domingo, 25 de mayo de 2014

LA SEÑORITA CORA, de Julio Cortazar

Julio Cortázar
(1914-1984)
La señorita Cora
(Todos los fuegos el fuego, 1966)

         No entiendo por qué no me dejan pasar la noche en la clínica con el nene, al fin y al cabo soy su madre y el doctor De Luisi nos recomendó personalmente al director. Podrían traer un sofá cama y yo lo acompañaría para que se vaya acostumbrando, entró tan pálido el pobrecito como si fueran a operarlo en seguida, yo creo que es ese olor de las clínicas, su padre también estaba nervioso y no veía la hora de irse, pero yo estaba segura de que me dejarían con el nene. Después de todo tiene apenas quince años y nadie se los daría, siempre pegado a mí aunque ahora con los pantalones largos quiere disimular y hacerse el hombre grande. La impresión que le habrá hecho cuando se dio cuenta de que no me dejaban quedarme, menos mal que su padre le dio charla, le hizo poner el piyama y meterse en la cama. Y todo por esa mocosa de enfermera, yo me pregunto si verdaderamente tiene órdenes de los médicos o si lo hace por pura maldad. Pero bien que se lo dije, bien que le pregunté si estaba segura de que tenía que irme. No hay más que mirarla para darse cuenta de quién es, con esos aires de vampiresa y ese delantal ajustado, una chiquilina de porquería que se cree la directora de la clínica. Pero eso sí, no se la llevó de arriba, le dije lo que pensaba y eso que el nene no sabía donde meterse de vergüenza y su padre se hacía el desentendido y de paso seguro que le miraba las piernas como de costumbre. Lo único que me consuela es que el ambiente es bueno, se nota que es una clínica para personas pudientes; el nene tiene un velador de lo más lindo para leer sus revistas, y por suerte su padre se acordó de traerle caramelos de menta que son los que más le gustan. Pero mañana por la mañana, eso sí, lo primero que hago es hablar con el doctor De Luisi para que la ponga en su lugar a esa mocosa presumida. Habrá que ver si la frazada lo abriga bien al nene, voy a pedir que por las dudas le dejen otra a mano. Pero sí, claro que me abriga, menos mal que se fueron de una vez, mamá cree que soy un chico y me hace hacer cada papelón. Seguro que la enfermera va a pensar que no soy capaz de pedir lo que necesito, me miró de una manera cuando mamá le estaba protestando... Está bien, si no la dejaban quedarse qué le vamos a hacer, ya soy bastante grande para dormir solo de noche, me parece. Y en esta cama se dormirá bien, a esta hora ya no se oye ningún ruido, a veces de lejos el zumbido del ascensor que me hace acordar a esa película de miedo que también pasaba en una clínica, cuando a medianoche se abría poco a poco la puerta y la mujer paralítica en la cama veía entrar al hombre de la máscara blanca...
         La enfermera es bastante simpática, volvió a las seis y media con unos papeles y me empezó a preguntar mi nombre completo, la edad y esas cosas. Yo guardé la revista en seguida porque hubiera quedado mejor estar leyendo un libro de veras y no una fotonovela, y creo que ella se dio cuenta pero no dijo nada, seguro que todavía estaba enojada por lo que le había dicho mamá y pensaba que yo era igual que ella y que le iba a dar órdenes o algo así. Me preguntó si me dolía el apéndice y le dije que no, que esa noche estaba muy bien. “A ver el pulso”, me dijo, y después de tomármelo anotó algo más en la planilla y la colgó a los pies de la cama. “¿Tenés hambre?”, me preguntó, y yo creo que me puse colorado porque me tomó de sorpresa que me tuteara, es tan joven que me hizo impresión. Le dije que no, aunque era mentira porque a esa hora siempre tengo hambre. “Esta noche vas a cenar muy liviano”, dijo ella, y cuando quise darme cuenta ya me había quitado el paquete de caramelos de menta y se iba. No sé si empece a decirle algo, creo que no. Me daba una rabia que me hiciera eso como a un chico, bien podía haberme dicho que no tenía que comer caramelos, pero llevárselos... Seguro que estaba furiosa por lo de mamá y se desquitaba conmigo, de puro resentida; que sé yo, después que se fue se me pasó de golpe el fastidio, quería seguir enojado con ella pero no podía. Qué joven es, clavado que no tiene ni diecinueve años, debe haberse recibido de enfermera hace muy poco. A lo mejor viene para traerme la cena; le voy a preguntar cómo se llama, si va a ser mi enfermera tengo que darle un nombre. Pero en cambio vino otra, una señora muy amable vestida de azul que me trajo un caldo y bizcochos y me hizo tomar unas pastillas verdes. También ella me preguntó cómo me llamaba y si me sentía bien, y me dijo que en esta pieza dormiría tranquilo porque era una de las mejores de la clínica, y es verdad porque dormí hasta casi las ocho en que me despertó una enfermera chiquita y arrugada como un mono pero muy amable, que me dijo que podía levantarme y lavarme pero antes me dio un termómetro y me dijo que me lo pusiera como se hace en estas clínicas, y yo no entendí porque en casa se pone debajo del brazo, y entonces me explicó y se fue. Al rato vino mamá y que alegría verlo tan bien, yo que me temía que hubiera pasado la noche en blanco el pobre querido, pero los chicos son así, en la casa tanto trabajo y después duermen a pierna suelta aunque estén lejos de su mamá que no ha cerrado los ojos la pobre. El doctor De Luisi entró para revisar al nene y yo me fui un momento afuera porque ya está grandecito, y me hubiera gustado encontrármela a la enfermera de ayer para verle bien la cara y ponerla en su sido nada más que mirándola de arriba a abajo, pero no había nadie en el pasillo. Casi en seguida, salió el doctor De Luisi y me dijo que al nene iban a operarlo a la mañana siguiente, que estaba muy bien y en las mejores condiciones para la operación, a su edad una apendicitis es una tontería. Le agradecí mucho y aproveché para decirle que me había llamado la atención la impertinencia de la enfermera de la tarde, se lo decía porque no era cosa de que a mi hijo fuera a faltarle la atención necesaria. Después entré en la pieza para acompañar al nene que estaba leyendo sus revistas y ya sabía que lo iban a operar al otro día. Como si fuera el fin del mundo, me mira de un modo la pobre, pero si no me voy a morir, mamá, haceme un poco el favor. Al Cacho le sacaron el apéndice en el hospital y a los seis días ya estaba queriendo jugar al fútbol. Andate tranquila que estoy muy bien y no me falta nada. Sí, mamá, sí, diez minutos queriendo saber si me duele aquí o mas allá, menos mal que se tiene que ocupar de mi hermana en casa, al final se fue y yo pude terminar la fotonovela que había empezado anoche.
         La enfermera de la tarde se llama la señorita Cora, se lo pregunté a la enfermera chiquita cuando me trajo el almuerzo; me dieron muy poco de comer y de nuevo pastillas verdes y unas gotas con gusto a menta; me parece que esas gotas hacen dormir porque se me caían las revistas de la mano y de golpe estaba soñando con el colegio y que íbamos a un picnic con las chicas del normal como el año pasado y bailábamos a la orilla de la pileta, era muy divertido. Me desperté a eso de las cuatro y media y empecé a pensar en la operación, no que tenga miedo, el doctor De Luisi dijo que no es nada, pero debe ser raro la anestesia y que te corten cuando estás dormido, el Cacho decía que lo peor es despertarse, que duele mucho y por ahí vomitás y tenés fiebre. El nene de mamá ya no está tan garifo como ayer, se le nota en la cara que tiene un poco de miedo, es tan chico que casi me da lástima. Se sentó de golpe en la cama cuando me vio entrar yescondió la revista debajo de la almohada. La pieza estaba un poco fría y fui a subir la calefacción, después traje el termómetro y se lo di. “¿Te lo sabes poner?”, le pregunté, y las mejillas parecía que iban a reventársele de rojo que se puso. Dijo que sí con la cabeza y se estiró en la cama mientras yo bajaba las persianas y encendía el velador. Cuando me acerqué para que me diera el termómetro seguía tan ruborizado que estuve a punto de reírme, pero con los chicos de esa edad siempre pasa lo mismo, les cuesta acostumbrarse a esas cosas. Y para peor me mira en los ojos, por qué no le puedo aguantar esa mirada si al final no es más que una mujer, cuando saqué el termómetro de debajo de las frazadas y se lo alcancé, ella me miraba y yo creo que se sonreía un poco, se me debe notar tanto que me pongo colorado, es algo que no puedo evitar, es más fuerte que yo. Después anotó la temperatura en la hoja que está a los pies de la cama y se fue sin decir nada. Ya casi no me acuerdo de lo que hablé con papá y mamá cuando vinieron a verme a las seis. Se quedaron poco porque la señorita Cora les dijo que había que prepararme y que era mejor que estuviese tranquilo la noche antes. Pensé que mamá iba a soltarle alguna de las suyas pero la miró nomás de arriba abajo, y papá también pero yo al viejo le conozco las miradas, es algo muy diferente. Justo cuando se estaba yendo la oí a mamá que le decía a la señorita Cora: “Le agradeceré que lo atienda bien, es un niño que ha estado siempre muy rodeado por su familia”, o alguna idiotez por el estilo, y me hubiera querido morir de rabia, ni siquiera escuché lo que le contestó la señorita Cora, pero estoy seguro de que no le gustó, a lo mejor piensa que me estuve quejando de ella o algo así.
         Volvió a eso de las seis y media con una mesita de esas de ruedas llena de frascos y algodones, y no sé por que de golpe me dio un poco de miedo, en realidad no era miedo pero empecé a mirar lo que había en la mesita, toda clase de frascos azules o rojos, tambores de gasa y también pinzas y tubos de goma, el pobre debía estar empezando a asustarse sin la mamá que parece un papagayo endomingado, le agradeceré que atienda bien al nene, mire que he hablado con el doctor De Luisi, pero sí, señora, se lo vamos a atender como a un príncipe. Es bonito su nene, señora, con esas mejillas que se le arrebolan apenas me ve entrar. Cuando le retiré las frazadas hizo un gesto como para volver a taparse, y creo que se dio cuenta de que me hacía gracia verlo tan pudoroso. “A ver, bajate el pantalón del piyama”, le dije sin mirarlo en la cara. “¿El pantalón?”, preguntó con una voz que se le quebró en un gallo. “Si, claro, el pantalón”, repetí, y empezó a soltar el cordón y a desabotonarse con unos dedos que no le obedecían. Le tuve que bajar yo misma el pantalón hasta la mitad de los muslos, y era como me lo había imaginado. “Ya sos un chico crecidito”, le dije, preparando la brocha y el jabón aunque la verdad es que poco tenía para afeitar. “¿Cómo te llaman en tu casa?”, le pregunté mientras lo enjabonaba. “Me llamo Pablo”, me contestó con una voz que me dio lástima, tanta era la vergüenza. “Pero te darán algún sobrenombre”, insistí, y fue todavía peor porque me pareció que se iba a poner a llorar mientras yo le afeitaba los pocos pelitos que andaban por ahí. “¿Así que no tenés ningún sobrenombre? Sos el nene solamente, claro.” Terminé de afeitarlo y le hice una seña para que se tapara, pero él se adelantó y en un segundo estuvo cubierto hasta el pescuezo. “Pablo es un bonito nombre”, le dije para consolarlo un poco; casi me daba pena verlo tan avergonzado, era la primera vez que me tocaba atender a un muchachito tan joven y tan tímido, pero me seguía fastidíando algo en él que a lo mejor le venía de la madre, algo más fuerte que su edad y que no me gustaba, y hasta me molestaba que fuera tan bonito y tan bien hecho para sus años, un mocoso que ya debía creerse un hombre y que a la primera de cambio sería capaz de soltarme un piropo.
         Me quedé con los ojos cerrados, era la única manera de escapar un poco de todo eso, pero no servía de nada porque justamente en ese momento agregó: “¿Así que no tenés ningún sobrenombre. Sos el nene solamente, claro”, y yo hubiera querido morirme, o agarrarla por la garganta y ahogarla, y cuando abrí los ojos le vi el pelo castaño casi pegado a mi cara porque se había agachado para sacarme un resto de jabón, y olía a shampoo de almendra como el que se pone la profesora de dibujo, o algún perfume de esos, y no supe qué decir y lo único que se me ocurrió fue preguntarle: “¿Usted se llama Cora, verdad?” Me miró con aire burlón, con esos ojos que ya me conocían y que me habían visto por todos lados, y dijo: “La señorita Cora.” Lo dijo para castigarme, lo sé, igual que antes había dicho: “Ya sos un chico crecidito”, nada más que para burlarse. Aunque me daba rabia tener la cara colorada, eso no lo puedo disimular nunca y es lo peor que me puede ocurrir, lo mismo me animé a decirle: “Usted es tan joven que... Bueno, Cora es un nombre muy lindo.” No era eso, lo que yo había querido decirle era otra cosa y me parece que se dio cuenta y le molestó, ahora estoy seguro de que está resentida por culpa de mamá, yo solamente quería decirle que era tan joven que me hubiera gustado poder llamarla Cora a secas, pero cómo se lo iba a decir en ese momento cuando se había enojado y ya se iba con la mesita de ruedas y yo tenía unas ganas de llorar, esa es otra cosa que no puedo impedir, de golpe se me quiebra la voz y veo todo nublado, justo cuando necesitaría estar más tranquilo para decir lo que pienso. Ella iba a salir pero al llegar a la puerta se quedó un momento como para ver si no se olvidaba de alguna cosa, y yo quería decirle lo que estaba pensando pero no encontraba las palabras y lo único que se me ocurrió fue mostrarle la taza con el jabón, se había sentado en la cama y después de aclararse la voz dijo: “Se le olvida la taza con el jabón”, muy seriamente y con un tono de hombre grande. Volví a buscar la taza y un poco para que se calmara le pasé la mano por la mejilla. “No te aflijas, Pablito”, le dije. “Todo irá bien, es una operación de nada.” Cuando lo toqué echó la cabeza atrás como ofendido, y después resbaló hasta esconder la boca en el borde de las frazadas. Desde ahí, ahogadamente, dijo: “Puedo llamarla Cora, ¿verdad?” Soy demasiado buena, casi me dio lástima tanta vergüenza que buscaba desquitarse por otro lado, pero sabía que no era el caso de ceder porque después me resultaría difícil dominarlo, y a un enfermo hay que dominarlo o es lo de siempre, los líos de María Luisa en la pieza catorce o los retos del doctor De Luisi que tiene un olfato de perro para esas cosas. “Señorita Cora”, me dijo tomando la taza y yéndose. Me dio una rabia, unas ganas de pegarle, de saltar de la cama y echarla a empujones, o de... Ni siquiera comprendo cómo pude decirle: “Si yo estuviera sano a lo mejor me trataría de otra manera.” Se hizo la que no oía, ni siquiera dio vuelta la cabeza, y me quedé solo y sin ganas de leer, sin ganas de nada, en el fondo hubiera querido que me contestara enojada para poder pedirle disculpas porque en realidad no era lo que yo había pensado decirle, tenía la garganta tan cerrada que no se cómo me habían salido las palabras, se lo había dicho de pura rabia pero no era eso, o a lo mejor sí pero de otra manera.
         Y sí, son siempre lo mismo, una los acaricia, les dice una frase amable, y ahí nomás asoma el machito, no quieren convencerse de que todavía son unos mocosos. Esto tengo que contárselo a Marcial, se va a divertir y cuando mañana lo vea en la mesa de operaciones le va a hacer todavía más gracia, tan tiernito el pobre con esa carucha arrebolada, maldito calor que me sube por la piel, cómo podría hacer para que no me pase eso, a lo mejor respirando hondo antes de hablar, que sé yo. Se debe haber ido furiosa, estoy seguro de que escuchó perfectamente, no sé cómo le dije eso, yo creo que cuando le pregunté si podía llamarla Cora no se enojó, me dijo lo de señorita porque es su obligación pero no estaba enojada, la prueba es que vino y me acarició la cara; pero no, eso fue antes, primero me acarició y entonces yo le dije lo de Cora y lo eché todo a perder. Ahora estamos peor que antes y no voy a poder dormir aunque me den un tubo de pastillas. La barriga me duele de a ratos, es raro pasarse la mano y sentirse tan liso, lo malo es que me vuelvo a acordar de todo y del perfume de almendras, la voz de Cora, tiene una voz muy grave para una chica tan joven y linda, una voz como de cantante de boleros, algo que acaricia aunque esté enojada. Cuando oí pasos en el corredor me acosté del todo y cerré los ojos, no quería verla, no me importaba verla, mejor que me dejara en paz, sentí que entraba y que encendía la luz del cielo raso, se hacía el dormido como un angelito, con una mano tapándose la cara, y no abrió los ojos hasta que llegué al lado de la cama. Cuando vio lo que traía se puso tan colorado que me volvió a dar lástima y un poco de risa, era demasiado idiota realmente. “A ver, m'hijito, bájese el pantalón y dese vuelta para el otro lado”, y el pobre a punto de patalear como haría con la mamá cuando tenía cinco años, me imagino, a decir que no y a llorar y a meterse debajo de las cobijas y a chillar, pero el pobre no podía hacer nada de eso ahora, solamente se había quedado mirando el irrigador y después a mí que esperaba, y de golpe se dio vuelta y empezó a mover las manos debajo de las frazadas pero no atinaba a nada mientras yo colgaba el irrigador en la cabecera, tuve que bajarle las frazadas y ordenarle que levantara un poco el trasero para correrle mejor el pantalón y deslizarle una toalla. “A ver, subí un poco las piernas, así está bien, echate más de boca, te digo que te eches más de boca, así.” Tan callado que era casi como si gritara, por una parte me hacía gracia estarle viendo el culito a mi joven admirador, pero de nuevo me daba un poco de lástima por él, era realmente como si lo estuviera castigando por lo que me había dicho. “Avisá si esta muy caliente”, le previne, pero no contestó nada, debía estar mordiéndose un puño y yo no quería verle la cara y por eso me senté al borde de la cama y esperé a que dijera algo, pero aunque era mucho líquido lo aguantó sin una palabra hasta el final, y cuando terminó le dije, y eso sí se lo dije para cobrarme lo de antes: “Así me gusta, todo un hombrecito”, y lo tapé mientras le recomendaba que aguantase lo más posible antes de ir al baño. “¿Querés que te apague la luz o te la dejo hasta que te levantes?”, me preguntó desde la puerta. No sé cómo alcancé a decirle que era lo mismo, algo así, y escuché el ruido de la puerta al cerrarse y entonces me tapé la cabeza con las frazadas y qué le iba a hacer, a pesar de los cólicos me mordí las dos manos y lloré tanto que nadie, nadie puede imaginarse lo que lloré mientras la maldecía y la insultaba y le clavaba un cuchillo en el pecho cinco, diez, veinte veces, maldiciéndola cada vez y gozando de lo que sufría y de cómo me suplicaba que la perdonase por lo que me había hecho.


         Es lo de siempre, che Suárez, uno corta y abre, y en una de esas la gran sorpresa. Claro que a la edad del pibe tiene todas las chances a su favor, pero lo mismo le voy hablar claro al padre, no sea cosa que en una de esas tengamos un lío. Lo más probable es que haya una buena reacción, pero ahí hay algo que falla, pensá en lo que pasó al comienzo de la anestesia: parece mentira en un pibe de esa edad. Lo fui a ver a las dos horas y lo encontré bastante bien si pensás en lo que duró la cosa. Cuando entró el doctor De Luisi yo estaba secándole la boca al pobre, no terminaba de vomitar y todavía le duraba la anestesia pero el doctor lo auscultó lo mismo y me pidió que no me moviera de su lado hasta que estuviera bien despierto. Los padres siguen en la otra pieza, la buena señora se ve que no está acostumbrada a estas cosas, de golpe se le acabaron las paradas, y el viejo parece un trapo. Vamos, Pablito, vomitá si tenés ganas y quejate todo lo que quieras, yo estoy aquí, sí, claro que estoy aquí, el pobre sigue dormido pero me agarra la mano como si se estuviera ahogando. Debe creer que soy la mamá, todos creen eso, es monótono. Vamos, Pablo, no te muevas así, quieto que te va a doler más, no, dejá las manos tranquilas, ahí no te podes tocar. Al pobre le cuesta salir de la anestesia. Marcial me dijo que la operación había sido muy larga. Es raro, habrán encontrado alguna complicación: a veces el apéndice no está tan a la vista, le voy a preguntar a Marcial esta noche. Pero sí, m'hijito, estoy aquí, quéjese todo lo que quiera pero no se mueva tanto, yo le voy a mojar los labios con este pedacito de hielo en una gasa, así se le va pasando la sed. Si, querido, vomitá más, aliviate todo lo que quieras. Que fuerza tenés en las manos, me vas a llenar de moretones, sí, sí, llorá si tenés ganas, llorá, Pablito, eso alivia, llorá y quejate, total estás tan dormido y creés que soy tu mamá. Sos bien bonito, sabés, con esa nariz un poco respingada y esas pestañas como cortinas, parecés mayor ahora que estás tan pálido. Ya no te pondrías colorado por nada, verdad, mi pobrecito. Me duele, mamá, me duele aquí, dejame que me saque ese peso que me han puesto, tengo algo en la barriga que pesa tanto y me duele, mamá, decile a la enfermera que me saque eso. Sí, m'hijito, ya se le va a pasar, quédese un poco quieto, por qué tendrás tanta fuerza, voy a tener que llamar a María Luisa para que me ayude. Vamos, Pablo, me enojo si no te estás quieto, te va a doler mucho más si seguís moviéndote tanto. Ah, parece que empezás a darte cuenta, me duele aquí, señorita Cora, me duele tanto aquí, hágame algo por favor, me duele tanto aquí, suélteme las manos, no puedo más, señorita Cora, no puedo más.
         Menos mal que se ha dormido el pobre querido, la enfermera me vino a buscar a las dos y media y me dijo que me quedara un rato con él que ya estaba mejor, pero lo veo tan pálido, ha debido perder tanta sangre, menos mal que el doctor De Luisi dijo que todo había salido bien. La enfermera estaba cansada de luchar con él, yo no entiendo por qué no me hizo entrar antes, en esta clínica son demasiado severos. Ya es casi de noche y el nene ha dormido todo el tiempo, se ve que está agotado, pero me parece que tiene mejor cara, un poco de color. Todavía se queja de a ratos pero ya no quiere tocarse el vendaje y respira tranquilo, creo que pasará bastante buena noche. Como si yo no supiera lo que tengo que hacer, pero era inevitable; apenas se le pasó el primer susto a la buena señora le salieron otra vez los desplantes de patrona, por favor que al nene no le vaya a faltar nada por la noche, señorita. Decí que te tengo lástima, vieja estúpida, si no ya ibas a ver cómo te trataba. Las conozco a éstas, creen que con una buena propina el último día lo arreglan todo. Y a veces la propina ni siquiera es buena, pero para qué seguir pensando, ya se mandó mudar y todo está tranquilo. Marcial, quedate un poco, no ves que el chico duerme, contame lo que pasó esta mañana. Bueno, si estás apurado lo dejamos para después. No, mirá que puede entrar María Luisa, aquí no, Marcial. Claro, el señor se sale con la suya, ya te he dicho que no quiero que me beses cuando estoy trabajando, no está bien. Parecería que no tenemos toda la noche para besamos, tonto. Andáte. Váyase le digo, o me enojo. Bobo, pajarraco. Si, querido, hasta luego. Claro que sí. Muchísimo.
         Está muy oscuro pero es mejor, no tengo ni ganas de abrir los ojos. Casi no me duele, que bueno estar así respirando despacio, sin esas náuseas. Todo está tan callado, ahora me acuerdo que vi a mamá, me dijo no sé qué, yo me sentía tan mal. Al viejo lo miré apenas, estaba a los pies de la cama y me guiñaba un ojo, el pobre siempre el mismo. Tengo un poco de frío, me gustaría otra frazada. Señorita Cora, me gustaría otra frazada. Pero sí estaba ahí, apenas abrí los ojos la vi sentada al lado de la ventana leyendo un revista. Vino en seguida y me arropó, casi no tuve que decirle nada porque se dio cuenta en seguida. Ahora me acuerdo, yo creo que esta tarde la confundía con mamá y que ella me calmaba, o a lo mejor estuve soñando. ¿Estuve soñando, señorita Cora? Usted me sujetaba las manos, ¿verdad? Yo decía tantas pavadas, pero es que me dolía mucho, y las náuseas... Discúlpeme, no debe ser nada lindo ser enfermera. Sí, usted se ríe pero yo sé, a lo mejor la manché y todo. Bueno, no hablaré más. Estoy tan bien así, ya no tengo frío. No, no me duele mucho, un poquito solamente. ¿Es tarde, señorita Cora? Sh, usted se queda calladito ahora, ya le he dicho que no puede hablar mucho, alégrese de que no le duela y quédese bien quieto. No, no es tarde, apenas las siete. Cierre los ojos y duerma. Así. Duérmase ahora.
         Si, yo querría pero no es tan fácil. Por momentos me parece que me voy a dormir, pero de golpe la herida me pega un tirón o todo me da vueltas en la cabeza, y tengo que abrir los ojos y mirarla, está sentada al lado de la ventana y ha puesto la pantalla para leer sin que me moleste la luz. ¿Por qué se quedará aquí todo el tiempo? Tiene un pelo precioso, le brilla cuando mueve la cabeza. Y es tan joven, pensar que hoy la confundí con mamá, es increíble. Vaya a saber qué cosas le dije, se debe haber reído otra vez de mí. Pero me pasaba hielo por la boca, eso me aliviaba tanto, ahora me acuerdo, me puso agua colonia en la frente y en el pelo, y me sujetaba las manos para que no me arrancara el vendaje. Ya no está enojada conmigo, a lo mejor mamá le pidió disculpas o algo así, me miraba de otra manera cuando me dijo: “Cierre los ojos y duérmase.” Me gusta que me mire así, parece mentira lo del primer día cuando me quitó los caramelos. Me gustaría decirle que es tan linda, que no tengo nada contra ella, al contrario, que me gusta que sea ella la que me cuida de noche y no la enfermera chiquita. Me gustaría que me pusiera otra vez agua colonia en el pelo. Me gustaría que me pidiera perdón, que me dijera que la puedo llamar Cora.
         Se quedó dormido un buen rato, a las ocho calculé que el doctor De Luisi no tardaría y lo desperté para tomarle la temperatura. Tenía mejor cara y le había hecho bien dormir. Apenas vio el termómetro sacó una mano fuera de las cobijas, pero le dije que se estuviera quieto. No quería mirarlo en los ojos para que no sufriera pero lo mismo se puso colorado y empezó a decir que él podía muy bien solo. No le hice caso, claro, pero estaba tan tenso el pobre que no me quedó más remedio que decirle: “Vamos, Pablo, ya sos un hombrecito, no te vas a poner así cada vez, verdad?” Es lo de siempre, con esa debilidad no pudo contener las lágrimas; haciéndome la que no me daba cuenta anoté la temperatura y me fui a prepararle la inyección. Cuando volvió yo me había secado los ojos con la sábana y tenía tanta rabia contra mí mismo que hubiera dado cualquier cosa por poder hablar, decirle que no me importaba, que en realidad no me importaba pero que no lo podía impedir. “Esto no duele nada”, me dijo con la jeringa en la mano. “Es para que duermas bien toda la noche.” Me destapó y otra vez sentí que me subía la sangre a la cara, pero ella se sonrió un poco y empezó a frotarme el muslo con un algodón mojado. “No duele nada”, le dije porque algo tenía que decirle, no podía ser que me quedara así mientras ella me estaba mirando. “Ya ves”, me dijo sacando la aguja y frotándome con el algodón. “Ya ves que no duele nada. Nada te tiene que doler, Pablito.” Me tapó y me pasó la mano por la cara. Yo cerré los ojos y hubiera querido estar muerto, estar muerto y que ella me pasara la mano por la cara, llorando.


         Nunca entendí mucho a Cora pero esta vez se fue a la otra banda. La verdad que no me importa si no entiendo a las mujeres, lo único que vale la pena es que lo quieran a uno. Si están nerviosas, si se hacen problema por cualquier macana, bueno nena, ya está, déme un beso y se acabó. Se ve que todavía es tiernita, va a pasar un buen rato ante de que aprenda a vivir en este oficio maldito, la pobre apareció esta noche con una cara rara y me costo media hora hacerle olvidar esas tonterías. Todavía no ha encontrado la manera de buscarle la vuelta a algunos enfermos, ya le pasó con la vieja del veintidós pero yo creía que desde entonces habría aprendido un poco, y ahora este pibe le vuelve a dar dolores de cabeza. Estuvimos tomando mate en mi cuarto a eso de las dos de la mañana, después fue a darle la inyección y cuando volvió estaba de mal humor, no quería saber nada conmigo. Le queda bien esa carucha de enojada, de tristona, de a poco se la fui cambiando, y al final se puso a reír y me contó, a esa hora me gusta tanto desvestirla y sentir que tiembla un poco como si tuviera frío. Debe ser muy tarde, Marcial. Ah, entonces puedo quedarme un rato todavía, la otra inyección le toca a las cinco y media, la galleguita no llega hasta las seis. Perdoname, Marcial, soy una boba, mirá que preocuparme tanto por ese mocoso, al fin y al cabo lo tengo dominado pero de a ratos me da lástima, a esa edad son tan tontos, tan orgullosos, si pudiera le pediría al doctor Suárez que me cambiara, hay dos operados en el segundo piso, gente grande, uno les pregunta tranquilamente si han ido de cuerpo, les alcanza la chata, los limpia si hace falta, todo eso charlando del tiempo o de la política, es un ir y venir de cosas naturales, cada uno esta en lo suyo, Marcial, no como aquí, comprendés. Sí, claro que hay que hacerse a todo, cuántas veces me van a tocar chicos de esa edad, es una cuestión de técnica como decís vos. Sí, querido, claro. Pero es que todo empezó mal por culpa de la madre, eso no se ha borrado, sabés, desde el primer minuto hubo como un malentendido, y el chico tiene su orgullo y le duele, sobre todo que al principio no se daba cuenta de todo lo que iba a venir y quiso hacerse el grande, mirarme como si fueras vos, como un hombre. Ahora ya ni le puedo preguntar si quiere hacer pis, lo malo es que sería capaz de aguantarse toda la noche si yo me quedara en la pieza. Me da risa cuando me acuerdo, quería decir que sí y no se animaba, entonces me fastidió tanta tontería y lo obligué para que aprendiera a hacer pis sin moverse, bien tendido de espaldas. Siempre cierra los ojos en esos momentos pero es casi peor, esta a punto de llorar o de insultarme, está entre las dos cosas y no puede, es tan chico, Marcial, y esa buena señora que lo ha de haber criado como un tilinguito, el nene de aquí y el nene de allí, mucho sombrero y saco entallado pero en el fondo el bebé de siempre, el tesorito de mamá. Ah, y justamente le vengo a tocar yo, el alto voltaje como decís vos, cuando hubiera estado tan bien con María Luisa que es idéntica a su tía y que lo hubiera limpiado por todos lados sin que se le subieran los colores a la cara. No, la verdad, no tengo suerte. Marcial.


         Estaba soñando con la clase de francés cuando encendió la luz del velador, lo primero que le veo es siempre el pelo, será porque se tiene que agachar para las inyecciones o lo que sea, el pelo cerca de mi cara, una vez me hizo cosquillas en la boca y huele tan bien, y siempre se sonríe un poco cuando me está frotando con el algodón, me frotó un rato largo antes de pincharme y yo le miraba la mano tan segura que iba apretando de a poco la jeringa, el líquido amarillo que entraba despacio, haciéndome doler. “No, no me duele nada.” Nunca le podré decir: “No me duele nada, Cora.” Y no le voy a decir señorita Cora, no se lo voy a decir nunca. Le hablaré lo menos que pueda y no la pienso llamar señorita Cora aunque me lo pida de rodillas. No, no me duele nada. No, gracias, me siento bien, voy a seguir durmiendo. Gracias.
         Por suerte ya tiene de nuevo sus colores pero todavía esta muy decaído, apenas si pudo darme un beso, y a tía Esther casi no la miró y eso que le había traído las revistas y una corbata preciosa para el día en que lo llevemos a casa. La enfermera de la mañana es un amor de mujer, tan humilde, con ella sí da gusto hablar, dice que el nene durmió hasta las ocho y que bebió un poco de leche, parece que ahora van a empezar a alimentarlo, tengo que decirle al doctor Suárez que el cacao le hace mal, o a lo mejor su padre ya se lo dijo porque estuvieron hablando un rato. Si quiere salir un momento, señora, vamos a ver cómo anda este hombre. Usted quédese, señor Morán, es que a la mamá le puede hacer impresión tanto vendaje. Vamos a ver un poco, compañero. ¿Ahí duele? Claro, es natural. Y ahí, decime si ahí te duele o solamente está sensible. Bueno, vamos muy bien, amiguito. Y así cinco minutos, si me duele aquí, si estoy sensible más acá, y el viejo mirándome la barriga como si me la viera por primera vez. Es raro pero no me siento tranquilo hasta que se van, pobres viejos tan afligidos pero qué le voy a hacer, me molestan, dicen siempre lo que no hay que decir, sobre todo mamá, y menos mal que la enfermera chiquita parece sorda y le aguanta todo con esa cara de esperar propina que tiene la pobre. Mirá que venir a jorobar con lo del cacao, ni que yo fuese un niño de pecho. Me dan unas ganas de dormir cinco días seguidos sin ver a nadie, sobre todo sin ver a Cora, y despertarme justo cuando me vengan a buscar para ir a casa. A lo mejor habrá que esperar unos días más, señor Morán, ya sabrá por De Luisi que la operación fue más complicada de lo previsto, a veces hay pequeñas sorpresas. Claro que con la constitución de ese chico yo creo que no habrá problema, pero mejor dígale a su señora que no va a ser cosa de una semana como se pensó al principio. Ah, claro, bueno, de eso usted hablará con el administrador, son cosas internas. Ahora vos fijate si no es mala suerte, Marcial, anoche te lo anuncié, esto va a durar mucho más de lo que pensábamos. Sí, ya sé que no importa pero podrías ser un poco más comprensivo, sabés muy bien que no me hace feliz atender a ese chico, y a él todavía menos, pobrecito. No me mirés así, por qué no le voy a tener lástima. No me mirés así.
         Nadie me prohibió que leyera pero se me caen las revistas de la mano, y eso que tengo dos episodios por terminar y todo lo que me trajo tía Esther. Me arde la cara, debo de tener fiebre o es que hace mucho calor en esta pieza, le voy a pedir a Cora que entorne un poco la ventana o que me saque una frazada. Quisiera dormir, es lo que más me gustaría, que ella estuviese allí sentada leyendo una revista y yo durmiendo sin verla, sin saber que esta allí, pero ahora no se va a quedar más de noche, ya pasó lo peor y me dejarán solo. De tres a cuatro creo que dormí un rato, a las cinco justas vino con un remedio nuevo, unas gotas muy amargas. Siempre parece que se acaba de bañar y cambiar, está tan fresca y huele a talco perfumado, a lavanda. “Este remedio es muy feo, ya sé”, me dijo, y se sonreía para animarme. “No, es un poco amargo, nada más”, le dije. “¿Cómo pasaste el día?”, me preguntó, sacudiendo el termómetro. Le dije que bien, que durmiendo, que el doctor Suárez me había encontrado mejor, que no me dolía mucho. “Bueno, entonces podés trabajar un poco”, me dijo dándome el termómetro. Yo no supe qué contestarle y ella se fue a cerrar las persianas y arregló los frascos en la mesita mientras yo me tomaba la temperatura. Hasta tuve tiempo de echarle un vistazo al termómetro antes de que viniera a buscarlo. “Pero tengo muchísima fiebre”, me dijo como asustado. Era fatal, siempre seré la misma estúpida, por evitarle el mal momento le doy el termómetro y naturalmente el muy chiquilín no pierde tiempo en enterarse de que está volando de fiebre. “Siempre es así los primeros cuatro días, y además nadie te mandó que miraras”, le dije, más furiosa contra mí que contra él. Le pregunté si había movido el vientre y me dijo que no. Le sudaba la cara, se la sequé y le puse un poco de agua colonia; había cerrado los ojos antes de contestarme y no los abrió mientras yo lo peinaba un poco para que no le molestara el pelo en la frente. Treinta y nueve nueve era mucha fiebre, realmente. “Tratá de dormir un rato”, le dije, calculando a qué hora podría avisarle al doctor Suárez. Sin abrir los ojos hizo un gesto como de fastidio, y articulando cada palabra me dijo: “Usted es mala conmigo, Cora.” No atiné a contestarle nada, me quedé a su lado hasta que abrió los ojos y me miró con toda su fiebre y toda su tristeza. Casi sin darme cuenta estiré la mano y quise hacerle una caricia en la frente, pero me rechazó de un manotón y algo debió tironearle en la herida porque se crispó de dolor. Antes de que pudiera reaccionar me dijo en voz muy baja: “Usted no sería así conmigo si me hubiera conocido en otra parte.” Estuve al borde de soltar una carcajada, pero era tan ridículo que me dijera eso mientras se le llenaban los ojos de lágrimas que me pasó lo de siempre, me dio rabia y casi miedo, me sentí de golpe como desamparada delante de ese chiquilín pretencioso. Conseguí dominarme (eso se lo debo a Marcial, me ha enseñado a controlarme y cada ves lo hago mejor), y me enderecé como si no hubiera sucedido nada, puse la toalla en la percha y tapé el frasco de agua colonia. En fin, ahora sabíamos a qué atenernos, en el fondo era mucho mejor así. Enfermera, enfermo, y pare de contar. Que el agua colonia se la pusiera la madre, yo tenía otras cosas que hacerle y se las haría sin más contemplaciones. No sé por qué me quedé más de lo necesario. Marcial me dijo cuando se lo conté que había querido darle la oportunidad de disculparse, de pedir perdón. No sé, a lo mejor fue eso o algo distinto, a lo mejor me quedé para que siguiera insultándome, para ver hasta dónde era capaz de llegar. Pero seguía con los ojos cerrados y el sudor le empapaba la frente y las mejillas, era como si me hubiera metido en agua hirviendo, veía manchas violeta y rojas cuando apretaba los ojos para no mirarla sabiendo que todavía estaba allí, y hubiera dado cualquier cosa para que se agachara y volviera a secarme la frente como si yo no le hubiera dicho eso, pero ya era imposible, se iba a ir sin hacer nada, sin decirme nada, y yo abriría los ojos y encontraría la noche, el velador, la pieza vacía, un poco de perfume todavía, y me repetiría diez veces, cien veces, que había hecho bien en decirle lo que le había dicho, para que aprendiera, para que no me tratara como a un chico, para que me dejara en paz, para que no se fuera.


         Empiezan siempre a la misma hora, entre seis y siete de la mañana, debe ser una pareja que anida en las cornisas del patio, un palomo que arrulla y la paloma que le contesta, al rato se cansan, se lo dije a la enfermera chiquita que viene a lavarme y a darme el desayuno, se encogió de hombros y dijo que ya otros enfermos se habían quejado de las palomas pero que el director no quería que las echaran. Ya ni sé cuánto hace que las oigo, las primeras mañanas estaba demasiado dormido o dolorido para fijarme, pero desde hace tres días escucho a las palomas y me entristecen, quisiera estar en casa oyendo ladrar a Milord, oyendo a tía Esther que a esta hora se levanta para ir a misa. Maldita fiebre que no quiere bajar, me van a tener aquí hasta quién sabe cuándo, se lo voy a preguntar al doctor Suárez esta misma mañana, al fin y al cabo podría estar lo más bien en casa. Mire, señor Morán, quiero ser franco con usted, el cuadro no es nada sencillo. No, señorita Cora, prefiero que usted siga atendiendo a ese enfermo, y le voy a decir por qué. Pero entonces. Marcial... Vení, te voy a hacer un café bien fuerte, mirá que sos potrilla todavía, parece mentira. Escuchá, vieja, he estado hablando con el doctor Suárez, y parece que el pibe...
         Por suerte después se callan, a lo mejor se van volando por ahí, por toda la ciudad, tienen suerte las palomas. Qué mañana interminable, me alegré cuando se fueron los viejos, ahora les da por venir más seguido desde que tengo tanta fiebre. Bueno, si me tengo que quedar cuatro o cinco días más aquí, qué importa. En casa sería mejor, claro, pero lo mismo tendría fiebre y me sentiría tan mal de a ratos. Pensar que no puedo ni mirar una revista, es una debilidad como si no me quedara sangre. Pero todo es por la fiebre, me lo dijo anoche el doctor De Luisi y el doctor Suárez me lo repitió esta mañana, ellos saben. Duermo mucho pero lo mismo es como si no pasara el tiempo, siempre es antes de las tres como si a mí me importaran las tres o las cinco. Al contrario, a las tres se va la enfermera chiquita y es una lástima porque con ella estoy tan bien. Si me pudiera dormir de un tirón hasta la medianoche sería mucho mejor. Pablo, soy yo, la señorita Cora. Tu enfermera de la noche que te hace doler con las inyecciones. Ya sé que no te duele, tonto, es una broma. Seguí durmiendo si querés, ya está. Me dijo: “Gracias” sin abrir los ojos, pero hubiera podido abrirlos, sé que con la galleguita estuvo charlando a mediodía aunque le han prohibido que hable mucho. Antes de salir me di vuelta de golpe y me estaba mirando, sentí que todo el tiempo me había estado mirando de espaldas. Volví y me senté al lado de la cama, le tomé el pulso, le arreglé las sábanas que arrugaba con sus manos de fiebre. Me miraba el pelo, después bajaba la vista y evitaba mis ojos. Fui a buscar lo necesario para prepararlo y me dejó hacer sin una palabra, con los ojos fijos en la ventana, ignorándome. Vendrían a buscarlo a las cinco y media en punto, todavía le quedaba un rato para dormir, los padres esperaban en la planta baja porque le hubiera hecho impresión verlos a esa hora. El doctor Suárez iba a venir un rato antes para explicarle que tenían que completar la operación, cualquier cosa que no lo inquietara demasiado. Pero en cambio mandaron a Marcial, me tomó de sorpresa verlo entrar así pero me hizo una seña para que no me moviera y se quedó a los pies de la cama leyendo la hoja de temperatura hasta que Pablo se acostumbrara a su presencia. Le empezó a hablar un poco en broma, armó la conversación como él sabe hacerlo, el frío en la calle, lo bien que se estaba en ese cuarto, él lo miraba sin decir nada, como esperando, mientras yo me sentía tan rara, hubiera querido que Marcial se fuera y me dejara sola con él, yo hubiera podido decírselo mejor que nadie, aunque quizá no, probablemente no. Pero si ya lo sé, doctor, me van a operar de nuevo, usted es el que me dio la anestesia la otra vez, y bueno, mejor eso que seguir en esta cama y con esta fiebre. Yo sabía que al final tendrían que hacer algo, por qué me duele tanto desde ayer, un dolor diferente, desde más adentro. Y usted, ahí sentada, no ponga esa cara, no se sonría como si me viniera a invitar al cine. Váyase con él y béselo en el pasillo, tan dormido no estaba la otra tarde cuando usted se enojó con él porque la había besado aquí. Váyanse los dos, déjenme dormir, durmiendo no me duele tanto.


         Y bueno, pibe, ahora vamos a liquidar este asunto de una vez por todas, hasta cuándo nos vas a estar ocupando una cama, ché. Contá despacito, uno, dos, tres. Así va bien, vos seguí contando y dentro de una semana estás comiendo un bife jugoso en casa. Un cuarto de hora a gatas, nena, y vuelta a coser. Había que verle la cara a De Luisi, uno no se acostumbra nunca del todo a estas cosas. Mirá, aproveché para pedirle a Suárez que te relevaran como vos querías, le dije que estás muy cansada con un caso tan grave; a lo mejor te pasan al segundo piso si vos también le hablás. Está bien, hacé como quieras, tanto quejarte la otra noche y ahora te sale la samaritana. No te enojés conmigo, lo hice por vos. Sí, claro que lo hizo por mí pero perdió el tiempo, me voy a quedar con él esta noche y todas las noches. Empezó a despertarse a las ocho y medía, los padres se fueron en seguida porque era mejor que no los viera con la cara que tenían los pobres, y cuando llegó el doctor Suárez me preguntó en voz baja si quería que me relevara María Luisa, pero le hice una seña de que me quedaba y se fue. María Luisa me acompañó un rato porque tuvimos que sujetarlo y calmarlo, después se tranquilizó de golpe y casi no tuvo vómitos; está tan débil que se volvió a dormir sin quejarse mucho hasta las diez. Son las palomas, vas a ver, mamá, ya están arrullando como todas las mañanas, no sé por qué no las echan, que se vuelen a otro árbol. Dame la mano, mamá, tengo tanto frío. Ah, entonces estuve soñando, me parecía que ya era de mañana y que estaban las palomas. Perdóneme, la confundí con mamá. Otra vez desviaba la mirada, se volvía a su encono, otra vez me echaba a mí toda la culpa. Lo atendí como si no me diera cuenta de que seguía enojado, me senté junto a él y le mojé los labios con hielo. Cuando me miró, después que le puse agua colonia en las manos y la frente, me acerqué más y le sonreí. “Llamame Cora”, le dije. “Yo sé que no nos entendimos al principio, pero vamos a ser tan buenos amigos, Pablo.” Me miraba callado. “Decime: Sí, Cora.” Me miraba, siempre. “Señorita Cora”, dijo después, y cerró los ojos. “No, Pablo, no”, le pedí, besándolo en la mejilla, muy cerca de la boca. “Yo voy a ser Cora para vos, solamente para vos.” Tuve que echarme atrás, pero lo mismo me salpicó la cara. Lo sequé, le sostuve la cabeza para que se enjuagara la boca, lo volví a besar hablándole al oído. “Discúlpeme”, dijo con un hilo de voz, “no lo pude contener”. Le dije que no fuera tonto, que para eso estaba yo cuidándolo, que vomitara todo lo que quisiera para aliviarse. “Me gustaría que viniera mamá”, me dijo, mirando a otro lado con los ojos vacíos. Todavía le acaricié un poco el pelo, le arreglé las frazadas esperando que me dijera algo, pero estaba muy lejos y sentí que lo hacía sufrir todavía más si me quedaba. En la puerta me volví y esperé; tenía los ojos muy abiertos, fijos en el cielo raso. “Pablito”, le dije. “Por favor, Pablito. Por favor, querido.” Volví hasta la cama, me agaché para besarlo; olía a frío, detrás del agua colonia estaba el vómito, la anestesia. Si me quedo un segundo más me pongo a llorar delante de él, por él. Lo besé otra vez y salí corriendo, bajé a buscar a la madre y a María Luisa; no quería volver mientras la madre estuviera allí, por lo menos esa noche no quería volver y después sabía demasiado bien que no tendría ninguna necesidad de volver a ese cuarto, que Marcial y María Luisa se ocuparían de todo hasta que el cuarto quedara otra vez libre.

Humberto Costantini, reseña del autor y su obra

Humberto Costantini: «[Hay que] atornillarse a la silla».
Humberto Cacho Costantini (Buenos Aires, 8 de abril de 1924 – Buenos Aires, 7 de junio de 1987) fue un escritor porteño. Hijo único de inmigrantes judíos italianos, residió en el barrio de Villa Pueyrredón.
De su primer matrimonio con Nela Nur Fernández nacieron tres hijos: Violeta, Ana y Daniel. Completó sus estudios universitarios y se recibió de médico veterinario. Ejerció su profesión en los campos cercanos a la ciudad de Lobería (provincia de Buenos Aires), donde se trasladó con su esposa. En estos años nacieron sus dos hijas.

En 1955 regresó a Buenos Aires, donde ejercio diversos oficios, veterinario, vendedor, ceramista, investigador, etc. Al poco tiempo de volver a Buenos Aires, nació su hijo Daniel. A la par de ejercer

estos oficios escribía, corregía, volvía a escribir diariamente, con una disciplina férrea, «atornillado a la silla», como solía decir. Su primer libro de cuentos, De por aquí nomás se publicó en 1958 y a partir de allí una larga bibliografía que abarca todos los géneros literarios, cuento, poesía, teatro, novela hasta su obra inconclusa: Rapsodia de Raquel Liberman en la cual, en tono bíblico, relata la gesta de una prostituta judía, esclavizada por la siniestra Zwi Migdal, quien se rebela contra este destino y deja su vida en ello.
Y aquí aparece una vez más el tema fundamental, el eje conductor de la obra y de la vida de Costantini: «Hacer lo recto a los ojos de Jehová, es decir acatar su destino...», como él solía decir. Esta actitud, este hacer lo recto, lo lleva en muchos momentos de su vida a, como Raquel, enfrentarse con los poderosos. Costantini es víctima de persecuciones políticas y de listas negras, de alcahuetes y chupamedias. Esta postura que Cacho, como lo llamaban sus amigos, ejercía sin aspavientos, naturalmente, como único camino posible para transitar por la vida, le generaba odios y lealtades profundas. Con Costantini no había medias tintas, o se era honesto o se era chanta. Costantini no perdonaba las agachadas de ninguna índole y esto lo hacía público.
Desde joven se involucra en la militancia política, desde su época de estudiante se enfrenta con los fascistas de la Alianza Libertadora Nacionalista, militó en el Partido Comunista y posteriormente se alejó por tener serias divergencias con la conducción burocrática y prosoviética. Consecuente con su «hacer lo recto...» es su emotiva y profunda admiración hacia Ernesto Che Guevara. En los años setenta milita en la izquierda revolucionaria (Partido Revolucionario de los Trabajadores - Ejército Revolucionario del Pueblo) junto a otros escritores como Haroldo Conti y Roberto Santoro, quienes, secuestrados por la criminal dictadura cívico-militar, aún permanecen desaparecidos. Escribe, entre sobresaltos y escapadas, en casas clandestinas, a horas impensadas, la novela De dioses, hombrecitos y policías, que publica en México y con la que obtiene el Premio Casa de las Américas. De esta novela dijo Julio Cortázar, «me encanta lo que Humberto Costantini hace y tengo mucha confianza en su trabajo. Para mi él es un escritor muy importante».
En la novela, reeditada en 2009 por ediciones Lea, presenta los años de la dictadura en Argentina desde una perspectiva paródica. Narra la intervención de dioses que manejan a su antojo tanto a hombrecitos como a los policías, mientras unos y otros ignoran la presencia de los olímpicos y su protección o condena. Estos dioses griegos son especiales, no protegen a héroes sino a antihéroes. Y su conducta ―para nada ejemplar― desacredita su autoridad. De dioses, hombrecitos y policías pone en primer plano la circunstancia de un intelectual de la época, al haber sido escrita entre el campo minado de la persecución y el tembladeral del exilio.
En 1976 Humberto Costantini es obligado exiliarse en México. Allí continúa su obra y obtiene premios importantes. Padece el exilio «que lo obliga a pasar lista diariamente a sus seres queridos como si a la ciudad la asolara un tifón...». Conduce talleres literarios y publica, hace programas de radio y se enamora. Como dijo a su regreso: «En fin, viví». Otra de sus pasiones fue el tango.
Admirador de Osvaldo Pugliese, de Aníbal Pichuco Troilo y de Eduardo Arolas, fue cantor y bailarín, conocedor de letras y de historias de tango. En las reuniones de amigos no faltaba una guitarra que acompañara su voz llena de pasión en la milonga Marieta o en El adiós de Gabino Ezeiza. Compuso milongas y letras de tangos, algunos de ellos fueron grabados.
En 1983 regresa a Buenos Aires después de 7 años, 7 meses y 7 días de exilio. Allí vive la primavera democrática. Camina por su ciudad, conversa con las paredes de su barrio y con viejos amigos de la infancia, atorrantea boquiabierto por su Buenos Aires.
Su obra ha sido publicada en varios países e idiomas, entre otros en alemán, checo, inglés, finlandés, hebreo, polaco, sueco y ruso.
Contrae cáncer, enfermedad que lo lleva a la muerte ―a los 63 años― la madrugada del 7 de junio de 1987. La noche anterior había trabajado como cada día, aprovechando el leve bienestar entre quimioterapias, en su novela La rapsodia de Raquel Liberman, de la cual alcanzó a completar dos tomos. Esta obra permanece inédita.

Obras

  • De por aquí nomás (cuentos) ediciones en 1958/1965/1969
  • Un señor alto, rubio de bigotes (cuentos) ediciones en 1963/1969/1972
  • Tres monólogos (teatro) ediciones en 1964/1969
  • Cuestiones con la vida (poemas) ediciones en 1966/1970/1976/1982/1986
  • Una vieja historia de caminantes (cuentos) edición en 1970
  • Háblenme de Funes (tres novelas breves) ediciones en 1970/1980; llevada al cine.
  • Libro de Trelew (narración épica) edición en 1973
  • Más cuestiones con la vida (poemas) edición en 1974
  • Bandeo (cuentos) ediciones en 1975/1980
  • De dioses, hombrecitos y policías (novela) ediciones en 1979/1984/2009
  • Una pipa larga, larga, con cabeza de jabalí (teatro) edición en 1981
  • La larga noche de Francisco Sanctis (novela) edición en 1984
  • En la noche (cuentos) edición en 1985
  • Chau, Pericles (teatro completo) edición en 1986
  • La rapsodia de Raquel Liberman (novela; dos tomos de tres concluidos; 1987
  • El cielo entre los durmientes(cuento)

Mientras agonizo (1930), la obra maestra de William Faulkner ANALISIS

Mientras agonizo (1930), la obra maestra de William Faulkner

Mientras agonizo de William Faulkner. (PDF)

El mejor comienzo de toda la novela norteamericana del siglo veinte pertenece a Mientras agonizo (1930), la obra maestra de William Faulkner. El libro consiste de cincuenta y nueve monólogos interiores, cincuenta y tres de ellos de miembros de la familia Bundren. Los Bundren son un orgulloso clan de blancos pobres que entre inundaciones y fuegos pugnan heroicamente por llevar el ataúd que contiene el cadáver de Addie, la madre, al cementerio de Jefferson, Mississippi, donde ella deseaba que la enterraran junto a su padre. Diecinueve secciones, incluida la primera, son habladas por el notable Darl Bundren, un visionario que finalmente cruza la frontera de la locura. Al comienzo de la novela oímos la conciencia de Darl mientras va con su hermano enemigo, Jewel, hasta la casa en donde está muriendo Addie:

Jewel y yo subimos del campo, siguiendo el sendero en fila de uno. Aunque yo voy cinco metros por delante, cualquiera que nos mire desde la barraca del algodonal verá el raído y roto sombrero de paja de Jewel una cabeza por encima de la mía.

Al subir la cuesta, Darl oye a su hermano carpintero, Cash, serrando madera para el ataúd de la madre y hace esta observación desapasionada:

Buen carpintero. Imposible que Addie Bundren encuentre uno mejor ni una caja mejor donde estar. Le dará confianza y consuelo.

Sin el amor de Addie, el disociado Darl insiste en que él no tiene madre y su extraordinaria conciencia refleja la convicción. Severo, sencillo, digno, sugestivo, el comienzo de Mientras agonizo presagia la originalidad de la novela más sorprende del autor. Los rivales de Faulkner no escribieron nada parecido. El gran Gatsby de Scott Fitzgerald empieza con el padre de Nicle Carraway diciéndole: "Sólo recuerda que no todos en este mundo han tenido las ventajas que tuviste tú", admonición muy saludable de no criticar a los demás pero francamente lejana a la sublimidad de Faulkner. Por su pare, Hemingway empieza Fiesta con la siguiente ironía: "En un tiempo Robert Cohn había sido en Princeton campeón de boxeo peso mediano". Faulkner también está mucho más allá de esto. Creo que el único rival posible para el comienzo de Mientras agonizo, dentro de su tipo, es el de la pasmosa Meridiano de sangre (1985), de Cormac McCarthy, donde el narrador nos presenta al Chico, protagonista trágico a quien finalmente destruirá el siniestro y "yaguesco" juez Holden:

Vean al niño. Es pálido y flaco, lleva una camisa de hilo delgada y harapienta. Alimenta el ruego de la cocina. Afuera se extienden campos ensombrecidos con jirones de nieve y más allá bosques oscuros que todavía albergan algunos de los últimos lobos. Viene de una familia de talladores de madera y constructores de acequias pero en verdad su padre ha sido maestro. Se apoya en la bebida, cita poetas que ya nadie conoce. Acuclillado frente al fuego el muchacho lo mira.

En esta gran prosa se funden los acentos de Hermán Melville y de William Faulkner. Pero, como me ocupo de Meridiano de sangre al final de esta serie, vuelvo de momento a Mientras agonizo. El título se refiere a Addie Bundren, que muere poco después de que empiece el libro — un deliberado tour-de-force —, pero Faulkner citaba de memoria las amargas palabras que el espectro de Agamenón dice a Ulises en la Odisea (libro XI, el Descenso a los muertos):

Y la cara de perra, enviándome al Hades, no se dignó siquiera cerrarme los ojos mientras agonizaba.

Asesinado por su mujer y el amante de ésta, tanto Agamenón como su destino tienen poco que ver con la novela. Faulkner quería más la frase que el contexto y la tomó, aunque acaso también haya querido sugerir que la falta de amor entre Addie Bundren y su hijo tiene alguna semejanza con la relación de Clitemnestra con Orestes y Electra. Clitemnestra es la "cara de perra" que envía a Agamenón al Hades sin cerrarle los ojos, y en todo caso Addie es más desagradable aún que ella.

Aunque Faulkner no numera los cincuenta y nueve monólogos interiores que constituyen el libro, sugiero al lector que por comodidad, y en bien de las referencias bibliográficas, lo haga en su ejemplar de bolsillo. Addie sólo dice una sección, la cuadragésima, pero le alcanza para enajenar a cualquiera:

Me acuerdo que mi padre siempre decía que la razón de vivir era prepararse a estar mucho tiempo muerto. Y como yo tenía que mirarlos un día tras otro, cada cual con su secreto y su pensamiento egoísta, y con la sangre extraña a la sangre del otro y a la mía, y pensaba que al parecer para mí ese era el único modo de prepararme para estar muerta, odiaba a mi padre por haber tenido la idea de plantarme. No veía la hora de que cometieran una falta para poder azotarlos. Cuando caía el látigo lo sentía en mi carne; cuando abría y laceraba la que corría era mi sangre, y con cada latigazo pensaba: ¡Ahora os enteráis de que existo! Ya soy algo en vuestra vida secreta y egoísta, ahora que os he marcado la sangre con mi sangre para siempre...

Uno empieza a comprender por qué esta mujer sádicamente perturbada quiere que la entierren junto al padre. Muerta, Addie es una maldición mayor aún que cuando vivía; esto vemos a medida que se nos cuenta la saga grotesca, heroica, a veces cómica y siempre atroz de los cinco hijos y el marido que cruzan fuegos y torrentes para llevar el cadáver hasta el deseado lugar de reposo. Farsa trágica, Mientras agonizo tiene, no obstante, inmensa dignidad estética y es una sostenida pesadilla de lo que, sombríamente, Freud llamó "novela familiar". Ciertos críticos píos han tratado de interpretarla como afirmación de los valores familiares cristianos, pero creo que semejante juicio dejará al lector perplejo. Como en otros momentos de su gran década (1929 — 1939), la visión novelística de Faulkner se basa en un horror de familias y comunidades y ofrece como valor único la paciencia estoica, que en este caso no basta para salvar al dotado Darl Bundren del loquero.

Las tonalidades de los monólogos interiores — sobre todo de los diecinueve de Darl — son tan irónicas, que al principio el lector puede sentir que Faulkner prescinde demasiado de guiarle la respuesta. No hay género que pueda asistirnos para comprender esta epopeya de blancos pobres de Mississippi cumpliendo el último deseo de una madre espantosa. Prácticamente el único principio que une a los Bundren es el honor familiar, ya que el padre, Anse, es a su modo tan destructivo como Addie. Los tres monólogos que se le dan a Anse — los número 9, 26 y 28 (si uno los numera) — lo establecen como un manipulador caprichoso, terco y taimado, tan egoísta como la mujer.

Dewey Dell, única hija, tiene su dignidad; pero no encuentra fuerzas para llorar a la madre porque, como blanca pobre soltera y embarazada, está obligada a buscar en vano un modo de abortar en secreto. El niño Vardaman simplemente niega la muerte de Addie; hace agujeros en el ataúd para que respire y al fin la identifica con un gran pez que atrapó mientras ella agonizaba: "Mi madre es un pez". Faulkner centra la novela en la conciencia de Darl Bundren y en los actos heroicos de los otros hijos, Cash el carpintero y Jewel el jinete (hijo natural de Addie, fruto de una relación adúltera con el reverendo Whitfield).

Jewel es feroz, temerario y sólo capaz de expresarse mediante la acción intensa. Su único monólogo (el 4), una protesta contra Cash por la confección del ataúd, concluye con una visión posesiva: él protegerá a la madre moribunda de la familia y el mundo entero:

... no será con todos los cabrones de la comarca viniendo a mirarla porque si hay un Dios para qué demonios está. Será con ella y yo solos en lo alto de una colina y yo tirándoles a la cara las piedras de la colina, levantando piedras y arrojándoselas colina abajo a la cara y los dientes y todo por Dios hasta que ella esté tranquila...

Jewel y Darl se odian con pasión mutua y entre Darl y Dewey Dell hay una hostilidad oscura, implícitamente incestuosa. Cash, que mantiene un vínculo cálido con todos los hermanos, es simple, directo y heroicamente resistente, y como Jewel un hombre de valor físico irreflexivo. Pero Darl es el corazón y la grandeza de Mientras agonizo, y claramente el narrador sustituto de Faulkner.

Darl acaba en algo parecido a la esquizofrenia, pero es de una singularidad y un poder visionario imposibles de reducir a la locura. Todos los monólogos interiores son notables. He aquí el final del décimo séptimo de los diecinueve:

...y como el sueño es no — es y la lluvia y el viento son era, eso no es. Pero la carreta es, porque cuando la carreta sea era, Addie Bundren no será. Y Jewel es, así que Addie Bundren tiene que ser. Y entonces yo tengo que ser, si no no podría vaciarme para dormir en una habitación extraña. Y entonces si todavía no me he vaciado es que soy es.

Cuántas veces me he acostado con lluvia bajo un techo extraño, pensando en casa.

Dudoso de su identidad, Darl tiene una percepción shakesperiana de la nada que es una versión del nihilismo de Faulkner (siempre en la gran etapa de 1929 — 1939), y de su experiencia durante la guerra, que consistió en entrenarse como piloto de la Fuerza Aérea Británica pero no volar nunca. A Darl, que estuvo en la Primera Guerra Mundial, la experiencia apenas le ha marcado la conciencia. Como le repugna la terrible odisea de llevar el cadáver en carreta hasta donde Addie nació, casi sabotea el esfuerzo prendiendo fuego a un granero; pero sólo consigue inspirar en Jewel un heroísmo renovado.

Faulkner hace continuo hincapié en que Darl es un sabedor. Sabe que su hermana está embarazada, que Jewel no es hijo de Anse, que en el verdadero sentido su madre no es su madre y que la actitud humana es una especie de desastre aborigen. Y sabe que hasta el paisaje es un vacío, una caída desde una realidad previa. Así en la sección 34:

... Sobre la superficie incesante se alzan — árboles, cañas, enredaderas — sin raíces, cercenadas de la tierra, espectrales sobre una escena de desolación inmensa pero circunscrita llena de la voz del agua yerma y doliente.

Poeta y metafísico intuitivo, Darl se encuentra peligrosamente cerca de un precipicio al cual debe caer. Las heridas psíquicas que lleva son el legado de la frialdad de Addie y el egoísmo de Anse; está destinado a la demencia. Para él no hay salida; sólo siente deseo sexual por la hermana y la familia es su condena.

En el último monólogo (57) que le oímos está tan disociado que todas sus percepciones, más anómalas que nunca, lo observan en tercera persona. Dos guardias lo escoltan en tren al manicomio del estado, y la voz interior nos hace añicos:

Uno se sentó a su lado y el otro se sentó enfrente de él de espaldas al viaje. Uno tenía que viajar de espaldas porque el dinero del estado tenía una cara para cada reverso y un reverso para cada cara y ellos viajan con el dinero del estado lo cual es incesto. Las monedas tienen una mujer de un lado y un búfalo del otro; dos caras y ninguna espalda.

Partido en dos, Darl conversa consigo mismo pero no deja de ver: "el dinero del estado lo cual es incesto". Acecha este pasaje la rabelesiana burla de Yago del amor heterosexual — el amor es una bestia de dos espaldas —, pero hay una consideración más profundamente shakesperiana en el dinero del estado visto como incesto; no estamos muy lejos de Medida por medida.

Puede que Mientras agonizo se le haga difícil al lector. Bien, es difícil; pero legítimamente. Faulkner, que tenía una aguda necesidad de ser su propio padre, exaspera a ciertas feministas con su identificación implícita pero obsesiva de la sexualidad femenina con la muerte. La cordura de Darl muere con la madre, y en cierto sentido su trastorno explícita lo que en los hermanos permanece mudo. En este libro la naturaleza es en sí misma una herida. André Gide hizo la extraña observación de que los personajes de Faulkner carecían de alma; lo que quería decir es que los Bundren, como los Compson de El ruido y la furia, no tenían esperanza, no podían creer que alguna vez fueran a levantarles la condena. Dios se niega a entablar alianza alguna con los Bundren o los Compson, tal vez porque vienen de un abismo y a él deben regresar. Quizá por eso Dewey Dell grite que cree en Dios con tanta desesperación. Mientras agonizo hace un retrato catastrófico de la condición humana, con la familia nuclear como la catástrofe más terrible.

ROSAURA A LAS DIEZ (resumen y sintesis capitulo por capitulo)

rosaura a las diez (resumen y sintesis capitulo por capitulo)

Resumen de rosaura a las diez:

La novela Rosaura a las diez empieza con la declaración de la señora Milagros Ramoneda. Ella es la narradora y cuenta la historia de todo lo que ocurrió. Primero, ella dice que todo comenzó hace seis meses cuando el cartero trajo un sobre rosa. Pero, después de pensar más, dice que será mejor que diga que empezó hace doce años cuando un nuevo huésped vino a vivir en su casa. La Señora Milagros es una viuda y la dueña de la hospedería llamada La Madrileña. Ella tiene tres hijas, Matilde, Enilde, y Clotilde. Siempre había pensionistas viviendo en su casa. El hombre que llegó un día a La Madrileña se llamaba Camilo Canegato. Pidió un cuarto con pensión. Camilo era un poco misterioso porque no tenía ni un pariente. Su padre había muerto hace un mes. Estaba solo en el mundo y quería vivir en La Madrileña. Camilo era un pintor de cuadros y un especialista en retratos al óleo.
Milagros decribe los primeros días que Camilo vivió en su casa y entonces da solo un resumen de los doce años y continúa con el presente. Camilo era el huésped modelo, era calladito y modosito, pero tuvo secretos. Siempre iba a la mesa con muchos frascos de jarabes y pastillas. Cuando Milagros le preguntaba para qué tenía esa farmacia, Camilo le contestaba que tomaba las medicinas porque tenía fatiga en el cerebro y mucho sueño. Milagros le sugirió comer más. Otra cosa sospechosa era que durante los doce años, Camilo nunca recibió cartas o llamadas por teléfono, no tenía parientes ni amigos. Milagros y sus tres hijas eran la familia que él no tenía. Pero, ella cuenta que seis meses antes ocurrió algo insólito. El cartero trajó una carta para Camilo Canegato. Porque el sobre era de color rosa y tenía el olor de perfume, Milagros sabía que era correspondencia de una mujer. Después de este día, cada miércoles, llegaba por correo una carta dirigida a Camilo. Milagros y su hijas estaban muy interesadas en el misterio y ellas descubrieron el lugar donde Camilo escondía todas las cartas. Ellas leyeron las cartas y descubrieron que una mujer, que se llamaba Rosaura, estaba enamorada de Camilo.
Las cartas llegaron durante ocho semanas, y, un miércoles, llegó una carta donde faltaba el nombre de Camilo. Milagros leyó la carta antes que Camilo regresara a la casa. Ella no podía creer que Camilo haya vivido con ellas por tanto tiempo y nunca haya dicho nada de una mujer. Cuando él llegó a la hospedería todos se sentaron a la mesa y Milagros le preguntó a Camilo sobre la mujer y él les contó toda la historia.
Un día un hombre le preguntó a Camilo si quería ir con él porque tenía un cuadro deteriorado y pensaba que Camilo podía ayudarlo. Este hombre era muy rico y tenía una casa muy grande. Camilo aceptó el trabajo de la restauración del retrato de la difunta esposa de aquel hombre. Después de empezar el trabajo, el hombre le ofreció a Camilo otro trabajo. El hombre quiso que Camilo pintara un dibujo de su hija Rosaura. Camilo estaba muy feliz porque pensaba que Rosaura era muy bonita. La tía de Rosaura se sentaba con ellos cuando Camilo dibujaba, pero ella siempre se dormía. Durante las sesiones de pintura Camilo y Rosaura se enamoraron. Pero, un dia, llegó una carta de Rosaura que decía «Adiós para siempre». Rosaura terminó su relación porque su padre quería que ella se casara con su primo segundo. Camilo estaba muy triste pero sentía que no podía hacer nada. Milagros decía que él debía luchar por su felicidad. Toda la ayuda de Milagros y sus hijas fue inútil. Milagros sugería que Camilo la raptara, fuera por las calles con el retrato de Rosaura, o pusiera un aviso en todos los diarios con grandes letras: «Rosaura. Te espero. Camilo.» A Camilo no le gustaba ninguna de las ideas. Él solo se sentía más y más triste.
Una noche cuando todos cenaban, Rosaura llegó a La Madrileña a las diez. Milagros estaba muy felíz, la abrazó y la besó. Rosaura era muy bonita, no tenía ningún defecto físico. Ella era más valiente que Camilo porque dejaría todo y se vendría a La Madrileña. Durante todo eso, Camilo se quedó en el comedor y no habló. Milagros hablaba con Rosaura y descubrió que ella se había peleado con su padre la noche anterior y escapó. Pero Rosaura no decía mucho, no contestó a todas las preguntas de Milagros. Se quedó en silencio con ojos de perro apaleado. Milagros notó que Rosaura tenía manchas como de golpes y pensaba que el padre lo había hecho. Milagros dio un cuarto a Rosaura y David y Camilo se quedaron en el mismo cuarto. Había problemas porque David y Rosaura eran amigos. Camilo no dijo nada, pero era posible que él tuviera celos. Un dia Milagros oyó voces y gritos en el cuarto de Rosaura. Rosaura estaba llorando pero no dijo nada sobre lo que occurió.
A pesar de que Camilo y Rosaura nunca hablaron, ellos decidieron casarse. Cuando se estaban preparando para la boda necesitaban documentos de identidad. Rosaura tenía su cédula y Clotilde, una hija de Milagros, notó que el nombre en la cédula era Marta Córrega. Rosaura le explicó que solo firmó las cartas con el nombre «Rosaura,» y que su nombre realmente era Marta Córrega. Es un misterio por qué razón ella usó un nombre falso. Pero ellos se casaron y se fueron al Hotel Wien para la noche de bodas. De allí partirían al día siguiente para Córdoba, Argentina. Después de la celebración todos estaban un poco achispados y nadie notó la ausencia de David Réguel. Milagros despertó en la noche cuando oyó el timbre y muchas voces. Como un huracán entró David Réguel con las noticias. Dijo que Camilo Canegato mató a Rosaura en un hotel cerca de Rio de la Plata en Buenos Aires.
Cuando Milagros terminó contando su declaración, David Réguel empezó su versión de la historia. Él tuvo una perspectiva muy diferente, solo podría ver el mal en Camilo Canegato. Estaba seguro que Camilo mató a Rosaura y en su declaración a la policia habló de la motivación y dijo que el asesinato tuvo una razón. David tuvo una teoría completa con una tesis, hipótesis y demostración. Era muy obvio que él era más culto y mundano pero sus ideas eran muy negativas. Dijo que Camilo era un «gurrumino» (Denevi 102) y desconfiaba a causa de su vulnerabilidad física. Dijo que Camilo era un hombre que produjo resentimientos y un hombre así era potencialmente peligroso. Camilo se enojó pero nunca dijo nada, solo sudaba mucho. David también contó que Milagros lo trataba sin ninguna consideración y lo explotaba.
David admitió que le gustaba Rosaura, pero también que ella era una de esas espléndidas mujeres que tenían que pasarse la vida encerradas en sus casas. Ella era espiritualmente frustrada. Solo quería a Camilo porque los pintores tienen una aureola falsa de genialidad triste y dulzona. Pero David dijo que Camilo tenía una doblez inconcebible. Un momento Camilo estaba muy tranquilo y el próximo estaba violento. Rosaura no sabía nada del mundo. En la casa de Rosaura, Camilo tenía un poder infinito. Por esta razón, Camilo seducía a Rosaura. David pensaba que la relación entre Rosaura y Camilo llegaría a un momento en que la víctima no ofrecería ya ningún nuevo incentivo a la tentación del corruptor. Camilo no quería una afinidad con Rosaura, la detestó. Él no podía dejar a Rosaura porque ella sabía donde él vivía. Camilo quería mudarse pero Milagros dijo que él no podía. David hablaba del sábado cuando todos estaban dormidos. Él vio a Camilo en puntas de pies y lo espió. Camilo entró del cuarto de Rosaura y le habló brutalmente. Dijo que era necesario que ella se fuera. Pero, finalmente, Rosaura se casó con Camilo y estaba contenta. Después de la boda, los dos salieron para el Hotel Wein, pero en realidad fueron a un hotelucho infame llamado Hotel La Media Luna. Era misterioso porque el hotel era muy malo, ¿por qué se quedaron allí? David y la policía veían a Rosaura muerta en su cuarto y David estaba seguro que Camilo la mató.
Después de la declaración de David Réguel, se inicia una conversación entre Camilo y un inspector llamado Julián Baigorri. Camilo contestó las preguntas del inspector pero decían una historia totalmente diferente que la que contaron Milagros o David. Dijo que trabajó en el taller y fue un restaurador de cuadros, pero no pintó, solo restauró. A veces pintaba dibujos usando una foto para el diseño. Su padre era severo y silencioso y nunca conoció a su madre porque ella murió cuando era niño. A Camilo le gustaba Milagros y sus hijas. Ellas eran como una familia, eran buena gente. Se quedó en La Madrileña por doce años porque sentía terror por cualquier cambio.
El inspector acusó a Camilo por la falsificación del documento de Rosaura, pero Camilo dijo que Rosaura jamás existió y que Señor Belgrano no tuvo ninguna hija. Camilo dijo, «Pero, en esa realidad, yo interpolé un sueño, y mi sueño se llama Rosaura, yo introduje un fantasma, y el fantasma se llama Rosaura» (Denevi 129). Rosaura era una pura invención de su mente. Camilo escribió todas las cartas, tenía la escritura redonda y prolija como una mujer. Fabricó todo en su cabeza. Dijo, «Soñar, vivir, ¿dónde está la diferencia?» (Denevi 130). Sus sueños expresan sus deseos reprimidos. Soñaba con Rosaura durante el día cuando estaba despierto. Soñaba que una mujer le amaba y usaba la relación entre Matilde y Hernández como ejemplo. Camilo dijo, «Soñé hasta el punto de hacer que mi sueño penetrara en la realidad» (Denevi 133). El inspector dijo que Camilo era un loco o un cínico.
Cuando «Rosaura» llegó a La Madrileña Camilo la ignoró. Dijo que no recordaba nada en el tiempo en que Rosaura llegó y cuando ellos estaban en el carro. En la habitación del hotel Rosaura se reía locamente. Camilo quería que ella se detuviera y él oprimió su garganta. Camilo salió, pero cuando salió ella estaba viva. Ella respiraba y le miraba. Cuando volvió un rato después, con David Réguel y la policía, ella estaba muerta. Era posible que otra persona la matara. El hombre del hotel estaba afuera de la puerta. Tenía una cara con cicatrices y se llamaba Turco. También había un muchacho alto vestido con una camisa amarilla. Este hecho es muy importante porque entonces la historia es más complicada.
La ultima declaración es de la Señorita Eufrasia Morales. Ella trabajaba en La Madrileña y hasta entonces estaba escondida. Ella no tuvo una gran parte en la historia, pero era posible que ella guardara un objeto de mucha importancia. Habló de la mucama de la hospedería, llamada Elsa. Elsa trabajó en La Madrileña desde hace varios años y amaba a Camilo Canegato. Ella limpiaba su cuarto y le servía la comida. Pero, cuando ella supo que él andaba de amores, las dos muestras de predilección desaparecieron instantáneamente. Solo Eufrasia se daba cuenta de que Elsa espiaba a Camilo. Eufrasia hablaba de la tarde del sábado cuando ella dejaba de tejer y se acostaba. Pero su cama estaba junto a la pared que separaba su habitación de la que fue de Rosaura. Oyó voces que parecían como una disputa, pero no entendía una sola palabra. Escuchó un rato y oyó que Rosaura dijo, «Para que me vaya vas a tener que darme todo lo que tenés en el banco. Ni por un peso menos me voy de aquí» (Denevi 150). Todas las personas corrieron al cuarto cuando escucharon los gritos. Elsa estaba en el cuarto de Rosaura con todos los huéspedes y no había vuelto a su habitación después. Cuando Rosaura y Milagros fueron al comedor, Elsa entraba al cuarto de Rosaura. Aquel día Rosaura perdió una carta que había escrito. Ella pensó que Camilo la robó. Pero al día siguiente Elsa pidió un dia libre. Ella era un poco sospechosa.
La parte final del libro incluye la carta desaparecida de Rosaura. Elsa tenía la carta. La escritura no guardaba ninguna semejanza con las otras cartas que Camilo recibió. La tercera página fue bruscamente interrumpida. La carta estaba dirigida a Rosa China, la mujer que lavaba la ropa de Camilo. Fue escrita por Marta Correga (Rosaura) a su tía Rosa. Marta Correga usó el nombre de Rosaura para esconder su identidad. Ella justo salió de la prisión después de cinco años. Entró cuando tenía veintiséis años y cuando salió, se sentía mucho más vieja. No tenía nada, caminaba por las calles sin un centavo. Todo era diferente en su mundo y sus amigos no vivían en los mismos lugares. Ella llegó al Palacio Marinera donde vivía Iris, una amiga. Era rebajarse demasiado, pero ellas fueron a vivir juntas como dos hermanas. Iris la ayudaba mucho. Consigió una nueva cédula de identidad para Marta. María Correa pasó a llamarse Marta Correga. Entonces, ella tuvo dos nombres antes de Rosaura.
Turco era el dueño del Palacio Marinera y tenía cicatrices en su cara. Era amigo de Iris y fabricó la cédula de Marta. Cuando Iris le preguntó a Marta si ella quería trabajar para ellos, Marta dijo que no le gustaba Turco. Había un otro hombre llamado Ministro que era el ayudante de Turco. Él había golpeado a Marta porque no le gustan las mujeres. Ministro era un mal hombre. Marta escribió que había descendido a lo más bajo y no le gustaba. Entonces ella escapó. Pero, luego estaba sola en la ciudad y sola en el mundo. Recordó que su tía planchaba la ropa de un hombre que se llamaba Camilo Canegato en la pensión La Madrileña. Su tía Rosa China, le dio una foto de ella a él y Camilo pintó el retrato. Marta solo quería encontrar a Camilo para recuperar su dinero, y si era necesario, ella casaría con él. Se maquilló y fue a La Madrileña. Cuando llegó la gente salió del interior de la casa y le llamó Rosaura. Ella no entendió porqué.
Por todo esto, la novela Rosaura a las diez era complicada y muy compleja. Porque todos los testigos dieron sus propias declaraciones, no se podía saber la verdad hasta el final. Camilo imaginó a Rosaura, pero ella nunca existió. Tenía una foto de Marta Correga y la llamada «Rosaura». Fue una coincidencia que Marta llegara a La Madrileña y quisiera casarse con Camilo. Al final, Camilo estranguló a Marta pero no la mató. El hombre llamado Turco fue el asesino.

El cuarteto de Alejandría, Lawrence Durrell

El cuarteto de Alejandría

El cuarteto de Alejandría (The Alexandria Quartet) es una tetralogía de novelas del escritor Lawrence Durrell, que se publicaron desde 1957 hasta 1960. Tuvieron un gran éxito, tanto de crítica como de público. Presentan cuatro perspectivas diferentes de un mismo conjunto de personajes y acontecimientos que tienen lugar en Alejandría, Egipto, antes y durante la II Guerra Mundial.
Las cuatro novelas son:
<![if !supportLists]>·         <![endif]>Justine (1957)
<![if !supportLists]>·         <![endif]>Balthazar (1958)
<![if !supportLists]>·         <![endif]>Mountolive (1958)
<![if !supportLists]>·         <![endif]>Clea (1960)
Es El cuarteto de Alejandría la obra que le convierte en un clásico de nuestro tiempo, debido en buena medida a su exploración de las posibilidades del lenguaje narrativo, y que provocó entusiastas comparaciones del autor con Proust y Faulkner. Como buena parte de su narrativa, procede de su experiencia personal como diplomático en Grecia, Yugoslavia, Chipre y Egipto y se caracteriza por la experimentación formal en cuanto al tratamiento del tiempo y el espacio.
En 1957, publicó "Justine", la primera novela de la tetralogía. Estas obras se refieren a los acontecimientos en Alejandría justo antes y durante la segunda guerra mundial. Los primeros tres libros cuentan en esencia la misma historia, pero desde diferentes perspectivas, una técnica que Durrell describió en su nota introductoria a "Balthazar" como "relativista". Sólo en la parte final, "Clea", la historia avanza en el tiempo y alcanza un desenlace.
En estas novelas investiga el amor en todas sus formas, y pasajes de gran belleza se mezclan con estudios sobre la corrupción y con una compleja investigación sensual.
El cuarteto impresionó a los críticos por la riqueza de su estilo, la variedad y viveza de sus personajes, su movimiento entre lo personal y lo político, y sus localizaciones exóticas en la ciudad y sus alrededores que Durrell retrata como su principal protagonista: "... la ciudad que nos usaba como su flora - precipitando en nosotros conflictos que eran de ella y que nosotros erróneamente creíamos que eran nuestros: ¡querida Alejandría!" En la crítica sobre el Cuarteto del suplemento literario de The Times, se afirmaba: "Si alguna vez una obra llevó una firma instantáneamente reconocible en cada frase, esta es". Se sugirió que Durrell podría ser nominado al premio Nobel de Literatura, pero esto no llegó a materializarse.
Dada la complejidad de la obra, probablemente fuese inevitable que la versión en cine de George Cukor: Justine (1969) simplificase la historia hasta el punto del melodrama, y no fue bien recibida.