domingo, 25 de mayo de 2014

Respiración artificial R Piglia, resumen y analisis de la novela

Respiración artificial (Novela)

Respiración artificial es una novela del escritor argentino Ricardo Piglia, publicada en 1980 por la editorial argentina Pomaire. La obra, elogiada por la crítica, ha sido objeto de varios estudios. La cita de T.S. Eliot que sirve de epígrafe -“We had the experience but missed the meaning, an approach to the meaning restores the experience” (teníamos la experiencia pero perdimos su sentido, y acercarse al sentido restaura la experiencia)- es la clave para entender la novela. En una contracarátula del libro se dice: "Concebida como un sistema de citas, referencias culturales, alusiones, plagios, pariodias y pastiches, la novela de Piglia no sólo es la puesta en escena del viejo sueño de Walter Benjamin ("producir una obra que consistiera únicamente en citas"); también es una moderna y sutil versión de las novelas policiacas".
La primera parte de la novela, esencialmente epistolar, desarrolla una enigmática trama basada en cuatro personajes de diferentes generaciones -un tío, Marcelo Maggi, y su sobrino, el joven escritor Emilio Renzi, el suegro del tío y el abuelo del suegro-, y sus relaciones con la vida política argentina desde mediados del siglo XIX hasta los años setenta del XX. El hilo que los une son los escritos del bisabuelo, un exiliado sifilítico que se suicidó, y que fueron conservados por la familia.
La segunda parte, la más atractiva para los críticos, desarrolla teorías literarias a través de las conversaciones entre dos personajes y Piglia derrocha en ella cultura y erudición.
Nótese que el nombre del joven escritor, Emilio Renzi, está compuesto por el segundo nombre de Piglia y su segundo apellido.
Introducción
Piglia escribe Respiración artificial en la Argentina, desde una situación histórica muy difícil. La restricción a la actividad cultural era enorme. Esto lo lleva a desarrollar un estilo enfocado a reflejar la situación represiva, y al mismo tiempo a escapar, por medio de una codificación particular, de la censura. Respiración artificial se publica cuatro años después del golpe militar del 76, en plena actividad del régimen del "Proceso de Reorganización Nacional".
Lo cierto es que los intelectuales debieron buscar un lenguaje alternativo que lograra oponerse al régimen que sustentaba "el monopolio del saber, del poder y de la palabra." (Pons: 32)
En el caso de Piglia, desarrolla en Respiración artificial un discurso que "se hace aún más interesante cuando descubrimos que la narración es utilizada para ocultar más que para mostrar" (Massman: 98). La forma de la novela compone una sucesión de elementos, de tipos discursivos (cartas, monólogos, diálogos, documentos) que son una metáfora de ese tiempo en el que se vivía en la oscuridad, la incomprensión, el miedo, la incertidumbre.
"Estos subtextos que componen esta novela, si bien no hablan directamente de la realidad argentina, sí pretenden restaurar la polifonía de voces acallada por el régimen dictatorial." (Massman: 103) De hecho, a Piglia le interesa de la ficción su relación específica con la verdad, y encuentra que toda ideología o construcción de la realidad está hecha de ficción, de "historias". Le parece que la Argentina de la dictadura militar "es un buen lugar para ver hasta qué punto el discurso del poder adquiere a menudo la forma de una ficción criminal. El discurso militar ha tenido la pretensión de ficcionalizar lo real para borrar la opresión" (Piglia-c: 11)
Esto no quiere decir que Piglia esté de acuerdo del todo con posiciones como la de M. Foucault, en que toda realidad es una construcción hecha por medio de un discurso o una red de varios discursos, porque "hay zonas de la realidad, las relaciones de dominio y opresión por ejemplo, que no son meramente discursivas. Las relaciones de dominación son materiales y sobre ellas se establecen relaciones discursivas.(Piglia-c:11)" Una ficción es utilizada, entonces, como forma de dominación, como forma de promover y mantener ciertas relaciones materiales a las que se desea llevar a su realización:
La sociedad vista como una trama de relatos, un conjunto de historias y de ficciones que circulan entre la gente. Hay un circuito personal, privado, de la narración. Y hay una voz pública, un movimiento social del relato. El Estado centraliza esas historias; el Estado narra. Cuando se ejerce el poder político se está siempre imponiendo una manera de contar la realidad (Piglia-c: 43)
El discurso que mantuvo la dictadura puede entenderse como una ficción no sólo por su poder diegético, sino porque –además- manifiesta el mensaje, el código, pero oscurece en gran medida el referente, por medio de figuras que distorsionan el "grado cero"del lenguaje, y por consiguiente obstruyendo una aprehensión conciente del mensaje implícito.
De esta manera, en la dictadura militar, se construye una versión de la realidad, "los militares aparecían en ese mito como el reaseguro médico de la sociedad." Piglia describe esta ficción política como "la teoría del cuerpo extraño que había penetrado en el tejido social y que debía ser extirpado." Se anticipa lo que iba a suceder en secreto, se dice abiertamente el crimen de forma que parezca una metáfora, cuando era una realidad material, directa. Se desarrolla entonces una figura compleja, una vocación a ocultar la verdad al representarla como si se tratara de una figura retórica:
"En verdad, ese relato venía a encubrir una realidad criminal, de cuerpos mutilados y operaciones sangrientas. Pero al mismo tiempo la aludía explícitamente. Decía todo y no decía nada: la estructura del relato de terror (Piglia-c: 114)."
En este sentido puede entenderse que la misión de Luciano Ossorio, de Maggi y de Renzi; primero el del pensador, luego el del historiador y por último el del escritor de ficción, es comprender esas tramas de la ficción social que el poder controla, para descifrar la verdad escondida, y para poder reconstruir el "relato de los vencidos" que les revele la realidad histórica verdadera: "Podríamos decir que hay siempre una versión de los vencidos. Un relato fragmentado, casi anónimo, que resiste y construye interpretaciones alternativas y alegorías (Piglia-c: 45)."
Se tratará de analizar en las siguientes páginas cómo esta actividad es una estrategia que se encuentra implícita en la obra para que el lector, el destinatario del mensaje que quiere el narrador, pueda vislumbrar una manera de aproximarse a la verdad que le toca descodificar.
Desarrollo
El que Renzi reciba los papeles de Enrique es una incitación a que descubra la historia no oficial, la que está por debajo, la de los derrotados, de la que él como todos los otros personajes de Respiración artificial forman parte. Tardewski hace toda una filosofía personal en torno al fracaso, considerando que es la posición que un filósofo de verdad debe mantener para poder desarrollar correctamente su pensamiento sistemático y su vida: "Estaba convencido de que esos individuos eran los que ejercían, dijo, la verdadera función de conocimiento que siempre es destructiva (Piglia-a: 144)." "…ese fracaso que él había descubierto, tardíamente pero con total certeza, como la única verdadera forma de vivir que puede considerarse, de modo cabal, filosófica (Piglia-a: 156)."
La novela por excelencia, tal como se ha desarrollado en la Argentina, como "una forma nacional de usar la ficción que viene de Sarmiento y llega hasta Macedonio y Marechal (Piglia-c: 100)", usa la red de ficciones que constituyen el fundamento social y lo reconstruye (Piglia-c:101). La novela política por excelencia es aquella que capta el núcleo social oculto por medio de su entramado de relatos. Es la literatura la que habla del futuro por medio del presente. La literatura política, para Piglia, debe ser una literatura que cuente una utopía:
Muchos escritores han sido capaces de percibir en el presente las líneas básicas de la realidad futura. Eso ha sucedido en general en momentos de gran condensación, cuando no es sólo un sujeto el que percibe los núcleos de una sociedad, sino que hay grandes tensiones secretas que se hacen visibles y aparecen con nitidez los puntos de fuga del imaginario social (Piglia-c: 46).
Luciano Ossorio entiende entonces que la verdad de la historia argentina se trata de un enigma, y supone en un estado delirante que puede reducir la verdad de la Historia Nacional a una frase, a un silogismo. Descubre que si necesita contar su historia es para liberarse de ella, es para encontrar al fin la paz tan ansiada, "para borrar de la memoria todo lo que no sea el origen y el fin (Piglia-a: 52)". Descubre que el origen es Enrique Ossorio, puesto que todos los miembros de la familia le deben a él la riqueza que poseen, él ha marcado el destino de las siguientes generaciones, es a él a quien todos le deben el oro que consiguió por medio de un misterioso influjo en los Estados unidos.
Isabel Quintana, al referirse a los personajes del senador Luciano Ossorio, Maggi y Renzi, advierte que están siempre abocados a la tarea huidiza de descifrar la vida de un hombre, luchando por entender sus propias vidas, y por extensión, la de la historia Nacional. Esta afirmación, habría que relativizarla por las características de cada personaje, que abordan esta misión desde estrategias diferentes.
La serie de cartas que dominan todo el principio de la novela van desembocando lentamente en la figura de Enrique Ossorio. Para ello el narrador se va apropiando explícitamente de su lugar. Si bien al principio las cartas están expuestas con un grado de mimesis más directo, tienden cada vez más a estar sujetas a un monólogo de Renzi, hasta que al fin el narrador se apropia de la historia que aquél ha sabido reconstruir acerca de la figura de Enrique y cuenta su historia.
Enrique Ossorio y Alberdi parecen ser personajes emparentados. Piglia lo toma como modelo y lo ficcionaliza. Las últimas palabras del personaje están destinadas a Alberdi (Piglia-a:27), que muere en el destierro y en el desprestigio, apasionado, lúcido y derrotado como él, también lo que hace es escribir:
…lo único que hace Alberdi es escribir. Todo el tiempo. No hace otra cosa. Y es el más lúcido y el más desesperado. Realmente él es la verdad en América. En sus textos anticipa grandes ejes de los debates futuros. Lo interesante es la sensación de que la distancia y el destierro le permiten una lucidez que no tiene ninguno de sus contemporáneos. La distancia con respecto a la política inmediata parece la condición de la verdad (…) Se embarca en secreto, como un extranjero, con el baúl donde lleva sus papeles (…) Sus últimos meses de vida son realmente alucinantes. Se queda solo en París, muy delirado (…) entra en una especie de lucidez psicótica y delira noche y día. Y escribe. Manda cartas a direcciones inexistentes, a amigos muertos (Piglia-c: 50-51)."
Un baúl lleno de papeles también acompaña a Enrique Ossorio, en el que está escrita la realidad del porvenir: "Preveo: disensiones, divergencias, nuevas luchas. Interminablemente. Asesinatos, masacres, guerras fraticidas (piglia-a: 62)." El capítulo III de Respiración artificial se encarga de proveer fragmentos de textos de este personaje, el narrador focaliza la narración principalmente desde Maggi. Los textos se confunden en sus diferentes planos, leemos la experiencia que el historiador tiene con los manuscritos de su antepasado. Es claro que la selección de los textos dependen del momento en la que es narrada la historia, puesto que Maggi se ocupa de la etapa en que Enrique Ossorio está en Nueva York y es éste el material que se introduce como una serie de intertextos en la ficción.
De hecho, en Respiración artificial se hace continuamente alusiones a la problemática que existe entre realidad y ficción; probemática de todo individuo. Un ejemplo es cuando Renzi, en una de las cartas que destina a Maggi, dice: "Todos nos inventamos historias diversas (que en el fondo son siempre la misma), para imaginar que nos ha pasado algo en la vida. Una historia o una serie de historias inventadas que al final son lo único que realmente hemos vivido (Piglia-a: 30)."
En "El nombre falso", texto ambiguo que usualmente es considerado un cuento y que para otros -como Juan José Saer- se trata de una novela corta, Piglia mantiene su poética de unir varios géneros para producir un texto multiforme, en donde hay un enigma que debe resolverse. En este caso el detective tiene el mismo nombre del autor, y está narrado de tal forma que parece en efecto tratarse ilusoriamente de un texto de no-ficción. La mayoría de los intertextos son verificables y hay toda una armazón paratextual (notas a pie de página, diferentes segmentos, etc.) que funcionan para crear la ilusión de ser una narración que está efectivamente basada en hechos reales. Como en la segunda parte de Respiración artificial, Roberto Arlt tiene un papel predominante como referente de la narración, y en este caso todo el argumento gira en torno a un supuesto manuscrito inédito de este autor. Una de las ideas predominantes de esta narración es la siguiente:
en más de un sentido el crítico es el investigador y el escritor es el criminal. Se podría pensar en la novela policial es la gran forma ficcional de la crítica literaria. O una utilización magistral por Edgar Poe de las posibilidades narrativas de la crítica. La representación paranoica del escritor delincuente que borra sus huellas y cifra sus crímenes perseguido por el crítico, descifrador de enigmas. (Piglia-c: 15)
Sin duda, una de las formas en que Piglia denuncia la dictadura es por medio de la intertextualidad. En su obra hace continuamente referencia a las obras de otros autores y promueve a que se lean y que sus voces resuenen en su propia obra. Roberto Arlt es concebido como el que logra crear un estilo que es la voz amalgamada de la polifonía bonaerense; Kafka, a su vez, es el que ha aprehendido las profundidades del mal de su siglo, alucinado y aterrado. Ambos son los que han sabido escuchar.
El escritor es aquel que distorsiona la literatura como ficción social, aquellos textos que se han establecido como canon por medio de la crítica. Al hacer suyos textos anteriores y transformarlos dentro de su propia obra, les dan nuevo sentido y escriben sobre el futuro:
Lo básico para mí es que esa relación con otros textos, con los textos de otro que el escritor usa en su escritura, esa relación con la literatura ya escrita que funciona como condición de producción está cruzada y determinada por las relaciones de propiedad. Así el escritor enfrenta de un modo específico la contradicción entre escritura social y apropiación privada que aparece muy visiblemente en las cuestiones que suscitan el plagio, la cita, la parodia, la traducción, el pastiche, el apócrifo (Piglia-c: 76).
Piglia manifiesta que la verdadera tradición literaria argentina posee una atmósfera ilícita: "Para Borges (como para Grombowicz) este lugar incierto permite un uso específico de la herencia cultural: los mecanismos de falsificación, la tentación del robo, la traducción como plagio, la mezcla, la combinación de registros, el entrevero de filiaciones. Ésa sería la tradición argentina.(Piglia-c: 36)". De esto trata "El nombre falso", el crítico que descubre al final una apropiación ilícita que el personaje Kostia hace de un texto de Roberto Arlt.
Es interesante la condensación de voces de otros escritores y la posibilidad de ficcionalizar que tiene Piglia, usando como herramienta sus ideas sobre la literatura, su crítica y teoría literaria. En este sentido el ensayo se fusiona en sus novelas, manteniendo dos propósitos primordiales del género: enseñar y cautivar. Piglia se interesa en los géneros en la medida en que quiere narrar fuera de ellos, ellos son "un marco y a la vez (…) una máquina narrativa".(Piglia y Saer: 30)
"Yo creo que hay una pasión de las ideas, como hay una pasión de los cuerpos (…) y es eso más bien lo que sucede en Respiración artificial, donde se empiezan a manejar ciertas ideas que entran en la ficción con una característica propia." (Piglia y Saer:14) A diferencia del ensayo tradicional, Piglia promueve el debate y el desarrollo de las ideas como medio de producir ficción, un "mundo de los conflictos de posiciones", en donde la razón y la pasión se aúnan y producen tensión narrativa. Es clara esta técnica en la exposición que hace Renzi sobre el papel que juegan Arlt y Borges en la literatura argentina, buscando convencer a Marconi de ello, en la tertulia literaria en el club, a principios de la segunda parte de Respiración artificial.
Con toda la historia del encuentro de Kafka con Hitler contada por Tardewski (personaje que parece haberse inspirado en las figuras del "inglés" Rattlif y de Grombowicz), hay un deseo de hablar de la dictadura de forma más o menos cifrada. Muchos pasajes parecen estar dirigidos al régimen militar: "Usted leyó El proceso, me dice Tardewski. Kafka supo ver hasta en el detalle más preciso cómo se acumulaba el horror. Esa novela presenta de un modo alucinante el modelo clásico del Estado convertido en instrumento de terror (Piglia-a: 194)."
Lo que se puede pensar se puede realizar, este es el pensamiento profundo, como buen discípulo de Witgenstein, al que Tardewski a llenado de sentido con su vida. Los regímenes de terror fueron primero una idea psicótica de Hitler, por ejemplo, que fue anticipada en la literatura de Kafka en toda su perversión. Pero lo opuesto también debe ser posible, alucinar un mundo mejor, un mundo utópico, y eso es lo que hace Enrique Ossorio, llegando a modificar el presente, produciendo un juego muy complejo entre los planos de ficción, en donde pareciera que estuviera escribiendo sobre los demás personajes que buscan entenderlo a él. Piglia entiende la utopía como sigue:
Cuando yo digo utopía pienso en la revolución. (…) Ser realista es pedir lo imposible (…) En este país hay que hacer la revolución. Sobre esa base se puede empezar a hablar de política (Piglia-c: 102)." "Hay que estar en un lugar excéntrico, opuesto al orden establecido, fuera de todo. No tengo confianza en nada ni soy un hombre optimista, pero justamente por eso creo que hay que aspirar a la utopía y a la revolución (Piglia-c: 103).
Respiración artificial, como se ha dicho ya, es la iniciación política de Renzi, al que al principio sólo le interesa nada más que la literatura:
"Renzi está construido con algo que veo en mí con cierta ironía y con cierta distancia. En el sentido de que a Renzi sólo le interesa la literatura, habla siempre con citas, vive "literariamente" y es lo que yo espontáneamente hago o quiero hacer pero que controlo a través de mi conciencia política digamos, una relación diferente con la realidad. (…) En este sentido Renzi es una autobiografía. Hay una zona propia, pero en estado puro, ahí. Claro que Renzi es también un tipo de personaje, un tipo de héroe que se reitera en la literatura." (…) el joven esteta, frágil y romántico que trata de ser despiadado y lúcido. Ese personaje se enfrenta con el horror y la desilusión. Antes que nada yo diría que es una forma de enfrentar la experiencia (Piglia-c: 118)."
Tardewki le enseña que el gran mérito del escritor es tener la capacidad de escuchar su propia época, de escuchar la verdad que se esconde detrás del murmullo de la historia. El gran escritor es el que saca a la luz la verdad en forma de una alegoría o de una parábola; no importa si se trata de la verdad d el terror y de la miseria que el presente y el pasado han significado. También es aquel que tiene la capacidad de escribir una utopía que pueda promover la realización de un ideal utópico, de libertad en el mundo:
"La escritura de ficción se instala siempre en el futuro, trabaja con lo que todavía no es. Construye lo nuevo con los restos del presente.(Piglia.c: 14)" "La novela del astrólogo, que para mí es la obra maestra de Roberto Arlt, trabaja mundos posibles: sobre la posibilidad que tiene la ficción de transmutar la realidad. Los siete locos cuenta el proyecto del Astrólogo de construir una ficción que actúe y produzca efectos en la realidad. ¿Cuál es el poder de la ficción? El texto se pregunta eso todo el tiempo.(Piglia-c: 24)"
La literatura contribuye a la posterior trama de relatos que subsisten en la sociedad como nueva realidad. Como dijeron Walter Benjamín y Tinianov, a su vez las series extralingüísticas y extraliterarias modifican la función poética en la literatura: "Esa trama de relatos [de las fuerzas sociales y políticas] expresa relaciones de fuerza. Las transforman podría decirse; en el fondo los relatos sociales son alegóricos, siempre dicen otra cosa. Hablan de lo que está por venir, son un modo cifrado de anticipar el futuro y de construirlo (Piglia-c: 45)." Se trata entonces de una influencia doble, y es el escritor el encargado real de promover la transformación de la función poética que requiere la sociedad para conocerse y superarse.
Conclusiones
Piglia propone una forma de leer. El sentido de la obra, que normalmente se halla en una o varias isotopías desarrolladas en el discurso, es a la vez formal y temática. Los diferentes discursos escogidos para contar la historia, que normalmente están diferenciados por consolidar los elementos de algún género, son fragmentos que el lector debe relacionar y que no sólo promueve el dialogismo, la discusión entre varios discursos que se superponen en busca de una verdad se manifiesta y se desarrolla por medio de sus contradicciones. Lo importante, además, es la técnica misma a la que el lector se ve obligado a participar, es una técnica que las obras de Piglia promueven a desarrollar de forma inmanente: Piglia propone la forma de la lectura del detective, del que toma lo que le interesa y que pierde el respeto por el texto como un todo cerrado y unívoco, del lector que se sumerge de forma comprometida en los varios niveles que comportan una infinidad de textos para buscar la tan ansiada respuesta: "Cada uno es dueño de leer lo que quiere en un texto. Bastante represión hay en la sociedad"(Piglia-c: 9)
Apreciamos entonces que el fin de su obra es una experiencia práctica de cómo abordar al texto como medio de tomar un camino propio, en donde lo que importa es la formación del sujeto y no la reverencia a la voz del narrador omnipotente, que subyuga al destinatario con su autoridad de demiurgo, en aquellas obras que han tenido la mala fortuna de estar ilusoriamente definidas por un metatexto que se ha impuesto como autoridad: "Por supuesto existen estereotipos, lecturas cristalizadas que pasan de un crítico a otro: se podría pensar que ésa es la lectura de época. (Piglia-c: 9)". Y llega aún más lejos, para él "un escritor es alguien que traiciona lo que lee, que se desvía y ficcionaliza [lo que lee]" (Piglia-c: 12) y esto es justamente lo que produce la nueva obra y la nueva literatura. Piglia parece así dispuesto a cumplir con un rol social que se acerca a una filosofía idealista, hegeliana, en el que sus obras son un ejercicio práctico para aprender a leer como sujeto responsable, pensante. Al mismo tiempo, Respiración artificial parece cumplir con el objetivo de ser una brújula de lecturas, un mapa que promueve a sus lectores a conocer o a reconsiderar desde nuevas ópticas obras que hablan del presente y del futuro. La intensidad que provocan sus narraciones en gran parte se debe a una pasión de las ideas, y esta pulsión se produce en el lector por el tan conocido efecto transrracional que tiene por objeto la función poética.
La historia de Enrique Ossorio, el esbirro de Rosas que escapa de las garras del poder y consigue el oro, posee el valor de una parábola. Es el gran cuento que se busca descifrar, es la parábola de todo el libro. Como él, el verdadero héroe, todos los demás personajes buscan escapar de la represión, desean tener la lucidez necesaria para comprender el contexto en el que viven y para comprenderse a sí mismos. El oro, que funciona como símbolo, es el objeto milagroso de este éxito real, que Tardewski relaciona con su fracaso filosófico. En la narración hay una preocupación de impregnar toda la historia del influjo de Enrique Ossorio, comenzando por el hecho que destina sus cartas al futuro, y por esa idea suya de escribir una novela que justamente se desarrolla en el marco en el que la historia transcurre. Hay un sinfín de funciones catalíticas que expresan esto: el frío gélido en Enrique y en su nieto Luciano, la carta que Enrique destina a Maggi, y otras muchas figuras por el estilo.
"Narrar es narrar en un ritmo, en una respiración de lenguaje: cuando uno tiene esa música la anécdota funciona sola, se transforma, se ramifica. (Piglia-c: 107)" El tono de la novela es, como se encuentra explicitado en el título, artificial. Está escrita de forma cifrada, tuvo que acoplarse a las exigencias de la censura y de la represión. Pero la pasión por una utopía revolucionaria desborda la mera lectura horizontal. Piglia consigue producir una verdadera transferencia temática y técnica que impulsa a los lectores a tomar más conciencia del estado represivo en el que vivían, y del que hoy todavía no hemos escapado realmente.



LA GARRAPATA - ABELARDO CASTILLO-

LA GARRAPATA - ABELARDO CASTILLO-
La garrapata

Se imaginará: yo estaba acostumbrado a sus decisiones rápidas, a veces hasta insólitas. No me extrañó. Por otra parte no tenía nada de extraño (aparentemente, al menos, no lo tenía) que ella fuera viuda. Norah se llamaba, y era hermosísima. La descripción que Sebastián me hizo esa noche no exageraba, no, la belleza de aquella mujer temible. No se ría: ella era, es aún, temible. Mucho más tarde supe también que era diez años mayor que Sebastián.
Pero, ¿de veras se acuerda de él? Entonces no me negará que fue uno de esos pocos seres raros y espléndidos que parecen llevar, no sé, como una marca: estampada sobre la frente. Un elegido. Desde muchacho lo veo así. Y sin embargo, amigo, ya ve. Pero le hablaba de ella. Sí, una mujer temible: diabólica, si lo prefiere. Me cuesta explicarle qué originaba esa, digamos, impresión que me causó desde la primera vez que la vi. Tal vez, sus ojos. Aunque sé perfectamente que usted está pensando "qué tontería": si fantaseamos que una mujer es misteriosa, nada mejor que atribuírselo a sus ojos, ¿no es cierto? De cualquier modo, su mirada tenía cierta cosa profunda y estremecedora. Magnética, como los fondos de aljibe. ¿Se ha asomado alguna noche a un aljibe? Hay una atracción tortuosa, algo secreto que brilla en el fondo, que sube de allá abajo: algo oscuro y fascinante que hace sentir no sé que vacío en la cabeza. ¿Vértigo? Bueno, llámelo así. Pero el vértigo es una sensación nuestra, no una cualidad de las cosas. Y yo creo que, en el caso de Norah, venía de ella. Estaba en ella.
Sebastián me la presentó unos días después. Cosa extraña; creí notar en él, en sus palabras y en sus gestos, una especie de orgullo. De satisfacción pueril. La mujer era en realidad un ejemplar soberbio, pero qué quiere, a esto sí que yo no estaba acostumbrado: a que un hombre como Sebastián se dejara sorber el seso por una pollera. Le digo que le sorbió el seso. Lo atrapó, ésa es la idea, como entre las babas de una araña. Se miraban de un modo tan... salvaje, que, para serle franco, uno se sentía molesto con ellos, o intruso: como espiándolos. Y en la mirada de Norah había eso que digo, una urgencia, algo perentorio que sólo he visto en algunas mujeres y en contados momentos; en ella, aquel abismo era permanente.
No me asombré ni me alarmé al principio. Quizá mi único motivo de extrañeza al verla fue sospechar que tendría dos o tres años más que Sebastián. Diez años está pensando usted. Claro que eran diez, pero eso lo supe mucho más tarde. Él tenía veintiocho entonces; ella no aparentaba más de treinta. Y cuando volvieron de Bariloche yo estaba tan acostumbrado al rostro de Norah (el suyo es uno de esos rostros inolvidables, más que inolvidables debí decir: perdurables) que la diferencia resultaba todavía más insignificante. Tal vez, ya ni siquiera había diferencia. Él parecía mayor. O no sé: sólo más maduro. Y éste, ¿se fijó?, es un fenómeno que se opera frecuentemente en los hombres recién casados. Seguían mirándose de aquel modo feroz que le he dicho, aunque ahora -o quizá fueron ideas mías- me pareció que Sebastián ya no estaba a la altura del conflicto.
Sí, lo he llamado conflicto. Estoy convencido de que el amor, la pasión, es un conflicto. Una conflagración. Usted se ríe. Yo le digo que uno busca no sólo subordinar la voluntad del otro; busca aniquilarlo, no exagero, ni siquiera pretendo que la idea sea original. Simplemente, sucede así. En el amor, mi amigo, uno devora o lo decapitan. Y demos gracias que la mayoría de los casos termine, inocentemente, con el triunfo de una voluntad sobre otra. ¿Qué si hay otros casos? Lea, lea los diarios.
En el verano del 59 recibí una carta de Sebastián. Me invitaba a pasar unos días en su casa de Bragado. Una hermosa casa. Había pérgolas a la entrada; un gran parque. Yedras, enredaderas. Él mismo la diseñó. Usted sabe que era -que pudo ser- un notable arquitecto: imaginación, talento, y aquella capacidad de trabajo asombrosa. Ese verano, sin embargo, lo encontré algo fatigado. "Mucho trabajo", me dijo, como si se disculpara. Norah no estaba. Llegó casi al anochecer; nos dejó evocar nuestros viejos tiempos de estudiantes y sólo entonces apareció, sabiamente, soberbia y exultante como siempre. Un espléndido animal. Durante su ausencia me había parecido notar que Sebastián estaba preocupado, o inquieto. Como si no pudiese, como si le costara pasarse sin ella. Tenía motivos, por supuesto. Y ahora creo que fue entonces cuando borrosamente vi aquello, lo de no estar él a la altura del conflicto. Norah ya lo trataba con cierta superioridad, maternalmente. Todas las mujeres tienen esa virtud: hacernos recordar, de algún modo, que venimos de su vientre. Hasta cuando hacen el amor. Se diría que quisieran volver a meternos dentro. No, no las odio, las adoro. Pero le juro que me dan miedo. Y Norah era el tipo "clásico" de mujer; o acaso el arquetipo. Cuidaba de su hombre como si le perteneciera por derecho divino. Lo mimaba. Y a él le gustaba eso. Ella misma empleó aquel día esa palabra de gelatina: mimoso. Lo dijo al explicar que, desde hacía meses, Sebastián no tocaba para nada sus planos. Él me miró confuso como un chico. "Mucho trabajo", había dicho antes, sí.
Tomaré un café, gracias. Usted dice que hay algo deliberadamente siniestro en mis palabras, en mi manera de contar las cosas. Puede ser. De cualquier modo no creo que lo inquietante, lo extraño digamos, esté sólo en mis palabras. Volví a verlos muchas veces. Hará cosa de tres años me pareció advertir, ahora sí alarmado, que Sebastián estaba realmente enfermo. Claro, usted lo conoció por el 56 o el 57: en aquel tiempo, es cierto (pero no se imagina hasta dónde dice la verdad), él era un hombre "lleno de vida". ¡Lleno de vida! Ya hablaremos de esto, es una teoría que tengo. Hace tres años estaba verdaderamente mal, gastado. Él seguía repitiendo: "Mucho trabajo", pero, yo la sabía desde mucho tiempo antes de aquel verano, ya no se preocupaba más por la arquitectura. Había perdido la pasión, aquel encarnizamiento vital de su juventud. O si en algo los conservaba era en el modo de comportarse con ella, con su mujer. Digo juventud, ¿ha visto?, y en realidad apenas me refiero a unos pocos años atrás. Creí notar, por otra parte, que aun en el modo de comportarse con ella algo había cambiado.
Fue una de aquellas noches de Bragado, una noche calurosa, agujereada de grillos y sonidos vagos cuando lo comprendí. O para ser exacto, cuando estuve a punto de comprenderlo. No podía pegar los ojos y salí al jardín. Caminaba bajo las pérgolas, suponiendo que ellos estarían dormidos, y, asombrado, vi luz en la sala. Al acercarme oí un sonido bajo, premioso: la voz de Norah. Luego, en un tono indescriptible, una respuesta que no entendí: la voz de Sebastián. Entré. Ella estaba parada junto a él, inexorable. La encarnación misma del pecado o de la tentación: la hembra. Pero no, algo mucho más complejo y malsano. Fue un segundo, tan rápido y sorpresivo todo que no comprendí su significado real hasta muchos años más tarde. Ellos me vieron antes de que yo pudiera regresar al jardín, o esconderme, y todo volvió a ser normal. Norah, con un gesto rápido, casi candoroso, apretó el deshabillé a la altura de su pecho. Parecía una muchacha turbada. Una muchacha, exactamente. Hice ademán de retirarme pero la voz de Sebastián me detuvo: "No", dijo, "no te vayas". Había algo en su mirada, no sé, como una súplica profundísima. Norah, al subir a su cuarto, dijo simplemente: "No tardes"; él hizo un gesto vago con la mano y luego hablamos. No recuerdo de qué. Hablaba él. Como si quisiera retenerme, pienso ahora. Y mientras tanto yo no podía apartar de mi cabeza la imagen de Norah, su juventud persistente, incólume. Todos aquellos años sólo habían pasado para Sebastián; ella se me figuró idéntica al primer día, y si me hubieran dicho que era Eva, igual a sí misma desde el Génesis, no me habría asombrado. Hoy, al menos, no me asombraría.
Quiere que se la describa. No sé de qué manera. Existe, sin embargo, una forma de mujer que en cierto modo responde al tipo de aquélla: una forma, lo repito. Las que le digo son mujeres hermosas, de cuerpo fino, escuche bien esto, de cuerpo bello y perfecto pero que da la sensación de ser plano. Sé que no me explico, lo sé. En la escala zoológica hay una especie, un bicho abominable, aplastado, que da la idea exacta de lo que no puedo describirle. Mujeres que parecen haber nacido para adherirse, para pegarse al cuerpo de un hombre. Puede verlas en las fiestas, sobre todo ahí: hermosas mujeres. Su posición habitual es la de un arco, caminan, bailan, imperceptiblemente combadas hacia atrás, no me interrumpa: apenas tienen, cómo le diré, apenas tienen modulada la curva del vientre, eso es, son planas en la cintura, especialmente allí. Por eso dan la sensación de aplastarse. Como esos insectos chatos y horrendos que mencioné antes. Oh sí, exactamente hay un tipo de mujer como el que digo. ¿Sus ojos? No sé, no importa. Sólo importa lo que le he dicho, y que es hermosa.
Después de esa noche comencé a tener mis ideas, ideas vagas, oscuras, acerca de lo que estaba ocurriendo. Usted vuelve a sonreír, por supuesto; pero no debiera sonreír. Acaso, no todo es tan simple, tan así como usted lo piensa. La vida, por ejemplo.
Pero venga, salgamos de aquí.
Me gusta hablar mientras camino, una cuestión de ritmo. Mírelos: robustos, hermosos como percherones. Toman a las muchachas por el cuello, como si las robaran. Pero, ¿ve aquél?, le apuesto a usted que ese hombre... ¿se ha fijado, en cambio, lo que ocurre con ellas cuando se casan? Engordan, sí. ¿Grotesco?: es siniestro. Muchas veces he meditado el oculto sentido de esas palabras: lleno de vida. Usted mismo las pronunció hoy. Sebastián, dijo, era un hombre lleno de vida. Y entonces es como si uno fuera el recipiente, el ánfora que decían los antiguos de esa cosa enigmática: la hermosa vida, la rara vida de la que estamos plenos pero que por lo mismo, por lo mismo que nos colma, puede quizá derramarse. O agotarse. O, acaso, mientras nos vaciamos, sernos robada.
Escuche. Le decía que al principio mis ideas sobre lo que estaba ocurriendo eran vagas. Yo recuerdo a Sebastián sentado en su mecedora de esterilla, con las piernas cubiertas por una manta, temblando súbitamente al oír el ruido de una puerta que se abría o los pasos de alguien en la escalera. Norah llegaba entonces, radiante y perfecta como siempre. O quizá, no exactamente como siempre. "Te fijaste", me preguntó él alguna vez, "no te das cuenta." Norah acababa de salir del cuarto y yo pensé que él se refería a los cuidados irritantes que la mujer le prodigaba por aquel tiempo. Sí, lo protegía como a una planta, cono a lo que era en realidad: un miserable desecho. Nunca he visto a otra mujer que con mayor abnegación cuidara a un hombre, lo preservara. Alguna vez imaginé monstruosamente una analogía: esos fetos conservados, sabe Dios con qué propósitos, en un frasco con formol. De cualquier modo, pensé que había una cierta grandeza en aquella abnegación. Y quizá por eso no advertí lo que a ella le pasaba. Por eso o por una costumbre que había adquirido, y que no me pareció extravagante dada su edad: elegía siempre ángulos extraños, equívocos, para hablar conmigo. Como si no quisiera mostrarse de frente ni a plena luz.
"No te vayas", me pidió Sebastián esa tarde. "No deberías irte." Miedo era lo que se oía en el fondo de su voz: miedo auténtico. Y sin embargo, yo me fui. Muchas veces he querido justificar mi indolencia alegándome a mí mismo que, en el fondo de aquella voz, se oía también otra cosa, en rebelión con sus palabras: el deseo terrible y contradictorio de que yo me fuera, de que los dejara solos... No, mi amigo, no debe seguir sonriendo. Claro que cualquier hombre normal tendría motivos más que suficientes para querer estar a solas con su mujer así, aun casi diez años después de haberse casado. Claro que esa mujer era joven y hermosa; pero usted no debe seguir sonriendo. Ella era demasiado joven, demasiado igual a sí misma a pesar de los años. Oh, por supuesto: yo también pensé eso que usted piensa. Yo también creí -sensata, razonablemente- que la enfermedad de Sebastián, o lo que fuera, creaba la ilusión de juventud inmutable en la mujer. Claro que ella no era inmutable. Claro que, como usted razonablemente sospecha, ella cambiaba también. Imperceptiblemente, sí. Imperceptiblemente. Escuche:
En marzo de este año recibí una carta. En el sobre reconocí la letra de Sebastián, o debo decir que la intuí. La carta, escrita con una caligrafía febril, como trazada por la aguja de un sismógrafo, era apenas inteligible. Advertí en ella, en ciertos rasgos, esa falta de sincronización entre las operaciones mentales más simples, típica de aquellos a quienes los estragos de una enfermedad han acabado por destrozarles el sistema nervioso. Me suplicaba que fuera. No sé si me asombró que hallándose él en semejante estado Norah no redactara sus cartas, ni siquiera recuerdo si reparé en este hecho. De haber sospechado lo que ahora sé, que la carta fue escrita en secreto, de a ratos (quizá en la oscuridad), por un hombre sobresaltado, un hombre con el oído atento al menor roce, listo acaso para esconder aquel papel bajo su manta al primer crujido de un mueble o creyendo enloquecer porque una persiana, súbitamente, ha golpeado contra los vidrios... ¿Gran imaginación, dice usted? No crea. Oscuridad, persianas, crujidos de muebles, son cosas inofensivas, perfectamente comprensibles, reales e inocentes como esta calle y este crepúsculo. Hay alrededor de nosotros, sin embargo, en ese mendigo que pasa o en aquella mujer que corre, enigmas más tenebrosos, monstruos más fantásticos que los ángeles deformes del Apocalipsis: en el hombre, amigo mío, están los monstruos. Él los inventa y de él se alimentan, como los vampiros de las historias góticas. Usted se estremece. Es bueno eso. Apurémonos un poco, está anocheciendo.
Cuando llegué a la quinta, la tarde, como ahora, estaba exactamente en ese clímax desgarrado, sangriento, en el que yo diría que las potencias oscuras y la luz se entreveran en una cópula enfurecida, antigua igual que el mundo, pero única cada vez; como un acoplamiento de libélulas monstruosas. Decía que, si me asombró la carta, de ningún modo me asombró, al llegar a la quinta, ver eso que quedaba de Sebastián. Sólo que ahora parecía resignado. Al entrar, lo vi, como siempre en aquellos tiempos, sentado frente al ventanal que daba al parque. La sala, en penumbras, tenía todas las apariencias de un claustro. Cuando me oyó entrar, levantó los ojos con cansancio. "Es demasiado tarde", dijo con naturalidad, como si me saludara. Supongo que traté de responder algo, pero él sonrió con tristeza. "No hace falta", agregó y me llamó a su lado. Norah no estaba allí. Imaginé, o quise imaginar, que estaría en alguna de las habitaciones del piso alto. Antes, al cruzar el parque, me había parecido verla entre los árboles, es decir: vi la silueta de una muchacha que recogía alegremente unas flores. Fue un segundo, pero bastó para que no me atreviera a llamarla: se trataba de una jovencita, poco más quizá que una adolescente. Me figuré que sería alguna muchacha de los alrededores, por qué no. Y ahora, a través del ventanal, podía verla nuevamente. Comprobé que no me había equivocado, al menos en lo que respecta a la edad. Era, en efecto, casi una chiquilina: no debía tener más de dieciocho años. Sentí que mis dedos estaban clavados en el brazo de Sebastián.
"Te das cuenta, ahora", preguntó.
Todavía quise no entender, me forcé a imaginar que Sebastián se refería a sí mismo, a su propio estado. Después, aparentando calma, pregunté por Norah.
Él sonrió, y señaló el parque.
Nunca olvidaré los ojos ni la sonrisa de aquel hombre. Usted, que lo conoció, tampoco los habría olvidado.
No, no debe mirarme así. No estoy loco, amigo mío: jamás me he sentido tan enteramente cuerdo como esta noche. ¿Se va?; lo esperan en su casa, seguramente. Buenas noches

LA PARED Ricardo Piglia

Ricardo Piglia
(Adrogué, Buenos Aires, 1941)

La pared
(La invasión, 1967)


No morimos de viejos, morimos,
de las viejas heridas.

Ernest Hemingway
      Terminaron hace una semana, más o menos. Hoy a la mañana uno de los viejos hizo como un hoyo entre dos ladrillos, pero no llegó a ver el otro lado. Hurgue­teó con el dedo y después con un pedazo de rama que cortó del sauce; afuera el cemento se había secado, pa­rece, porque estuvo media hora dale que dale, para nada.
      Poder mirar la calle es una gran cosa. La gente cru­za haciendo gestos y se ríe y a veces lo saludan a uno y cada tanto pasan camiones y colectivos y una vez pasó un circo. Yo ví muchos circos en mi vida pero ninguno tan importante como ése: un hombre dirigía la carava­na, vestido de frac, con galera y qué sé yo, caminando por el medio de la calle, meta subir y bajar un bastón rojo, y atrás toda la compañía: los camiones con altoparlan­tes, llenos de bailarinas, trapecistas, magos y de todo un poco, y el tractor con las jaulas y adentro los leones y los osos y los tigres y hasta un elefante. Todo el desfile en medio de un bochinche de la gran puta, con la músi­ca y un tipo que hablaba por un micrófono, y los pa­yasos saltando de aquí para allá todos pintarrajeados. No me puedo acordar el nombre del circo pero siempre pienso en los animales, en lo cambiado que estaba uno de los camiones que había sido un Ford 28, con una especie de torre llena de banderas y carteles. Pienso en eso y en uno de los payasos que me saludó desde la ve­reda. Se inclinó con el sombrero en la mano y se fue de un salto.
      Pero a veces se me da por pensar que el circo no pasó y que yo lo soñé, como cada dos por tres sueño que vuelvo a manejar la 39, que ahora debe estar toda oxi­dada, enterrada en algún galpón por Escalada, vaya a saber.
      Lo que quiero decir es que sentado aquí mirando pasar la gente o los camiones o el viento que levanta los papeles como si los hiciera bailar, el día se va rápido; cuando uno se quiere acordar va es de noche y no que­da tiempo para andar pensando pavadas.
      Mientras estuvo el cerco de ligustro la gente, los camiones, y hasta el circo si hubiera pasado en ese en­tonces, eran bultos, nada más que bultos, y uno se abu­rría de mirarlos, todos iguales. Para poder ver algo ha­bía que plantificarse allí, medio inclinado, mirando a través de las ramas un pedazo ele calle grande como esa baldosa. Además, nadie aguantaba mucho tiempo para­do con la cara lastimada por las ramas y el dolor en la cintura.
      Hasta que llegaron los albañiles y empezaron a vol­tear el cerco. Yo no lo podía creer: `acá nunca hacen lo que uno necesita. Los albañiles cavaron un pozo a lo largo del tejido, una especie ele zanja que rodeaba todo el Asilo. Después el cerco se vino abajo de un tirón y apareció la calle. Y cuando prendieron fuego al ligustro nosotros nos quedamos mirando las llamas que envolvían los troncos y las hojas; y atrás del humo y de las chis­pas estaba la calle: se alcanzaba a ver casi media cuadra. Desde la esquina hasta la mitad de una casa verde, medio vieja, que tiene una especie de jardín, dos por uno cuando mucho, con un pedazo de pino que parece que la casa la hubieran hecho abajo.
      En esa casa vive un tipo que debe tener un trabajo raro. Sale casi de noche, a esta hora más o menos, y yo lo he visto volver a la mañana. Lo he visto, dos o tres veces, a eso de las seis cuando me levanto antes que suenen los timbres. Porque yo no aguanto la cama cuan­do estoy despierto; prefiero levantarme aunque falte una hora para el timbre, y el patio y los corredores estén vacíos y oscuros. Los otros se pelean por quedarse un rato más, parecen mujeres. Se hacen los dormidos y protestan cada vez que los llaman. Yo durante más de treinta años me levanté a las cuatro para llegar a Escalada antes de las seis. Y si uno se levanta todos los días a la misma hora se acostumbra y no se puede dormir, por más que dé vueltas y vueltas en la cama. Por eso, cuando me despierto me cuesta entender dónde estoy, y a veces me parece que tengo que levantarme y salir disparando para alcanzar el de las 4.40 y los muchachos ya están en los galpones tomando mate, mientras se calientan las cal­deras. A veces escucho el ruido de las máquinas y una vez vino el inglés y me dijo que podía seguir trabajando; entonces yo andaba de nuevo ,con la 39, meta y ponga, co­mo si no la hubiera escoñado toda, contra aquel carguero de mierda, en el cuarenta y dos.
      Sin embargo eso me parece que lo soñé. Como lo del circo.
      Pero ahora que me acuerdo, yo estaba contando de los albañiles. Trabajaban dale y dale hasta que oscure­cía. Y era como si no fueran a terminar nunca.
      Yo me quedaba parado al lado de la zanja, conver­sando. Porque uno, a veces, siente como necesidad de hablar y con estos viejos no se puede. Se pasan el día quietos, inmóviles, como dormidos, buscando el sol y hablando siempre de lo mismo. Por eso me pasaba las tardes charlando con los albañiles; les explicaba cómo funciona una 39, una 42. Les contaba lo que se siente arriba de una máquina largada a todo lo que da, meta to­car pito, con la caldera echando chispas, y tan torada, de carbón que a uno le parece que los vagones se van a escapar de las vías, para disparar por el medio del campo. Una tarde les conté el choque de la 39, lo del carguero y todo el lío con los ingleses, cuando empeza­ron a decir que yo andaba mal de la vista, que yo no había visto las señales, que esto y lo otro, y por fin me jubilaron, los hijos de puta. Los albañiles se reían como si yo les contara un chiste y seguían trabajando y les gritaban cosas a las mujeres. Yo también les decía cosas a las mujeres que cruzaban por la calle moviendo el culo. Yo las miraba, decía “esta buena”, para que me escu­charan los albañiles, pero la verdad es que no sentía nada.
      El asunto es que al final se fueron, y me quedé sin nadie con quien hablar. Solo como una momia, miran­do a los viejos que se la pasan dando vueltas al patio como si no supieran a dónde ir. Pero sea como se aquí se está mejor que en la casa de mi hijo. Aquí uno puede quedarse sentado el tiempo que quiera, de la mañana a la noche, sin que le den vueltas alrededor y cuchicheen y lo hagan mover ele un lado a otro como si uno fuera un mueble. Por eso me vine. A mí las cosas no, hay que man­dármelas a decir, y mi hijo es un flojo y la mujer de mi hijo es una puta. Por eso junté las cosas, guardé todo en el baúl y me vine acá, con los viejos. Toqué el tim­bre. Todavía estaba el cerco de ligustro: “Mi hijo se fue de viaje, quiero estar una temporada”, le empecé a explicar al que me atendió, pero el tipo parecía sordo y no hacía otra cosa que señas con la mano y adentro tuve que repetirle lo mismo al portero que estaba to­mando mate. Una temporada, no como éstos que se que­dan aquí hasta que se mueren. Yo quiero andar un poco mejor, que las manos me dejen de temblar, para poder agarrar algún trabajo. Qué sé yo, cualquier cosa. Sería lindo poner un quiosco. Un quiosco de chapa, en una esquina, todo amarillo...
      Para todo eso me ayudaba mucho mirar la calle. Entre mirar una cosa y otra, entre vigilar los colectivos y mirar a la gente, cuando uno menos se lo espera pasan los pibes de la escuela haciendo bochinche y suenan las campanas de la iglesia que casi no se oyen mezcladas con el ruido die la calle. Por eso me jode lo que hicieron. Sobre todo después, a la noche, cuando estoy solo en la os­curidad y tengo la cabeza vacía porque en todo el santo (lía no pasó nada. Entonces me viene el miedo de dormir. Me quedo quieto, quieto, con los ojos abiertos y es­cucho a los viejos que respiran y se quejan y a veces se oye un tren lejos y no quiero cerrar los ojos porque si me duermo no me voy a despertar más...
      Este miedo me da ahora, sobre todo. Antes, a veces, me acordaba de la curva y del bulto negro del carguero que se venía encima, me acordaba del choque y me des­pertaba todo transpirado, entonces me ponía a pensar en lo que había visto durante el día, me acordaba de todas las cosas, una por una, y era como estar viéndolas en ese momento, hasta que de repente, sin darme cuenta, me quedaba dormido. Pero ahora no tengo nada en que pensar y debe ser por eso que cada tanto se me aparece la vieja toda vestida de verde, igualita al día que la conocí; me acuerdo de cada cosa que da risa: ella lleva­ba una cinta en. el pelo que estaba medio desanudada y le colgaba en un costado, yo estuve toda la tarde por decirle “Se te desarregló el moño” pero no me animé. Seguro que si ella viviera diría que no, que era otro día o que era un sombrero y no un moño o cualquier invento con tal de llevarme la contra. Porque para lle­var la contra era como mandada a hacer. Seguro que si ella estuviera y yo le contara que empecé a acordarme de ella cada vez más, no me hubiera creído. Pero es así. Ahora, desde que los albañiles se fueron, me acuerdo ca­da vez más de la vieja, y de todas las cosas que hice an­tes. Debe ser porque aquí adentro no pasa nada y enton­ces uno no tiene nada que hacer. Al principio, mal que mal, si me paraba en puntas de pie, alcanzaba a ver el techo de los colectivos, el alero de las casas, pero una mañana crucé el patio, me senté aquí como todos los días' y cuando los miré poner la última fila de ladrillos me pareció mentira, como si en seguida empezaran a ti­rar todo abajo y me fueran a decir: “Vio viejo que era un chiste”... Pero terminaron el revoque, limpiaron hasta la última mancha del piso, juntaron las herramientas y se fueron. Entonces se me empezó a dar por acordarme de todas las cosas, de la tarde que entré a trabajar en el ferrocarril, del día que me casé y llovía como la gran puta y la vieja para saltar los charcos se levantaba la pollera con una mano y con la otra se soste­nía el sombrero, un sombrero negro, con plumas, que daba risa. Me acuerdo de todo como si estuviera pasan­do ahora. Y no me gusta. No me gusta porque es como si a uno ya no le quedara nada por hacer más que pensar en las cosas que hizo. No le quedara nada por hacer más que quedarse sentado aquí, en este banco, quieto como una momia, sin nada que se mueva alrededor, salvo las hojas de los árboles arriba cuando hay viento, y los vie­jos que dan vueltas de un lado a otro, siguiendo al sol. Pasarse los días sin hacer nada mirando la pared que ya la conozco de memoria, la zanja entre los ladrillos y todos los pocitos y esa raya que sube allí toda torcida y parece una vía vista desde muy lejos, cuando uno viene en la máquina meta y ponga y las dos vías se juntan y parecen una sola, una raya larga que sube y sube, toda torcida...

LA INVASIÓN Ricardo Piglia

Ricardo Piglia
(Adrogué, Buenos Aires, 1941)

La invasión
(La invasión, 1967)



      Con el golpe del cerrojo los adivinó atrás, al fondo de la celda.
      Siguió inmóvil, cara a la puerta, hasta que se apa­garon los ruidos en la sala de guardia. Entonces se dio vuelta y los encontró donde lo preveía: uno de pie, sin tocar la pared, como haciendo equilibrio y a medio ves­tir; el otro, un morocho de anteojos, tirado en el piso.
      Afuera le habían quitado el cinturón y el cordón de los borceguíes. Sentía la ropa floja y estaba molesto, co­mo desnudo.
      Caminó hacia el medio, torpemente, arrastrando los borceguíes abiertos y se detuvo, indeciso. Los pantalo­nes se le deslizaban por las caderas y los sostuvo con la mano derecha.
      En el fondo de la pieza los otros dos lo miraban. El más alto se balanceaba suavemente. Tocaba la pared con el hombro y volvía a despegarse. Fumaba sin sacarse el cigarrillo de la boca.
      El que había entrado sonrió.
      —Me llamo Renzi —dijo.
      Sosteniendo el pantalón con la izquierda caminó hacia ellos, la mano derecha extendida.
      —Renzi...
      El que estaba parado se apoyó en la pared y sacu­dió la cabeza. Más que un saludo pareció que hubiera querido afirmar algo. “Celaya”, le pareció escuchar a Renzi.
      El morocho, sentado en el piso, casi echado, con las piernas abiertas y la cara borrada por la sombra de la pa­red, no se movió.
      Renzi se pasó la mano derecha por el pantalón, co­mo limpiándose. Retrocedió hasta la otra pared y se sentó. El cuarto estaba casi a oscuras; empezaba a ano­checer. La única ventana, angosta y alargada, era una rendija, un lamparón de luz colgando cerca del techo. Se inclinó sobre un costado y apoyado en el hombro buscó algo en el bolsillo del pantalón. Sacó un cigarri­llo, hizo un bolló con el paquete vacío y lo tiró. La pe­lota de papel rodó por el pisó y se detuvo entre las piernas del morochito. Con el cigarrillo en los labios, Renzi hurgueteó en los bolsillos de la camisa buscando un fósforo.
      —¿Tenés fuego? —dijo, mirando a Celaya.
      Celaya siguió inmóvil. Renzi lo miraba desde abajo. Celaya parecía distraído, se estudiaba las uñas. Después apartó los ojos y prendió un fósforo raspándolo contra la suela del borceguí. Se quedó así, parado, la llama alumbrándole la mano, los dedos, la piel amari­llenta y manchada de nicotina.
      Vista desde el suelo la cara de Celaya se deformaba en la oscuridad. Renzi se levantó, despacio, apoyando una ruano en el pisó. Sintió el calor limpio de la llama mientras chupaba y el humo le raspó la garganta. Abajo el fósforo se apagaba lentamente. Renzi lo miró hasta que Une apenas una chispa rosada.
      —¿Y vos? —dijo, mientras Celaya comenzaba a sen­tarse y el cuerpo del morocho aparecía de golpe, cómo brotando del piso. —Y ustedes —se rectificó— ¿por qué están?
      —Estamos ¿dónde? —Celaya habló lento, eligiendo las palabras.
      —Aquí —Renzi lo miraba— Aquí, en cana...
      Celaya parecía atraído por algo que estaba en la pa­red, encima de la cabeza de Renzi.
      —¿En cana? —Se detuvo, como si le costara trabajo entender. —Por desertar...
      —Ah... —Empezó a decir Renzi, incómodo sin saber por qué —¿Y hace mucho que están? —quizás por la sonrisa del morochito, por su manó que iba y venía acariciándose el pechó entre los pliegues de la camisa. Celaya se quedó un momento sin contestar, como pensando.
      —Tres meses —Se había arrimado al morocho y los dos estaban muy juntos, formando un bulto en la pe­numbra, un solo cuerpo deforme. Si se inclinaba, Renzi podía distinguir claramente la mitad de la cara del mo­rocho, alumbrada por la luz que se filtraba desde la ven­tana; la otra mitad era una mancha oculta en el hom­bro de Celaya. Parecía tener la piel muy lisa. “Por el sudor”, pensó Renzi que sentía la transpiración en los ojos.
      —¿Tres meses...? —El humo le defórmó la voz— Y cómo los agarraron?
      Esperó la respuesta y el morocho también miró a Celaya que se frotaba el tobillo, sin hablar.
      —¿Y a vos por qué le encanaron? —dijo Celaya co­rno si le contestara.
      Renzi lo miró, sorprendido; después aplastó el ci­garrillo en el pisó.
      —Un lío con el “chivó” Pelliza. Me tiene bronca porque soy estudiante y además...
      —¿Por cuánto tiempo? —Lo cortó Celaya, bajando la cabeza. Parecía buscar algo en el pisó.
      —No sé. —Le molestaba el tono prepotente de Ce­laya.— No sé por cuánto tiempo.
      El morocho se inclinó y habló con Celaya en voz baja.
      A Renzi le pareció escuchar la risa de Celaya.
      Después se quedaron inmóviles, callados.
      —Ché ¿y hay que dormir en el suelo? —preguntó Renzi, al rato.
      —No. Ya van a traer los colchones.
      —¿A qué hora?
      —A que hora ¿qué?
      —Van a traer los colchones.
      —Pronto —Celaya parecía cansado, aburrido.
      —¿Y los tres dormimos aquí? —dijo Renzi recorrien­do la pieza con un gesto.
      —Sí. Los tres.
      —¿Y la comida. También hay que...
      —Sí, también hay que comer aquí —lo interrumpió Celaya.— Hay que hacer todo aquí. —Hablaba lentamen­te, contenido—. Si querés cagar tenés que ir hasta esa puerta —la señaló con un cabezazo— pedir por el oficial de guardia. Decirle: “Tengo ganas de cagar, mi tenien­te”.
      En el piso el morochito se reía en silencio mostran­do las encías.
      —¿Entendés? —insistió Celaya— ¿Entendés? ¿O ­ necesitás que te explique algo más?
      —No —Renzi hizo un esfuerzo para mirarlo de frente. Pero si llego a necesitar algo te aviso y vos me enseñás. —Trató de repetir el tono de Celaya.— Yo te aviso y enseñás —repitió.
      Celaya le buscó la cara.
      —Escuchá querido —dijo— acá adentro no te con­viene jugar al machito ¿te das cuenta? Aquí no estás en la Universidad; así que mejor sentate ahí, quedate piola y no jodás.
      —Che, ¿pero vos que te pensás? —empezó a decir Renzi que encogió una pierna tratando de pararse. Cuan­do estaba medio arrodillado, Celaya lo empujó con la punta ele las dedos y Renzi perdió el equilibrio.
      Las piernas de Celaya, ahora, eran dos tubos grises, creciendo en el piso. Renzi echó la nuca hacia atrás, buscándole la cara, allá arriba, pero se detuvo en la franja lechosa ele la piel ele la cintura donde la camisa escapaba del pantalón.
      —Yo te hablo en serio. No jodás. Dormí, contá vaquitas, hacete la paja. Pero no jodás.
      Renzi se apretó contra la pared y estiró las piernas.
      Tenía la boca seca, el cuerpo flojo como lleno de espuma. Volvió a repasar los bolsillos buscando un cigarri­llo inútilmente.
      Celaya se había sentado. El morocho inclinado sobre él, le hablaba en voz baja. Se escuchó el chasquido tic un fósforo y la llamarada alumbró la cara de los dos. Cada: tanto parecía encenderse un círculo rojo que sal­taba ele un lacio a otro. “Fuman del mismo cigarrillo”, pensó Renzi con asco y a la vez con ganas de pedirles una pitada, sentir el calor áspero del humo entrando en los pulmones. Se contuvo, la garganta seca. Sin saber por qué trató de no toser, como si toser fuera una debilidad frente Celaya.
      La garganta se astillaba, le ardía.
      No romper el silencio pesado, lleno de ruidos sordos: voces de mando o un ladrido, lejos.
      Carraspeó varias veces.
      Después amontonó saliva en la boca y la hizo correr por la garganta para disminuir el ardor. Por un momento creyó que Celaya le había hablado. Era un murmullo débil, como si alguien silbara despacio.
      La oscuridad ocupaba todo el calabozo. Desorienta­rlo, tanteó la pared tratando de reconstruir el cuarto, mientras, afuera, alguien encendía una luz y la claridad bajaba diluida por la ventana alumbrando apenas la cara de Celaya, el pecho desnudo del morocho, un cuadrado irregular del piso grasiento.
      Todo flotaba en una penumbra verdosa. Las siluetas se fueron recortando, otra vez. Renzi imaginó la luz del otro lado. La bombita sucia, los bichos revoloteando en la pared, cerca de la ventana, iluminando la entrada del baño.
      Ubicó los cuerpos de Celaya y el morocho. Le pareció que se movían y los oyó murmurar. Estaban juntos, casi uno sobre otro. Era una risa, apenas. Una respiración suave, un jadeo. Se movió hacia un costado buscando distinguirlos mejor y en ese momento lo cegó la luz. Parpadeó, encandilado. Por fin adivinó, en medio de la luz que entraba por la puerta abierta, al sargento de guardia y a un soldado que arrastraba un tacho cilíndrico.
      Recibió el plato de metal, la cuchara. Comió des­pacio, sin sentarse. El montón de papas y porotos y el agua tibia se apelotonaban, se disolvían en la boca. Tragó sin respirar y se recostó contra la pared, de cara al aire fresco.
      Afuera, los soldados de guardia conversaban en voz Recorrió el salón circular de la sala de guardia, el escritorio contra la pared, y —por el vidrio de la ven­tana— un pedazo del camino de pedregullo cortado, de golpe, por la oscuridad. Al fondo, lejos, la luz de entra­da, como suspendida en el aire, alumbraba en un círculo el asfalto de la ruta.
      En el calabozo Celaya y el morochito comían jun­tos, sentados en un rincón.
      Renzi entregó el plato casi lleno.
      Recibió el colchón y las mantas. Mientras se cerra­ba la puerta, alcanzó a ver el respaldo de una silla y un ángulo del escritorio.
      Después escuchó el golpe metálico del cerrojo.
      En la oscuridad le duró un rato el reflejo de la luz. Apretó los párpados y se fue acostumbrando de a poco a la penumbra.
      El sudor le mojaba el cuerpo. Sentía la ropa ás­pera, pegada a la piel.
      Al fondo, el morocho tendía los colchones.
      Renzi se sacó un borceguí, el otro, y empezó a desnudarse. Se quitó el pantalón, levantó la cabeza y se encontró con el morochito que lo miraba, sin moverse. Renzi fue el primero en desviar los ojos.
      Después acomodó el colchón en un costado, pre­paró una almohada enrollando el pantalón en la gari­baldina y, al buscar la manta, tropezó con el cuerpo de Celaya.
      Estaba parado, lo miraba.
      —No querido. Andate más hacia la punta —Agitó la mano como espantando algo—. Bien, bien contra la punta. Vas a estar más tranquilo —le dijo, y a Renzi le pareció escuchar como la risa del morochito, otra vez.
      Se arrimó a la pared, sin hablar.
      Se acostó y se tapó con la manta, a pesar del calor.
      Encorvados, muy juntos, alumbrados débilmente por la luz que bajaba de la ventana, Celaya y el mo­rocho eran un bulto deforme. Parecían reírse o hablar, en voz baja.
      El morocho se había quitado la ropa. Renzi lo veía por primera vez ele cuerpo entero. Era mucho más bajo de lo que había pensado. Al lado de Celaya, alto, maci­zo, el cuerpo del morocho se diluia, pálido. Tenía los brazos sin vello y las manos blandas, como sin fuerza y los dedos amarillentos en las puntas, cerca de las uñas que se enredaban en el pelo de Celaya.
      Cuando Renzi lo comprendió hacía un ralo que el morocho acariciaba la nuca de Celaya. Las manos se deslizaban por el cuello, subían hasta el nacimiento de las orejas, bajaban por el pecho y empezaban a des­prenderle el pantalón.
      Desde el piso, Renzi ve el mentón del morocho, los labios jugueteando con las tetillas, en el cuello, en la boca ele Celaya; los dos cuerpos se abrazan, tirados en el colchón como si lucharan; el cuerpo del morocho es un arco, Celaya está encorvado sobre él, los gemidos y las voces se mezclan, los dos cuerpos se hamacan y los gemidos y la voz quebrada de Celaya se mezclan, son un solo jadeo violento mientras Renzi se aplasta contra el cemento, cara a la pared, hecho un ovillo entre las mantas.

Infierno grande, De Guillermo Martinez

Infierno grande

De Guillermo Martinez

Muchas veces, cuando el almacén está vacío y sólo se escucha el zumbido de las moscas, me acuerdo del mucha­cho aquel que nunca supimos cómo se llamaba y que nadie en el pueblo volvió a mencionar.
Por alguna razón que no alcanzo a explicar lo imagino siempre como la primera vez que lo vimos, con la ropa pol­vorienta, la barba crecida y, sobre todo, con aquella mele­na larga y desprolija que le caía casi hasta los ojos. Era recién el principio de la primavera y por eso, cuando entró al almacén, yo supuse que sería un mochilero de paso al sur. Compró latas de conserva y yerba, o café; mientras le ha­cía la cuenta se miró en el reflejo de la vidriera, se apartó el pelo de la frente, y me preguntó por una peluquería.
Dos peluquerías había entonces en Puente Viejo; pien­so ahora que si hubiera ido a lo del viejo Melchor quizá nunca se hubiera encontrado con la Francesa y nadie ha­bría murmurado. Pero bueno, la peluquería de Melchor es­taba en la otra punta del pueblo y de todos modos no creo que pudiera evitarse lo que sucedió.
La cuestión es que lo mandé a la peluquería de Cervino y parece que mientras Cervino le cortaba el peto se asomó la Francesa. Y la Francesa miró al muchacho como miraba ella a los hombres. Ahí fue que empezó el maldito asunto, porque el muchacho se quedó en el pueblo y todos pensa­mos lo mismo: que se quedaba por ella.
No hacía un año que Cervino y su mujer se habían esta­blecido en Puente Viejo y era muy poco lo que sabíamos de ellos. No se daban con nadie, como solía comentarse con rencor en el pueblo. En realidad, en el caso del pobre Cer­vino era sólo timidez, pero quizá la Francesa fuera, sí, un poco arrogante. Venían de la ciudad, habían llegado el ve­rano anterior, al comienzo de la temporada, y recuerdo que cuando Cervino inauguró su peluquería yo pensé que pron­to arruinaría al viejo Melchor, porque Cervino tenía diplo­ma de peluquero y premio en un concurso de corte a la na­vaja, tenía tijera eléctrica, secador de pelo y sillón giratorio, y le echaba a uno savia vegetal en el pelo y hasta spray si no se lo frenaba a tiempo. Además, en la peluquería de Cer­vino estaba siempre el último El Gráfico en el revistero. Y estaba, sobre todo, la Francesa.
Nunca supe muy bien por qué le decían la Francesa y nunca tampoco quise averiguarlo: me hubiera desilusiona­do enterarme, por ejemplo, de que la Francesa había naci­do en Bahía Blanca o, peor todavía, en un pueblo como és­te. Fuera como fuese, yo no había conocido hasta entonces una mujer como aquélla. Tal vez era simplemente que no usaba corpiño y que hasta en invierno podía uno darse cuenta de que no llevaba nada debajo del pulóver. Tal vez era esa costumbre suya de aparecerse apenas vestida en el salón de la peluquería y pintarse largamente frente al espe­jo, delante de todos. Pero no, había en la Francesa algo to­davía más inquietante que ese cuerpo al que siempre pare­cía estorbarle la ropa, más perturbador que la hondura de su escote. Era algo que estaba en su mirada. Miraba a los ojos, fijamente, hasta que uno bajaba la vista. Una mirada incitante, promisoria, pero que venía ya con un brillo de burla, como si la Francesa nos estuviera poniendo a prueba y supiera de antemano que nadie se le animaría, como si ya tuviera decidido que ninguno en el pueblo era hombre a su medida. Así, con los ojos provocaba y con los ojos, des­deñosa, se quitaba. Y todo delante de Cervino, que parecía no advertir nada, que se afanaba en silencio sobre las nu­cas, haciendo sonar cada tanto sus tijeras en el aire.
Sí, la Francesa fue al principio la mejor publicidad para Cervino y su peluquería estuvo muy concurrida durante los primeros meses. Sin embargo, yo me había equivocado con Melchor. El viejo no era tonto y poco a poco fue recuperan­do su clientela: consiguió de alguna forma revistas porno­gráficas, que por esa época los militares habían prohibido, y después, cuando llegó el Mundial, juntó todos sus aho­rros y compró un televisor color, que fue el primero del pue­blo. Entonces empezó a decir a quien quisiera escucharlo que en Puente Viejo había una y sólo una peluquería de hombres: la de Cervino era para maricas.
Con todo, creo yo que si hubo muchos que volvieron a la peluquería de Melchor fue, otra vez, a causa de la Fran­cesa: no hay hombre que soporte durante mucho tiempo la burla o la humillación de una mujer.

Como decía, el muchacho se quedó en el pueblo. Acam­paba en las afueras, detrás de los médanos, cerca de la ca­sona de la viuda de Espinosa. Al almacén venía muy poco; hacía compras grandes, para quince días o para el mes en­tero, pero en cambio iba todas las semanas a la peluquería. Y como costaba creer que fuera solamente a leer El Gráfico, la gente empezó a compadecer a Cervino. Porque así fue, al principio todos compadecían a Cervino. En verdad, resultaba fácil apiadarse de él: tenía cierto aire inocente de querubín y la sonrisa pronta, como suele suceder con los tímidos. Era extremadamente callado y en ocasiones parecía sumirse en un mundo intrincado y remoto: se le perdía la mirada y pasaba largo rato afilando la navaja, o hacía chasquear interminablemente las tijeras y había que toser para retornarlo. Alguna vez, también, yo lo había sorprendido por el espejo contemplando a la Francesa con una pa­sión muda y reconcentrada, como si ni él mismo pudiese creer que semejante hembra fuera su esposa. Y realmente daba lástima esa mirada devota, sin sombra de sospechas.
Por otro lado, resultaba igualmente fácil condenar a la Francesa, sobre todo para las casadas y casaderas del pue­blo, que desde siempre habían hecho causa común contra sus temibles escotes. Pero también muchos hombres esta­ban resentidos con la Francesa: en primer lugar, los que te­nían fama de gallos en Puente Viejo, como el ruso Nielsen, hombres que no estaban acostumbrados al desprecio y mu­cho menos a la sorna de una mujer.
Y sea porque se había acabado el Mundial y no había de qué hablar, sea porque en el pueblo venían faltando los escándalos, todas las conversaciones desembocaban en las andanzas del muchacho y la Francesa. Detrás del mostra­dor yo escuchaba una y otra vez las mismas cosas: lo que había visto Nielsen una noche en la playa, era una noche fría y sin embargo los dos se desnudaron y debían estar drogados porque hicieron algo que Nielsen ni entre hom­bres terminaba de contar; lo que decía la viuda de Espino­sa: que desde su ventana siempre escuchaba risas y gemi­dos en la carpa del muchacho, los ruidos inconfundibles de dos que se revuelcan juntos; lo que contaba el mayor de los Vidal, que en la peluquería, delante de él y en las narices de Cervino... En fin, quién sabe cuánto habría de cierto en todas aquellas habladurías.

Un día nos dimos cuenta de que el muchacho y la Fran­cesa habían desaparecido. Quiero decir, al muchacho no lo veíamos más y tampoco aparecía la Francesa, ni en la pelu­quería ni en el camino a la playa, por donde solía pasear. Lo primero que pensamos todos es que se habían ido juntos y tal vez porque las fugas tienen siempre algo de romántico, o tal vez porque el peligro ya estaba lejos, las mujeres pare­cían dispuestas ahora a perdonar a la Francesa: era evidente que en ese matrimonio algo fallaba, decían; Cervino era de­masiado viejo para ella y por otro lado el muchacho era tan buen mozo... y comentaban entre sí con risitas de complici­dad que quizás ellas hubieran hecho lo mismo.
Pero una tarde que se conversaba de nuevo sobre el asun­to estaba en el almacén la viuda de Espinosa y la viuda dijo con voz de misterio que a su entender algo peor había ocu­rrido; el muchacho aquel, como todos sabíamos, había acampado cerca de su casa y, aunque ella tampoco lo había vuel­to a ver, la carpa todavía estaba allí; y le parecía muy extraño -repetía aquello, muy extraño- que se hubieran ido sin llevar la carpa. Alguien dijo que tal vez debería avisarse al comisario y entonces la viuda murmuró que sería conveniente vi­gilar también a Cervino. Recuerdo que yo me enfurecí pero no sabía muy bien cómo responderle: tengo por norma no discutir con los clientes.
Empecé a decir débilmente que no se podía acusar a nadie sin pruebas, que para mí era imposible que Cervino, que justamente Cervino... Pero aquí la viuda me interrum­pió: era bien sabido que los tímidos, los introvertidos, cuando están fuera de sí son los más peligrosos.
  Estábamos todavía dando vueltas sobre lo mismo, cuando Cervino apareció en la puerta. Hubo un gran silen­cio; debió advertir que hablábamos de él porque todos trataban de mirar hacia otro lado. Yo pude observar cómo enrojecía y me pareció más que nunca un chico indefen­so, que no había sabido crecer.
Cuando hizo el pedido noté que llevaba poca comida y que no había comprado yoghurt. Mientras pagaba, la viuda le preguntó bruscamente por la Francesa.
Cervino enrojeció otra vez, pero ahora lentamente, co­mo si se sintiera honrado con tanta solicitud. Dijo que su mujer había viajado a la ciudad para cuidar al padre, que estaba muy enfermo, pero que pronto volvería, tal vez en una semana. Cuando terminó de hablar había en todas las caras una expresión curiosa, que me costó identificar: era desencanto. Sin embargo, apenas se fue Cervino, la viuda volvió a la carga. A ella, decía, no la había engañado ese farsante, nunca más veríamos a la pobre mujer. Y repetía por lo bajo que había un asesino suelto en Puente Viejo y que cualquiera podía ser la próxima víctima.

Transcurrió una semana, transcurrió un mes entero y la Francesa no volvía. Al muchacho tampoco se lo había vuel­to a ver. Los chicos del pueblo empezaron a jugar a los in­dios en la carpa abandonada y Puente Viejo se dividió en dos bandos: los que estaban convencidos de que Cervino era un criminal y los que todavía esperábamos que la Fran­cesa regresara, que éramos cada vez menos. Se escuchaba decir que Cervino había degollado al muchacho con la na­vaja, mientras le cortaba el pelo, y las madres les prohibían a los chicos que jugaran en la cuadra de la peluquería y les rogaban a sus esposos que volvieran con Melchor.
Sin embargo, aunque parezca extraño, Cervino no se quedó por completo sin clientes: los muchachos del pue­blo se desafiaban unos a otros a sentarse en el fatídico si­llón del peluquero para pedir el corte a la navaja, y empe­zó a ser prueba de hombría llevar el pelo batido y con spray.
Cuando le preguntábamos por la Francesa, Cervino re­petía la historia del suegro enfermo, que ya no sonaba tan verdadera. Mucha gente dejó de saludarlo y supimos que la viuda de Espinosa había hablado con el comisario para que lo detuviese. Pero el comisario había dicho que mientras no aparecieran los cuerpos nada podía hacerse.
En el pueblo se empezó entonces a conjeturar sobre los cadáveres: unos decían que Cervino los había enterrado en su patio; otros, que los había cortado en tiras para arrojar­los al mar, y así Cervino se iba convirtiendo en un ser cada vez más monstruoso.
Yo escuchaba en el almacén hablar todo el tiempo de lo mismo y empecé a sentir un temor supersticioso, el presen­timiento de que en aquellas interminables discusiones se iba incubando una desgracia. La viuda de Espinosa, por su parte, parecía haber enloquecido. Andaba abriendo pozos por todos lados con una ridícula palita de playa, vociferan­do que ella no descansaría hasta encontrar los cadáveres.
Y un día los encontró.

Fue una tarde a principios de noviembre. La viuda en­tró en el almacén preguntándome si tenía palas; y dijo en voz bien alta, para que todos la escucharan, que la manda­ba el comisario a buscar palas y voluntarios para cavar en los médanos, detrás del puente. Después, dejando caer len­tamente las palabras, dijo que había visto allí, con sus pro­pios ojos, un perro que devoraba una mano humana. Me es­tremecí; de pronto todo era verdad y mientras buscaba en el depósito las palas y cerraba el almacén seguía escuchan­do, aún sin poder creerlo, la conversación entrecortada de horror, perro, mano, mano humana.
La viuda encabezó la marcha, airosa. Yo iba último, car­gando las palas. Miraba a los demás y veía las mismas caras de siempre, la gente que compraba en el almacén yerba y fi­deos. Miraba a mi alrededor y nada había cambiado, ningún súbito vendaval, ningún desacostumbrado silencio. Era una tarde como cualquier otra, a la hora inútil en que se despier­ta de la siesta. Abajo se iban alineando las casas, cada vez más pequeñas, y hasta el mar, distante, parecía pueblerino, sin acechanzas. Por un momento me pareció comprender de dónde provenía aquella sensación de incredulidad: no podía estar sucediendo algo así, no en Puente Viejo.

Cuando llegamos a los médanos el comisario no había encontrado nada aún. Estaba cavando con el torso desnu­do y la pala subía y bajaba sin sobresaltos. Nos señaló va­gamente entorno y yo distribuí las palas y hundí la mía en el sitio que me preció más inofensivo. Durante un largo ra­to sólo se escuchó el seco vaivén del metal embistiendo la tierra. Yo le iba perdiendo el miedo a la pala y estaba pensando que tal vez la viuda se había confundido, que quizá no fuera cierto, cuando oímos un alboroto de ladridos. Era el perro que había visto la viuda, un pobre animal raquíti­co que se desesperaba alrededor de nosotros. El comisario quiso espantarlo a cascotazos pero el perro volvía y volvía y en un momento pareció que iba a saltarle encima. Enton­ces nos dimos cuenta de que era ése el lugar, el comisario volvió a cavar, cada vez más rápido, era contagioso aquel frenesí; las palas se precipitaron todas juntas y de pronto el comisario gritó que había dado con algo; escarbó un po­co más y apareció el primer cadáver.
Los demás apenas le echaron un vistazo y volvieron en­seguida a las palas, casi con entusiasmo, a buscar a la Fran­cesa, pero yo me acerqué y me obligué a mirarlo con dete­nimiento. Tenía un agujero negro en la frente y tierra en los ojos. No era el muchacho.
Me di vuelta, para advertirle al comisario, y fue como si me adentrara en una pesadilla: todos estaban encontrando cadáveres, era como si brotaran de la tierra, a cada golpe de pala rodaba una cabeza o quedaba al descubierto un torso mutilado. Por donde se mirara muertos y más muertos, cabezas, cabezas.
El horror me hacía deambular de un lado a otro; no po­día pensar, no podía entender, hasta que vi una espalda acribillada y más allá una cabeza con venda en los ojos. Mi­ré al comisario y el comisario también sabía. Nos ordenó que nos quedáramos allí, que nadie se moviera, y volvió al pueblo, a pedir instrucciones.
Del tiempo que transcurrió hasta su regreso sólo recuer­do el ladrido incesante del perro, el olor a muerto y la figu­ra de la viuda hurgando con su palita entre los cadáveres, gritándonos que había que seguir, que todavía no había aparecido la Francesa. Cuando el comisario volvió camina­ba erguido y solemne, como quien se apresta a dar órdenes. Se plantó delante de nosotros y nos mandó que enterráse­mos de nuevo los cadáveres, tal como estaban. Todos vol­vimos a las palas, nadie se atrevió a decir nada. Mientras la tierra iba cubriendo los cuerpos yo me preguntaba si el mu­chacho no estaría también allí. El perro ladraba y saltaba enloquecido. Entonces vimos al comisario con la rodilla en tierra y el arma entre las manos. Disparó una sola vez. El perro cayó muerto. Dio luego dos pasos con el arma todavía en la mano y lo pateó hacia adelante, para que también lo enterrásemos.
Antes de volver nos ordenó que no hablásemos con na­die de aquello y anotó uno por uno los nombres de los que habíamos estado allí.

La Francesa regresó pocos días después: su padre se ha­bía recuperado por completo. Del muchacho, en el pueblo nunca hablamos. La carpa la robaron ni bien empezó la temporada.