jueves, 5 de junio de 2014

Introducción al análisis estructural de los relatos

Introducción al análisis estructural de los relatos

Introducción al análisis estructural de los relatos, (Título original: Introduction à l'analyse structurale des récits) es un ensayo del semiólogo francés Roland Barthes publicado en el Nº 8 de la revista Communications en el año 1966. La edición de 1977 de Centro Editor de América Latina de Buenos Aires, a cargo de Silvia Niccolini, una compilación de textos de temática semejante, adjunta el dato esencial de que el ensayo fue publicado por primera vez en castellano en el volumen Análisis estructural del relato bajo el sello Editorial Tiempo Contemporáneo.1 El ensayo es publicado en el mismo año que Crítica y verdad, ensayo de origen (o con móvil) panfletario (o polemizador), un año antes de la obra catálogo Elementos de semiología (1996) y cuatro años después del muy barroco y atípico S/Z (1970) en el que desarrolla amplificadamente el llamado análisis textual, análisis éste que desarrollara primeramente de forma mucho más acotada en el ensayo Análisis textual de un cuento de Edgar Poe. Baste decir, antes de describir el aporte barthesiano, que este ensayo trabaja siguiendo muy de cerca el análisis del Goldfinger de Ian Fleming (o teniéndolo Barthes muy presente) y que por ello hay recurrentes referencias a esa obra para explicitar la teoría propuesta. Asimismo que el ensayo consta de más de setenta notas que apuntalan el cuerpo del ensayo en un nivel de importancia no menor. Por último, como se ha visto con gran parte de la obra barthesiana, este ensayo matiza un grado de erudición con otro muy notorio de inventiva.2

Generalidades del relato

Tipología general del discurso propuesta por Roland Barthes en este ensayo.
Para Barthes no hay más allá del relato. La humanidad es inimaginable fuera del relato; éste es universal, transcultural y transhistórico; está en "el mito, la leyenda, la fábula, el cuento, la novela, la epopeya, la historia, la tragedia, el drama, la comedia, la pantomima, el cuadro pintado (piénsese en la Santa Úrsula de Carpaccio), el vitral, el cine, las tiras cómicas, las noticias policiales, la conversación."1 No se atiene a la literatura, es decir a la forma discursiva en que se encuentre, va más allá de la especificidad de los géneros discursivos. Así como no hay más allá del relato, no hay autor; Barthes cambia este vocablo por el de relator. El autor es un mito de la sociedad burguesa y ha contribuido con la idea de que el relato no es transhistórico. A pesar de la presupuesta universalidad del relato, es legítimo, para Barthes, formalizarlo. Para hacerlo se sirve de la lingüística y las teorías crítico-literarias de su época. Propone un modelo deductivo de análisis antes que otro inductivo (el cual sería utópico).

La unidad discursiva

Apoyándose en André Martinet entiende que el discurso no tiene nada que no esté en la frase. El enunciado, dirá, es un conjunto o "serie" de frases, por lo que la frase no es conjunto o "serie" sino un orden. El discurso "aparece como el mensaje de otra lengua, superior a la lengua de los lingüistas".1 El discurso sería una gran «frase», y ésta sería un pequeño «discurso».

La función desmultiplicadora como consciencia

Propone ir más allá de la lingüística antaño llamada Retórica. Se sustenta en Roman Jakobson y Lévi-Strauss, para quienes la humanidad crea sistemas secundarios o «desmultiplicadores» o herramientas que fabrican herramientas. En Lévi-Strauss el tabú del incesto jugaría ese papel: una conciencia, una herramienta que permite la exogamia. Todas estas herramientas son peticiones del lenguaje mismo (le pro-ceden): la lengua las pide para mejor dominar el entorno humano. El relato también tiene una lengua; no es una suma de frases, sino un esfuerzo sobre la frase siendo todavía su lengua una gran frase. La frase también es un pequeño relato. Por su parte, la tipología actancial propuesta por Algirdas Greimas descubre en los personajes del relato una reescenificación de las funciones del análisis gramatical. Se necesita postular la identidad, provisoria, entre el lenguaje y la literatura en tanto que ésta es vehículo de aquél. Actualmente la literatura ha ascendido a esta función «desmultiplicadora»: es muy conciente del lenguaje. Uno de los visionarios de ésto es, para Barthes, Mallarmé, no pocas veces especie de lingüista, quien entendió el lenguaje como ficción y quiso hacer lo que el lenguaje hace a conductas o al habla: determinarlo a su vez (función «desmultiplicadora»).

Los niveles como integraciones

Todo sistema de sentido es organización u orden (cuando la identidad es indesmembrable). El «nivel de descripción» concepto de la lingüística para el análisis estructural del relato permite ver los niveles de la frase: "niveles (fonético, fonológico, gramatical, contextual)", que como en el signo saussuriano ninguno puede por sí solo producir sentido. El fonema, como la palabra, debe integrarse: el fonema en la palabra, y ésta en la frase. La teoría de los niveles de Benveniste refleja esto; hay dos tipos de relaciones: "distribucionales (si las relaciones están situadas en un mismo nivel), integrativas (si se captan de un nivel a otro)".1 Las relaciones distribucionales no bastarían para dar cuenta del sentido. Esos niveles se llaman operaciones y son conjuntos de reglas y símbolos que se emplean. La retórica había hablado de dos planos (o niveles): la dispositio y la elocutio (el tercero, la inventio, no concierne al lenguaje, "es res, no verba"). Otra búsqueda de niveles ha sido el mitema de Lévi-Strauss (reconoce unidades constitutivas del discurso mítico de carácter distribucional por transculturales), y Todorov, habla de otros dos niveles: historia (argumento: "lógica de las acciones y una «sintaxis» de los personajes") y discurso (tiempos, aspectos y modos del relato). "El relato es una jerarquía de instancias, «estadios»", "encadenamientos horizontales del «hilo» narrativo sobre un eje implícitamente vertical", concluye Barthes. Ej.: la "La carta robada" de Poe contiene un protoanálisis de niveles y por ello también del relato: hay un nivel de la «pesquisa o policial» («hilo»; que fracasa, y que se corresponde con la deducción o la burocracia) y otro nivel del «encubridor o criminal» (este incluye el análisis textual, vertical, «paradigmático» y porqué no también, la creatividad).

Los niveles propuestos por Barthes

Los niveles del relato entonces que propone Barthes son tres: nivel de las funciones (sigue a Propp y Bremond), el nivel de las acciones (a Greimas, los personajes como actantes) y el nivel de la narración (nivel del «discurso» en Todorov).
Gráfica sobre los tres niveles de análisis del relato propuestos por Roland Barthes en el que destaca la imposibilidad para el análisis estructural de detectar en el nivel de la narración funciones distribucionales e integrativas.
Barthes advierte que esos niveles son distribucionales (horizontal) pero integrativos (vertical): las funciones tienen sentido si se ubican en las acciones actantes o en el código discursivo; las acciones si se ubican en (y surgen de él) el código, el discurso con su sintaxis, el lenguaje al fin.

Las unidades narrativas

Barthes va pues por las unidades narrativas mínimas: "el carácter funcional de ciertos segmentos de la historia que hace de ellos unidades"1 Barthes toma en cuenta a los formalistas aquí entendiendo unidad como sentido, función o capacidad de un elemento de entrar en relación con otro (Todorov). Resumiendo: el nivel de las funciones atenderá al elemento que puede madurar luego en el mismo nivel, o en uno de los otros dos (n. de acciones y n. del discurso). La unidad narrativa mínima es función o correlación: un loro que es esbozado en el relato y luego desaparece y luego reaparece no debe particularizarse, al menos al principio, en el n. de acciones ni en el n. del discurso (puesto que su aparición ya se da por hecho en esos otros niveles). Barthes quiere ver si el relato todo puede ser dividido en unidades funcionales en cuyo caso el problema que se plantea es entonces que si no significa nada un elemento o no es retomado en el nivel que le antecede (actancial), dicho elemento sólo es del primer nivel, el del discurso. Por ello el detalle "insignificante" es "(a)notable", dice Barthes, y por ello, en el arte no hay unidades perdidas (Barthes compara estas unidades al ruido, noción en su sentido informativo, confuso). Hay mayor o menor sensibilidad o notoriedad en las funciones según en qué nivel se coloquen: el suspenso hace muy sensible el primer nivel (de las funciones); las menos sensibles son las que trabajan o hacen sensible el tercer nivel, el del discurso, es decir: cuando no lo trabajan (y sólo lo asumen) en cuyo contrario este tipo de funciones serían una suerte de neobarroco, de mayor conciencia de la escritura, una funcionalidad que entiende que la anécdota es redundante y que por ello anecdotiza los signos, (a esto Barthes llamará "escrituras de ausencia" en El grado cero de la escritura).3 Desde un punto de vista lingüístico la función es una unidad de contenido, intenta formalizarse pero es la menos formal de las tres. El segundo nivel (el intermedio), el de las acciones, en tanto que procede de unidades sintácticas detectadas por Greimas, es también de unidades de contenido, forman parte de la semántica general. Las unidades narrativas son independientes de las unidades lingüísticas, ej.: cuando "Bond levantó uno de los cuatro auriculares" el monema "cuatro" es una unidad funcional (no lingüística), esto es: "cuatro" allí no quiere decir "cuatro" sino que refleja un dato extraliterario (realista o verosímil) "el de una alta técnica burocrática"; el nivel de la función en "cuatro" reconoce que se desborda el nivel de la denotación, propio de la lingüística, llegando al de la connotación. (Esto muestra en nota al pie a Todorov que la palabra no es la unidad del arte literario sino que dicha unidad es la de la función de la palabra). Algunas unidades funcionales (o narrativas) tienen correlatos en unidades del mismo nivel, otras deben dirigirse a otro nivel; aquí, nuevamente, Barthes divide las unidades narrativas o funcionales en distribucionales e integradoras. Las distribucionales mejor definen el carácter esencial de las unidades en cuestión; un ejemplo de ella lo toma del modelo de análisis de Tomachevski: comprar un revólver prefigura otra unidad narrativa (su uso) y también el deseo vano o la veleidad (si no se usará). El segundo tipo, el integrador, son los indicios (índices), por ejemplo "indicios caracterológicos que conciernen a los personajes, informaciones relativas a su identidad, notaciones de «atmósferas»";1 este tipo es integrador porque cualquier signo que aparezca en el discurso debe remitir al segundo nivel (acciones de los personajes): es una unidad funcional o narrativa el aparato telefónico burocrático que tomará Bond porque preestablece que Bond está del lado del orden (ese signo "teléfono", integradoramente tiene su correlato en el nivel de los actantes); son para Barthes, las integradoras, muy semánticas, no remiten a una "operación", están fuera de los sintagmas explícitos, son "virtuales", etc. Justamente, lo que caracteriza al nivel de las funciones es su rasgo propiamente distribucional por lo que sería "una sanción sintagmática". Barthes agrega que el nivel funcional implica relatos metonímicos (funcionalidad de hacer) y que la unidad funcional integradora implica los relatos metafóricos (funcionalidad del ser). No por ello se debe reducir al nivel funcional sólo las acciones, porque en las acciones también hay, como en la unidad funcional integradora indicial, indicios o acciones indicativas.4 Algunos relatos responden más al nivel funcional, como los cuentos populares, otros son muy indiciales (el relato psicológico).

Núcleos y catálisis. Indicios e informantes

Barthes también divide al nivel funcional (o distribucional) en núcleos cardinales («nudos» del relato) y en catálisis (sólo llenan el espacio narrativo que separa las funciones-nudo). El nivel funcional es cardinal cuando concluye una incertidumbre abierta. En cambio las catálisis son incidentales, "siguen siendo funcionales, en la medida en que entran en correlación con un núcleo";1 los núcleos son cronológicos y lógicos (importan al armado argumental del relato, son "consecutivos y consecuentes") y las catálisis sólo son cronológicas. "El relato sería una aplicación sistemática del error lógico denunciado por la Escolástica bajo la fórmula post hoc, ergo propter hoc"1 Entre los «dispatchers» (despachadores) o núcleos, las catálisis son descansos "a primera vista muy insignificantes", su funcionalidad es apenas sensible, débil (pero igualmente la tiene): retarda, resume, anticipa, despista, etc., su función es fática (Jakobson) o son «signos dilatorios» (Valéry); "no es posible suprimir un núcleo sin alterar la historia, pero tampoco es posible suprimir una catálisis sin alterar el discurso."1 La segunda clase de unidades narrativas, los indicios, son elementos paramétricos (como un tempo de un allegro en una pieza musical): se completan integrándose a otro nivel (personajes o narración); una señalización sobre el cielo y su atmósfera puede anticipar una acción. Así los indicios se oponen a los informantes en tanto que estos son datos puros, significantes puros (la funcionalidad ya casi es indetectable). Los indicios suelen ser sutiles ilaciones del narrador para hacer más armónico un relato. El informante, como las catálisis, tienen sensibilidad casi nula pero suelen autentificar la realidad del referente (la edad de un personaje, v. gr.); funcionan a nivel del discurso o el código (los informantes), en tanto que los indicios a nivel de la historia. Genette habla de descripciones ornamentales (se corresponderían con los informantes) y significativas (con los indicios). Por ello, el ornamento, para Barthes ha sido un fragmento codificado por la retórica (descriptio). Algunas unidades pueden ser mixtas, v. gr. "beber whisky" es una catálisis en relación al núcleo cardinal o nudo "Esperar", pero a su vez es indicial "(modernidad, distensión, recuerdo)". Una diferencia de Bond en el libro y en el film muestra, a su vez, este carácter mixto de la unidades narrativas: en el libro tiene una credencial para ingresar a un cuarto, en el film quita bromeando las llaves a una mucama (ergo, la notación que en el libro es funcional, también es indicial en la película: índice de su éxito con las mujeres). Los índices, informantes y catálisis son expansiones; los núcleos son términos finitos regidos por una lógica argumental o de la historia (armazón o idilio de contar). Lo mismo pasa con la frase: tiene núcleos y luego expansiones. Mallarmé habría escrito un poema «Jamáis un coup de dés» que tendría estos dos casos: el nuclear y el catalítico. En un retrato (descripción de un personaje) tenemos informantes e índices integrados (estado civil y rasgos del carácter, por ej.)

El tiempo del relato

El relato es "confusión entre la secuencia y la consecuencia, entre el tiempo y la lógica."1 (hay secuencias de notaciones que no son consecuentes o hay notaciones cronológicas que no son lógicas o funcionales). Detrás del tiempo del relato habría una lógica intemporal que remitiría al código. Aristóteles y Propp se opondrían entre sí a la consideración del tiempo del relato (para el primero sería irreductible —especie de a priori—, para el segundo no: la lógica tiene primacía sobre lo cronológico). Para Barthes todos los investigadores actuales (Propp, Greimas, Bremond, Todorov) suscriben a lo que dice Lévi-Strauss: «el orden de sucesión cronológica se reabsorbe en una estructura matricial atemporal»,1 es decir, los componentes del relato "descronologizan" el continuo narrativo y lo "relogicilizan". Barthes adhiere; para él la cronología es ilusión narrativa, la temporalidad "es una clase estructural del relato", el tiempo sólo existe funcionalmente "o pertenece al discurso propiamente dicho, sino al referente";1 como cuando se busca en las notaciones informantes constatar el marco temporal (una fecha, una edad), el tiempo es una ilusión referencial. Es lo que la narración deja, de algún modo, intocado del código discursivo del que depende. Para Barthes, Valéry ya habría entrevisto esto muy bien; para éste el tiempo no es hilo narrativo; no se localiza en los dispatchers, en los núcleos cardinales.

Lógica de las funciones. Las secuencias

La secuencia (opuesta a consecuencia) sería un grupo de pausas, una sucesión lógica de núcleos unidos por solidaridad (en el "sentido hjelmsleviano de doble implicación")1 y tiene origen con un término que no tiene antecedente solidario y acaba cuando no tiene consecuente. V. gr. la secuencia "Consumición", compuesta de "recibirla", "consumirla", "pagarla". (Una secuencia es nominable por "cover–words"). Esas secuencias son también un metalenguaje interior al lector. La lógica "que estructura una secuencia está indisolublemente ligada a su nombre"1 y es allí donde se produce una seducción en el lector pues allí se da una alternativa, una libertad de sentido: "a este nivel infinitesimal, [puede haber] una oposición del modelo paradigmático": paradigmas Peligro/Seguridad, Sospecha/Protección, Agresividad/Amistosidad, etc.1 La secuencia, así, constituye el término de una secuencia más amplia, v. gr. "tender la mano", "apretarla", "soltarla" como secuencias de "Saludo", y ésta constituye una microsecuencia de "Encuentro" y puede haber indicios a su vez allí, como ve Barthes en un saludo que hace Bond "(blandura de du Pont y repugnancia de Bond)". Subrogaciones (sustituciones) estructuran el relato desde lo más pequeño a los más grande (jerarquía) y esto corresponde al nivel de funciones: "hay, pues, a la vez, una sintaxis interior a la secuencia y una sintaxis (subrogante) de las secuencias entre sí." Un estema es el estanco, o bloque que caracteriza a la secuencia. Cada estema sería de índole contrapuntística (según Barthes y según presentimientos del formalismo ruso); procede como fuga o como corroboración del estema anterior, para proseguir. No por ello los términos de cada secuencia no pueden no imbricarse con los términos de la siguiente. Si no se imbrican son recuperados a un nivel superior (el de las acciones). A este relato con los estemas sin imbricar Barthes lo llama "quebrado", y cita como ejemplo la epopeya. La Odisea y el teatro de Brecht suelen tener este cariz.

El funcionalismo estructural del personaje

En la Poética aristotélica el personaje es considerado como funcional a la acción: puede haber "fábulas sin «caracteres», dice Aristóteles, pero no podría haber caracteres sin fábula."1 5 Esto luego evoluciona a caracteres psicológicos, es decir independientes de la fábula o, al menos, con voluntad de independencia. La forma más pura de este último caso "la lista de los «tipos» del teatro burgués (la coqueta, el padre noble, etc.) es el «personaje–persona» que "reina en la novela burguesa". No obstante, el análisis de Propp tampoco les concede independencia sino es en la "unidad de las acciones que el relato les impartía (Dador del objeto mágico, Ayuda, Malo, etc.)"1 La actitud de Propp muestra la importancia del personaje (ya actante) pero, a su vez, que no puede ser descrito en términos de persona. La literatura contemporánea, dice Barthes, ha atacado el personaje para despersonalizarlo; en Drame de Philippe Sollers, la persona está en función del lenguaje, es sujeto de la lengua. El análisis estructural hace algo semejante, define al personaje en términos de participante. Bremond ve al personaje como agente de secuencia de acciones (Fraude, Seducción); por lo general la secuencia implica dos personajes y por ello la secuencia es descripta con los cover-word (tópicos) oposicionales o paradigmáticas de "Fraude" para uno, y "Engaño" para el otro: "cada personaje, incluso secundario, es el héroe de su propia secuencia", dice Barthes poéticamente.1 Todorov al analizar la novela Las Relaciones peligrosas (psicológica), dejaría ver que la descripción de los personajes consiste en aquello que se deja clasificar en ellos. Greimas tendría, a este respecto, el análisis más acabado: los personajes son actantes, lo que son es lo que hacen y lo que hacen tiene correlato en los ejes semánticos de la sintaxis de la frase: "(sujeto, objeto, complemento de atribución, complemento circunstancial)" según Barthes, que dicho de otra forma son el sujeto y los demás complementos (directo, indirecto y circunstancial), redefinidos por Barthes, en estas tres estructuras de tinte actancial: "comunicación, el deseo (o la búsqueda) y la prueba". Dicho de otro modo: el sujeto trata de comunicar un deseo sobre un algo/alguien en una situación, y con o sin conseguirlo, (comunicación → deseo → prueba). Así, en todo el relato los personajes se ordenan por parejas paradigmáticas "(Sujeto/Objeto, Donante/Destinatario, Ayudante/Opositor)" El actante define una clase; por ende puede ser más de uno o puede ser otro/s en otra parte del relato. El sujeto en el relato presenta dificultades como la de que pueden ser sometidos a la sustitución o condensación, donde la figura actancial (estructura) puede absorber a varios personajes (x, y, z). El modelo actancial de Greimas es resistente a este respecto. Barthes destaca que hay "relatos en los que el objeto y el sujeto se confunden en un mismo personaje" esos relatos son de iniciación, de la busca de identidad. El modelo estructural vale más, dice Barthes, por sus "transformaciones reguladas (carencias, confusiones, duplicaciones, sustituciones)". "Muchos relatos enfrentan, alrededor de un objeto en disputa, a dos adversarios, cuyas «acciones» son así igualadas; el sujeto es entonces verdaderamente doble sin que se lo pueda reducir por sustitución".1 Ese duelo relaciona el relato con la estructura de ciertos juegos modernos. El juego "también depende de la misma estructura simbólica que encontramos en la lengua y en el relato: también el juego es una frase".6 Así a un actante se lo lleva a las categorías de las personas gramaticales, y así se requiere apelar a la lingüística en las categorías de personas (entre ellas, los pronombres) para dar la clave del nivel accional. Pero las categorías gramaticales de personas no pueden definirse sino por relación con el discurso (Barthes, llamará, entonces "nivel de la Narración" a este nivel al que se debe apelar).

El lector como actante

Dentro del relato hay una función de intercambio entre personajes (actancias dador/beneficiario, etc.) pero el relato mismo se presta a esta actancia, la del relato como objeto: hay un dador del relato y un beneficiario de él (narrador/lector). Para Barthes esto ha sido poco explotado: el papel del lector ha sido "púdico" en la teoría literaria. La actancia lectora aparece, por ejemplo, cuando el narrador deja de representar y sólo narra hechos; ahí aparece, entonces, el signo del lector. El signo de lector barthesiano, es cercano a la función conativa de Jakobson (función en la que el hincapié está puesto en el destinatario). El guiño en el juego de palabras, v. gr., sería un signo de lector.

El narrador como actante

Los signos de la narración donde la función de Jakobson sería la expresiva preguntan sobre el dador del relato. O es una persona psicológica, un yo exterior al artilugio narrativo con un nombre y una personalidad; o es una mente omnisciente, superior o Dios, interior a sus personajes en saber pero exterior a ellos en ser. O, la más reciente (Henry James, Sartre) especie de narrador equisciente donde cada personaje es un emisor. Las tres concepciones hacen ver al narrador y a los personajes como personas reales pero para Barthes narrador y personajes son «seres de papel». Para Barthes es fundamental no confundir narrador con autor. Una masa considerable de relatos carece de autor, lo que mostraría que en el fondo nunca existió el autor o que dicho lexema (autor) es mucho decir y que más bien dicha entidad es más una patente que un artesanado sui generis. Para ver un autor en un relato es necesario "suponer entre la «persona» y su lenguaje una relación signalética";6 el autor no se presta al análisis estructural y para fundamentar esto Barthes cita a Lacan «¿El sujeto del que hablo cuando hablo es el mismo que el que habla?»6

Signos personal y apersonal del narrador

El código del narrador no conoce sino dos sistemas de signos: personal y apersonal; no hay en ellos marcas lingüísticas que aludan a un yo (personal) o a un él (apersonal). Importa, pues, hablar de un re-lator, regrabador o «rewriter». El narrador se confunde con la focalización: por ejemplo en Goldfinger el relato escrito en tercera persona está dicho por Bond (el foco). En el caso de «el tintineo del hielo contra el vaso pareció dar a Bond una brusca inspiración»6 el verbo "pareció" lo hace signo apersonal, porque se introduce interpretación (hay un narrador que "hace" que interpreta y un focalizador que es "interpretado"); "el apersonal es el modo tradicional del relato",6 dice Barthes siguiendo a Benveniste. Según Barthes, en la literatura moderna, la instancia temporal ha invadido "al relato siendo contada la narración en el hic et nunc de la locución (definición del sistema personal)"6 Se mezclan entonces el sistema personal y el apersonal extremadamente rápido. En Las cinco y veinticinco de Agatha Christie el enigma se sostiene por el engaño entre la persona de la narración "en una misma persona hay conciencia de testigo, inmanente al discurso (sist. personal), y la conciencia de criminal, inmanente a lo referido (apersonal)".6 La novela psicológica está marcada por la mezcla de un sistema personal y otro apersonal. Esta novela no se conforma con un sistema de la persona y es refractaria al modelo estructural puesto que la persona psicológica no coincide con la persona lingüística habida cuenta ésta se define por su ubicación en el discurso (con su código nominal y pronominal). La evolución actual del relato hace pasar del orden constatativo (descriptiva) al performativo (intransitiva) de la "persona". La literatura moderna hace que el discurso se identifique con el acto que lo crea. (literatura no de logos, sino de lexis).

Evolución de los signos de narratividad

El autor es, por fin, el que maneja mejor el código (no el que inventa la historia). Los signos de la narratividad en la tradición oral son patentes operadores. En la literatura escrita se han clasificado los modos de intervención del narrador (Platón, v. gr.):
  • Genus activum vel imitativum (no intervención del narrador en el discurso: teatro, por ejemplo);
  • Genus commune (mezcla de los dos géneros: la epopeya).6
La forma última del relato (o nivel) trasciende al relato literario mismo (sus funciones y acciones, o esos dos niveles). "Así como la lingüística se detiene en la frase, el análisis del relato se detiene en el discurso." Esta frontera donde se detienen lingüística y narratología se ha llamado «situación». En las sociedades «arcaicas», la situación del relato está muy codificada; la sociedad actual, en cambio, escamotea la codificación de la «situación» del relato haciendo que sea más difusa (menos identificable, localizable). La sociedad burguesa busca, dice Barthes, no exhibir los códigos de los relatos. La lengua y el relato entonces existen por el concurso de dos procesos fundamentales: la forma y el sentido. Lo primero es la segmentación que produce unidades y lo segundo es "la integración que reúne estas unidades en unidades de un orden superior".6

Las dos fuerzas de los signos de narratividad

La propuesta barthesiana, haciendo hincapié en el nivel funcional del relato por sobre los otros dos, propone una serie de términos o tecnicismos que para mayor comprensión se pueden ver en una alineamiento paradigmático y de a pares oposicionales. Este gráfico no puede ser nunca totalmente "fiel", entre otras cosas porque, como bien dice Barthes, el nivel funcional se inclina hacia el par "distribucional", que mejor lo define.
Dos fuerzas caracterizan la forma del relato: la distensión de los signos y la inserción en aquella de expansiones imprevisibles. Es la desviación en la lengua del relato su mejor característica (Valéry compara la novela al sueño: todas sus desviaciones le pertenecen)
La distorsión de los signos (distaxia), estudiada por Bally, es cuando los signos no están yuxtapuestos, sino alterados, v. gr. en el hipérbaton español; o mejor aún el ejemplo que da Barthes: en el signo verbal "mantenerse firme" en la frase "ni firme siquiera se mantuvo" se opera el mencionado desarreglo; en este caso los signos se transforman en significantes separados entre sí que si no se ven en el conjunto expresivo mencionado (locución) pierden su sentido. Esto es lo que se ve en el nivel funcional del relato: "las unidades de una secuencia, aunque forman un todo a nivel de esta secuencia misma, pueden ser separadas unas de otras por la inserción de unidades que provienen de otras secuencias".6 Bally habla de lenguas más sintéticas (alemán, distáxicas o alineales) que otras más analíticas (francés). El relato sería una lengua sintética "basada en una sintaxis de encastamientos y de desarrollo: cada punto del relato irradia en varias direcciones a la vez":6 cuando Bond pide un whisky esperando el avión, hay un signo indicial (polisemia del whisky: "modernidad, riqueza, ocio") y en el nivel funcional la secuencia "Pedir un whisky" se conforma de "consumición", "espera", partida"; el relato, como esa unidad o secuencia "sólo «se sostiene» por la distorsión y la irradiación de sus unidades."6 Más aún el relato moderno busca en la distorsión e irradiación la creación de una lógica intelectiva en el lector, una "confianza en la memoria intelectiva"6 (tiende, pues, a la amimesis). El «suspenso» sería una forma "exasperada de la distorsión" "mediante procedimientos enfáticos de retardamiento y de reactivación" cumpliendo una función fática (canal) y conativa (destinatario); el suspenso abre el nivel paradigmático al lector por no cerrar la secuencia; es un «thrilling» (generador de emoción, entusiasmo, expectativa); el suspenso "arriesga y glorifica" la estructura. Representa el orden (que debe seguirse) y no la serie (mimesis). Esos núcleos funcionales del suspense "presentan espacios intercalares que pueden ser colmados casi infinitamente" (catálisis). Un ejemplo extremo de catálisis es Esperando a Godot donde la secuencia "Espera" está compuesta por "Planteo de esperar", "Satisfacción o defraudación". Esperando a Godot, y otra obras del mismo Beckett generan, por momentos bastante insistentes, un borramiento de la sensibilidad funcional (o distribucional), lo que explica que todo el texto tienda a la catálisis y, más aún, que la crítica, por reflejo, intente apelar a estructurar su corpus como si un horror vacui los urgiera.7 La catálisis es superior también en el relato escrito que en el film porque un gesto puede ser recortado en el texto. Según Valéry, Proust sería un ejemplo de escritor que desarrolla la catálisis: donde los otros saltan, él divide. La elipsis es el revés lógico, no el opuesto, de la catálisis. La elipsis no suprime el significado aunque suprima el significante, y es en retórica una figura de condensación. Lo mismo pasa con el resumen al que todo relato se presta (antes llamado argumento); pero cada discurso de un relato tiene su modo de resumen. El resumen no coincide con el título del capítulo —ni siquiera en sus modos más arcaicos—: los títulos introducen más una ruptura que un resumen del relato. En esta tesitura, el poema lírico es la transformación del significado de una sola metáfora. En la poesía lírica esa reducción sería tan drástica que "se reducirían a los significados Amor y Muerte".6 El relato sí es más resumible (estructuralmente); lo que de él sí no es traducible es el nivel «narracional» (lo que lo haría coincidir con el discurso del poema).8 La última capa del nivel narracional es la "escritura" y no puede ser pasada de una lengua a otra (novela al cine, por ej.). El film tiene su propia escritura (estilo y soporte técnico). La persona o personalidad del narrador no puede traducirse en el cine ya que es sólo una «persona» gramatical. El segundo proceso importante del relato es la integración: "lo que ha sido separado a un cierto nivel (una secuencia, por ejemplo) se vuelve a unir la mayoría de las veces en un nivel superior (secuencia de un alto grado jerárquico, significado total de una dispersión de indicios, acción de una clase de personajes)"6 Con la noción de Greimas de "isotopía", unidad de significación constituida por un signo y su contexto (hipónimo e hiperónimo respectivamente), sucedería algo semejante: "la integración es un factor de isotopía".6 Pero en el relato una integración no es tan simple como se piensa, tan ordenada o regular: "muy a menudo una misma unidad puede tener dos correlatos, uno en un nivel (función de una secuencia) y el otro en otro nivel (indicio que remite a un actante)".6 El relato es una sucesión de elementos mediatos e inmediatos (pueden ser distaxias o integraciones en ambos casos) por lo que en el relato hay una especie de «cojear estructural». La libertad del relato, entre el fuerte código del relato, aparece en la frase. Lo más codificado (el nivel fonemático o también el merismático) se distiende hasta la frase y desde allí vuelve a tensarse en las microsecuencias hasta llegar a las grandes acciones (también provenientes del fuerte código). La creatividad del relato se ubicaría entre dos códigos, el de la lingüística y el de la "translingüística": la creatividad estaría en los enunciados de detalle y la imaginación (las grandes acciones) participan de la imaginación (dominada por el código). Barthes advierte que Poe ya preveía esto: «En suma, decía Poe, veremos que el hombre ingenioso está siempre lleno de imaginación y que el hombre verdaderamente imaginativo nunca es más que un analista...»6 En todo relato, dice Barthes, la imitación es contingente, lo sustancial sería la amimesis, el análisis, el detalle. El relato va más allá del realismo, por eso una notación realista (Bond dice algo sobre teléfonos y destinos de una llamada) importa en el relato no por esa información sino por el papel que jugará en la historia. La función del relato es más la de montar un espectáculo que de representar o repetir. Lo que importa es la lógica que se impone en las acciones que componen la secuencia. El arte o lo creativo al leer un relato y que inflama no es una «visión» sino un sentido, es decir, un orden superior de la relación, el cual "también posee sus emociones, sus esperanzas, sus amenazas, sus triunfos." No se puede pensar el relato fuera del lenguaje, dice Barthes, pero sí que "el relato es contemporáneo del monólogo, creación, al parecer, posterior a la del diálogo". La idea de que el diálogo sea posterior al monólogo se puede asemejar a la de que el relato sea posterior al código. (convención)5

Objetivismo Frances, Grillet


Alain Robbe-Grillet

El escritor y cineasta Alain Robbe-Grillet nació en Brest el 18 de agosto de 1922 en el seno de una modesta familia de libre-pensadores, clánica e insumisa, que criticaba con la misma dureza al ejército que la religión o la política. Se le conoce principalmente por ser una de las cabezas más visibles, junto con Michel Butor, Claude Ollier, Robert Pinget, Jean Ricardou, Nathalie Sarraute, Claude Simon, y en menor medida Marguerite Duras y Samuel Beckett, de esa vituperada hidra conocida bajo el nombre de "Nouveau roman" (Nueva novela). 
Después de realizar estudios en Humanidades greco-latinas, Alain Robbe-Grillet se especializó en Matemáticas y Biología. Se diplomó como Ingeniero agrónomo en 1945 y ocupó durante siete años diversos puestos en organismos oficiales de investigación, aunque sin mucho entusiasmo.
A finales de los años 40, inopinadamente, se lanza en la escritura de un relato, construido fuera de toda norma, cuyo héroe se debate al interior de un espacio y un tiempo perturbados: Un régicide (Un regicida). Sin desanimarse por el reiterado rechazo de diferentes editoriales, entre ellas Gallimard, que le reprochan "escribir cosas que no interesan a nadie", persevera en sus intentos y, en 1952, entrega el manuscrito de Les Gommes a Georges Lambrichs, consejero editorial de Minuit, casa fundada bajo la Ocupación, que defendía un ideal de resistencia a las ideas preconcebidas. Su director, Jérôme Lindon, entusiasmado, lo publica al año siguiente, con lo que inicia entre ambos personajes una complicidad que durará largo tiempo. Robbe-Grillet fue durante 25 años consejero literario de la editorial de la estrella azul y prácticamente toda su obra se publicó bajo ese sello.
El Nouveau roman, quizás el último movimiento literario realmente significativo en las letras francesas, también llamado por la crítica “anti-roman” (anti-novela) o “roman de Minuit” (en referencia a la editorial que publicaba sus escritos), se caracterizó por su rompimiento con la novela tradicional de tipo balzaciano, es decir aquella que privilegiaba la cronología y la ficción, al personaje y su psicología, la construcción de una intriga a partir de causas y efectos. Los Nuevos novelistas opusieron a la novela balzaciana, según palabras de Ricardou “la aventura de una escritura”, carente de otra finalidad que el acto mismo de escribir, la exploración del inconsciente, donde los elementos de la novela realista quedaban completamente diluidos. El énfasis era dado a la presencia de los objetos, del tiempo y del espacio, de las obsesiones y a la relación de estos con el autor.

En su teoría del conocimiento, Nietzsche buscaba poner en duda la capacidad del hombre para conocer la verdad. El tema de la verdad obsesionó también a Robbe-Grillet, y no solo desde el punto de vista de la lógica sino como una cuestión existencial: "¿existo realmente?",  "¿existo de verdad?". Para el autor, el acto de escribir "equivale a cuestionar, no a interpretar", como lo señala Thi Tu Huy Nguyen en su tesis de Doctorado Vérité et interprétation chez Alain Robbe-Grillet, trabajo en el que se restituye también una parte fundamental de la trayectoria del escritor: la exploración, a través de los cuestionamientos de los modelos narrativos tradicionales, de los territorios inestables de la subjetividad.

Para Robbe-Grillet, la nueva novela debía romper las costumbres arraigadas del lector, obligarlo a pensar el mundo por medio de nuevas herramientas para liberarse “de todas sus censuras: la moral, la razón, la lógica, el respeto a un orden establecido".
En la siguiente entrevista realizada al escritor en 1957, con motivo de la publicación de La Jalousie, es patente el desconcierto provocado por esta nueva manera de escribir. Robbe-Grillet parece incluso divertido por las preguntas que le hace su interlocutor. Asistimos también al deseo del autor de que esa nueva escritura venga acompañada de una nueva manera de leer, más activa, por parte del lector.

Si tomamos en cuenta los postulados de la Nueva novela, no es de extrañar que el "voyeur" Robbe-Grillet haya incursionado también en la cinematografía. Al fin y al cabo la traslación texto/imagen, imagen/texto es un proceso que hoy en día consideramos cada vez más natural. Robbe-Grillet rodó algunas películas poco ordinarias, a veces de un erotismo hermético y provocador.

En 1961, escribe para Alain Resnais el libreto de L’Année dernière à Marienbad, que le merece el León de Oro de Venecia en 1962. Como se lee en el sitio Evène, “Robbe-Grillet encontrará un maligno placer en destruir la linealidad del relato, emulando a Godard. L’Immortelle de 1963 (Premio Louis Delluc) o Trans-Europ-Express, en 1966 (que marcó el inicio de una fértil colaboración con Jean-Louis Trintignant), ambos filmados en locaciones naturales, se asemejan a sus más hermosas películas. Luego, el cineasta-escritor se divertirá desarticulando los códigos del erotismo, no sin cierto humor y sin olvidar operar un trabajo innovador en cuanto a sonido, en compañía de su cómplice, el tristemente poco reconocido Michel Fano”. 
.
El 25 de marzo de 2004, Alain Robbe-Grillet fue electo miembro numerario de l’Académie française, con el asiento 24, anteriormente ocupado por Maurice Rheims. Contestatario como siempre, nunca quiso ocupar el lugar.
Hospitalizado por problemas cardiacos, el llamado “Papa de la Nueva novela” murió el 18 de febrero de    2008. 
 Para cerrar, a través del siguiente fragmento de las entrevistas que Benoît Peeters le hizo a Alain Robbe-Grillet (reunidas en 2 DVD publicados por Les Impressions nouvelles y el IMEC en 2001), entenderemos un poco más de la personalidad del escritor al escuchar qué le gusta y qué no. “Un festival de crueldad y de mala fe enternecedora” (Télérama), que resulta por demás divertido.
 

Alain Robbe-Grillet, entretiens avec Benoît... por thqds1

Bibliografía disponible en la Mediateca de Casa de Francia:

De Alain Robbe-Grillet:
Préface à une vie d'écrivain. París, Seuil/France Culture, 2005
La Jalousie. Paris, Minuit, 2005
Dossier de presse "Les Gommes" et "Le Voyeur" d'Alain Robbe-Grillet. Paris 10-1/8/IMEC, 2005
La Maison de rendez-vous. Paris, Minuit, 2003
La Reprise. Paris, Minuit, 2001
Djinn : un trou rouge entre les pavés disjoints. Paris, Minuit, 1981
Les Gommes. Paris, Minuit, 1979
Topologie d'une cité fantôme. Paris, Minuit, 1976
Instantanés. Paris, Minuit, 1975
Dans le labyrinthe. Paris, Minuit, 1975
Glissements progressifs du plaisir. Paris, Minuit, 1973
Projet pour une révolution à New York. Paris, Minuit, 1971
Pour un nouveau roman. Paris, Minuit, 1963
L'Immortelle. Paris, Minuit, 1963
L'Année dernière à Marienbad : ciné-roman. Paris, Minuit, 1961

Sobre Alain Robbe-Grillet:
Alain Robbe-Grillet, documental de Frédéric Compain.
Francia, AMIP/F3, 1999
Le Cinéma de Robbe-Grillet : essai sémiocritique, de André Gardies. Paris, Albatros, 1983
Nouveau cinéma, nouvelle sémiologie, de Dominique Chateau, François Jost y Alain Robbe-Grillet. Paris, Union générale d'éditions, 1979
Alain Resnais et Alain Robbe-Grillet : évolution d'une écriture, de Michel Estève. Paris, Minard, 1974
L'Allitérature contemporaine : Artaud, bataille, Beckett, Kafka, Leiris, Miller, Robbe-Grillet, Nathalie Sarraute, etc., de Claude Mauriac.
Paris, Albin Michel, 1958.

Objetivismo Frances

Alain Robbe-Grillet
(Brest, 1922 - Caen, 2008) Novelista y cineasta francés. Estudió la carrera de ingeniero agrónomo y trabajó varios años en Marruecos, Guinea francesa y las Antillas, antes de instalarse definitivamente en París. Figura fundacional y principal teórico del nouveau roman, inició su andadura literaria con la novela La doble muerte del profesor Dupont (1953), recreación del mito de Edipo en clave detectivesca, tras la cual aparecieron El mirón (Le Voyeur, 1955), primer paso importante hacia la formulación de la llamada "novela objetual" o "novela descriptiva", La celosía (1957) y En el laberinto (1959).

Alain Robbe-Grillet
Se trata de un intento por crear, mediante la descripción minuciosa y objetiva de las cosas y las situaciones mudables que se muestran al observador, un mundo imaginario que utilice la anécdota argumental sólo como pretexto y del cual se haya proscrito cualquier psicologuismo de signo tradicional, es decir, introspectivo y analítico. Al flujo de conciencia de los personajes, casi siempre víctimas de alguna obsesión determinada, corresponden el desarrollo de la acción, no lineal ni cronológica, que retorna constantemente al punto de partida, así como las reiteraciones y la imbricación de los diferentes planos de la realidad.
A partir de los años sesenta, Robbe-Grillet empezó a alternar la actividad específicamente literaria con la cinematográfica. Se dio a conocer como guionista en la película El año pasado en Marienbad (1961), dirigida con gran éxito por Alain Resnais y a la cual seguirían otras dirigidas ya por el propio escritor: La inmortal (1963), Trans-Europa-Express (1966), El hombre que miente (1967) y Deslizamientos progresivos del placer (1973).Después de La casa de citas (1965), ambientada en los bajos fondos de un puerto del lejano Oriente y elaborada a partir de motivos y situaciones propios de la novela policíaca y pornográfica, Robbe-Grillet se fue decantando progresivamente hacia una narrativa de tono más bien lúdico, que rescata y combina elementos del repertorio novelístico tradicional: Proyecto para una revolución en Nueva York (1970), Recuerdos del triángulo de oro (1978), Topología de una ciudad fantasma (1981) y Djinn (1981).
Del resto de su producción cabe destacar el volumen de ensayos Por una nueva novela (Pour un nouveau roman, 1963), exposición programática de los postulados de la escuela, y el texto autobiográfico El espejo que regresa (1985). Continuó con sus memorias en Angélica o el encantamiento (Angélique, ou l´Enchantement, 1988). Algunos de sus últimos filmes fueron La belle captive (La bella cautiva), de 1983, y Un bruit qui rend fou (Un ruido que enloquece), este último presentado en el Festival de Berlín de 1995.

LA INTRUSA

Jorge Luis Borges
(1899–1986)
La intrusa
(El informe de Brodie, 1970)

2 Reyes, i, 26.

         Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristian, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Moran. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo mas prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.
         En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas durmieron en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hoja corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.
         Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Mal quistarse con uno era contar con dos enemigos.
         Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristian llevó a vivir con Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucia en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados, bastaba que alguien la mirara para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.
         Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé que negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristian. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.
         Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristian atado al palenque. En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venia con el mate en la mano. Cristian le dijo a Eduardo:
         —Yo me voy a una farra en lo de Farias. Ahí la tenes a la Juliana; si la queres, úsala.
         El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer, Cristian se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
         Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban, razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristian solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, mas allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.
         Una tarde, en la plaza de Lomas , Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injirió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristian.
         La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.
         Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un dialogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenia, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serian las cinco de la mañana cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristian cobró la suma y la dividió después con el otro.
         En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la maraña (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenia que hacer en la Capital. Cristian se fue a Moron; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristian le dijo:
         —De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.
         Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristian; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
         Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande —¡quién sabe que rigores y qué peligros habían compartido!— y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que había traído la discordia.
         El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristian uncía los bueyes. Cristian le dijo:
         —Veni; tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargue, aprovechemos la fresca.
         El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
         Orillaron un pajonal; Cristian tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:
         —A trabajar, hermano. Después nos ayudaran los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con sus pilchas. Ya no hará mas perjuicios.
         Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro vinculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.

BIOGRAFÍA DE TADEO ISIDORO CRUZ

Jorge Luis Borges
(1899–1986)

Biografía de Tadeo Isidoro Cruz
(1829-1874)

(El Aleph (1949)
I'm looking for the face I had
Before the world was made.


                  
Yeats: The Winding Stair.


         El seis de febrero de 1829, los montoneros que, hostigados ya por Lavalle, marchaban desde el Sur para incorporarse a las divisiones de López, hicieron alto en una estancia cuyo nombre ignoraban, a tres o cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de los hombres tuvo una pesadilla tenaz: en la penumbra del galpón, el confuso grito despertó a la mujer que dormía con él. Nadie sabe lo que soñó, pues al otro día, a las cuatro, los montoneros fueron desbaratados por la caballería de Suárez y la persecución duró nueve leguas, hasta los pajonales ya lóbregos, y el hombre pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las guerras del Perú y del Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibió el nombre de Tadeo Isidoro.
          Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen, sólo me interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda. La aventura consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para todos (1 Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron en las selváticas riberas del Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso sí, en un mundo de barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela negra, no había visto jamás una montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento de Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para vaciar el cinto: Cruz, receloso, no salió de una fonda en el vecindario de los corrales. Pasó ahí muchos días, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantándose al alba y recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá de las palabras y aun del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad. Uno de los peones, borracho, se burló de él. Cruz no le replicó, pero en las noches del regreso, junto al fogón, el otro menudeaba las burlas, y entonces Cruz (que antes no había demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendió de una puñalada Prófugo, hubo de guarecerse en un fachinal: noches después, el grito de un chajá le advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una mata: poro que no le estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió pelear a entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda; malhirió a los más bravos de la partida; cuando la sangre le corrió entre los dedos, peleó con más coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la pérdida de sangre, lo desarmaron. El ejército, entonces, desempeñaba una función penal; Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte. Como soldado raso, participó en las guerras civiles; a veces combatió por su provincia natal, a veces en contra. El veintitrés de enero de 1856, en las Lagunas de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos que, al mando del sargento mayor Eusebio Laprida, pelearon contra doscientos indios. En esa acción recibió una herida de lanza.
          En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en el Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción de campo. En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron así:
          En los últimos días del mes de junio de 1870, recibió la orden de apresar a un malevo, que debía dos muertes a la justicia. Era éste un desertor de las fuerzas que en la frontera Sur mandaba el coronel Benito Machado en una borrachera, había asesinado a un moreno en un lupanar; en otra, a un vecino del partido de Rojas; el informe agregaba que procedía de la Laguna Colorada. En este lugar, hacía cuarenta años, habíanse congregado los montoneros para la desventura que dio sus carne a los pájaros y a los perros; de ahí salió Manuel Mesa, que fue ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras los tambores sonaban para que no se oyera su ira; de ahí, el desconocido que engendró a Cruz y que pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las batallas del Perú y del Brasil. Cruz había olvidado el nombre del lugar; con leve pero inexplicable inquietud lo reconoció... El criminal, acosado por los soldados, urdió a caballo un largo laberinto de idas y de venidas; éstos, sin embargo lo acorralaron la noche del doce de julio. Se había guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable; Cruz y ¡os suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido ya ese momento. El criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo entrevió, terrible; la crecida melena y la barba gris parecían comerle la cara. Un motivo notorio me veda referir la pelea. Básteme recordar que el desertor malhirió o mató a varios de los hombres de Cruz. Este, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados junto al desertor Martín Fierro.

EL FIN

Jorge Luis Borges
(1899–1986)

El fin
(Artificios, 1944;
Ficciones, 1944)




         Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente…
         Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aun quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó dar con un cencerro de bronce que había al pie del catre. Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El ejecutor era un negro que había aparecido una noche con pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercio de yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes de la novelas concluímos apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna era señal de lluvia.
         Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas que no; el negro no cantaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder.
         La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o parecía venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería.
         Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura:
         —Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.
         El otro, con voz áspera, replicó:
         —Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.
         Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:
         —Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.
         El otro explicó sin apuro:
         —Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos.
         Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.
         —Ya me hice cargo —dijo el negro—. Espero que los dejó con salud.
         El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y la paladeó sin concluirla.
         —Les di buenos consejos —declaró—, que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.
         Un lento acorde precedió la respuesta de negro:
         —Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.
         —Por lo menos a mí —dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta—: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano.
         El negro, como si no lo oyera, observó:
         —Con el otoño se van acortando los días.
         —Con la luz que queda me basta —replicó el otro, poniéndose de pie.
         Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:
         —Dejá en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.
         Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:
         —Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero.
         El otro contestó con seriedad:
         —En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo.
         Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se quitó las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo:
         —Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi hermano.
         Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro.
         Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música… Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre.