles a la cara las piedras de la colina, levantando piedras y arrojándoselas colina abajo a la cara y los dientes y todo por Dios hasta que ella esté tranquila...

Jewel y Darl se odian con pasión mutua y entre Darl y Dewey Dell hay una hostilidad oscura, implícitamente incestuosa. Cash, que mantiene un vínculo cálido con todos los hermanos, es simple, directo y heroicamente resistente, y como Jewel un hombre de valor físico irreflexivo. Pero Darl es el corazón y la grandeza de Mientras agonizo, y claramente el narrador sustituto de Faulkner.

Darl acaba en algo parecido a la esquizofrenia, pero es de una singularidad y un poder visionario imposibles de reducir a la locura. Todos los monólogos interiores son notables. He aquí el final del décimo séptimo de los diecinueve:

...y como el sueño es no — es y la lluvia y el viento son era, eso no es. Pero la carreta es, porque cuando la carreta sea era, Addie Bundren no será. Y Jewel es, así que Addie Bundren tiene que ser. Y entonces yo tengo que ser, si no no podría vaciarme para dormir en una habitación extraña. Y entonces si todavía no me he vaciado es que soy es.

Cuántas veces me he acostado con lluvia bajo un techo extraño, pensando en casa.

Dudoso de su identidad, Darl tiene una percepción shakesperiana de la nada que es una versión del nihilismo de Faulkner (siempre en la gran etapa de 1929 — 1939), y de su experiencia durante la guerra, que consistió en entrenarse como piloto de la Fuerza Aérea Británica pero no volar nunca. A Darl, que estuvo en la Primera Guerra Mundial, la experiencia apenas le ha marcado la conciencia. Como le repugna la terrible odisea de llevar el cadáver en carreta hasta donde Addie nació, casi sabotea el esfuerzo prendiendo fuego a un granero; pero sólo consigue inspirar en Jewel un heroísmo renovado.

Faulkner hace continuo hincapié en que Darl es un sabedor. Sabe que su hermana está embarazada, que Jewel no es hijo de Anse, que en el verdadero sentido su madre no es su madre y que la actitud humana es una especie de desastre aborigen. Y sabe que hasta el paisaje es un vacío, una caída desde una realidad previa. Así en la sección 34:

... Sobre la superficie incesante se alzan — árboles, cañas, enredaderas — sin raíces, cercenadas de la tierra, espectrales sobre una escena de desolación inmensa pero circunscrita llena de la voz del agua yerma y doliente.

Poeta y metafísico intuitivo, Darl se encuentra peligrosamente cerca de un precipicio al cual debe caer. Las heridas psíquicas que lleva son el legado de la frialdad de Addie y el egoísmo de Anse; está destinado a la demencia. Para él no hay salida; sólo siente deseo sexual por la hermana y la familia es su condena.

En el último monólogo (57) que le oímos está tan disociado que todas sus percepciones, más anómalas que nunca, lo observan en tercera persona. Dos guardias lo escoltan en tren al manicomio del estado, y la voz interior nos hace añicos:

Uno se sentó a su lado y el otro se sentó enfrente de él de espaldas al viaje. Uno tenía que viajar de espaldas porque el dinero del estado tenía una cara para cada reverso y un reverso para cada cara y ellos viajan con el dinero del estado lo cual es incesto. Las monedas tienen una mujer de un lado y un búfalo del otro; dos caras y ninguna espalda.

Partido en dos, Darl conversa consigo mismo pero no deja de ver: "el dinero del estado lo cual es incesto". Acecha este pasaje la rabelesiana burla de Yago del amor heterosexual — el amor es una bestia de dos espaldas —, pero hay una consideración más profundamente shakesperiana en el dinero del estado visto como incesto; no estamos muy lejos de Medida por medida.

Puede que Mientras agonizo se le haga difícil al lector. Bien, es difícil; pero legítimamente. Faulkner, que tenía una aguda necesidad de ser su propio padre, exaspera a ciertas feministas con su identificación implícita pero obsesiva de la sexualidad femenina con la muerte. La cordura de Darl muere con la madre, y en cierto sentido su trastorno explícita lo que en los hermanos permanece mudo. En este libro la naturaleza es en sí misma una herida. André Gide hizo la extraña observación de que los personajes de Faulkner carecían de alma; lo que quería decir es que los Bundren, como los Compson de El ruido y la furia, no tenían esperanza, no podían creer que alguna vez fueran a levantarles la condena. Dios se niega a entablar alianza alguna con los Bundren o los Compson, tal vez porque vienen de un abismo y a él deben regresar. Quizá por eso Dewey Dell grite que cree en Dios con tanta desesperación. Mientras agonizo hace un retrato catastrófico de la condición humana, con la familia nuclear como la catástrofe más terrible.

ROSAURA A LAS DIEZ (resumen y sintesis capitulo por capitulo)

rosaura a las diez (resumen y sintesis capitulo por capitulo)

Resumen de rosaura a las diez:

La novela Rosaura a las diez empieza con la declaración de la señora Milagros Ramoneda. Ella es la narradora y cuenta la historia de todo lo que ocurrió. Primero, ella dice que todo comenzó hace seis meses cuando el cartero trajo un sobre rosa. Pero, después de pensar más, dice que será mejor que diga que empezó hace doce años cuando un nuevo huésped vino a vivir en su casa. La Señora Milagros es una viuda y la dueña de la hospedería llamada La Madrileña. Ella tiene tres hijas, Matilde, Enilde, y Clotilde. Siempre había pensionistas viviendo en su casa. El hombre que llegó un día a La Madrileña se llamaba Camilo Canegato. Pidió un cuarto con pensión. Camilo era un poco misterioso porque no tenía ni un pariente. Su padre había muerto hace un mes. Estaba solo en el mundo y quería vivir en La Madrileña. Camilo era un pintor de cuadros y un especialista en retratos al óleo.
Milagros decribe los primeros días que Camilo vivió en su casa y entonces da solo un resumen de los doce años y continúa con el presente. Camilo era el huésped modelo, era calladito y modosito, pero tuvo secretos. Siempre iba a la mesa con muchos frascos de jarabes y pastillas. Cuando Milagros le preguntaba para qué tenía esa farmacia, Camilo le contestaba que tomaba las medicinas porque tenía fatiga en el cerebro y mucho sueño. Milagros le sugirió comer más. Otra cosa sospechosa era que durante los doce años, Camilo nunca recibió cartas o llamadas por teléfono, no tenía parientes ni amigos. Milagros y sus tres hijas eran la familia que él no tenía. Pero, ella cuenta que seis meses antes ocurrió algo insólito. El cartero trajó una carta para Camilo Canegato. Porque el sobre era de color rosa y tenía el olor de perfume, Milagros sabía que era correspondencia de una mujer. Después de este día, cada miércoles, llegaba por correo una carta dirigida a Camilo. Milagros y su hijas estaban muy interesadas en el misterio y ellas descubrieron el lugar donde Camilo escondía todas las cartas. Ellas leyeron las cartas y descubrieron que una mujer, que se llamaba Rosaura, estaba enamorada de Camilo.
Las cartas llegaron durante ocho semanas, y, un miércoles, llegó una carta donde faltaba el nombre de Camilo. Milagros leyó la carta antes que Camilo regresara a la casa. Ella no podía creer que Camilo haya vivido con ellas por tanto tiempo y nunca haya dicho nada de una mujer. Cuando él llegó a la hospedería todos se sentaron a la mesa y Milagros le preguntó a Camilo sobre la mujer y él les contó toda la historia.
Un día un hombre le preguntó a Camilo si quería ir con él porque tenía un cuadro deteriorado y pensaba que Camilo podía ayudarlo. Este hombre era muy rico y tenía una casa muy grande. Camilo aceptó el trabajo de la restauración del retrato de la difunta esposa de aquel hombre. Después de empezar el trabajo, el hombre le ofreció a Camilo otro trabajo. El hombre quiso que Camilo pintara un dibujo de su hija Rosaura. Camilo estaba muy feliz porque pensaba que Rosaura era muy bonita. La tía de Rosaura se sentaba con ellos cuando Camilo dibujaba, pero ella siempre se dormía. Durante las sesiones de pintura Camilo y Rosaura se enamoraron. Pero, un dia, llegó una carta de Rosaura que decía «Adiós para siempre». Rosaura terminó su relación porque su padre quería que ella se casara con su primo segundo. Camilo estaba muy triste pero sentía que no podía hacer nada. Milagros decía que él debía luchar por su felicidad. Toda la ayuda de Milagros y sus hijas fue inútil. Milagros sugería que Camilo la raptara, fuera por las calles con el retrato de Rosaura, o pusiera un aviso en todos los diarios con grandes letras: «Rosaura. Te espero. Camilo.» A Camilo no le gustaba ninguna de las ideas. Él solo se sentía más y más triste.
Una noche cuando todos cenaban, Rosaura llegó a La Madrileña a las diez. Milagros estaba muy felíz, la abrazó y la besó. Rosaura era muy bonita, no tenía ningún defecto físico. Ella era más valiente que Camilo porque dejaría todo y se vendría a La Madrileña. Durante todo eso, Camilo se quedó en el comedor y no habló. Milagros hablaba con Rosaura y descubrió que ella se había peleado con su padre la noche anterior y escapó. Pero Rosaura no decía mucho, no contestó a todas las preguntas de Milagros. Se quedó en silencio con ojos de perro apaleado. Milagros notó que Rosaura tenía manchas como de golpes y pensaba que el padre lo había hecho. Milagros dio un cuarto a Rosaura y David y Camilo se quedaron en el mismo cuarto. Había problemas porque David y Rosaura eran amigos. Camilo no dijo nada, pero era posible que él tuviera celos. Un dia Milagros oyó voces y gritos en el cuarto de Rosaura. Rosaura estaba llorando pero no dijo nada sobre lo que occurió.
A pesar de que Camilo y Rosaura nunca hablaron, ellos decidieron casarse. Cuando se estaban preparando para la boda necesitaban documentos de identidad. Rosaura tenía su cédula y Clotilde, una hija de Milagros, notó que el nombre en la cédula era Marta Córrega. Rosaura le explicó que solo firmó las cartas con el nombre «Rosaura,» y que su nombre realmente era Marta Córrega. Es un misterio por qué razón ella usó un nombre falso. Pero ellos se casaron y se fueron al Hotel Wien para la noche de bodas. De allí partirían al día siguiente para Córdoba, Argentina. Después de la celebración todos estaban un poco achispados y nadie notó la ausencia de David Réguel. Milagros despertó en la noche cuando oyó el timbre y muchas voces. Como un huracán entró David Réguel con las noticias. Dijo que Camilo Canegato mató a Rosaura en un hotel cerca de Rio de la Plata en Buenos Aires.
Cuando Milagros terminó contando su declaración, David Réguel empezó su versión de la historia. Él tuvo una perspectiva muy diferente, solo podría ver el mal en Camilo Canegato. Estaba seguro que Camilo mató a Rosaura y en su declaración a la policia habló de la motivación y dijo que el asesinato tuvo una razón. David tuvo una teoría completa con una tesis, hipótesis y demostración. Era muy obvio que él era más culto y mundano pero sus ideas eran muy negativas. Dijo que Camilo era un «gurrumino» (Denevi 102) y desconfiaba a causa de su vulnerabilidad física. Dijo que Camilo era un hombre que produjo resentimientos y un hombre así era potencialmente peligroso. Camilo se enojó pero nunca dijo nada, solo sudaba mucho. David también contó que Milagros lo trataba sin ninguna consideración y lo explotaba.
David admitió que le gustaba Rosaura, pero también que ella era una de esas espléndidas mujeres que tenían que pasarse la vida encerradas en sus casas. Ella era espiritualmente frustrada. Solo quería a Camilo porque los pintores tienen una aureola falsa de genialidad triste y dulzona. Pero David dijo que Camilo tenía una doblez inconcebible. Un momento Camilo estaba muy tranquilo y el próximo estaba violento. Rosaura no sabía nada del mundo. En la casa de Rosaura, Camilo tenía un poder infinito. Por esta razón, Camilo seducía a Rosaura. David pensaba que la relación entre Rosaura y Camilo llegaría a un momento en que la víctima no ofrecería ya ningún nuevo incentivo a la tentación del corruptor. Camilo no quería una afinidad con Rosaura, la detestó. Él no podía dejar a Rosaura porque ella sabía donde él vivía. Camilo quería mudarse pero Milagros dijo que él no podía. David hablaba del sábado cuando todos estaban dormidos. Él vio a Camilo en puntas de pies y lo espió. Camilo entró del cuarto de Rosaura y le habló brutalmente. Dijo que era necesario que ella se fuera. Pero, finalmente, Rosaura se casó con Camilo y estaba contenta. Después de la boda, los dos salieron para el Hotel Wein, pero en realidad fueron a un hotelucho infame llamado Hotel La Media Luna. Era misterioso porque el hotel era muy malo, ¿por qué se quedaron allí? David y la policía veían a Rosaura muerta en su cuarto y David estaba seguro que Camilo la mató.
Después de la declaración de David Réguel, se inicia una conversación entre Camilo y un inspector llamado Julián Baigorri. Camilo contestó las preguntas del inspector pero decían una historia totalmente diferente que la que contaron Milagros o David. Dijo que trabajó en el taller y fue un restaurador de cuadros, pero no pintó, solo restauró. A veces pintaba dibujos usando una foto para el diseño. Su padre era severo y silencioso y nunca conoció a su madre porque ella murió cuando era niño. A Camilo le gustaba Milagros y sus hijas. Ellas eran como una familia, eran buena gente. Se quedó en La Madrileña por doce años porque sentía terror por cualquier cambio.
El inspector acusó a Camilo por la falsificación del documento de Rosaura, pero Camilo dijo que Rosaura jamás existió y que Señor Belgrano no tuvo ninguna hija. Camilo dijo, «Pero, en esa realidad, yo interpolé un sueño, y mi sueño se llama Rosaura, yo introduje un fantasma, y el fantasma se llama Rosaura» (Denevi 129). Rosaura era una pura invención de su mente. Camilo escribió todas las cartas, tenía la escritura redonda y prolija como una mujer. Fabricó todo en su cabeza. Dijo, «Soñar, vivir, ¿dónde está la diferencia?» (Denevi 130). Sus sueños expresan sus deseos reprimidos. Soñaba con Rosaura durante el día cuando estaba despierto. Soñaba que una mujer le amaba y usaba la relación entre Matilde y Hernández como ejemplo. Camilo dijo, «Soñé hasta el punto de hacer que mi sueño penetrara en la realidad» (Denevi 133). El inspector dijo que Camilo era un loco o un cínico.
Cuando «Rosaura» llegó a La Madrileña Camilo la ignoró. Dijo que no recordaba nada en el tiempo en que Rosaura llegó y cuando ellos estaban en el carro. En la habitación del hotel Rosaura se reía locamente. Camilo quería que ella se detuviera y él oprimió su garganta. Camilo salió, pero cuando salió ella estaba viva. Ella respiraba y le miraba. Cuando volvió un rato después, con David Réguel y la policía, ella estaba muerta. Era posible que otra persona la matara. El hombre del hotel estaba afuera de la puerta. Tenía una cara con cicatrices y se llamaba Turco. También había un muchacho alto vestido con una camisa amarilla. Este hecho es muy importante porque entonces la historia es más complicada.
La ultima declaración es de la Señorita Eufrasia Morales. Ella trabajaba en La Madrileña y hasta entonces estaba escondida. Ella no tuvo una gran parte en la historia, pero era posible que ella guardara un objeto de mucha importancia. Habló de la mucama de la hospedería, llamada Elsa. Elsa trabajó en La Madrileña desde hace varios años y amaba a Camilo Canegato. Ella limpiaba su cuarto y le servía la comida. Pero, cuando ella supo que él andaba de amores, las dos muestras de predilección desaparecieron instantáneamente. Solo Eufrasia se daba cuenta de que Elsa espiaba a Camilo. Eufrasia hablaba de la tarde del sábado cuando ella dejaba de tejer y se acostaba. Pero su cama estaba junto a la pared que separaba su habitación de la que fue de Rosaura. Oyó voces que parecían como una disputa, pero no entendía una sola palabra. Escuchó un rato y oyó que Rosaura dijo, «Para que me vaya vas a tener que darme todo lo que tenés en el banco. Ni por un peso menos me voy de aquí» (Denevi 150). Todas las personas corrieron al cuarto cuando escucharon los gritos. Elsa estaba en el cuarto de Rosaura con todos los huéspedes y no había vuelto a su habitación después. Cuando Rosaura y Milagros fueron al comedor, Elsa entraba al cuarto de Rosaura. Aquel día Rosaura perdió una carta que había escrito. Ella pensó que Camilo la robó. Pero al día siguiente Elsa pidió un dia libre. Ella era un poco sospechosa.
La parte final del libro incluye la carta desaparecida de Rosaura. Elsa tenía la carta. La escritura no guardaba ninguna semejanza con las otras cartas que Camilo recibió. La tercera página fue bruscamente interrumpida. La carta estaba dirigida a Rosa China, la mujer que lavaba la ropa de Camilo. Fue escrita por Marta Correga (Rosaura) a su tía Rosa. Marta Correga usó el nombre de Rosaura para esconder su identidad. Ella justo salió de la prisión después de cinco años. Entró cuando tenía veintiséis años y cuando salió, se sentía mucho más vieja. No tenía nada, caminaba por las calles sin un centavo. Todo era diferente en su mundo y sus amigos no vivían en los mismos lugares. Ella llegó al Palacio Marinera donde vivía Iris, una amiga. Era rebajarse demasiado, pero ellas fueron a vivir juntas como dos hermanas. Iris la ayudaba mucho. Consigió una nueva cédula de identidad para Marta. María Correa pasó a llamarse Marta Correga. Entonces, ella tuvo dos nombres antes de Rosaura.
Turco era el dueño del Palacio Marinera y tenía cicatrices en su cara. Era amigo de Iris y fabricó la cédula de Marta. Cuando Iris le preguntó a Marta si ella quería trabajar para ellos, Marta dijo que no le gustaba Turco. Había un otro hombre llamado Ministro que era el ayudante de Turco. Él había golpeado a Marta porque no le gustan las mujeres. Ministro era un mal hombre. Marta escribió que había descendido a lo más bajo y no le gustaba. Entonces ella escapó. Pero, luego estaba sola en la ciudad y sola en el mundo. Recordó que su tía planchaba la ropa de un hombre que se llamaba Camilo Canegato en la pensión La Madrileña. Su tía Rosa China, le dio una foto de ella a él y Camilo pintó el retrato. Marta solo quería encontrar a Camilo para recuperar su dinero, y si era necesario, ella casaría con él. Se maquilló y fue a La Madrileña. Cuando llegó la gente salió del interior de la casa y le llamó Rosaura. Ella no entendió porqué.
Por todo esto, la novela Rosaura a las diez era complicada y muy compleja. Porque todos los testigos dieron sus propias declaraciones, no se podía saber la verdad hasta el final. Camilo imaginó a Rosaura, pero ella nunca existió. Tenía una foto de Marta Correga y la llamada «Rosaura». Fue una coincidencia que Marta llegara a La Madrileña y quisiera casarse con Camilo. Al final, Camilo estranguló a Marta pero no la mató. El hombre llamado Turco fue el asesino.

El cuarteto de Alejandría, Lawrence Durrell

El cuarteto de Alejandría

El cuarteto de Alejandría (The Alexandria Quartet) es una tetralogía de novelas del escritor Lawrence Durrell, que se publicaron desde 1957 hasta 1960. Tuvieron un gran éxito, tanto de crítica como de público. Presentan cuatro perspectivas diferentes de un mismo conjunto de personajes y acontecimientos que tienen lugar en Alejandría, Egipto, antes y durante la II Guerra Mundial.
Las cuatro novelas son:
<![if !supportLists]>·         <![endif]>Justine (1957)
<![if !supportLists]>·         <![endif]>Balthazar (1958)
<![if !supportLists]>·         <![endif]>Mountolive (1958)
<![if !supportLists]>·         <![endif]>Clea (1960)
Es El cuarteto de Alejandría la obra que le convierte en un clásico de nuestro tiempo, debido en buena medida a su exploración de las posibilidades del lenguaje narrativo, y que provocó entusiastas comparaciones del autor con Proust y Faulkner. Como buena parte de su narrativa, procede de su experiencia personal como diplomático en Grecia, Yugoslavia, Chipre y Egipto y se caracteriza por la experimentación formal en cuanto al tratamiento del tiempo y el espacio.
En 1957, publicó "Justine", la primera novela de la tetralogía. Estas obras se refieren a los acontecimientos en Alejandría justo antes y durante la segunda guerra mundial. Los primeros tres libros cuentan en esencia la misma historia, pero desde diferentes perspectivas, una técnica que Durrell describió en su nota introductoria a "Balthazar" como "relativista". Sólo en la parte final, "Clea", la historia avanza en el tiempo y alcanza un desenlace.
En estas novelas investiga el amor en todas sus formas, y pasajes de gran belleza se mezclan con estudios sobre la corrupción y con una compleja investigación sensual.
El cuarteto impresionó a los críticos por la riqueza de su estilo, la variedad y viveza de sus personajes, su movimiento entre lo personal y lo político, y sus localizaciones exóticas en la ciudad y sus alrededores que Durrell retrata como su principal protagonista: "... la ciudad que nos usaba como su flora - precipitando en nosotros conflictos que eran de ella y que nosotros erróneamente creíamos que eran nuestros: ¡querida Alejandría!" En la crítica sobre el Cuarteto del suplemento literario de The Times, se afirmaba: "Si alguna vez una obra llevó una firma instantáneamente reconocible en cada frase, esta es". Se sugirió que Durrell podría ser nominado al premio Nobel de Literatura, pero esto no llegó a materializarse.
Dada la complejidad de la obra, probablemente fuese inevitable que la versión en cine de George Cukor: Justine (1969) simplificase la historia hasta el punto del melodrama, y no fue bien recibida.

LA PUERTA CONDENADA de Julio Cortazar



Julio Cortázar
(1914-1984)


La puerta condenada
(Final del juego, 1956)

         A Petrone le gustó el hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros. Era un hotel sombrío, tranquilo, casi desierto. Un conocido del momento se lo recomendó cuando cruzaba el río en el vapor de la carrera, diciéndole que estaba en la zona céntrica de Montevideo. Petrone aceptó una habitación con baño en el segundo piso, que daba directamente a la sala de recepción. Por el tablero de llaves en la portería supo que había poca gente en el hotel; las llaves estaban unidas a unos pesados discos de bronce con el número de habitación, inocente recurso de la gerancia para impedir que los clientes se las echaran al bolsillo.
         El ascensor dejaba frente a la recepción, donde había un mostrador con los diarios del día y el tablero telefónico. Le bastaba caminar unos metros para llegar a la habitación. El agua salía hirviendo, y eso compensaba la falta de sol y de aire. En la habitación había una pequeña ventana que daba a la azotea del cine contiguo; a veces una paloma se paseaba por ahí. El cuarto de baño tenía una ventana más grande, que se habría tristemente a un muro y a un lejano pedazo de cielo, casi inútil. Los muebles eran buenos, había cajones y estantes de sobra. Y muchas perchas, cosa rara.
         El gerente resultó ser un hombre alto y flaco, completamente calvo. Usaba anteojos con armazón de oro y hablaba con la voz fuerte y sonora de los uruguayos. Le dijo a Petrone que el segundo piso era muy tranquilo, y que en la única habitación contigua a la suya vivía una señora sola, empleada en alguna parte, que volvía al hotel a la caída de la noche. Petrone la encontró al día siguiente en el ascensor. Se dio cuenta de que era ella por el número de la llave que tenía en la palma de la mano, como si ofreciera una enorme moneda de oro. El portero tomó la llave y la de Petrone para colgarlas en el tablero, y se quedó hablando con la mujer sobre unas cartas. Petrone tuvo tiempo de ver que era todavía joven, insignificante, y que se vestía mal como todas las orientales.
         El contrato con los fabricantes de mosaicos llevaría más o menos una semana. Por la tarde Petrone acomodó la ropa en el armario, ordenó sus papeles en la mesa, y después de bañarse salió a recorrer el centro mientras se hacía hora de ir al escritorio de los socios. El día se pasó en conversaciones, cortadas por un copetín en Pocitos y una cena en casa del socio principal. Cuando lo dejaron en el hotel era más de la una. Cansado, se acostó y se durmió en seguida. Al despertarse eran casi las nueve, y en esos primeros minutos en que todavía quedan las sobres de la noche y del sueño, pensó que en algún momento lo había fastidiado el llanto de una criatura.
Antes de salir charló con el empleado que atendía la recepción y que hablaba con acentyo alemásn. Mientras se informaba sobre líneas de ómnibus y nombres de calles, miraba distraído la enorme sala en cuyo extremo estaban la puerta de su ahbitación y la de la señora sola. Entre las dos puertas había un pedastal con una nefasta réplica de la Venus de Milo. Otra puerta, en la pared lateral daba a una salida con los infaltables sillones y revistas. Cuando el empleado y Petrone callaban el silencio del hotel parecía coagularse, caer como cenizas sobre los muebles y las baldosas. El ascensor resultaba casi estrepitoso, y lo mismo el ruido de las hojas de un diario o el raspar de un fósforo.
         Las conferencias terminaron al caer la noche y Petrone dio una vuelta por 18 de Julio antes de entrar a cenar en uno de los bodegones de la plaza Independencia. Todo iba bien, y quizá pudiera volverse a Buenos Aires antes de lo que pensaba. Compró un diario argentino, un atado de cigarrillos negros, y caminó despacio hasta el hotel. En el cine de al lado daban dos películas que ya había visto, y en realidad no tenía ganas de ir a ninguna parte. El gerente lo saludó al pasar y le preguntó si necesitaba más ropa de cama. Charlaron un momento, fumando un pitillo, y se despidieron.
         Antes de acostarse Petrone puso en orden los papeles que había usado durante el día, y leyó el diario sin mucho interés. El silencio del hotel era casi excesivo, y el ruido de uno que otro tranvía que bajaba por la calle Soriano no hacía más que pausarlo, fortalecerlo para un nuevo intervalo. Sin inquietud pero con alguna impaciencia, tiró el diario al canasto y se desvistió mientras se miraba distraído en el espejo del armario. Era un armario ya viejo, y lo habían adosado a una puerta que daba a la habitación contigua. A Petrone lo sorprendió descubrir la puerta que se le había escapado en su primera inspección del cuarto. Al principio había supuesto que el edificio estaba destinado a hotel pero ahora se daba cuenta de que pasaba lo que en tantos hoteles modestos, instalados en antiguas casas de escritorios o de familia. Pensándolo bien, en casi todos los hoteles que había conocido en su vida —y eran muchos— las habitaciones tenían alguna puerta condenada, a veces a la vista pero casi siempre con un ropero, una mesa o un perchero delante, que como en este caso les daba una cierta ambigüedad, un avergonzado deseo de disimular su existencia como una mujer que cree taparse poníendose las manos en el vientre o los senos. La puerta estaba ahí, de todos modos, sobresaliendo del nivel del armario. Alguna vez la gente había entrado y salido por ella, golpeándola, entornándola, dándole una vida que todavía estaba presente en su madera tan distinta de las paredes. Petrone imaginó que del otro lado habría también un ropero y que la señora de la habitación pensaría lo mismo de la puerta.
         No estaba cansado pero se durmió con gusto. Llevaría tres o cuatro horas cuando lo despertó una sensación de incomodidad, como si algo ya hubiera ocurrido, algo molesto e irritante. Encendió el velador, vio que eran las dos y media, y apagó otra vez. Entonces oyó en la pieza de al lado el llanto de un niño.
         En el primer momento no se dio bien cuenta. Su primer movimiento fue de satisfacción; entonces era cierrto que la noche antes un chico no lo había dejado descansar. Todo explicado, era más fácil volver a dormirse. Pero después pensó en lo otro y se sentó lentamente en la cama, sin encender la luz, escuchando. No se engañaba, el llanto venía de la pieza de al lado. El sonido se oía a través de la puerta condenada, se localizaba en ese sector de la habitación al que correspondían los pies de la cama. Pero no podía ser que en la pieza de al lado hubiera un niño; el gerente había dicho claramente que la señora vivía sola, que pasaba casi todo el día en su empleo. Por un segundo se le ocurrió a Petrone que tal vez esa noche estuviera cuidando al niño de alguna parienta o amiga. Pensó en la noche anterior. Ahora estaba seguro de que ya había oído el llanto, porque no era un llanto fácil de confundir, más bien una serie irregular de gemidos muy débiles, de hipos quejosos seguidos de un lloriqueo momentáneo, todo ello inconsistente, mínimo, como si el niño estuviera muy enfermo. Debía ser una criatura de pocos meses aunque no llorara con la estridencia y los repentinos cloqueos y ahogos de un recién nacido. Petrone imaginó a un niño — un varón, no sabía por qué— débil y enfermo, de cara consumida y movimientos apagados. Eso se quejaba en la noche, llorando pudoroso, sin llamar demasiado la atención. De no estar allí la puerta condenada, el llanto no hubiera vencido las fuertes espaldas de la pared, nadie hubiera sabido que en la pieza de al lado estaba llorando un niño.


         Por la mañana Petrone lo pensó un rato mientras tomaba el desayuno y fumaba un cigarrillo. Dormir mal no le convenía para su trabajo del día. Dos veces se había despertado en plena noche, y las dos veces a causa del llanto. La segunda vez fue peor, porque a más del llanto se oía la voz de la mujer que trataba de calmar al niño. La voz era muy baja pero tenía un tono ansioso que le daba una calidad teatral, un susurro que atravesaba la puerta con tanta fuerza como si hablara a gritos. El niño cedía por momentos al arrullo, a las instancias; después volvía a empezar con un leve quejido entrecortado, una inconsolable congoja. Y de nuevo la mujer murmuraba palabras incomprensibles, el encantamiento de la madre para acallar al hijo atormentado por su cuerpo o su alma, por estar vivo o amenazado de muerte.
         «Todo es muy bonito, pero el gerente me macaneó» pensaba Petrone al salir de su cuarto. Lo fastidiaba la mentira y no lo disimuló. El gerente se quedó mirándolo.
          —¿Un chico? Usted se habrá confundido. No hay chicos pequeños en este piso. Al lado de su pieza vive una señora sola, creo que ya se lo dije.
         Petrone vaciló antes de hablar. O el otro mentía estúpidamente, o la acústica del hotel le jugaba una mala pasada. El gerente lo estaba mirando un poco de soslayo, como si a su vez lo irritara la protesta. «A lo mejor me cree tímido y que ando buscando un pretexto para mandarme mudar», pensó. Era difícil, vagamente absurdo insistir frente a una negativa tan rotunda. Se encogió de hombros y pidió el diario.
         —Habré soñado —dijo, molesto por tener que decir eso, o cualquier otra cosa.



         El cabaret era de un aburrimiento mortal y sus dos anfitriones no parecían demasiado entusiastas, de modo que a Petrone le resultó fácil alegar el cansancio del día y hacerse llevar al hotel. Quedaron en firmar los contratos al otro día por la tarde; el negocio estaba prácticamente terminado.
         El silencio en la recepción del hotel era tan grande que Petrone se descubrió a sí mismo andando en puntillas. Le habían dejado un diario de la tarde al lado de la cama; había también una carta de Buenos Aires. Reconoció la letra de su mujer.
         Antes de acostarse estuvo mirando el armario y la parte sobresaliente de la puerta. Tal vez si pusiera sus dos valijas sobre el armario, bloqueando la puerta, los ruidos de la pieza de al lado disminuirían. Como siempre a esa hora, no se oía nada. El hotel dormía las cosas y las gentes dormían. Pero a Petrone, ya malhumorado, se le ocurrió que era al revés y que todo estaba despierto, anhelosamente despierto en el centro del silencio. Su ansiedad inconfesada debía estarse comunicando a la casa, a las gentes de la casa, prestándoles una calidad de acecho, de vigilancia agazapada. Montones de pavadas.
         Casi no lo tomó en serio cuando el llanto del niño lo trajo de vuelta a las tres de la mañana. Sentándose en la cama se preguntó si lo mejor sería llamar al sereno para tener un testigo de que en esa pieza no se podía dormir. El niño lloraba tan débilmente que por momentos no se lo escuchaba, aunque Petrone sentía que el llanto estaba ahí, continuo, y que no tardaría en crecer otra vez. Pasaban diez o veinte lentísimos segundos; entonces llegaba un hipo breve, un quejido apenas perceptible que se prolongaba dulcemente hasta quebrarse en el verdadero llanto.
         Encendiendo un cigarrillo, se preguntó si no debería dar unos golpes discretos en la pared para que la mujer hiciera callar al chico. Recién cuando los pensó a los dos, a la mujer y al chico, se dio cuenta de que no creía en ellos, de que absurdamente no creía que el gerente le hubiera mentido. Ahora se oía la voz de la mujer, tapando por completo el llanto del niño con su arrebatado —aunque tan discreto— consuelo. La mujer estaba arrullando al niño, consolándolo, y Petrone se la imaginó sentada al pie de la cama, moviendo la cuna del niño o teniéndolo en brazos. Pero por más que lo quisiera no conseguía imaginar al niño, como si la afirmación del hotelero fuese más cierta que esa realidad que estaba escuchando. Poco a poco, a medida que pasaba el tiempo y los débiles quejidos se alternaban o crecían entre los murmullos de consuelo, Petrone empezó a sospechar que aquello era una farsa, un juego ridículo y monstruoso que no alcanzaba a explicarse. Pensó en viejos relatos de mujeres sin hijos, organizando en secreto un culto de muñecas, una inventada maternidad a escondidas, mil veces peor que los mimos a perros o gatos o sobrinos. La mujer estaba imitando el llanto de su hijo frustrado, consolando al aire entre sus manos vacías, tal vez con la cara mojada de lágrimas porque el llanto que fingía era a la vez su verdadero llanto, su grotesco dolor en la soledad de una pieza de hotel, protegida por la indiferencia y por la madrugada.
         Encendiendo el velador, incapaz de volver a dormirse, Petrone se preguntó qué iba a hacer. Su malhumor era maligno, se contagiaba de ese ambiente donde de repente todo se le antojaba trucado, hueco, falso: el silencio, el llanto, el arrullo, lo único real de esa hora entre noche y día y que lo engañaba con su mentira insoportable. Golpear en la pared le pareció demasiado poco. No estaba completamente despierto aunque le hubiera sido imposible dormirse; sin saber bien cómo, se encontró moviendo poco a poco el armario hasta dejar al descubierto la puerta polvorienta y sucia. En pijama y descalzo, se pegó a ella como un ciempiés, y acercando la boca a las tablas de pino empezó a imitar en falsete, imperceptiblemente, un quejido como el que venía del otro lado. Subió de tono, gimió, sollozó. Del otro lado se hizo un silencio que habría de durar toda la noche; pero en el instante que lo precedió, Petrone pudo oír que la mujer corría por la habitación con un chicotear de pantuflas, lanzando un grito seco e instantáneo, un comienzo de alarido que se cortó de golpe como una cuerda tensa.


         Cuando pasó por el mostrador de la gerencia eran más de las diez. Entre sueños, después de las ocho, había oído la voz del empleado y la de una mujer. Alguien había andado en la pieza de al lado moviendo cosas. Vio un baúl y dos grandes valijas cerca del ascensor. El gerente tenía un aire que a Petrone se le antojó de desconcierto.
         —¿Durmió bien anoche? —le preguntó con el tono profesional que apenas disimulaba la indiferencia.
         Petrone se encogió de hombros. No quería insistir, cuando apenas le quedaba por pasar otra noche en el hotel.
         —De todas maneras ahora va a estar más tranquilo — dijo el gerente, mirando las valijas—.La señora se nos va a mediodía.
         Esperaba un comentario, y Petrone lo ayudó con los ojos.
—Llevaba aquí mucho tiempo, y se va así de golpe. Nunca se sabe con las mujeres.
         —No —dijo Petrone—. Nunca se sabe.
         En la calle se sintió mareado, con un mareo que no era físico. Tragando un café amargo empezó a darle vueltas al asunto, olvidándose del negocio, indiferente al espléndido sol. Él tenía la culpa de que esa mujer se fuera del hotel, enloquecida de miedo, de vergüenza o de rabia. Llevaba aquí mucho tiempo...Era una enferma, tal vez, pero inofensiva. No era ella sino él quien hubiera debido irse del Cervantes. Tenía el deber de hablarle, de excusarse y pedirle que se quedara, jurándole discreción. Dio unos pasos de vuelta y a mitad del camino se paró. Tenía miedo de hacer un papelón, de que la mujer reaccionara de alguna manera insospechada. Ya era hora de encontrarse con los dos socios y no quería tenerlos esperando. Bueno, que se embromara. No era más que una histérica, ya encontraría otro hotel donde cuidar a su hijo imaginario.


         Pero a la noche volvió a sentirse mal, y el silencio de la habitación le pareció todavía más espeso. Al entrar al hotel no había podido dejar de ver el tablero de las llaves, donde faltaba ya la de la pieza de al lado. Cambió unas palabras con el empleado, que esperaba bostezando la hora de irse, y entró en su pieza con poca esperanza de poder dormir. Tenía los diarios de la tarde y una novela policial. Se entretuvo arreglando sus valijas, ordenado sus papeles. Hacía calor, y abrió de par en par la pequeña ventana. La cama estaba bien tendida, pero la encontró incómoda y dura. Por fin tenía todo el silencio necesario para dormir a pierna suelta, y le pesaba. Dando vueltas y vueltas, se sintió como vencido por ese silencio que había reclamado con astucia y que le devolvían entero y vengativo. Irónicamente pensó que extrañaba el llanto del niño, que esa calma perfecta no le bastaba para dormir y todavía menos para estar despierto. Extrañaba el llanto del niño, y cuando mucho más tarde lo oyó, débil pero inconfundible a través de la puerta condenada, por encima del miedo, por encima de la fuga en plena noche supo que estaba bien y que la mujer no había mentido, no se había mentido al arrullar al niño, al querer que el niño se callara para que ellos pudieran dormirse.

HERNAN de Abelardo Castillo

Abelardo Castillo
Hernán.

Me atrevo a contarlo ahora porque ha pasado el tiempo y porque Hernán, lo sé, aunque haya hecho muchas cosas repulsivas en su vida, nunca podrá olvidarse de ella: la ridícula señorita Eugenia, que un día, con la mano en el pecho, abrió grandes los ojos y salió de clase llevándose para siempre su figura lamentable de profesora de literatura que recitaba largamente a Bécquer y, turbada, omitía ciertos párrafos de los clásicos, y en los últimos tiempos miraba de soslayo a Hernán.
Quiero contarlo ahora, de pronto me dio miedo olvidar esta historia. Pero si yo la olvido nadie podrá recordarla, y es necesario que alguien la recuerde; Hernán, que entre el montón de porquerías hechas en tu vida haya siempre un sitio para ésta de hace mucho, de cuando tenías dieciocho años y eras el alumno más brillante de tu división, el que podía demostrar el Teorema de Pitágoras sin haber mirado el libro o ridiculizar a los pobres diablos como el señor Teodoro o hacerle una canallada brutal a la señorita Eugenia que guardaba violetas aplastadas en las páginas de Rimas y leyendas y olía a alcanfor.
Ella llegó al Colegio Nacional en el último año de mi bachillerato. Entró a clase y desde el principio advertimos aquella cosa extravagante, equívoca, que parecía trascender de sus maneras, de su voz, lo mismo que ese tenue aroma a laurel cuyo origen, fácil de adivinar, era una bolsita colgada sobre su pecho de señorita Eugenia, bajo la blusa. Ella entró en el aula tratando de ocultar, con ademanes extraños, la impresión que le causábamos cuarenta muchachones rígidos, burlonamente rígidos, junto a los bancos, y cualquiera de los cuarenta debía mirar a la altura del hombro para encontrar sus ojos de animalito espantado.
Habló. Dijo algo acerca de que buscaba ser una amiga para nosotros, una amiga mayor, y que la llamáramos señorita Eugenia, simplemente.
Alguien, entonces, en voz alta –lo bastante alta como para que ella bajara los ojos, con un gesto que después me dio lástima–, se asombró mucho de que todavía fuera señorita, yo me asombré mucho de que todavía fuera señorita y los demás rieron, y ella, arreglando nerviosamente los pliegues de su pollera, fue hacia el escritorio. Al levantar los ojos se encontró con todos parados, mirándola. No atinó sino a parpadear y a juntar las manos, como quien espera que le expliquen algo, y cuando torpemente creyó que debía insinuarnos "pueden sentarse", nosotros ya estábamos sentados y ella reparó por primera vez en Hernán. Él se había quedado de pie, tieso, se había quedado de pie él solo. Y en medio del silencio de la clase, dijo:
–Yo –dijo pausadamente– soy Hernán.

Esto fue el primer día. Después pasaron muchos días, y no sé, no recuerdo cómo hizo él para darse cuenta: acaso fue por aquellas miradas furtivas que, al llegar a ciertos párrafos de los clásicos, la señorita Eugenia dirigía hacia su banco, o acaso fue otra cosa.
De todos modos, cuando se lo dijeron ya lo sabía. "Me parece que la vieja...", le dijeron, y Hernán debió fingir un asombro que jamás sintió, puesto que él lo había adivinado desde el comienzo, desde que la vio entrar con sus maneras de pájaro y su cara triste de mujer sola; porque Hernán sabía que ella se inquietaba cuando él, acercándose sin motivo, recitaba la lección en voz baja, íntima, como si la recitara para ella.

–Este Hernán es un degenerado.

Te admiraban, Hernán.

–Pobre vieja, te fijaste: ahora se le da por pintarse.

Porque, de pronto, la señorita Eugenia que leía a Bécquer empezó a pintarse absurdamente los ojos, de un color azulado, y la boca, de pronto comenzó a decir cosas increíbles, cosas vulgares y tremendas acerca de la edad, la edad que cada uno tiene, la de su espíritu, y que ella en el fondo era mucho más juvenil que esas muchachas que andan por ahí, tontamente, con la cabeza loca y lo que es peor –esto lo dijo mirando a Hernán de un modo tan extraño que me dio asco–, lo que es peor, con el corazón vacío.

–A que sí.

Ya no recuerdo con quién fue la apuesta, recuerdo en cambio que pocos días antes del 21 de septiembre surgió, repentina y gratuita, como un lamparón de crueldad.
Y fue aceptada de inmediato, en medio de ese regocijo feroz de los que necesitan embrutecer sus sentimientos a cualquier costo porque después, más adelante, está la vida, que selecciona sólo a los más aptos, a los más fuertes, a los tipos como él, como Hernán, aquel Hernán brillante de dieciocho años que podía demostrar teoremas sin mirar el libro o componer estrofas a la manera de Asunción Silva o apostar que sí, que se atrevería –como realmente se atrevió la tarde en que, apretando como un trofeo aquella cosa, esa especie de escapulario entre los dedos, pasó delante de todos y fue lentamente hacia el pizarrón–, porque los que son como vos, Hernán, nacieron para dañar a los otros, a los que son como la señorita Eugenia.

–A que no.

–Qué apostamos –dijo Hernán, y aseguró que pasaría delante de todos, de los cuarenta, e iría, lentamente, hacia el pizarrón–. Para que aprenda a no ser vieja loca –dijo.
Pero antes de la apuesta habían pasado muchas cosas, y yo ahora necesito recordarlas para que Hernán no las olvide.
Hubo, por ejemplo, lo de las cartas. Siempre supo escribir bien. Desde primer año había venido siendo una suerte de Fénix escolar, fácil, capaz de hacer versos o acumular hipérboles deslumbradoras en un escrito de Historia. Pero aquella primera carta (a la que seguirían otras, ambiguas al principio, luego más precisas, exigentes, hasta que una tarde en el libro que te alcanzó la señorita Eugenia apareció por fin la primera respuesta, escrita con su letra pequeña, redonda, adornada con estrafalarias colitas y círculos sobre la i) fue una obra maestra de maldad.
Yo sé de qué modo, Hernán, con qué prolijo ensañamiento escribiste durante toda una noche aquella primera carta, que yo mismo dejé entre las páginas de las Lecciones de Literatura Americana un segundo antes de que el inequívoco perfume entrase en el aula, ese vaho a laurel cuyo origen era una bolsita blanca, de alcanfor, colgada al cuello de la señorita Eugenia, junto al crucifijo con el que sólo una vez tropezaron unos dedos que no fuesen los de ella.
No respirábamos. Hernán tenía miedo ahora, lo sé, y hasta trató de que ella no tomase el libro.
La mujer, extrañada, levantó el papel que había caído sobre el escritorio, un papel que comenzaba "por favor, lea usted esto", y después de unos segundos se llevó temblando la mano a la cara; pero en los días que siguieron, cuando encontraba sobre el escritorio los papeles doblados en cuatro pliegues, ya no se turbaba, y entonces empezó a decir aquellas insensateces vulgares acerca de la edad, y del amor, hasta que el propio Hernán se asustó un poco. Sí, porque al principio fue como un juego, tortuoso, procaz, pero en algún momento todo se volvió real y, una tarde, estaba hecha la apuesta:

–Delante de todos, en el pizarrón –dijo Hernán.

El Día de los Estudiantes, en el Club Náutico, todos pudieron verlo bailando con la señorita Eugenia. Ella lo miraba. Lo miraba de tal manera que Hernán, aunque por encima de su hombro hizo una mueca significativa a los otros, se sintió molesto.
Tuvo el presentimiento de que todo podía complicarse o, acaso, al oír que ella hablaba de las cosas imposibles ("hay cosas imposibles, Hernán, usted es tan joven que no se da cuenta") pensó que se despreciaba. Pero ese día la apuesta había sido aceptada y uno no podía echarse atrás, aunque tuviera que hacerle una canallada brutal a la señorita Eugenia, que aquella tarde llevaba puesto un inaudito vestido, un jumper, sobre su blusa infaltable de seda blanca.
Por eso, sin pensarlo más, él la invitó a dar un paseo por los astilleros, y los otros, codeándose, vieron cómo la infeliz aquella salía disimuladamente, seguida por su ridículo perfume a alcanfor y seguida por mí, que antes de salir le dije a alguno:

–Prestáme las llaves del coche.

Y me fueron prestadas, con sonrisa cómplice, y cuando yo estaba saliendo, con el estómago revuelto, oí que alguien pronunciaba mi nombre:

–Hernán.

–Qué quieren –pregunté.

Y me dijeron la apuesta, ojo con la apuesta, y yo dije que sí, que me acordaba.
Como me acuerdo de todo lo que ocurrió esa tarde, en los galpones, contra un casco a medio calafatear, y de todo lo que ocurrió al otro día, en el Nacional, cuando ante la admirada perplejidad de cuarenta muchachones yo caminé lentamente hacia el pizarrón apretando entre los dedos esa cosa, esa especie de escapulario, como un trofeo.
Y me acuerdo de la mirada de la señorita Eugenia al entrar en la clase, de sus ojos pintados ridículamente de azul que se abrieron espantados, dolorosos, como de loca, y se clavaron en mí sin comprender, porque ahí, en la pizarra, había quedado colgada, balanceándose todavía, una bolsita blanca de alcanfor.

miércoles, 7 de mayo de 2014

La Noche

La noche
Por: Nelson Barbon

Los vi acercarse, parecían estar peleando, desde yo estaba podía oir el tono de sus voces, alto, airado.

Los observe con atención, por costumbre siempre estoy alerta ante cualquier situación que pueda cambiar repentinamente, se sentaron muy cerca de donde yo estaba, me di cuenta que no advirtieron mi presencia, estaban enfrascados en sus propias cosas, yo no existía para ellos, mi presencia no fue ni seria advertida.

Me dispuse a observar sin ser visto, me agrada mucho mirar sin que me noten, y la noche es un momento ideal para hacerlo, yo amo la noche.

Las voces se fueron aquietando hasta llegar al susurro, sus bocas se unieron y pude sentir como la excitación crecía, pude sentir en mí que la corriente eléctrica que emanaba de la pareja atravesaba mi cuerpo y me traía tumultuosos recuerdos y sensaciones.

No pude resistir la tension, la pareja siguió sin percibir mi presencia, comencé a caminar agazapado, ocultándome detrás de los árboles  y los bancos del parque.

Seguí así hasta alejarme, era una sombra mas entre las sombras, siempre alerta, siempre cuidadoso, siempre oculto.



domingo, 27 de abril de 2014

AVBRUTNA BALANS

AVBRUTNA BALANS
 Nelson Barbon

Lo que voy a relatarle, amigo Abelardo, es la investigación más extraña en la que me haya tocado intervenir en mi carrera de policía, todo comenzó como un día cualquiera, cuando mi jefe me llamo a su despacho y me pregunto sin saludar, una costumbre que siempre lo caracterizo, si mi apellido era de origen sueco, le dije que sí y me pregunto si hablaba el idioma, le dije que lo único que sabía de Suecia es que la bandera tenia los colores de Boca Junior, me dijo que no importaba y que me hiciera cargo del crimen de la Av. Montes de Oca, y me tiro una carpeta llena de papeles.

Al empezar a leer el informe preliminar, mientras mi ayudante conducía rumbo a barracas, entendí la pregunta de mi jefe, una mujer había sido asesinada a puñaladas, 12 en total lo que hablaba de odio, pasión, celos y venganza, el principal sospechoso era su pareja, un sueco de nombre Per Lôff, más conocido por el apodo de “Ôlle”, con residencia desde hace 12 años en el país, pero que se negaba a hablar en español y solo lo hacía en Sueco, como el tipo estaba bien guardado en el departamento central no iba a ir a ningún lado, lo mejor era ir al lugar de los hechos, ver el cadáver y tratar de sacarle algún dato a los de la científica que estaban trabajando allí.

Al llegar lo primero que vi fue un bulto en medio del comedor tapado con una sabana, y un gran charco de sangre a su alrededor, me acerque al forense, y el tipo sin esperar que le dijera nada corrió la sabana que tapaba el cuerpo, le juro  Abelardo que me impresiono lo que vi, y no me refiero a la sangre o las marcas que el cuchillo había dejado en el cuerpo, sino el cuerpo mismo de la mujer, era muy joven y tenía un cuerpo sin huellas del tiempo,  además estaba totalmente desnuda, y cuando digo desnuda me refiero que no tenía nada, ni un puto par de medias, las tetas estaban manchadas de sangre y habían recibido varias puñaladas, pero igual se mantenían duras y perfectas, con unos pezones insolentes, que parecían desafiar la gravedad y a la muerte misma, cuando levante la vista note la mueca burlona en la cara  del forense, el tipo había montado la escena de la sabana y la estaba disfrutando.

Le pregunte sobre el arma y me mostro una bolsa de plástico, era un cuchillo de cocina de los que están en cualquier bazar, desde donde estaba se veía parte de la cocina, y sobre la mesada note el kit de cuchillos con un lugar vacio, hora de la muerte, dispare en tono profesional, entre las 10 y las 14 de ayer, me contesto el forense en el mismo tono, no tenía sentido averiguar mas nada, le indique a mi ayudante con un movimiento de cabeza que nos fuéramos.

Mientras el auto rodaba por el asfalto, iba haciendo el informe en mi cabeza, el Sueco era 10 años más viejo que la mina, la mina le puso los cuernos, el Sueco la descubrió y la amasijo a puñaladas, listo Caso resuelto, me estire en el asiento y me dedique a disfrutar del viaje.

Cuando llegamos a la sala de interrogación, me encontré a mi jefe con un tipo alto y rubio, me lo presento como un miembro de la embajada Sueca y que iba a oficiar de traductor, me presento a mí como el responsable de la investigación, cuando le dijo mi apellido, el rubio me miro como queriendo adivinarme el pensamiento, me di cuenta que se preguntaba si yo no hablaría sueco, mi apellido lo intrigaba.

Cuando nos sentamos frente a Ôlle, note que salvo por la altura, Ôlle tenía las mismas características físicas del Vikingo, le pregunte a Ôlle en castellano, donde había estado el día de ayer, el me dijo en voz más alta de lo normal “Jag kommer bara att tala svenska” , el vikingo de la embajada me miro, yo le devolví la mirada como si le fuera a cantar falta envido con 3 cuatros en la mano, acto seguido tradujo, dijo que solo va a hablar en  sueco, yo le sonreí al vikingo, (el tipo estaba cada vez mas confundido), le dije que le preguntara donde había estado el día de ayer, esta vez el vikingo se arrimo a Ôlle y le susurro en la oreja,  Ôlle me miro y luego le susurro en la oreja al vikingo.

Lo que el vikingo me dijo a continuación logro arruinarme el día, dijo que había estado todo el día en Lujan, había salido de su casa a las 7 de la mañana de ayer en auto y volvió hoy de madrugada, la voz del forense me repicaba en la cabeza como un pájaro carpintero, “hora de la muerte de 10 a 14 hs del día de ayer”, lo mire al vikingo y tuve ganas de darle una piña, si no fuera porque se hubiera armado un despelote diplomático,  además de que me llevaba cabeza y media de altura, le dije en tono neutro, voy a comprobar la coartada, de momento queda demorado, y me fui.

Tuve la sensación de que habían comenzado a mearme una manada de elefantes, Ôlle tenía instalado un telepeaje en el auto, y según la computadora había pasado a las 8,45 por el peaje de la 25 de Mayo, a las 9.30 por la Gaona y las 10.00 por el peaje de Lujan, y el regreso estaba registrado en ultimas horas del día. A menos que Ôlle tuviera un helicóptero era imposible que estuviera en Barracas a la hora del crimen, de pura bronca decidí demorar la liberación del sueco hasta que estuvieran los resultados de las huellas del arma homicida, y me temía que no me iba a mejorar el humor cuando las recibiera, dicidí irme a dormir antes de que el día empeorara más aun.

Al día siguiente por la mañana, recibí el informe del forense de manos de mi ayudante, allí me entere que la manada de elefantes había desayunado con diuréticos, las huellas del arma no eran del jodido sueco, mas aun, eran de una mujer, como entenderá mi estimado Abelardo mi ilusión de terminar rápidamente con este asunto se fueron por la cloaca empujado por litros y litros de meada de elefante.

No se ría Abelardo, la cosa se complicaba mas a cada paso que dábamos, como la huella de la mujer pertenecía a alguien con antecedentes, conseguimos nombre y dirección,, y hacia allá nos fuimos, era un departamento en Ángel Gallardo, cerca de parque centenario, tocamos timbre varias veces pero sin resultado, al final llamamos al portero, nos dijo que no la veía desde hacia dos días, pero en el departamento se oía la televisión, subimos con el portero y efectivamente se oían voces que salían de un televisor, golpeamos y nada, le pregunte al portero si tenía una llave, primero dudo, luego me dijo que si, fue a buscarla y abrí la puerta.

Lo que vi Abelardo me dejo helado, era una escena idéntica a la del primer asesinato, el de la calle Montes de Oca, recuerda, la mina desnuda en el suelo, el charco de sangre y el cuchillo al lado del cuerpo, la cabeza me daba vueltas, no lograba acomodar las piezas en su lugar, se agregaban nuevos elefantes a la manada, deje a mi ayudante de centinela y me fui en busca del bar más cercano, para llamar a la científica y tomar algo fuerte que me ubicara de nuevo en este mundo.

Para hacérsela corta, el resultado del forense era que las huellas del arma del segundo asesinato eran del jodido sueco, desistí de volver a interrogarlo, porque si me volvía a hablar en Sueco era capaz de matarlo.
Lo mande a mi ayudante a conseguir una foto de Ôlle, luego fuimos a ver al portero y se la mostramos, lo reconoció como visitante del segundo cadáver a altas horas de la noche del día del primer crimen, lo cotejamos con los horarios del telepeaje y todo encajaba, teníamos a los dos asesinos de los dos cadáveres, pero no teníamos la historia, el portero conecto al sueco con el segundo cadáver, pero nos faltaba la conexión del segundo cadáver con el primero, y además nos faltaba el motivo de semejante amasijo, a mi ayudante se le ocurrió una idea, interrogar al portero del primer edificio, conseguimos una foto del segundo cadáver y nos fuimos hacia barracas.

El portero del primer edificio reconoció al segundo cadáver como visitante habitual del departamento del Sueco y su pareja, teníamos al fin la conexión que unía todo el rompecabezas, los elefantes habían dejado de mear, le dimos las gracias al portero y nos fuimos rajando para la central, yo me moría de ganas de verle la cara al jodido Ôlle, cuando viera que habíamos descubierto todo.

Pero el interrogatorio no dio ningún resultado, esta vez Ôlle no hablo en Sueco, dijo en perfecto castellano,  quiero a mi abogado, y eso fue todo.

Yo quería desprenderme cuanto antes de todo el asunto, así que me puse a hacer el informe, allí estaba todo, la pruebas forenses, las declaraciones de los porteros y el resultado de nuestras investigaciones, Ôlle tenía garantizada una larga temporada a la sombra, lo único que no teníamos era el motivo de todo este asunto, se lo dije a mi ayudante, el se quedo un momento pensativo y me dijo, -jefe Ud. conoce a algún portero que no sea chismoso-, abrí grande los ojos y salimos de la oficina como alma que lleva el diablo.

Cuando llegamos al edificio de la Av. Montes de Oca, el portero estaba en la vereda con la escoba en la mano, nos abalanzamos encima como poseídos, el  tipo puso cara de susto, lo llevamos para adentro y lo metimos en el sótano, le dijimos que nos dijera todo lo que sabía sin omitir ningún detalle.

Para no estirarla de mas, la historia era esta, el sueco tenía algún problema físico porque no se le paraba ni con un balde de viagra, su pareja y el segundo cadáver eran amantes y tenían un acuerdo con el Sueco para que lo dejaran mirar, así vivieron los tres felices y en armonía durante 3 años, hasta que la relacion entre ambas mujeres se fue deteriorando envuelto en continuas discusiones oidas por el portero, hasta que el segundo cadáver decidió asesinar al primero, cuando el Sueco descubrió el asesinato supo quien había sido, se fue a la casa de la segunda mujer y la asesino de la misma forma en que ella lo había hecho, los motivos del Sueco eran la venganza, la pregunta es, por amor a su compañera o porque la asesina rompió un equilibrio que lo hacía feliz, sabe que Abelardo, yo creo que el problema es que los suecos son tipos muy raros.

Dele Abelardo, páguese otra vuelta y le cuento otra historia..