jueves, 17 de julio de 2014

El balcón - Felisberto Hernández

El balcón
[Cuento. Texto completo.]

Felisberto Hernández

Había una ciudad que a mí me gustaba visitar en verano. En esa época casi todo un barrio se iba a un balneario cercano. Una de las casas abandonadas era muy antigua; en ella habían instalado un hotel y apenas empezaba el verano la casa se ponía triste, iba perdiendo sus mejores familias y quedaba habitada nada más que por los sirvientes. Si yo me hubiera escondido detrás de ella y soltado un grito, éste enseguida se hubiese apagado en el musgo.

El teatro donde yo daba los conciertos también tenía poca gente y lo había invadido el silencio: yo lo veía agrandarse en la gran tapa negra del piano. Al silencio le gustaba escuchar la música; oía hasta la última resonancia y después se quedaba pensando en lo que había escuchado. Sus opiniones tardaban. Pero cuando el silencio ya era de confianza, intervenía en la música: pasaba entre los sonidos como un gato con su gran cola negra y los dejaba llenos de intenciones.

Al final de uno de esos conciertos, vino a saludarme un anciano tímido. Debajo de sus ojos azules se veía la carne viva y enrojecida de sus párpados caídos; el labio inferior, muy grande y parecido a la baranda de un palco, daba vuelta alrededor de su boca entreabierta. De allí salía una voz apagada y palabras lentas; además, las iba separando con el aire quejoso de la respiración.

Después de un largo intervalo me dijo:

-Yo lamento que mi hija no pueda escuchar su música.

No sé por qué se me ocurrió que la hija se habría quedado ciega; y enseguida me di cuenta que una ciega podía oír, que más bien podía haberse quedado sorda, o no estar en la ciudad; y de pronto me detuve en la idea de que podría haberse muerto. Sin embargo aquella noche yo era feliz; en aquella ciudad todas las cosas eran lentas, sin ruido yo iba atravesando, con el anciano, penumbras de reflejos verdosos.

De pronto me incliné hacia él -como en el instante en que debía cuidar de algo muy delicado- y se me ocurrió preguntarle:

-¿Su hija no puede venir?

Él dijo «ah» con un golpe de voz corto y sorpresivo; detuvo el paso, me miró a la cara y por fin le salieron estas palabras:

-Eso, eso; ella no puede salir. Usted lo ha adivinado. Hay noches que no duerme pensando que al día siguiente tiene que salir. Al otro día se levanta temprano, apronta todo y le viene mucha agitación. Después se le va pasando. Y al final se sienta en un sillón y ya no puede salir.

La gente del concierto desapareció enseguida de las calles que rodeaban al teatro y nosotros entramos en el café. Él le hizo señas al mozo y le trajeron una bebida oscura en el vasito. Yo lo acompañaría nada más que unos instantes; tenía que ir a cenar a otra parte. Entonces le dije:

-Es una pena que ella no pueda salir. Todos necesitamos pasear y distraernos.

Él, después de haber puesto el vasito en aquel labio tan grande y que no alcanzó a mojarse, me explicó:

-Ella se distrae. Yo compré una casa vieja, demasiado grande para nosotros dos, pero se halla en buen estado. Tiene un jardín con una fuente; y la pieza de ella tiene, en una esquina, una puerta que da sobre un balcón de invierno; y ese balcón da a la calle; casi puede decirse que ella vive en el balcón. Algunas veces también pasea por el jardín y algunas noches toca el piano. Usted podrá venir a cenar a mi casa cuando quiera y le guardaré agradecimiento.

Comprendí enseguida; y entonces decidimos el día en que yo iría a cenar y a tocar el piano.

Él me vino a buscar al hotel una tarde en que el sol todavía estaba alto. Desde lejos, me mostró la esquina donde estaba colocado el balcón de invierno. Era en un primer piso. Se entraba por un gran portón que había al costado de la casa y que daba a un jardín con una fuente de estatuillas que se escondían entre los yuyos. El jardín estaba rodeado por un alto paredón; en la parte de arriba le habían puesto pedazos de vidrio pegados con mezcla. Se subía a la casa por una escalinata colocada delante de una galería desde donde se podía mirar al jardín a través de una vidriera. Me sorprendió ver, en el largo corredor, un gran número de sombrillas abiertas; eran de distintos colores y parecían grandes plantas de invernáculo. Enseguida el anciano me explicó:

-La mayor parte de estas sombrillas se las he regalado yo. A ella le gusta tenerlas abiertas para ver los colores. Cuando el tiempo está bueno elige una y da una vueltita por el jardín. En los días que hay viento no se puede abrir esta puerta porque las sombrillas se vuelan, tenemos que entrar por otro lado.

Fuimos caminando hasta un extremo del corredor por un techo que había entre la pared y las sombrillas. Llegamos a una puerta, el anciano tamborileó con los dedos en el vidrio y adentro respondió una voz apagada. El anciano me hizo entrar y enseguida vi a su hija de pie en medio del balcón de invierno; frente a nosotros y de espaldas a vidrios de colores. Sólo cuando nosotros habíamos cruzado la mitad del salón ella salió de su balcón y nos vino a alcanzar. Desde lejos ya venía levantando la mano y diciendo palabras de agradecimiento por mi visita. Contra la pared que recibía menos luz había recostado un pequeño piano abierto, su gran sonrisa amarillenta parecía ingenua.

Ella se disculpó por el hecho de no poder salir y señalando el balcón vacío, dijo:

-Él es mi único amigo.

Yo señalé al piano y le pregunté:

-Y ese inocente, ¿no es amigo suyo también?

Nos estábamos sentando en sillas que había a los pies de ella. Tuve tiempo de ver muchos cuadritos de flores pintadas colocadas todos a la misma altura y alrededor de las cuatro paredes como si formaron un friso. Ella había dejado abandonada en medio de su cara una sonrisa tan inocente como la del piano; pero su cabello rubio y desteñido y su cuerpo delgado también parecían haber sido abandonados desde mucho tiempo. Ya empezaba a explicar por qué el piano no era tan amigo suyo como el balcón, cuando el anciano salió casi en puntas de pie. Ella siguió diciendo:

-El piano era un gran amigo de mi madre.

Yo hice un movimiento como para ir a mirarlo; pero ella, levantando una mano y abriendo los ojos, me detuvo:

-Perdone, preferiría que probara el piano después de cenar, cuando haya luces encendidas. Me acostumbré desde muy niña a oír el piano nada más que por la noche. Era cuando lo tocaba mi madre. Ella encendía las cuatro velas de los candelabros y tocaba notas tan lentas y tan separadas en el silencio como si también fuera encendiendo, uno por uno, los sonidos.

Después se levantó y pidiéndome permiso se fue al balcón; al llegar a él le puso los brazos desnudos en los vidrios como si los recostara sobre el pecho de otra persona. Pero enseguida volvió y me dijo:

-Cuando veo pasar varias veces a un hombre por el vidrio rojo casi siempre resulta que él es violento o de mal carácter.

No pude dejar de preguntarle:

-Y yo ¿en qué vidrio caí?

-En el verde. Casi siempre les toca a las personas que viven solas en el campo.

-Casualmente a mí me gusta la soledad entre plantas -le contesté.

Se abrió la puerta por donde yo había entrado y apareció el anciano seguido por una sirvienta tan baja que yo no sabía si era niña o enana. Su cara roja aparecía encima de la mesita que ella misma traía en sus bracitos. El anciano me preguntó:

-¿Qué bebida prefiere?

Yo iba a decir «ninguna», pero pensé que se disgustaría y le pedí una cualquiera. A él le trajeron un vasito con la bebida oscura que yo le había visto tomar a la salida del concierto. Cuando ya era del todo la noche fuimos al comedor y pasamos por la galería de las sombrillas; ella cambió algunas de lugar y mientras yo se las elogiaba se le llenaba la cara de felicidad.

El comedor estaba en un nivel más bajo que la calle y a través de pequeñas ventanas enrejadas se veían los pies y las piernas de los que pasaban por la vereda. La luz, no bien salía de una pantalla verde, ya daba sobre un mantel blanco; allí se había reunido, como para una fiesta de recuerdos, los viejos objetos de la familia. Apenas nos sentamos, los tres nos quedamos callados un momento; entonces todas las cosas que había en la mesa parecían formas preciosas del silencio. Empezaron a entrar en el mantel nuestros pares de manos: ellas parecían habitantes naturales de la mesa. Yo no podía dejar de pensar en la vida de las manos. Haría muchos años, unas manos habían obligado a estos objetos de la mesa a tener una forma. Después de mucho andar ellos encontrarían colocación en algún aparador. Estos seres de la vajilla tendrían que servir a toda clase de manos. Cualquiera de ellas echaría los alimentos en las caras lisas y brillosas de los platos; obligarían a las jarras a llenar y a volcar sus caderas; y a los cubiertos, a hundirse en la carne, a deshacerla y a llevar los pedazos a la boca. Por último los seres de la vajilla eran bañados, secados y conducidos a sus pequeñas habitaciones. Algunos de estos seres podrían sobrevivir a muchas parejas de manos; algunas de ellas serían buenas con ellos, los amarían y los llenarían de recuerdos, pero ellos tendrían que seguir viviendo en silencio.

Hacía un rato, cuando nos hallábamos en la habitación de la hija de la casa y ella no había encendido la luz -quería aprovechar hasta el último momento el resplandor que venía de su balcón-, estuvimos hablando de los objetos. A medida que se iba la luz, ellos se acurrucaban en la sombra como si tuvieran plumas y se prepararan para dormir. Entonces ella dijo que los objetos adquirían alma a medida que entraban en relación con las personas. Algunos de ellos antes habían sido otros y habían tenido otra alma (algunos que ahora tenían patas, antes habían tenido ramas, las teclas habían sido colmillos), pero su balcón había tenido alma por primera vez cuando ella empezó a vivir en él.

De pronto apareció en la orilla del mantel la cara colorada de la enana. Aunque ella metía con decisión sus bracitos en la mesa para que las manitas tomaran las cosas, el anciano y su hija le acercaban los platos a la orilla de la mesa. Pero al ser tomados por la enana, los objetos de la mesa perdían dignidad. Además el anciano tenía una manera apresurada y humillante de agarrar el botellón por el pescuezo y doblegarlo hasta que le salía vino.

Al principio la conversación era difícil. Después apareció dando campanadas un gran reloj de pie; había estado marchando contra la pared situada detrás del anciano; pero yo me había olvidado de su presencia. Entonces empezamos a hablar. Ella me preguntó:

-¿Usted no siente cariño por las ropas viejas?

-¡Cómo no! Y de acuerdo a lo que usted dijo de los objetos, los trajes son los que han estado en más estrecha relación con nosotros -aquí yo me reí y ella se quedó seria-; y no me parecería imposible que guardaran de nosotros algo más que la forma obligada del cuerpo y alguna emanación de la piel.

Pero ella no me oía y había procurado interrumpirme como alguien que intenta entrar a saltar cuando están torneando la cuerda. Sin duda me había hecho la pregunta pensando en lo que respondería ella.

Por fin dijo:

-Yo compongo mis poesías después de estar acostada -ya, en la tarde, había hecho alusión a esas poesías- y tengo un camisón blanco que me acompaña desde mis primeros poemas. Algunas noches de verano voy con él al balcón. El año pasado le dediqué una poesía.

Había dejado de comer y no se le importaba que la enana metiera los bracitos en la mesa. Abrió los ojos como ante una visión y empezó a recitar:

-A mi camisón blanco.

Yo endurecía todo el cuerpo y al mismo tiempo atendía a las manos de la enana. Sus deditos, muy sólidos, iban arrollados hasta los objetos, y sólo a último momento se abrían para tomarlos.

Al principio yo me preocupaba por demostrar distintas maneras de atender; pero después me quedé haciendo un movimiento afirmativo con la cabeza, que coincidía con la llegada del péndulo a uno de los lados del reloj. Esto me dio fastidio; y también me angustiaba el pensamiento de que pronto ella terminaría y yo no tenía preparado nada para decirle; además, al anciano le había quedado un poco de acelga en el borde del labio inferior y muy cerca de la comisura.

La poesía era cursi, pero parecía bien medida; con «camisón» no rimaba ninguna de las palabras que yo esperaba; le diría que el poema era fresco. Yo miraba al anciano y al hacerlo me había pasado la lengua por el labio inferior, pero él escuchaba a la hija. Ahora yo empezaba a sufrir porque el poema no terminaba. De pronto dijo «balcón» para rimar con «camisón», y ahí terminó el poema.

Después de las primeras palabras, yo me escuchaba con serenidad y daba a los demás la impresión de buscar algo que ya estaba a punto de encontrar:

-Me llama la atención -comencé- la calidad de adolescencia que le ha quedado en el poema. Es muy fresco y...

Cuando yo había empezado a decir «es muy fresco», ella también empezaba a decir:

-Hice otro...

Yo me sentí desgraciado; pensaba en mí con un egoísmo traicionero. Llegó la enana con otra fuente y me serví con desenfado una buena cantidad. No quedaba ningún prestigio: ni el de los objetos de la mesa, ni el de la poesía, ni el de la casa que tenía encima, con el corredor de las sombrillas, ni el de la hiedra que tapaba todo un lado de la casa. Para peor, yo me sentía separado de ellos y comía en forma canallesca; no había una vez que el anciano no manoteara el pescuezo del botellón que no encontrara mi copa vacía.

Cuando ella terminó el segundo poema, yo dije:

-Si esto no estuviera tan bueno -yo señalaba el plato- le pediría que me dijera otro.

Enseguida el anciano dijo:

-Primero ella debía comer. Después tendrá tiempo.

Yo empezaba a ponerme cínico, y en aquel momento no se me hubiera importado dejar que me creciera una gran barriga. Pero de pronto sentí como una necesidad de agarrarme del saco de aquel pobre viejo y tener para él un momento de generosidad. Entonces señalándole el vino le dije que hacía poco me habían hecho un cuento de un borracho. Se lo conté, y al terminar los dos empezaron a reírse desesperadamente; después yo seguí contando otros. La risa de ella era dolorosa; pero me pedía por favor que siguiera contando cuentos; la boca se le había estirado para los lados como un tajo impresionante; las «patas de gallo» se le habían quedado prendidas en los ojos llenos de lágrimas, y se apretaba las manos juntas entre las rodillas. El anciano tosía y había tenido que dejar el botellón antes de llenar la copa. La enana se reía haciendo como un saludo de medio cuerpo.

Milagrosamente todos habíamos quedado unidos y yo no tenía el menor remordimiento.

Esa noche no toqué el piano. Ellos me rogaron que me quedara, y me llevaron a un dormitorio que estaba al lado de la casa que tenía enredaderas de hiedra. Al comenzar a subir la escalera, me fijé que del reloj de pie salía un cordón que iba siguiendo a la escalera, en todas sus vueltas. Al llegar al dormitorio, el cordón entraba y terminaba atado en una de las pequeñas columnas del dosel de mi cama. Los muebles eran amarillos, antiguos, y la luz de una lámpara hacía brillar sus vientres. Yo puse mis manos en mi abdomen y miré el del anciano. Sus últimas palabras de aquella noche habían sido para recomendarme:

-Si usted se siente desvelado y quiere saber la hora, tire de este cordón. Desde aquí oirá el reloj del comedor; primero le dará las horas y, después de un intervalo, los minutos.

De pronto se empezó a reír, y se fue dándome las «buenas noches». Sin duda se acordaría de uno de los cuentos, el de un borracho que conversaba con un reloj.

Todavía el anciano hacía crujir la escalera de madera con sus pasos pesados, cuando yo ya me sentía solo con mi cuerpo. Él -mi cuerpo- había atraído hacia sí todas aquellas comidas y todo aquel alcohol como un animal tragando a otros; y ahora tendría que luchar con ellos toda la noche. Lo desnudé completamente y lo hice pasear descalzo por la habitación.

Enseguida de acostarme quise saber qué cosa estaba haciendo yo con mi vida en aquellos días; recibí de la memoria algunos acontecimientos de los días anteriores, y pensé en personas que estaban muy lejos de allí. Después empecé a deslizarme con tristeza y con cierta impudicia por algo que era como las tripas del silencio.

A la mañana siguiente hice un recorrido sonriente y casi feliz de las cosas de mi vida. Era muy temprano; me vestí lentamente y salí a un corredor que estaba a pocos metros sobre el jardín. De este lado también había yuyos altos y árboles espesos. Oí conversar al anciano y a su hija, y descubrí que estaban sentados en un banco colocado bajo mis pies. Entendí primero lo que decía ella:

-Ahora Úrsula sufre más; no sólo quiere menos al marido, sino que quiere más al otro.

El anciano preguntó:

-¿Y no puede divorciarse?

-No; porque ella quiere a los hijos, y los hijos quieren al marido y no quieren al otro.

Entonces el anciano dijo con mucha timidez:

-Ella podría decir a los hijos que el marido tiene varias amantes.

La hija se levantó enojada:

-¡Siempre el mismo, tú! ¡Cuándo comprenderás a Úrsula! ¡Ella es incapaz de hacer eso!

Yo me quedé muy intrigado. La enana no podía ser -se llamaba Tamarinda-. Ellos vivían, según me había dicho el anciano, completamente solos. ¿Y esas noticias? ¿Las habrían recibido en la noche? Después del enojo, ella había ido al comedor y al rato salió al jardín bajo una sombrilla color salmón con volados de gasas blancas. A mediodía no vino a la mesa. El anciano y yo comimos poco y tomamos poco vino. Después yo salí para comprar un libro a propósito para ser leído en una casa abandonada entre los yuyos, en una noche muda y después de haber comido y bebido en abundancia.

Cuando iba de vuelta, pasó frente al balcón, un poco antes que yo, un pobre negro viejo y rengo, con un sombrero verde de alas tan anchas como las que usan los mejicanos.

Se veía una mancha blanca de carne, apoyada en el vidrio verde del balcón.

Esa noche, apenas nos sentamos a la mesa, yo empecé a hacer cuentos, y ella no recitó.

Las carcajadas que soltábamos el anciano y yo nos servían para ir acomodando cantidades brutales de comida y de vinos.

Hubo un momento en que nos quedamos silenciosos. Después, la hija nos dijo:

-Esta noche quiero oír música. Yo iré antes a mi habitación y encenderé las velas del piano. Hace ya mucho tiempo que no se encienden. El piano, ese pobre amigo de mamá, creerá que es ella quien lo irá a tocar.

Ni el anciano ni yo hablamos una palabra más. Al rato vino Tamarinda a decirnos que la señorita nos esperaba.

Cuando fui a hacer el primer acorde, el silencio parecía un animal pesado que hubiera levantado una pata. Después del primer acorde salieron sonidos que empezaron a oscilar como la luz de las velas. Hice otro acorde como si adelantara otro paso. Y a los pocos instantes, y antes que yo tocara otro acorde más, estalló una cuerda. Ella dio un grito. El anciano y yo nos paramos; él fue hacia su hija, que se había tapado los ojos, y la empezó a calmar diciéndole que las cuerdas estaban viejas y llenas de herrumbre. Pero ella seguía sin sacarse las manos de los ojos y haciendo movimientos negativos con la cabeza. Yo no sabía qué hacer; nunca se me había reventado una cuerda. Pedí permiso para ir a mi cuarto, y al pasar por el corredor tenía miedo de pisar una sombrilla.

A la mañana siguiente llegué tarde a la cita del anciano y la hija en el banco del jardín, pero alcancé a oír que la hija decía:

-El enamorado de Úrsula trajo puesto un gran sombrero verde de alas anchísimas.

Yo no podía pensar que fuera aquel negro viejo y rengo que había visto pasar en la tarde anterior; ni podía pensar en quién traería esas noticias por la noche.

Al mediodía, volvimos a almorzar el anciano y yo solos. Entonces aproveché para decirle:

-Es muy linda la vista desde el corredor. Hoy no me quedé más porque ustedes hablaban de una Úrsula, y yo temía ser indiscreto.

El anciano había dejado de comer, y me había preguntado en voz alta:

-¿Usted oyó?

Vi el camino fácil para la confidencia, y le contesté:

-Sí, oí todo, ¡pero no me explico cómo Úrsula puede encontrar buen mozo a ese negro viejo y rengo que ayer llevaba el sombrero verde de alas tan anchas!

-¡Ah! -dijo el anciano-, usted no ha entendido. Desde que mi hija era casi una niña me obligaba a escuchar y a que yo interviniera en la vida de personajes que ella inventaba. Y siempre hemos seguido sus destinos como si realmente existieran y recibiéramos noticias de sus vidas. Ellas les atribuye hechos y vestimentas que percibe desde el balcón. Si ayer vio pasar a un hombre de sombrero verde, no se extrañe que hoy se lo haya puesto a uno de sus personajes. Yo soy torpe para seguirle esos inventos, y ella se enoja conmigo. ¿Por qué no la ayuda usted? Si quiere yo...

No lo dejé terminar:

-De ninguna manera, señor. Yo inventaría cosas que le harían mucho daño.

A la noche ella tampoco vino a la mesa. El anciano y yo comimos, bebimos y conversamos hasta muy tarde de la noche.

Después que me acosté sentí crujir una madera que no era de los muebles. Por fin comprendí que alguien subía la escalera. Y a los pocos instantes llamaron suavemente a mi puerta. Pregunté quién era, y la voz de la hija me respondió:

-Soy yo; quiero conversar con usted.

Encendí la lámpara, abrí una rendija de la puerta y ella me dijo:

-Es inútil que tenga la puerta entornada; yo veo por la rendija del espejo, y el espejo lo refleja a usted desnudito detrás de la puerta.

Cerré enseguida y le dije que esperara. Cuando le indiqué que podía entrar, abrió la puerta de entrada y se dirigió a otra que había en mi habitación y que yo nunca pude abrir. Ella la abrió con la mayor facilidad y entró a tientas en la oscuridad de otra habitación que yo no conocía. Al momento salió de allí con una silla que colocó al lado de mi cama. Se abrió una capa azul que traía puesta y sacó un cuaderno de versos. Mientras ella leía yo hacía un esfuerzo inmenso para no dormirme; quería levantar los párpados y no podía; en vez, daba vuelta para arriba los ojos y debía parecer un moribundo. De pronto ella dio un grito como cuando se reventó la cuerda del piano; y yo salté de la cama. En medio del piso había una araña grandísima. En el momento que yo la vi ya no caminaba, había crispado tres de sus patas peludas, como si fuera a saltar. Después yo le tiré los zapatos sin poder acertarle. Me levanté, pero ella me dijo que no me acercara, que esa araña saltaba. Yo tomé la lámpara, fui dando la vuelta a la habitación cerca de las paredes hasta llegar al lavatorio, y desde allí le tiré con el jabón, con la tapa de la jabonera, con el cepillo, y sólo acerté cuando le tiré con la jabonera. La araña arrolló las patas y quedó hecha un pequeño ovillo de lana oscura. La hija del anciano me pidió que no le dijera nada al padre porque él se oponía a que ella trabajara o leyera hasta tan tarde. Después que ella se fue, reventé la araña con el taco del zapato y me acosté sin apagar la luz. Cuando estaba por dormirme, arrollé sin querer los dedos de los pies; esto me hizo pensar en que la araña estaba allí, y volví a dar un salto.

A la mañana siguiente vino el anciano a pedirme disculpas por la araña. Su hija se lo había contado todo. Yo le dije al anciano que nada de aquello tenía la menor importancia, y para cambiar de conversación le hablé de un concierto que pensaba dar por esos días en una localidad vecina. Él creyó que eso era un pretexto para irme, y tuve que prometerle volver después del concierto.

Cuando me fui, no pude evitar que la hija me besara una mano; yo no sabía qué hacer. El anciano y yo nos abrazamos, y de pronto sentí que él me besaba cerca de una oreja.

No alcancé a dar el concierto. Recibí a los pocos días un llamado telefónico del anciano. Después de las primeras palabras, me dijo:

-Es necesaria su presencia aquí.

-¿Ha ocurrido algo grave?

-Puede decirse que una verdadera desgracia.

-¿A su hija?

-No.

-¿A Tamarinda?

-Tampoco. No se lo puedo decir ahora. Si puede postergar el concierto venga en el tren de las cuatro y nos encontraremos en el Café del Teatro.

 -¿Pero su hija está bien?

-Está en la cama. No tiene nada, pero no quiere levantarse ni ver la luz del día; vive nada más que con la luz artificial, y ha mandado cerrar todas las sombrillas.

-Bueno. Hasta luego.

En el Café del Teatro había mucho barullo, y fuimos a otro lado. El anciano estaba deprimido, pero tomó enseguida las esperanzas que yo le tendía. Le trajeron la bebida oscura en el vasito, y me dijo:

-Anteayer había tormenta, y a la tardecita nosotros estábamos en el comedor. Sentimos un estruendo, y enseguida nos dimos cuenta que no era la tormenta. Mi hija corrió para su cuarto y yo fui detrás. Cuando yo llegué ella ya había abierto las puertas que dan al balcón, y se había encontrado nada más que con el cielo y la luz de la tormenta. Se tapó los ojos y se desvaneció.

-¿Así que le hizo mal esa luz?

-¡Pero, mi amigo! ¿Usted no ha entendido?

-¿Qué?

-¡Hemos perdido el balcón! ¡El balcón se cayó! ¡Aquella no era la luz del balcón!

-Pero un balcón...

Más bien me callé la boca. Él me encargó que no le dijera a la hija ni una palabra del balcón. Y yo, ¿qué haría? El pobre anciano tenía confianza en mí. Pensé en las orgías que vivimos juntos. Entonces decidí esperar blandamente a que se me ocurriera algo cuando estuviera con ella.

Era angustioso ver el corredor sin sombrillas.

Esa noche comimos y bebimos poco. Después fui con el anciano hasta la cama de la hija y enseguida él salió de la habitación. Ella no había dicho ni una palabra, pero apenas se fue el anciano miró hacia la puerta que daba al vacío y me dijo:

-¿Vio cómo se nos fue?

-¡Pero, señorita! Un balcón que se cae...

-Él no se cayó. Él se tiró.

-Bueno, pero...

-No sólo yo lo quería a él; yo estoy segura de que él también me quería a mí; él me lo había demostrado.

Yo bajé la cabeza. Me sentía complicado en un acto de responsabilidad para el cual no estaba preparado. Ella había empezado a volcarme su alma y yo no sabía cómo recibirla ni qué hacer con ella.

Ahora la pobre muchacha estaba diciendo:

-Yo tuve la culpa de todo. Él se puso celoso la noche que yo fui a su habitación.

-¿Quién?

-¿Y quién va a ser? El balcón, mi balcón.

-Pero, señorita, usted piensa demasiado en eso. Él ya estaba viejo. Hay cosas que caen por su propio peso.

Ella no me escuchaba, y seguía diciendo:

-Esa misma noche comprendí el aviso y la amenaza.

-Pero escuche, ¿cómo es posible que?...

-¿No se acuerda quién me amenazó?... ¿Quién me miraba fijo tanto rato y levantando aquellas tres patas peludas?

-¡Oh!, tiene razón. ¡La araña!

-Todo eso es muy suyo.

Ella levantó los párpados. Después echó a un lado las cobijas y se bajó de la cama en camisón. Iba hacia la puerta que daba al balcón, y yo pensé que se tiraría al vacío. Hice un ademán para agarrarla; pero ella estaba en camisón. Mientras yo quedé indeciso, ella había definido su ruta. Se dirigía a una mesita que estaba al lado de la puerta que daba hacia al vacío. Antes que llegara a la mesita, vi el cuaderno de hule negro de los versos.

Entonces ella se sentó en una silla, abrió el cuaderno y empezó a recitar:

-La viuda del balcón...

FIN

 

jueves, 3 de julio de 2014

HISTORIA FANTÁSTICA

HISTORIA FANTÁSTICA Marco Denevi
Cuenta fray Jerónimo de Zúñiga, capellán de la prisión del Buen Socorro, en Toledo, que el 7 de junio de
1691 un marinero natural de las Indias Occidentales, de nombre Pablillo Tonctón o Tunctón, de raza
negra, condenado al auto de fe por brujo y otros crímenes contra Dios, se evadió de la cárcel y de ser quemado vivo
pidiendo a sus guardianes, tres días antes de marchar a la hoguera, una botella y los elementos necesarios para
construir un barco en miniatura encerrado dentro del frasco.
Los guardianes, aunque el tiempo de vida que le quedaba al reo era tan breve, accedieron a sus deseos. Al cabo de
los tres días el diminuto navío estaba terminado en el interior del vidrio.
La mañana señalada para la ejecución del auto de fe, cuando los del Santo Oficio entraron en la celda de Pablillo Tonctón,
la encontraron vacía lo mismo que la botella. Otros condenados que aguardaban su turno de morir afirmaron que la noche anterior habían oído un ruido como de velas, chapoteo de remos y voces de mando.

NADA SATISFACE AL RESENTIDO

NADA SATISFACE AL RESENTIDO Marco Denevi
Jesús ama tiernamente a Judas. Lo elige corno uno de sus discípulos. Judas tuerce la boca, piensa:
"Por algo me eligió. Algún interés esconde". Jesús lo nombra tesorero de los apóstoles. Judas masculla:
"Me nombra tesorero para tenerme todo el día ocupado mientras él se luce haciendo milagros".
Jesús le permite que haga dos o tres milagros. Judas le contesta que él no tiene por qué imitar a nadie.
Judas anda con el ceño fruncido y la cara desencajada en una mueca de mal humor. Nada le cae bien.
Todo es un pretexto para desencadenar interminables discusiones. La popularidad de Jesús lo irrita.
Finge temer por su suerte y le aconseja desistir de su campaña de agitación social, pero lo quebusca es sabotearlo.
En vista de que Jesús sigue haciendo proselitismo lo denuncia a la autoridad con la excusa de que así lo salva de males
mayores. Cuando Jesús resucita, Judas no aguanta más y se suicida.

EL ORIGEN DE LA GUERRA

EL ORIGEN DE LA GUERRA Marco Denevi
Un lugar solitario al pie de los muros de Troya. Entran por distintos lados MENELAO y ELENA.
-¡Detente!
-¿Quién eres?
-¿No me reconoces?
-No. Y quítate del paso . Me aguardan mis camaradas. El combate se ha reanudado alrededor del
cadáver de Patroclo.
-Soy Elena, tu mujer. Ahora me llaman Elena de Troya.
-Troya, Troya. Hace diez años que la sitiamos.
-Porque hace diez años Paris me raptó y me trajo aquí. ¿No recuerdas?
-Pero hoy tomaremos la ciudad.
-Te diré, jamás me acosté con Paris. Con otros puede ser. Pero jamás con Paris. Estoy
pura ante tus ojos
-¿Oyes? Ese que gritó es Aquiles. La muerte de Patroclo le sacudió la modorra. ¡Y yo aquí
perdiendo el tiempo!
-La familia de Paris no desperdiciaba oportunidad para humillarme. La madre nunca me
dirigió la palabra. Y las hermanas para qué contarte. Odiosas como todas las cuñadas.
-Nuestras fuerzas se han concentrado en un punto estratégico. La tierra se estremece bajo
los carros lanzados a la carrera. El bosque de lanzas hace oscurecer la luz del sol alrededor de
las murallas. ¡Sublime espectáculo!
-El único amable conmigo ha sido Héctor.
-¿Héctor? Ese es otro que tiene las horas contadas. Mató a Patroclo y Aquiles se la juró.
-Pero yo me di mi lugar. Cuando comenzó el sitio de Troya me encerraron en mi
dormitorio. Ahora, aprovechando la confusión, pude escapar.
-Nadie escapará. Troya está irremisiblemente perdida. Tenemos veinte mil soldados,
trescientos carros de asalto y, por si fuera poco, tenemos el caballo de Troya.
-Pude escapar y aquí estoy. Ya no necesitas seguir combatiendo.
-¿Qué dice esta insensata? Debemos vengar la muerte de Patroclo.
-Qué te importa Patroclo. Es asunto de Aquiles. La guerra se hace por mí. ¿No te acuerdas? Paris me raptó y entonces tu...
-¿Yo? ¿Qué tiene que ver conmigo toda esa historia de Paris y de tu rapto?
-Cómo, qué tiene que ver. Soy Elena.
-¿O te enviaron los troyanos para que me distraigas con tu cháchara?
-¡Soy tu esposa!
-Basta de cacareos. Debo ir a combatir.
-Combates para rescatarme. Y aquí me tienes. Se terminó la guerra.
-Esta mujer se ha vuelto loca. Miren si una guerra que ya dura diez años la vamos a hacer por una muñequita como tú.
-Y entonces. ¿Por qué la hacen, puedes decirme?
-¿Por qué? Ya no me acuerdo. Tampoco interesa. Una vez comenzada, la guerra se justifica por sí misma. No hay que buscarle excusas.
-Pues bien, te lo diré yo. Cuando Paris me raptó...
-Y dale con Paris. Paris está muerto.
-¿Muerto? Vaya, y era hermoso ese babieca. ¡Paris está muerto pero yo estoy viva!
-Suéltame.
-No te soltaré. No dejaré que te maten como a Patroclo.
-¡Suéltame, te digo! Mis camaradas me esperan.
-Yo te esperé diez años.
-¿Quieres convertirme en un desertor?
-¿Y tú a mí en una pobre viuda?
-¡Apártate!
-¡Abrázame, Menelao!
-¡Déjame pasar!
-¡Bésame!
Los dos gritan y forcejean rabiosamente. Hasta que él la mata de un lanzazo. ELENA
cae con una gran mímica teatral. MENELAO salta por encima del cuerpo de ELENA y,
antes de salir, se detiene, mira el cadáver.
-Me parece haber visto esa cara, alguna vez, hace ya mucho tiempo. Pero ya no
recuerdo. ¿Elena? ¿Quién podrá ser esta Elena? Quizás alguna espía troyana. Por algo se
llamaba Elena de Troya. Hice bien en matarla.
Se va blandiendo la lanza. Y en tanto el ruido de las armas crece, en tanto el cielo arde
con el fuego de los incendios y las murallas vacilan y las torres se hunden, ELENA duerme
plácidamente boca arriba.

GOBERNANTES Y GOBERNADOS

GOBERNANTES Y GOBERNADOS  Marco Denevi
Por las noches el Gran Tamerlán se disfrazaba de mercader y recorría los barrios bajos de la
ciudad para oír la voz del pueblo.
Él mismo les tiraba de la lengua.
-¿Y el Gran Tamerlán? -preguntaba-. ¿Qué opináis del Gran Tamerlán?
Invariablemente se levantaba a su alrededor un coro de maldiciones y de rabiosas quejas. El mercader sentía que la cólera del pueblo se le contagiaba. Arrebatado por la indignación, añadía sus propios denuestos, revelaba un
odio feroz contra el gobierno.
A la mañana siguiente, en su palacio, el Gran Tamerlán se enfurecía. ¿Sabe toda esa chusma -pensaba- qué es
manejar las riendas de un imperio? ¿Creen esos granujas que no tengo otra cosa que hacer sino ocuparme de sus minúsculos intereses, de sus chismes de comadres? Y se dedicaba a los intrincados problemas oficiales.
Pero a la noche siguiente el mercader volvía a oír las pequeñas historias de atropellos, arbitrariedades, abusos de la
soldadesca, prevaricatos de los funcionarios, deshonestidades de los cobradores de impuestos, y de nuevo hacía causa común con el pueblo.
Al cabo de un tiempo el mercader organizó una conspiración contra el Gran Tamerlán. Su astucia, su valor, su
conocimiento del arte de la guerra lo convirtieron en el jefe de la conjura y en el líder del pueblo.
Pero el Gran Tamerlán le desbarataba, desde su palacio, todos los planes revolucionarios, a menudo a duras
penas y con gran sacrificio de soldados.
Este duelo se prolongó durante varios años. Hasta que el pueblo, harto de fracasos, sospechó que el mercader
en realidad era un agente provocador a sueldo del Gran Taberlán y lo mató en una oscura taberna, a la misma hora
en que los dignatarios de la corte, sospechando que el Gran Tamerlán ya no tenía agallas para vencer a sus enemigos,
lo asesinaban en su vasto lecho.

POST COITUM NON OMNIA

POST COITUM NON OMNIA ANIMAL TRISTE , Marco Denevi
-El padre de Melibea: ¡Desdichada, te dejaste seducir por Calixto! ¿No pensaste que
después sentirías rabia, vergüenza y hastío?
-Melibea: nosotras las mujeres sentimos la rabia, la vergüenza y el hastío no después sino antes.

EL MAESTRO TRAICIONADO . Marco Denevi

EL MAESTRO TRAICIONADO . Marco Denevi
Se celebraba la última cena.
-¡Todos te aman, oh Maestro! -dijo uno de los discípulos.
-Todos no -respondió gravemente el Maestro-. Conozco a alguien que me tiene envidia y
que en la primera oportunidad que se le presente me venderá por treinta dineros.
-Ya sé quién es -exclamó el discípulo-. También a mí me habló mal de ti.
-Y a mí -añadió otro discípulo.
-Y a mí, y a mí dijeron todos los demás. Todos, menos uno que permanecía silencioso.
-Pero es el único -prosiguió el que había hablado primero-. Y para probártelo diremos a
coro su nombre sin habernos puesto previamente, de acuerdo.
Los discípulos, todos, menos aquel que se mantenía mudo, se miraron, contaron hasta tres
y gritaron el nombre del traidor.
Las murallas de la ciudad vacilaron con el estrépito, porque los discípulos eran muchos y
cada uno había gritado un nombre distinto.
Entonces el que no había hablado salió a la calle, y libre de remordimientos, consumó su
traición.

Cuento policial.

Cuento policial.

por Marco Denevi
Rumbo a la tienda donde trabajaba como vendedor, un joven pasaba todos los días por delante de una casa en cuyo balcón una mujer bellísima leía un libro. La mujer jamás le dedicó una mirada. Cierta vez el joven oyó en la tienda a dos clientes que hablaban de aquella mujer.
Decían que vivía sola, que era muy rica y que guardaba grandes sumas de dinero en su casa, aparte de las joyas y de la platería. Una noche el joven, armado de ganzúa y de una linterna sorda, se introdujo sigilosamente en la casa de la mujer.
La mujer despertó, empezó a gritar y el joven se vio en la penosa necesidad de matarla. Huyó sin haber podido robar ni un alfiler, pero con el consuelo de que la policía no descubriría al autor del crimen. A la mañana siguiente, al entrar en la tienda, la policía lo detuvo.
Azorado por la increíble sagacidad policial, confesó todo. Después se enteraría de que la mujer llevaba un diario íntimo en el que había escrito que el joven vendedor de la tienda de la esquina, buen mozo y de ojos verdes, era su amante y que esa noche la visitaría.

Eine kleine nachtmusik

Eine kleine nachtmusik

Marco Denevi

Tiempo atrás el edificio estaba habitado por familias de posición acomodada. Después, uno tras otro, los departamentos fueron alquilados a agentes de Bolsa, a empresas financieras, a despachantes de aduana. Pero Henriette y Leopoldina von Wels no quisieron mudarse. A la noche ellas y Hildstrut, la vieja criada húngara, eran las únicas almas vivientes dentro del edificio, porque también Wilson, el portero, se iba a dormir a su casa en Montserrat. No tenían miedo de quedarse solas y, si vamos a ver, les gustaba.
Durante el día hay un discreto movimiento de gente y no pocos ruidos. Pero a partir de las nueve de la noche el edificio queda sepulto en el silencio y en la oscuridad de una mina abandonada. Sólo en el séptimo piso hay luz y, a menudo, una música tenue. Si algún inquilino hubiese permanecido en su oficina a esas horas, habría dicho: "son las dos extranjeras".
Henriette leía, Leopoldina bordaba o tejía una carpeta. En la ortofónica monumental giraba un disco: Mozart, Schubert, Schumann, Chopin, Liszt y, de tanto en tanto Wagner (pero Leopoldina, aunque nunca lo dijo, detestaba a Wagner y no se atrevía a confesar su preferencia por Rossini). Si hacía calor salían al balcón. En verano todas sus amistades se iban a las playas, y si ellas no veraneaban era porque a Leopoldina el menor trajín le alteraba la salud.
Fue lo que hicieron aquella noche: salir al balcón y disfrutar del espectáculo. Una vez Leopoldina tendría una ocurrencia muy atinada. Dijo: "¿Te fijaste, Henriette? Del otro lado de Leandro Alem no vive nadie, todo el mundo está de paso". Es cierto. Lo que tenían delante de los ojos era una ciudad sin población estable: Retiro, la Plaza Británica, el Hotel Sheraton, las torres de Las Catalinas Norte, el puerto y, al fondo, el río. Pero de noche, invierno y verano, el panorama es fascinante, casi irreal.
Buenos Aires parecía desierta, lánguida, como si todavía no se hubiese repuesto de los alborotos de Fin de Año. Por Leandro Alem se deslizaban unos pocos automóviles extraviados. Sólo las torres de Las Catalinas, que de noche están lustradas de negro brillante, conservaban algunos pisos iluminados como guirnaldas de plata navideña. Detrás las luces de la zona portuaria parpadeaban en una tiniebla brumosa. Y arriba un vasto cielo abierto, como es difícil ver en las ciudades. Henriette y Leopoldina, acodadas sobre el antepecho de balaustres, no pensaban en nada.
Entonces oyeron la música. Sonaba a sus espaldas, como si viniese desde el interior del departamento. Pero ellas no habían puesto ningún disco en la ortofónica. Y no era música clásica. Era un tango. Un tango ejecutado por un bandoneón. Se miraron, estupefactas. Henriette decidió que sería una radio. Pero ¿quién había encendido una radio a esas horas dentro del edificio? Y no, no era una radio: un error de interpretación fue corregido, una frase se repitió tres veces, como para ser memorizada.
Henriette entró en el departamento, se dirigió hacia el vestíbulo. ¿Adónde iba? ¿Qué estaba por hacer? Leopoldina la siguió. En todos los pisos hay una galería cubierta que va desde el vestíbulo hasta la cocina y las habitaciones de servicio. Defendida por una mampara de vidrios ingleses, da a un pozo de aire por el que trepan los ruidos del día y el silencio y la oscuridad de la noche. Henriette subió a una silla y se asomó por encima de la mampara. En el pozo de aire, a la altura del sexto piso, había una niebla de luz amarilla.
Volvieron a la sala y se sentaron. Se miraban una con otra como interrogándose. El sonido del bandoneón parecía flotar en el aire, surgir de las paredes, del piso, del cielo raso, al modo de esa música llamada funcional que suele haber en algunas oficinas modernas, en la sala de espera de algunos consultorios médicos y que brota no se sabe de dónde.
¿Quién podrá ser? susurró Leopoldina
Henriette se impacientó:
Por lo pronto, un hombre. Las mujeres no tocan el bandoneón.
Pero no había alzado la voz, también ella había susurrado. Se levantó, caminando en puntas de pie fue a apagar todas las lámparas, sólo dejó encendido un pequeño hongo de cristales de colores, y volvió a su sillón.
El concierto habrá durado, la primera noche, una buena media hora. Las señoritas Wels no sabían nada de tangos, creían que es un género vulgar y medio canallesco. Pero la música es la música y la noche es la noche, y de la conjunción de ambas siempre nace un misterio delicado. Escuchaban en silencio, sin moverse, respirando lenta y acompasadamente como si durmieran. Poco a poco descubrían dos cosas: que el bandoneón no es un instrumento musical, es una voz casi humana, y que nada más que con su música el tango cuenta alguna historia. Aquella primera noche fueron historias de amor, pero no historias trágicas o apasionadas sino más bien juguetonas, incluso tiernas, como de algún amor juvenil.
Después, nada. Nada durante un largo rato. Después las sobresaltó un portazo y enseguida el brusco sacudón que da el ascensor cuando está en la planta baja y lo llaman desde alguno de los pisos superiores. De noche se oye todo. Oyeron que el ascensor se detenía, que la puerta de reja se abría y se cerraba, que de nuevo el ascensor se ponía en movimiento. Y por fin oyeron un segundo portazo, lejos, en la puerta de calle.
Henriette corrió a asomarse al balcón y Leopoldina la siguió. Pero el edificio está construido sobre la recoba de Leandro Alem y el balcón encima sobresale un metro. Por mucho que uno saque medio cuerpo afuera, no alcanza a ver ni el cordón de la vereda. Y si alguien sale del edificio y se va caminando por la recova, desde arriba es imposible verlo. Ningún automóvil, ningún taxi se detuvo ni nadie cruzó a pie la avenida, así que era evidente que la persona que acababa de salir del edificio se había ido caminando por debajo de la recova. ¿Sería la misma que un rato antes tocaba el bandoneón?
Henriette fue a espiar: el pozo de aire estaba totalmente a oscuras. Sí, sería la misma. Las señoritas Wels permanecieron en el balcón sin pronunciar una palabra. Vino la medianoche, y como Henriette no daba señales de querer irse a dormir, Leopoldina pudo seguir manoseando mentalmente la idea que la asaltó de golpe: el hombre había tocado el bandoneón para ellas, la música había sido un mensaje en clave, el mensaje decía "llegué, aquí estoy", y luego de enviarles el mensaje se había ido. ¿Volvería?
A la mañana siguiente Hildstrut, en cambio de averiguar por Wilson, como ellas se lo habían ordenado, quiénes alquilaban e] departamento del sexto piso, dejó que ese hombre chismoso y grosero, que arqueaba el cuerpo y levantaba las nalgas en una postura obscena, viniese a informarles personalmente.
Dijo que el nuevo inquilino era un muchacho joven. Se había instalado en el sexto piso la tarde anterior, una mudanza rápida y sencilla: pocos muebles pero canastos y más canastos y perchas con ropa de todos los colores, incluidos varios smokings. Al parecer vivía solo.
No sé para qué quiere un departamento tan grande. Acuérdense de lo que les digo: ese muchacho nos traerá problemas. ¿Qué clase de problemas? interrogó Henriette en un tono altanero. Wilson no pareció sentirse intimidado.
Ya se imaginarán cuáles. Tengo buen ojo para catalogar a la gente. Ese tipo es un hombre de la noche. Lindo, pálido, con el pelo engominado y una ropa que no es para ir a trabajar.
Henriette se fastidió:
Por lo visto aquí le alquilan a cualquier gentuza.
Wilson las miraba, las miraba y no se iba, querría ver qué impresión les causaban sus palabras. Leopoldina trató de no hacer ningún gesto.
Seguro dijo Wilson que de noche recibe mujeres y amigotes, y arman escándalo. Total, quién va a protestar. Ustedes, las únicas.
Si hace algún escándalo se lo diremos al administrador le contestó Henriette, más seca que una Habsburgo que despide a un lacayo Puede retirarse, Wilson.
Cuando por fin se libraron de ese incordio, Hildstrut, que como era medio sorda no había oído los tangos, dijo:
Mejor que de noche haya otras personas en el edificio.
Henriette se irritó:
Según qué clase de personas.
Leopoldina no hizo ningún comentario. Pero Henriette le notó una ligera excitación. ¿Estaba aterrada o qué? Esa misma tarde Henriette mandó llamar al cerrajero para que colocase un segundo pasador en la puerta de entrada.
Ningún escándalo. De día era imposible distinguir, entre tanto ruido, los ruidos que quizá proviniesen del sexto piso. De noche las luces estaban encendidas pero tampoco se oía ningún ruido, ninguna conversación. Y, a eso de las diez, el bandoneón. Tangos, siempre tangos. Alrededor de las once el muchacho se iba. ¿Adónde? ¿A tocar en algún dancing? Era lo más probable.
Seguro, es el bandoneonista de alguna orquesta típica decía Henriette. Lo que no comprendo es que se haya venido a vivir aquí. Por lo general esa gente vive en los suburbios.
Leopoldina seguía sin hacer ningún comentario. Y los domingos él debía de pasarlos durmiendo o en alguna otra cosa, porque ese día no había ni luces prendidas ni conciertos de bandoneón, y las señoritas Wels reñían por cualquier pavada.
Las demás noches, unos minutos antes de las diez, ya estaban sentadas en los sillones del salón. Henriette simulaba leer, pero por algo no ponía ningún disco en la ortofónica. Leopoldina bordaba o tejía, y a cada rato se le soltaba un punto del tejido.
Cuando se escuchaban las primeras sílabas, porque eran sílabas, moduladas por el bandoneón, Henriette murmuraba en un tono que quería ser irónico o despreciativo:
Vaya, otra vez nos da la serenata. Eine Kleine Nachtmusik del arrabal.
Pero olvidaba dar vuelta las páginas del libro y, al rato, cerraba los ojos, dejaba reposar el libro sobre las rodillas. Leopoldina interrumpía su labor, apoyaba la nuca en el respaldo del sillón, a través de la ventana miraba el cielo estrellado.
Con el correr de las noches llegó a la conclusión de que la música era un pedido de socorro. El muchacho les decía: "estoy solo, estoy triste", y después hacía silencio porque esperaba alguna respuesta, y después, en vista de que la respuesta no le llegaba, se iba no a un dancing sino a vagar por esas calles. Volvería a la madrugada, o con el sol, cuando el edificio ya había despertado, y por eso ella, aunque se mantuviese desvelada hasta el fin de la noche, no lo oía regresar.
Una noche no aguantó más y dijo:
Algunos tangos me gustan.
La reacción de Henriette fue tan desaforada que Leopoldina adivinó.
¿Cómo te puede gustar esa música? -Henriette jadeaba, parecía sufrir un repentino ataque de asma. Por favor, una música propia de los bajos fondos.
Leopoldina adivinó que Henriette se había puesto furiosa porque también a ella le gustaban los tangos.
Un día, antes de retirarse, apareció Wilson con una gran sonrisa. ¿Y? ¿Cómo se porta el galán del sexto piso?
Henriette fingió buen humor:
¿Por qué lo llama galán?
Wilson, sin dejar de sonreír, entrecerró los ojitos cerdunos como hacen los miopes para ver mejor.
¿Nunca lo vieron?
Nunca, por supuesto.
¿No molesta, de noche?
En absoluto. Si no fuese por usted, creeríamos que el sexto piso está desocupado.
Miren un poco. Y yo que creía que era un fiestero.
¿Un qué?
No, nada. Porque tiene una figura que madre mía. Propiamente un galán de cine.
¿Nunca lo verían, ni siquiera desde lejos, desde el balcón?
Una noche, en la oscuridad del dormitorio para que Henriette ni la disuadiese nada más que con la mirada, Leopoldina se animó.
-Tendríamos que conocerlo.
¿Conocerlo? ¿Y cómo? Henriette no había preguntado "¿conocer a quién?", señal de que también ella estaba pensando en el muchacho.
Qué sé yo cómo dijo Leopoldina, más decidida, pero alguna manera habrá.
¿Ir y tocar el timbre de su departamento? ¿Nosotras, rebajarnos hasta ese punto?
Debe de haber una forma de encontrarnos con él y que parezca pura casualidad.
¿Por ejemplo?
Ahora no se me ocurre nada.
Después de unos minutos Henriette rezongó:
-Que tome él la iniciativa. Para eso es hombre.
Leopoldina supo, así, que también Henriette deseaba el encuentro y entonces se atrevió a hablar, a toda prisa para que Henriette no la interrumpiese:
Cualquier noche de estas salimos, hablamos en voz bien alta y hacemos mucho ruido con el ascensor para que él nos oiga. Comemos en el restaurante de al lado. A las diez y media volvemos, pero no subimos, nos quedamos en la planta baja, junto a la puerta de calle. Cuando él salga del ascensor una de nosotras forcejea con la llave en la cerradura, como si en ese preciso momento hubiésemos entrado en el edificio. Nos cruzaremos. Será inevitable.
¿Y entonces qué? Nos saludará y seguirá de largo.
Podríamos decirle que somos sus vecinas del séptimo piso, y que nos gustan mucho los tangos que toca en el bandoneón.
¿Serías capaz con tu carácter?
No sé. Creo que no. Yo no.
Ah, me echas el fardo a mí. Ya veo. Lo tenías todo muy bien pensado.
No dijo más. No dijo si estaba de acuerdo o no estaba de acuerdo, pero por un rato no pudo estarse quieta. Leopoldina la oía moverse entre las sábanas y emitir por la boca una especie de chasquido, como quien paladea el último sabor de una golosina. Dos días después, durante el almuerzo, Henriette dijo:
Esta noche podríamos ir a comer en el restaurante de al lado.
De modo que Leopoldina se volvió audaz:
No, al restaurante no. Me siento incómoda en ese lugar tan ruidoso.
Henriette se encabritó:
Fue tu idea, no la mía.
Sí, pero lo pensé mejor y no es necesario que vayamos al restaurante.
A las nueve y treinta p.m. apagaron las luces, dieron portazos, el ascensor las secundó con su repertorio de chirridos. Esperar, de pie del lado de adentro de la puerta de calle, hasta las once fue un verdadero martirio. Henriette parecía la más nerviosa de las dos, suspiraba y cada tanto hacía un ademán como de querer decir algo y enseguida arrepentirse. En cambio Leopoldina, eso sí, con los ojos muy abiertos, se mantenía inmóvil como una estatua.
Henriette consultó su reloj de pulsera. "Las once y cuarto", susurró. Leopoldina, para demostrar que ese dato no tenía importancia, no hizo ningún movimiento. A las once y media l-lenriette quería subir al departamento, mascullaba que era una verguenza lo que estaban haciendo, agazapadas, allí, como dos perdidas. Pero Leopoldina se mantuvo quieta y callada, aunque ya tenía una expresión facial al borde de la desesperación.
A medianoche, sin pedirle parecer a nadie Henriette se dirigió hacia el ascensor y Leopoldina la siguió. Cuando el ascensor atravesaba el palier del sexto piso oyeron el bandoneón. Henriette le asestó a Leopoldina una mirada furibunda, pero Leopoldina tenía los ojos bajos y perlas de sudor en toda la cara. El bandoneón sonaba muy próximo, muy nítido, como si el muchacho estuviese tocándolo detrás de la puerta de su departamento. Debe de haber sido eso lo que más encolerizó a Henriette. Otra vez sufría el ataque de asma. Pensaría que el muchacho lo hacía adrede, para burlarse de ellas. En cambio, Leopoldina pensó: "Está ahí, detrás de la puerta, listo para recibirnos en su departamento".
Mientras se desvestía a los manotazos, Henriette perdió su aire altivo y adoptó una voz ronca y un poco grosera:
Estarás satisfecha, me imagino, con tu bendito plan. No sé cómo, pero lo supo. Supo que lo esperábamos abajo, como dos mujerzuelas. Y no salió. Justo esta noche no salió, para humillarnos. Todo este tiempo estuvo dándonos la serenata con el solo fin de tomarnos el pelo, de reírse de nosotras. Ah, pero de mí no se ríe nadie, y menos ese chiquilín.
Leopoldina iba despojándose de la ropa con movimientos tan débiles, tan desganados que parecía desnudarse para morir. Cuando por fin apagó la luz, oyó la voz de Henriette sofocada por la sábana que le cubría la cabeza: Mañana mismo me quejo al administrador.
No se quejó nada. Pero todas las noches, después de cenar, ponía en la ortofónica, a todo volumen, un disco con alguna ópera de Wagner. El bochinche de los nibelungos o la bacanal en el Venusberg debían de oírse no sólo dentro de todo el edificio sino también desde la avenida Leandro Alem, desde los rascacielos de las Catalinas. Si mientras tanto él tocaba el bandoneón, no se podía saber.
En medio del estrépito Leopoldina rogaba
Un poco más bajo, Henriette.
Henriette daba una patada en el suelo:
No. ¿Acaso él no nos aturde con su bandoneón?
Se ponía sarcástica:
Que aprenda, de paso, qué música nos gusta. Y si todavía no sabe quiénes somos, que vaya y que le pregunte a Wilson.
¿Qué le diría Wilson? Las señoritas Wels, alemanas o hijas de alemanes, creo. Muy ricas, muy aristocráticas. No serán jóvenes pero son muy hermosas, sobre todo la mayor, Henriette. Lástima que Wilson no supiese dar más detalles: su abuelo fue general del emperador Francisco José y por línea materna están emparentadas con los Vizinzey, nobles húngaros que descienden de los Estérhazy, los protectores de Haydn.
Claro que Wilson era muy capaz de decirle: dos solteronas, orgullosas hasta más no poder, aunque la menor, Leopoldina, parece más amable, pero la otra la tiene dominada, la otra es un sargento de caballería. Y habría sido bueno, aunque era imposible, que Wilson añadiese: Leopoldina no se casó porque Henriette, una envidiosa que no le cuento, le espantó a los novios. Esto no lo pensaba Henriette, lo pensaba Leopoldina.
En tanto las vociferaciones de Wagner atronaban la noche, Leopoldina salía al balcón. No quería ser cómplice de la venganza de Henriette. Salía al balcón y se decía que, unos metros más abajo, el muchacho se sentiría mortificado, creería que a ella no le gustaban los tangos, supondría que ella lo menospreciaba. Quizás la otra noche había tenido alguna razón para no salir. Estaría enfermo. Pero enfermo y todo había tocado el bandoneón para que ellas fueran a hacerle compañía. ¿Por qué no? ¿Qué tiene de malo que dos señoras decentes vayan a visitar a un vecino solo y enfermo? ¿Quién, empezando por el muchacho, podría confundirlas con un par de mujerzuelas?
Hasta que una noche no pudo más, abandonó el balcón y gritó para que Henriette la oyese en medio de los batifondos wagnerianos:
Basta, por Dios, basta de Wagner. Me crispa los nervios. Y encima este calor. Voy a volverme loca.
Henriette debía de estar harta, ella también, de tantos aullidos de las walquirias y de tantos crepúsculos de los dioses, pero le costaría dar el brazo a torcer. Ahora, haciendo como que complacía el pedido de Leopoldina, encontró la oportunidad de librarse de Wagner. Pero tampoco estaba dispuesta a volver a oír el bandoneón: puso un disco en el que Dinu Lipatti desgranaba melismas de Chopin.
Y a la noche siguiente aparentó engolfarse hasta tal punto en la lectura de un libro que no advertía el silencio que las rodeaba. Leopoldina no salió al balcón. Algo le decía que esa noche sería decisiva. Se sentó en el borde de una silla, como preparada para ponerse de pie, y esperó.
En efecto, a las diez y media recibieron el mensaje. No era un tango, era un vals. ¡Dios mío, era el Danubio Azul! ¡El muchacho estaba tocando el Danubio Azul! Lo tocaba muy mal, a los tropezones. Pero justamente por eso el bandoneón parecía una voz entrecortada, quebrada por la emoción o quizá por el llanto. El muchacho les pedía que lo perdonasen. El muchacho quería que se reconciliaran con él. Y elegía, humildemente, la única música a su alcance que ellas no rechazarían aunque sólo supiera balbucearla.
Leopoldina se había puesto de pie y, una mano alrededor de la garganta como para calmar los pulsos de la sangre, escuchó los primeros compases del vals y después no pudo dominar su propia voz:
¿Te das cuenta? Sabe quiénes somos, y nos dedica el Danubio Azul. Lo toca para nosotras. Siempre ha tocado para nosotras. Nos conoce.
Henriette no se había movido. Había dejado de leer el libro pero no se había movido, acaso de soberbia que era, para no trasuntar ninguna emoción. La actitud de Leopoldina la despabiló. Pareció alarmada. Hizo un enérgico ademán para que Leopoldina bajase la voz.
¿Nos conoce? ¿De dónde nos conoce?
No lo sé. Pero sabe que tenemos sangre vienesa y por eso eligió el Danubio Azul. No un tango sino el Danubio Azul. No puede ser pura casualidad. Nos conoce, te digo que nos conoce.
Estaba tan enardecida que Henriette se levantó y la tomó de un brazo:
Si nos conoce es porque Wilson le habrá pasado el dato: en el séptimo piso viven dos mujeres solas con una sirviente vieja y medio sorda. Dos mujeres ricas, en un departamento lleno de objetos de valor.
Leopoldina se apartó:
No. Si fuese un ladrón no habría esperado tanto tiempo para venir a robarnos. Ese muchacho quiere ser nuestro amigo.
¡Amigo! A su edad no se busca amigas. En todo caso se busca amantes.
Y bien, sí. Una amante. No soy tan vieja, después de todo.
Henriette pareció que iba a enfurecerse pero de pronto se dejó caer en un sofá, las rodillas separadas, los brazos flojos, el cuerpo echado hacia atrás.
Leopoldina ¿perdiste el juicio? ¿Qué disparates estás diciendo?
Ningún disparate. Ese muchacho quiere relacionarse con nosotras. Al menos con una de las dos.
Y ya sabes con cuál.
Soy la más joven, no lo olvides.
Me pregunto si no te has vuelto loca.
Quizá. Pero esta vez no podrás impedírmelo.
¿Impedirte que?
Lo sabes de sobra, Henriette, toda la vida lo hiciste.
De repente advirtieron que el muchacho habla terminado de ejecutar el Danubio Azul y que ahora hacía silencio. Entonces Leopoldina se sentó en un sillón, cerca del vestíbulo de entrada, y cobró un aire glacial que Henriette nunca le había visto.
Dentro de unos minutos, vendrá aquí, seguramente vestido de smoking.
¿Le abrirás la puerta?
Por supuesto.
¿Y si no es a tí a quien viene a visitar?
Eso lo veremos.
Leopoldina se irguió en su sillón, Henriette se irguió en el suyo. Se miraban una con otra, como desafiándose. Pero pasaban los minutos y el timbre no sonaba. Y como resulta incómodo mantener por largo rato una postura arrogante, las dos liquidaron el duelo de miradas, dirigieron la vista hacia lados opuestos y apoyaron la espalda en el óvalo de gobelino.
Cuando se oyó el portazo, el sacudón del ascensor, los ruidos habituales que indicaban que el muchacho se iba, Leopoldina no se movió pero Henriette se echó a reír:
Tu enamorado no se decide. Es tímido, por lo visto.
Sin contestar, Leopoldina fue a tenderse vestida, en la cama. Al rato entró Henriette. En el momento en que el reloj del comedor daba las doce, surgió en la oscuridad del dormitorio la voz de Henriette. Era una voz dulce y como afligida.
No quise ofenderte. Pero no me negarás que la conducta de ese joven es muy extraña.
Leopoldina no respondió. Y para que Henriette no creyese que estaba dormida encendió el velador, miró la hora en el reloj sobre la mesita de luz y volvió a apagar el velador. Seguía sin desvestirse.
Después Henriette insistió:
No te hagas ilusiones. Esa clase de hombres no es para nosotras.
Leopoldina no respondió. No habló una sola palabra durante el día siguiente. Tenía una expresión ultrajada y los ojos violentos. Por la tarde Wilson les trajo la noticia: el inquilino del sexto piso se había mudado esa mañana, él no sabía adónde.
Ahora podrán dormir tranquilas. Pasó el peligro. Y añadió unas palabras inesperadas en un sujeto tan tosco: Golondrina de un solo verano.
Esa noche Leopoldina, siempre muda, siempre herida de muerte, y como levitando, salió al balcón. Muy derecha, miraba lejos, las luces del puerto, más allá el río de zinc bajo la luna. Henriette la vigilaba desde adentro. Hasta que abandonó el libro que no leía, que ni siquiera había abierto, y fue a ponerse al lado de Leopoldina. Codo con codo, erguidas y mirando siempre hacia adelante, las señoritas Wels le habrían parecido, a quien pudiese observarlas, dos princesas de algún país nórdico que asisten, desde el balcón de su palacio, a un desfile militar.
Al cabo de un cuarto de hora, Leopoldina dijo:
¿Te fijaste? Del otro lado de Leandro Alem no vive nadie, todo el mundo está de paso.
Es verdad dijo Henriette. No se me había ocurrido.

Marco Denevi
El amor es un pájaro rebelde (1993)

Cuento de horror

Cuento de horror
Marco Denevi

La señora Smithson, de Londres (estas historias siempre ocurren entre ingleses) resolvió matar a su marido, no por nada sino porque estaba harta de él después de cincuenta años de matrimonio. Se lo dijo:

- Thaddeus, voy a matarte.

- Bromeas, Euphemia -se rió el infeliz.

- ¿Cuándo he bromeado yo?

- Nunca, es verdad.

- ¿Por qué habría de bromear ahora y justamente en un asunto tan serio?

- ¿Y cómo me matarás? - siguió riendo Thaddeus Smithson.

-Todavía no lo sé. Quizá poniéndote todos los días una pequeña dosis de arsénico en la comida. Quizás aflojando una pieza en el motor del automóvil. O te haré rodar por la escalera, aprovecharé cuando estés dormido para aplastarte el cráneo con un candelabro de plata, conectaré a la bañera un cable de electricidad. Ya veremos.

El señor Smithson comprendió que su mujer no bromeaba. Perdió el sueño y el apetito. Enfermó del corazón, del sisema nervioso y de la cabeza. Seis meses después falleció. Euphemia Smithson, que era una mujer piadosa, le agradeció a Dios haberla librado de ser una asesina.

La cicatriz

La cicatriz
Marco Denevi

Según Gustav Büscher (El libro de los misterios, Barcelona, 1961) el arqueólogo alemán Hilprecht decifró los caracteres cuneiformes inscriptos en dos piedras que desenterró de las ruinas de Nippur, Babilonia, gracias a un sueño revelador: en ese sueño, un sacerdote, luego de aclararle que las piedras eran las dos mitades de una tabla votiva, le explicó el contenido de la inscripción. Al día siguiente Hilprecht pudo decifrar la escritura sin ninguna dificultad. Conozco un caso todavía más extraordinario de sueño revelador. Ascanio Baielli leía todos los domingos de 1960, por el servicio de la Radiodifusión Italiana (RAI), una serie de relatos ya imaginarios, ya históricos, agrupados bajo el título de (Storie per la sera della domenica ((Cuentos para le velada del domingo). "La anunciación del traidor", incluido en la presente antología, es uno de esos relatos.
Pues bien: un sábado Baielli preparaba el material para la audición del domingo siguiente. Ninguno de los dos o tres textos que había escrito (más bien que había esbozado) lo satisfacía. A la madrugada, vencido por la fatiga, se durmió. Soñó que él era un muchachito de no más de doce años. Se veía a sí mismo vestido como un humilde mancebo del Quinientos, flaco, débil y esmirriado. Otros pilluelos lo perseguían, le arrojaban piedras, lo cubrían de burlas y de insultos. Y él corría, corría por las callejuelas enredadas y sombrías de una ciudad de aspecto medieval, llegaba a las afueras, se escondía entre unos matorrales, temblaba de miedo, lloraba de rabia, jurando vengarse de sus perseguidores.
Desde su escondite veía pasar una columna de soldados. Al frente iba un condottiero. Él admiraba los trajes, las armas, las plumas, los estandartes, las gualdrapas, los arneses. Pero lo que más admiraba era la larga cicatriz que el condottiero lucía en su rostro. Larga y temblona, nacía en el párpado derecho para morir en el centro del mentón, después de atravesar, como un río lento, la llanura de la mejilla. El condottiero cabalgaba medio adormilado, la vista perdida en la torva cavilación y en el ensueño. Pero la cicatriz miraba por él, hablaba por él, lo volvía despierto y terrible. La cicatriz avanzaba por el camino como una bandera de guerra, atronaba la tarde como la deflagración de la pólvora, como una fanfarria de bronces marciales. La cicatriz pasaba y todos los demás rostros parecían palidecer, como bajo la luz del sol en un eclipse. Hasta que el cortejo se perdía entre la bruma y el polvo.
Entonces el muchachito se dirigía a una casa solitaria, y en un cuarto atiborrado de retortas, probetas y manojos de hierbas, un viejo con facha de brujo le tatuaba en la cara una cicatriz igual a la del condottiero. Precedido y seguido por la cicatriz como por un aullido, él caminaba otra vez por la ciudad de callejuelas siniestras, las gentes lo miraban y se apartaban, los granujas que lo habían vejado se escondían en sus casas, el muchachito ahora marchaba erguido y desafiante.
De pronto se veía un hombre hecho y derecho, al frente de una tropa de mercenarios. Atravesaba ciudades, campos, viñedos. Un silencio de pasmo y de terror los flanqueaba. Oía a sus espaldas el temeroso bisbiseo de la villanía: Ecco l'Impunito, ecco l'Impunito! Con secreto regocijo, con secreta angustia, pensaba que todo se lo debía a su feroz cicatriz, pero que si el engaño era descubierto lo aguardaba un destino ominoso, las befas, el desprecio, sin duda la muerte. A ratos sentía la tentación de espiar hacia uno y otro costado a ver si entre la turba de campesinos o semioculto detrás de un árbol algún débil muchachito lo estaba mirando. Entonces lo habría llamado, le habría revelado, a él solo, sin que nadie lo oyese, la verdad de la mentira de su cicatriz, le habría dicho: Ve, hazte tatuar una herida como la mía y estarás a salvo. Pero enseguida se arrepentía y seguía adelante sin volver la cabeza, porque no podía defraudar a ese muchachito, si en verdad existía y estaba allí, porque él debía ser, para el muchachito, la misma figura implacable y abismal, que no condesciende siquiera a una mirada de soslayo, que el condottiero había sido para él.
Después llegaba con sus mercenarios a un pequeño valle surcado por un río. Y de golpe, entre los árboles, brotaban soldados como hormigas, y él experimentaba una angustia tan intensa que Ascanio Baielli despertó.
L'Impunito. ¿Dónde había oído antes, dónde había leído ese nombre? Consultó diccionarios, enciclopedias, libros de historia. En los Saggi sopra il secolo XVI, de César Cantú, halló este párrafo: "En 1587 el grueso de las tropas papistas fue diezmado por los imperiales en una emboscada que le tendieron el los alrededores de Valderrosa. Pero más que la sorpresa, lo que desconcertó a los soldados de Adriano VII fue la increíble conducta de su jefe, Giambattista Crispi, llamado l'Impunito, que sin oponer la menor resistencia se dejó matar por un oscuro condottiero enemigo, un viejo que a la sazón contaba más de setenta años. El Papa, rabioso, atribuyó el inexplicable hecho a una brujería, en tanto que los partidarios del Emperador de Alemania escupieron sobre el nombre de un cobarde, lo que, frente a los antecedentes de l'Impunito, pareció una fanfarronada injuriosa".
La noche del domingo, Ascanio Baielli terminó su relato con estas palabras: "Tal vez nosotros podamos conjeturar la verdad. El condottiero y Giambattista Crispi se encontraron, se miraron. Cicatrices idénticas refulgían en sus rostros. Pero el condottiero debió comprender enseguida que aquellas dos cicatrices no podían ser reales, que una tenía que ser falsa, la copia de la verdadera. O habrá sido l'Impunito el que sintió la vergüenza de esa confrontación, el que entendió que su valor, como su cicatriz, podía engañar a los demás pero no podía engañar al condottiero. Y convertido otra vez en un muchachito débil y pusilánime, se habrá dejado matar por el único hombre que podía matarlo. Y quien sepa hacerlo, que extraiga de esta historia la moraleja que yo no me atrevo a añadirle".

El Diablo

El Diablo
Marco Denevi

Giovanni Papini (El Diávolo, Florencia, 1958) ha pasado revista a todas las teorías y a todas las hipótesis sobre el Diablo. Me llama la atención que omita (o ignore) el librito de Ecumenio de Tracia (317?-circa 390) titulado De natura Diaboli.

Se trata, no obstante, de un estudio de demonología. cuya concisión no obsta a su originalidad y a su riqueza de conceptos. Ecumenio atribuye sus ideas a un tal Sidonio de Egipto, de la secta de los esenios. Pero como en toda la literatura de los siglos I-V nadie, sino él, cita a ese Sidonio, ni este nombre aparece en ninguno de los autores rabínicos y cristianos que se ocuparon de los esenios, es casi seguro que el verdadero padre de la teoría sea el propio Ecumenio, quien echó a mano a un recurso muy en boga en su época, cuando la amenaza del anatema por herejías ya empezaba a amordazar la libertad del pensamiento cristiano.

Resumiré en pocas palabras el tratado de Ecumenio:

De distintos pasajes de la Biblia (libro de job, 1, 6-7; Zacarías, 3, l; I Reyes, 22, 19 y ss.; I Paralipómenos, 21, se deduce que las funciones de Satán eran las de espiar a los hombres y luego informar a Dios, acusarlos delante de Dios a la manera de un fiscal e inducirles a una determinada conducta.

Según Sidonio (es decir, según Ecumenio), cuando Dios decidió que uno de sus hijos (= ángeles) se encarnase en carne de hombre, se hiciera hombre y, después de enseñar la Ley en su prístino esplendor, oscurecido y marcado por las interpretaciones capciosas y acomodaticias, sufriese pasión y muerte y redimiera al género humano de sus Pecados, eligió, naturalmente, a Satán.

Así Satán fue el primer Mesías, el primer Cristo. Pero Satán, en cuanto se transformó en hombre, se alió a los hombres e hizo causa común con ellos.

En esto consiste la rebelión de Satán: en haberse puesto del lado de los hombres y no del lado de Dios.

Que lo haya hecho por maldad, por piedad, por amor a los hombres o por odio hacia Dios es lo que Ecumenio analiza con un detallismo casuístico digno de santo Tomás de Aquino o del padre Suárez.

Esa parte de su tratado no me interesa: me interesa y me fascina únicamente la hipótesis, de una increíble audacia, de que Satán, antiguo fiscal y espía de los hombres, apenas se hizo hombre se plegó a los designios de los hombres y desobedeció los planes divinos, obligando a Dios, en la segunda elección del Mesías, a elegirse a sí mismo en la persona del hijo, para no correr el riesgo de una nueva desobediencia que, luego de la de Adán y de la de Lucifer, le parecería inevitable.

Esquina peligrosa

Esquina peligrosa
Marco Denevi

El señor Epidídimus, el magnate de las finanzas, uno de los hombres más ricos del mundo, sintió un día el vehemente deseo de visitar el barrio donde había vivido cuando era niño y trabajaba como dependiene de almacén.

Le ordenó a su chofer que lo condujese hasta aquel barrio humilde y remoto. Pero el barrio estaba tan cambiado que el señor Epidídimus no lo reconoció. En lugar de calles de tierra había bulevares asfaltados, y las míseras casitas de antaño habían sido reemplazadas por torres de departamentos.

Al doblar una esquina vio el almacén, el mismo viejo y sombró almacén donde él había trabajado como dependiente cuando tenía doce años.

-Deténgase aquí. -le dijo al chofer. Descendió del automóvil y entró en el almacén. Todo se conservaba igual que en la época de su infancia: las estanterías, la anticuada caja registradora, la balanza de pesas y, alrededor, el mudo asedio de la mercadería.

El señor Epidídimus percibió el mismo olor de sesenta años atrás: un olor picante y agridulce a jabón amarillo, a aserrín húmedo, a vinagre, a aceitunas, a acaroína. El recuerdo de su niñez lo puso nostálgico. Se le humedecieron los ojos. Le pareció que retrocedía en el tiempo.

Desde la penumbra del fondo le llegó la voz ruda del patrón:

-¿Estas son horas de venir? Te quedaste dormido, como siempre.

El señor Epidídimus tomó la canasta de mimbre, fue llenándola con paquetes de azúcar, de yerba y de fideos, con frascos de mermelada y botellas de lavandina, y salió a hacer el reparto.

La noche anterior había llovido y las calles de tierra estaban convertidas en un lodazal.

EL AMOR ES CRÉDULO

EL AMOR ES CRÉDULO
Marco Denevi

De regreso en Itaca, Odiseo cuenta sus aventuras desde que salió de Troya incendiada. Sólo obtiene sonrisas irónicas. La misma Penélope, su mujer, le dice en un tono indulgente: “Está bien, está bien. Ahora haz descansar tu imaginación y trata de dormir un poco”. Odiseo, enfurruñado, se levanta y se va a caminar por los jardines. Milena lo sigue, lo alcanza, le toma una mano: “Cuéntame, señor. Cuéntame lo que te pasó con las sirenas”. Sin detenerse, él la aparta con un ademán brutal: “Déjame en paz”. Como ignora que ella lo ama, ignora que ella le cree.


La hormiga

La hormiga

Marco Denevi

Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas. Como el número de las hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error de lógica de indentificarlo con el Gran Universo. Pero cierta vez una hormiga se extravía por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después, relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita: "Arriba...luz...jardín...hojas...verde...flores..." Las demás hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha enloquecido y la matan.

(Escrito por Pavel Vodnik un día antes de suicidarse. El texto de la fábula apareció en el número 12 de la revista Szpilki y le valió a su director, Jerzy Kott, una multa de cien znacks.)

Marco Denevi
Falsificaciones (1966)

GÉNESIS, 2

GÉNESIS, 2
(cuento)
Marco Denevi
Imaginad que un día estalla una guerra atómica. Los hombres y las ciudades desaparecen. Toda la tierra es como un vasto desierto calcinado. Pero imaginad también que en cierta región sobreviva un niño, hijo de un jerarca de la civilización recién extinguida. El niño se alimenta de raíces y duerme en una caverna. Durante mucho tiempo, aturdido por el horror de la catástrofe, sólo sabe llorar y clamar por su padre. Después sus recuerdos se oscurecen, se disgregan, se vuelven arbitrarios y cambiantes como un sueño. Su terror se transforma en un vago miedo. A ratos recuerda, con indecible nostalgia, el mundo ordenado y abrigado donde su padre le sonreía o lo amonestaba, o ascendía  (en una nave espacial) envuelto en fuego y en estrépito hasta perderse entre las nubes. Entonces, loco de soledad, cae de rodillas e improvisa una oración, un cántico de lamento. Entretanto la tierra reverdece: de nuevo brota la vegetación, las plantas se cubren de flores, los árboles se cargan de frutos. El niño, convertido en un muchacho, comienza a explorar la comarca. Un día ve un ave. Otro día ve un lobo. Otro día, inesperadamente, se halla frente a una joven de su edad que, lo mismo que él, ha sobrevivido a los estragos de la guerra nuclear. Se miran, se toman de la mano: ya están a salvo de la soledad. Balbucean sus respectivos idiomas, con cuyos restos forman un nuevo idioma. Se llaman, a sí mismos, Hombre y Mujer. Tienen hijos. Varios miles de años más tarde una religión se habrá propagado entre los descendientes de ese Hombre y de esa Mujer, con el padre del Hombre como Dios y el recuerdo de la civilización anterior a la guerra como un Paraíso perdido.