viernes, 30 de mayo de 2014

Los asesinos, Ernest Hemingway

Los asesinos[Cuento. Texto completo.]
Ernest Hemingway

La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.
-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.
-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?
-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.
-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.
-Todavía no está listo.
-¿Entonces para qué carajo lo pones en la carta?
-Esa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.
George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.
-Son las cinco.
-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.
-Adelanta veinte minutos.
-Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer?
-Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté.
-A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.
-Esa es la cena.
-¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?
-Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado...
-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.
-Dame tocineta con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.
-¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.
-Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol y otras bebidas gaseosas -enumeró George.
-Dije si tienes algo para tomar.
-Sólo lo que nombré.
-Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?
-Summit.
-¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.
-No -le contestó éste.
-¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al.
-Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.
-Así es -dijo George.
-¿Así que crees que así es? -Al le preguntó a George.
-Seguro.
-Así que eres un chico vivo, ¿no?
-Seguro -respondió George.
-Pues no lo eres -dijo el otro hombrecito-. ¿No es cierto, Al?
-Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó-: ¿Cómo te llamas?
-Adams.
-Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No es vivo, Max?
-El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max.
George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocineta con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.
-¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al.
-¿No te acuerdas?
-Jamón con huevos.
-Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.
-¿Qué miras? -dijo Max mirando a George.
-Nada.
-Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.
-En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.
George se rió.
- no te rías -lo cortó Max-. No tienes nada de qué reírte, ¿entiendes?
-Está bien -dijo George.
-Así que piensas que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.
-Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.
-¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a Max.
-Ey, chico vivo -llamó Max a Nick-, anda con tu amigo del otro lado del mostrador.
-¿Por? -preguntó Nick.
-Porque sí.
-Mejor pasa del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.
-¿Qué se proponen? -preguntó George.
-Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?
-El negro.
-¿El negro? ¿Cómo el negro?
-El negro que cocina.
-Dile que venga.
-¿Qué se proponen?
-Dile que venga.
-¿Dónde se creen que están?
-Sabemos muy bien dónde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso?
-Por lo que dices, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tienes que ponerte a discutir con este chico? -y luego a George-: Escucha, dile al negro que venga acá.
-¿Qué le van a hacer?
-Nada. Piensa un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?
George abrió la portezuela de la cocina y llamó:
-Sam, ven un minutito.
El negro abrió la puerta de la cocina y salió.
-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.
-Muy bien, negro -dijo Al-. Quédate ahí.
El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:
-Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete.
-Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Vuelve a la cocina, negro. Tú también, chico vivo.
El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, el lugar había sido una taberna.
-Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no dices algo?
-¿De qué se trata todo esto?
-Ey, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.
-¿Por qué no le cuentas? -se oyó la voz de Al desde la cocina.
-¿De qué crees que se trata?
-No sé.
-¿Qué piensas?
Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.
-No lo diría.
-Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.
-Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escúchame, chico vivo -le dijo a George desde la cocina-, aléjate de la barra. Tú, Max, córrete un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.
-Dime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué piensas que va a pasar?
George no respondió.
-Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?
-Sí.
-Viene a comer todas las noches, ¿no?
-A veces.
-A las seis en punto, ¿no?
-Si viene.
-Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?
-De vez en cuando.
-Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como tú, está bueno ir al cine.
-¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?
-Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.
-Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.
-¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George.
-Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.
-Cállate -dijo Al desde la cocina-. Hablas demasiado.
-Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?
-Hablas demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.
-¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?
-Uno nunca sabe.
-En un convento judío. Ahí estuviste tú.
George miró el reloj.
-Si viene alguien, dile que el cocinero salió. Si después de eso se queda, le dices que cocinas tú. ¿Entiendes, chico vivo?
-Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después?
-Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.
George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de la calle se abrió y entró un conductor de tranvías.
-Hola, George -saludó-. ¿Me sirves la cena?
-Sam salió -dijo George-. Volverá en alrededor de una hora y media.
-Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
-Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Eres un verdadero caballero.
-Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.
-No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.
A las siete menos cinco George habló:
-Ya no viene.
Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sándwich de jamón con huevos "para llevar", como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en las bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó. El cliente pagó y salió.
-El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.
-¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
-Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max.
Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.
-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.
-Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.
En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.
-¿Por qué carajo no consigues otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego se marchó.
-Vamos, Al -insistió Max.
-¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?
-No va a haber problemas con ellos.
-¿Estás seguro?
-Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.
-No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, tú hablas demasiado.
-Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?
-Igual hablas demasiado -insistió Al. Éste salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con las manos enguantadas.
-Adiós, chico vivo -le dijo a George-. La verdad es que tuviste suerte.
-Cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.
Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.
-No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. No quiero que vuelva a pasarme.
Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en la boca.
-¿Qué carajo...? -dijo pretendiendo seguridad.
-Querían matar a Ole Andreson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.
-¿A Ole Andreson?
-Sí, a él.
El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.
-¿Ya se fueron? -preguntó.
-Sí -respondió George-, ya se fueron.
-No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.
-Escucha -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.
-Está bien.
-Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene meterte.
-Si no quieres no vayas -dijo George.
-No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantente al margen.
-Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?
El cocinero se alejó.
-Los jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer -dijo.
-Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.
-Voy para allá.
Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.
-¿Está Ole Andreson?
-¿Quieres verlo?
-Sí, si está.
Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.
-¿Quién es?
-Alguien que viene a verlo, señor Andreson -respondió la mujer.
-Soy Nick Adams.
-Pasa.
Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.
-¿Qué pasa? -preguntó.
-Estaba en el negocio de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.
Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.
-Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.
Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.
-George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.
-No hay nada que yo pueda hacer -Ole Andreson dijo finalmente.
-Le voy a decir cómo eran.
-No quiero saber cómo eran -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por venir a avisarme.
-No es nada.
Nick miró al grandote que yacía en la cama.
-¿No quiere que vaya a la policía?
-No -dijo Ole Andreson-. No sería buena idea.
-¿No hay nada que yo pueda hacer?
-No. No hay nada que hacer.
-Tal vez no lo dijeron en serio.
-No. Lo decían en serio.
Ole Andreson volteó hacia la pared.
-Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.
-¿No podría escapar de la ciudad?
-No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de escapar.
Seguía mirando a la pared.
-Ya no hay nada que hacer.
-¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?
-No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.
-Mejor vuelvo adonde George -dijo Nick.
-Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.
Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.
-Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No debe sentirse bien. Yo le dije: "Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este", pero no tenía ganas.
-No quiere salir.
-Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?
-Sí, ya sabía.
-Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es tan amable.
-Bueno, buenas noches, señora Hirsch -saludó Nick.
-Yo no soy la señora Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la señora Bell.
-Bueno, buenas noches, señora Bell -dijo Nick.
-Buenas noches -dijo la mujer.
Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.
-¿Viste a Ole?
-Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.
El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.
-No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.
-¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George.
-Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.
-¿Qué va a hacer?
-Nada.
-Lo van a matar.
-Supongo que sí.
-Debe haberse metido en algún lío en Chicago.
-Supongo -dijo Nick.
-Es terrible.
-Horrible -dijo Nick.
Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.
-Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.
-Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.
-Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick.
-Sí -dijo George-. Es lo mejor que puedes hacer.
-No soporto pensar que él espera en su cuarto y sabe lo que le pasará. Es realmente horrible.
-Bueno -dijo George-. Mejor deja de pensar en eso.
FIN

domingo, 25 de mayo de 2014

Respiración artificial R Piglia, resumen y analisis de la novela

Respiración artificial (Novela)

Respiración artificial es una novela del escritor argentino Ricardo Piglia, publicada en 1980 por la editorial argentina Pomaire. La obra, elogiada por la crítica, ha sido objeto de varios estudios. La cita de T.S. Eliot que sirve de epígrafe -“We had the experience but missed the meaning, an approach to the meaning restores the experience” (teníamos la experiencia pero perdimos su sentido, y acercarse al sentido restaura la experiencia)- es la clave para entender la novela. En una contracarátula del libro se dice: "Concebida como un sistema de citas, referencias culturales, alusiones, plagios, pariodias y pastiches, la novela de Piglia no sólo es la puesta en escena del viejo sueño de Walter Benjamin ("producir una obra que consistiera únicamente en citas"); también es una moderna y sutil versión de las novelas policiacas".
La primera parte de la novela, esencialmente epistolar, desarrolla una enigmática trama basada en cuatro personajes de diferentes generaciones -un tío, Marcelo Maggi, y su sobrino, el joven escritor Emilio Renzi, el suegro del tío y el abuelo del suegro-, y sus relaciones con la vida política argentina desde mediados del siglo XIX hasta los años setenta del XX. El hilo que los une son los escritos del bisabuelo, un exiliado sifilítico que se suicidó, y que fueron conservados por la familia.
La segunda parte, la más atractiva para los críticos, desarrolla teorías literarias a través de las conversaciones entre dos personajes y Piglia derrocha en ella cultura y erudición.
Nótese que el nombre del joven escritor, Emilio Renzi, está compuesto por el segundo nombre de Piglia y su segundo apellido.
Introducción
Piglia escribe Respiración artificial en la Argentina, desde una situación histórica muy difícil. La restricción a la actividad cultural era enorme. Esto lo lleva a desarrollar un estilo enfocado a reflejar la situación represiva, y al mismo tiempo a escapar, por medio de una codificación particular, de la censura. Respiración artificial se publica cuatro años después del golpe militar del 76, en plena actividad del régimen del "Proceso de Reorganización Nacional".
Lo cierto es que los intelectuales debieron buscar un lenguaje alternativo que lograra oponerse al régimen que sustentaba "el monopolio del saber, del poder y de la palabra." (Pons: 32)
En el caso de Piglia, desarrolla en Respiración artificial un discurso que "se hace aún más interesante cuando descubrimos que la narración es utilizada para ocultar más que para mostrar" (Massman: 98). La forma de la novela compone una sucesión de elementos, de tipos discursivos (cartas, monólogos, diálogos, documentos) que son una metáfora de ese tiempo en el que se vivía en la oscuridad, la incomprensión, el miedo, la incertidumbre.
"Estos subtextos que componen esta novela, si bien no hablan directamente de la realidad argentina, sí pretenden restaurar la polifonía de voces acallada por el régimen dictatorial." (Massman: 103) De hecho, a Piglia le interesa de la ficción su relación específica con la verdad, y encuentra que toda ideología o construcción de la realidad está hecha de ficción, de "historias". Le parece que la Argentina de la dictadura militar "es un buen lugar para ver hasta qué punto el discurso del poder adquiere a menudo la forma de una ficción criminal. El discurso militar ha tenido la pretensión de ficcionalizar lo real para borrar la opresión" (Piglia-c: 11)
Esto no quiere decir que Piglia esté de acuerdo del todo con posiciones como la de M. Foucault, en que toda realidad es una construcción hecha por medio de un discurso o una red de varios discursos, porque "hay zonas de la realidad, las relaciones de dominio y opresión por ejemplo, que no son meramente discursivas. Las relaciones de dominación son materiales y sobre ellas se establecen relaciones discursivas.(Piglia-c:11)" Una ficción es utilizada, entonces, como forma de dominación, como forma de promover y mantener ciertas relaciones materiales a las que se desea llevar a su realización:
La sociedad vista como una trama de relatos, un conjunto de historias y de ficciones que circulan entre la gente. Hay un circuito personal, privado, de la narración. Y hay una voz pública, un movimiento social del relato. El Estado centraliza esas historias; el Estado narra. Cuando se ejerce el poder político se está siempre imponiendo una manera de contar la realidad (Piglia-c: 43)
El discurso que mantuvo la dictadura puede entenderse como una ficción no sólo por su poder diegético, sino porque –además- manifiesta el mensaje, el código, pero oscurece en gran medida el referente, por medio de figuras que distorsionan el "grado cero"del lenguaje, y por consiguiente obstruyendo una aprehensión conciente del mensaje implícito.
De esta manera, en la dictadura militar, se construye una versión de la realidad, "los militares aparecían en ese mito como el reaseguro médico de la sociedad." Piglia describe esta ficción política como "la teoría del cuerpo extraño que había penetrado en el tejido social y que debía ser extirpado." Se anticipa lo que iba a suceder en secreto, se dice abiertamente el crimen de forma que parezca una metáfora, cuando era una realidad material, directa. Se desarrolla entonces una figura compleja, una vocación a ocultar la verdad al representarla como si se tratara de una figura retórica:
"En verdad, ese relato venía a encubrir una realidad criminal, de cuerpos mutilados y operaciones sangrientas. Pero al mismo tiempo la aludía explícitamente. Decía todo y no decía nada: la estructura del relato de terror (Piglia-c: 114)."
En este sentido puede entenderse que la misión de Luciano Ossorio, de Maggi y de Renzi; primero el del pensador, luego el del historiador y por último el del escritor de ficción, es comprender esas tramas de la ficción social que el poder controla, para descifrar la verdad escondida, y para poder reconstruir el "relato de los vencidos" que les revele la realidad histórica verdadera: "Podríamos decir que hay siempre una versión de los vencidos. Un relato fragmentado, casi anónimo, que resiste y construye interpretaciones alternativas y alegorías (Piglia-c: 45)."
Se tratará de analizar en las siguientes páginas cómo esta actividad es una estrategia que se encuentra implícita en la obra para que el lector, el destinatario del mensaje que quiere el narrador, pueda vislumbrar una manera de aproximarse a la verdad que le toca descodificar.
Desarrollo
El que Renzi reciba los papeles de Enrique es una incitación a que descubra la historia no oficial, la que está por debajo, la de los derrotados, de la que él como todos los otros personajes de Respiración artificial forman parte. Tardewski hace toda una filosofía personal en torno al fracaso, considerando que es la posición que un filósofo de verdad debe mantener para poder desarrollar correctamente su pensamiento sistemático y su vida: "Estaba convencido de que esos individuos eran los que ejercían, dijo, la verdadera función de conocimiento que siempre es destructiva (Piglia-a: 144)." "…ese fracaso que él había descubierto, tardíamente pero con total certeza, como la única verdadera forma de vivir que puede considerarse, de modo cabal, filosófica (Piglia-a: 156)."
La novela por excelencia, tal como se ha desarrollado en la Argentina, como "una forma nacional de usar la ficción que viene de Sarmiento y llega hasta Macedonio y Marechal (Piglia-c: 100)", usa la red de ficciones que constituyen el fundamento social y lo reconstruye (Piglia-c:101). La novela política por excelencia es aquella que capta el núcleo social oculto por medio de su entramado de relatos. Es la literatura la que habla del futuro por medio del presente. La literatura política, para Piglia, debe ser una literatura que cuente una utopía:
Muchos escritores han sido capaces de percibir en el presente las líneas básicas de la realidad futura. Eso ha sucedido en general en momentos de gran condensación, cuando no es sólo un sujeto el que percibe los núcleos de una sociedad, sino que hay grandes tensiones secretas que se hacen visibles y aparecen con nitidez los puntos de fuga del imaginario social (Piglia-c: 46).
Luciano Ossorio entiende entonces que la verdad de la historia argentina se trata de un enigma, y supone en un estado delirante que puede reducir la verdad de la Historia Nacional a una frase, a un silogismo. Descubre que si necesita contar su historia es para liberarse de ella, es para encontrar al fin la paz tan ansiada, "para borrar de la memoria todo lo que no sea el origen y el fin (Piglia-a: 52)". Descubre que el origen es Enrique Ossorio, puesto que todos los miembros de la familia le deben a él la riqueza que poseen, él ha marcado el destino de las siguientes generaciones, es a él a quien todos le deben el oro que consiguió por medio de un misterioso influjo en los Estados unidos.
Isabel Quintana, al referirse a los personajes del senador Luciano Ossorio, Maggi y Renzi, advierte que están siempre abocados a la tarea huidiza de descifrar la vida de un hombre, luchando por entender sus propias vidas, y por extensión, la de la historia Nacional. Esta afirmación, habría que relativizarla por las características de cada personaje, que abordan esta misión desde estrategias diferentes.
La serie de cartas que dominan todo el principio de la novela van desembocando lentamente en la figura de Enrique Ossorio. Para ello el narrador se va apropiando explícitamente de su lugar. Si bien al principio las cartas están expuestas con un grado de mimesis más directo, tienden cada vez más a estar sujetas a un monólogo de Renzi, hasta que al fin el narrador se apropia de la historia que aquél ha sabido reconstruir acerca de la figura de Enrique y cuenta su historia.
Enrique Ossorio y Alberdi parecen ser personajes emparentados. Piglia lo toma como modelo y lo ficcionaliza. Las últimas palabras del personaje están destinadas a Alberdi (Piglia-a:27), que muere en el destierro y en el desprestigio, apasionado, lúcido y derrotado como él, también lo que hace es escribir:
…lo único que hace Alberdi es escribir. Todo el tiempo. No hace otra cosa. Y es el más lúcido y el más desesperado. Realmente él es la verdad en América. En sus textos anticipa grandes ejes de los debates futuros. Lo interesante es la sensación de que la distancia y el destierro le permiten una lucidez que no tiene ninguno de sus contemporáneos. La distancia con respecto a la política inmediata parece la condición de la verdad (…) Se embarca en secreto, como un extranjero, con el baúl donde lleva sus papeles (…) Sus últimos meses de vida son realmente alucinantes. Se queda solo en París, muy delirado (…) entra en una especie de lucidez psicótica y delira noche y día. Y escribe. Manda cartas a direcciones inexistentes, a amigos muertos (Piglia-c: 50-51)."
Un baúl lleno de papeles también acompaña a Enrique Ossorio, en el que está escrita la realidad del porvenir: "Preveo: disensiones, divergencias, nuevas luchas. Interminablemente. Asesinatos, masacres, guerras fraticidas (piglia-a: 62)." El capítulo III de Respiración artificial se encarga de proveer fragmentos de textos de este personaje, el narrador focaliza la narración principalmente desde Maggi. Los textos se confunden en sus diferentes planos, leemos la experiencia que el historiador tiene con los manuscritos de su antepasado. Es claro que la selección de los textos dependen del momento en la que es narrada la historia, puesto que Maggi se ocupa de la etapa en que Enrique Ossorio está en Nueva York y es éste el material que se introduce como una serie de intertextos en la ficción.
De hecho, en Respiración artificial se hace continuamente alusiones a la problemática que existe entre realidad y ficción; probemática de todo individuo. Un ejemplo es cuando Renzi, en una de las cartas que destina a Maggi, dice: "Todos nos inventamos historias diversas (que en el fondo son siempre la misma), para imaginar que nos ha pasado algo en la vida. Una historia o una serie de historias inventadas que al final son lo único que realmente hemos vivido (Piglia-a: 30)."
En "El nombre falso", texto ambiguo que usualmente es considerado un cuento y que para otros -como Juan José Saer- se trata de una novela corta, Piglia mantiene su poética de unir varios géneros para producir un texto multiforme, en donde hay un enigma que debe resolverse. En este caso el detective tiene el mismo nombre del autor, y está narrado de tal forma que parece en efecto tratarse ilusoriamente de un texto de no-ficción. La mayoría de los intertextos son verificables y hay toda una armazón paratextual (notas a pie de página, diferentes segmentos, etc.) que funcionan para crear la ilusión de ser una narración que está efectivamente basada en hechos reales. Como en la segunda parte de Respiración artificial, Roberto Arlt tiene un papel predominante como referente de la narración, y en este caso todo el argumento gira en torno a un supuesto manuscrito inédito de este autor. Una de las ideas predominantes de esta narración es la siguiente:
en más de un sentido el crítico es el investigador y el escritor es el criminal. Se podría pensar en la novela policial es la gran forma ficcional de la crítica literaria. O una utilización magistral por Edgar Poe de las posibilidades narrativas de la crítica. La representación paranoica del escritor delincuente que borra sus huellas y cifra sus crímenes perseguido por el crítico, descifrador de enigmas. (Piglia-c: 15)
Sin duda, una de las formas en que Piglia denuncia la dictadura es por medio de la intertextualidad. En su obra hace continuamente referencia a las obras de otros autores y promueve a que se lean y que sus voces resuenen en su propia obra. Roberto Arlt es concebido como el que logra crear un estilo que es la voz amalgamada de la polifonía bonaerense; Kafka, a su vez, es el que ha aprehendido las profundidades del mal de su siglo, alucinado y aterrado. Ambos son los que han sabido escuchar.
El escritor es aquel que distorsiona la literatura como ficción social, aquellos textos que se han establecido como canon por medio de la crítica. Al hacer suyos textos anteriores y transformarlos dentro de su propia obra, les dan nuevo sentido y escriben sobre el futuro:
Lo básico para mí es que esa relación con otros textos, con los textos de otro que el escritor usa en su escritura, esa relación con la literatura ya escrita que funciona como condición de producción está cruzada y determinada por las relaciones de propiedad. Así el escritor enfrenta de un modo específico la contradicción entre escritura social y apropiación privada que aparece muy visiblemente en las cuestiones que suscitan el plagio, la cita, la parodia, la traducción, el pastiche, el apócrifo (Piglia-c: 76).
Piglia manifiesta que la verdadera tradición literaria argentina posee una atmósfera ilícita: "Para Borges (como para Grombowicz) este lugar incierto permite un uso específico de la herencia cultural: los mecanismos de falsificación, la tentación del robo, la traducción como plagio, la mezcla, la combinación de registros, el entrevero de filiaciones. Ésa sería la tradición argentina.(Piglia-c: 36)". De esto trata "El nombre falso", el crítico que descubre al final una apropiación ilícita que el personaje Kostia hace de un texto de Roberto Arlt.
Es interesante la condensación de voces de otros escritores y la posibilidad de ficcionalizar que tiene Piglia, usando como herramienta sus ideas sobre la literatura, su crítica y teoría literaria. En este sentido el ensayo se fusiona en sus novelas, manteniendo dos propósitos primordiales del género: enseñar y cautivar. Piglia se interesa en los géneros en la medida en que quiere narrar fuera de ellos, ellos son "un marco y a la vez (…) una máquina narrativa".(Piglia y Saer: 30)
"Yo creo que hay una pasión de las ideas, como hay una pasión de los cuerpos (…) y es eso más bien lo que sucede en Respiración artificial, donde se empiezan a manejar ciertas ideas que entran en la ficción con una característica propia." (Piglia y Saer:14) A diferencia del ensayo tradicional, Piglia promueve el debate y el desarrollo de las ideas como medio de producir ficción, un "mundo de los conflictos de posiciones", en donde la razón y la pasión se aúnan y producen tensión narrativa. Es clara esta técnica en la exposición que hace Renzi sobre el papel que juegan Arlt y Borges en la literatura argentina, buscando convencer a Marconi de ello, en la tertulia literaria en el club, a principios de la segunda parte de Respiración artificial.
Con toda la historia del encuentro de Kafka con Hitler contada por Tardewski (personaje que parece haberse inspirado en las figuras del "inglés" Rattlif y de Grombowicz), hay un deseo de hablar de la dictadura de forma más o menos cifrada. Muchos pasajes parecen estar dirigidos al régimen militar: "Usted leyó El proceso, me dice Tardewski. Kafka supo ver hasta en el detalle más preciso cómo se acumulaba el horror. Esa novela presenta de un modo alucinante el modelo clásico del Estado convertido en instrumento de terror (Piglia-a: 194)."
Lo que se puede pensar se puede realizar, este es el pensamiento profundo, como buen discípulo de Witgenstein, al que Tardewski a llenado de sentido con su vida. Los regímenes de terror fueron primero una idea psicótica de Hitler, por ejemplo, que fue anticipada en la literatura de Kafka en toda su perversión. Pero lo opuesto también debe ser posible, alucinar un mundo mejor, un mundo utópico, y eso es lo que hace Enrique Ossorio, llegando a modificar el presente, produciendo un juego muy complejo entre los planos de ficción, en donde pareciera que estuviera escribiendo sobre los demás personajes que buscan entenderlo a él. Piglia entiende la utopía como sigue:
Cuando yo digo utopía pienso en la revolución. (…) Ser realista es pedir lo imposible (…) En este país hay que hacer la revolución. Sobre esa base se puede empezar a hablar de política (Piglia-c: 102)." "Hay que estar en un lugar excéntrico, opuesto al orden establecido, fuera de todo. No tengo confianza en nada ni soy un hombre optimista, pero justamente por eso creo que hay que aspirar a la utopía y a la revolución (Piglia-c: 103).
Respiración artificial, como se ha dicho ya, es la iniciación política de Renzi, al que al principio sólo le interesa nada más que la literatura:
"Renzi está construido con algo que veo en mí con cierta ironía y con cierta distancia. En el sentido de que a Renzi sólo le interesa la literatura, habla siempre con citas, vive "literariamente" y es lo que yo espontáneamente hago o quiero hacer pero que controlo a través de mi conciencia política digamos, una relación diferente con la realidad. (…) En este sentido Renzi es una autobiografía. Hay una zona propia, pero en estado puro, ahí. Claro que Renzi es también un tipo de personaje, un tipo de héroe que se reitera en la literatura." (…) el joven esteta, frágil y romántico que trata de ser despiadado y lúcido. Ese personaje se enfrenta con el horror y la desilusión. Antes que nada yo diría que es una forma de enfrentar la experiencia (Piglia-c: 118)."
Tardewki le enseña que el gran mérito del escritor es tener la capacidad de escuchar su propia época, de escuchar la verdad que se esconde detrás del murmullo de la historia. El gran escritor es el que saca a la luz la verdad en forma de una alegoría o de una parábola; no importa si se trata de la verdad d el terror y de la miseria que el presente y el pasado han significado. También es aquel que tiene la capacidad de escribir una utopía que pueda promover la realización de un ideal utópico, de libertad en el mundo:
"La escritura de ficción se instala siempre en el futuro, trabaja con lo que todavía no es. Construye lo nuevo con los restos del presente.(Piglia.c: 14)" "La novela del astrólogo, que para mí es la obra maestra de Roberto Arlt, trabaja mundos posibles: sobre la posibilidad que tiene la ficción de transmutar la realidad. Los siete locos cuenta el proyecto del Astrólogo de construir una ficción que actúe y produzca efectos en la realidad. ¿Cuál es el poder de la ficción? El texto se pregunta eso todo el tiempo.(Piglia-c: 24)"
La literatura contribuye a la posterior trama de relatos que subsisten en la sociedad como nueva realidad. Como dijeron Walter Benjamín y Tinianov, a su vez las series extralingüísticas y extraliterarias modifican la función poética en la literatura: "Esa trama de relatos [de las fuerzas sociales y políticas] expresa relaciones de fuerza. Las transforman podría decirse; en el fondo los relatos sociales son alegóricos, siempre dicen otra cosa. Hablan de lo que está por venir, son un modo cifrado de anticipar el futuro y de construirlo (Piglia-c: 45)." Se trata entonces de una influencia doble, y es el escritor el encargado real de promover la transformación de la función poética que requiere la sociedad para conocerse y superarse.
Conclusiones
Piglia propone una forma de leer. El sentido de la obra, que normalmente se halla en una o varias isotopías desarrolladas en el discurso, es a la vez formal y temática. Los diferentes discursos escogidos para contar la historia, que normalmente están diferenciados por consolidar los elementos de algún género, son fragmentos que el lector debe relacionar y que no sólo promueve el dialogismo, la discusión entre varios discursos que se superponen en busca de una verdad se manifiesta y se desarrolla por medio de sus contradicciones. Lo importante, además, es la técnica misma a la que el lector se ve obligado a participar, es una técnica que las obras de Piglia promueven a desarrollar de forma inmanente: Piglia propone la forma de la lectura del detective, del que toma lo que le interesa y que pierde el respeto por el texto como un todo cerrado y unívoco, del lector que se sumerge de forma comprometida en los varios niveles que comportan una infinidad de textos para buscar la tan ansiada respuesta: "Cada uno es dueño de leer lo que quiere en un texto. Bastante represión hay en la sociedad"(Piglia-c: 9)
Apreciamos entonces que el fin de su obra es una experiencia práctica de cómo abordar al texto como medio de tomar un camino propio, en donde lo que importa es la formación del sujeto y no la reverencia a la voz del narrador omnipotente, que subyuga al destinatario con su autoridad de demiurgo, en aquellas obras que han tenido la mala fortuna de estar ilusoriamente definidas por un metatexto que se ha impuesto como autoridad: "Por supuesto existen estereotipos, lecturas cristalizadas que pasan de un crítico a otro: se podría pensar que ésa es la lectura de época. (Piglia-c: 9)". Y llega aún más lejos, para él "un escritor es alguien que traiciona lo que lee, que se desvía y ficcionaliza [lo que lee]" (Piglia-c: 12) y esto es justamente lo que produce la nueva obra y la nueva literatura. Piglia parece así dispuesto a cumplir con un rol social que se acerca a una filosofía idealista, hegeliana, en el que sus obras son un ejercicio práctico para aprender a leer como sujeto responsable, pensante. Al mismo tiempo, Respiración artificial parece cumplir con el objetivo de ser una brújula de lecturas, un mapa que promueve a sus lectores a conocer o a reconsiderar desde nuevas ópticas obras que hablan del presente y del futuro. La intensidad que provocan sus narraciones en gran parte se debe a una pasión de las ideas, y esta pulsión se produce en el lector por el tan conocido efecto transrracional que tiene por objeto la función poética.
La historia de Enrique Ossorio, el esbirro de Rosas que escapa de las garras del poder y consigue el oro, posee el valor de una parábola. Es el gran cuento que se busca descifrar, es la parábola de todo el libro. Como él, el verdadero héroe, todos los demás personajes buscan escapar de la represión, desean tener la lucidez necesaria para comprender el contexto en el que viven y para comprenderse a sí mismos. El oro, que funciona como símbolo, es el objeto milagroso de este éxito real, que Tardewski relaciona con su fracaso filosófico. En la narración hay una preocupación de impregnar toda la historia del influjo de Enrique Ossorio, comenzando por el hecho que destina sus cartas al futuro, y por esa idea suya de escribir una novela que justamente se desarrolla en el marco en el que la historia transcurre. Hay un sinfín de funciones catalíticas que expresan esto: el frío gélido en Enrique y en su nieto Luciano, la carta que Enrique destina a Maggi, y otras muchas figuras por el estilo.
"Narrar es narrar en un ritmo, en una respiración de lenguaje: cuando uno tiene esa música la anécdota funciona sola, se transforma, se ramifica. (Piglia-c: 107)" El tono de la novela es, como se encuentra explicitado en el título, artificial. Está escrita de forma cifrada, tuvo que acoplarse a las exigencias de la censura y de la represión. Pero la pasión por una utopía revolucionaria desborda la mera lectura horizontal. Piglia consigue producir una verdadera transferencia temática y técnica que impulsa a los lectores a tomar más conciencia del estado represivo en el que vivían, y del que hoy todavía no hemos escapado realmente.



LA GARRAPATA - ABELARDO CASTILLO-

LA GARRAPATA - ABELARDO CASTILLO-
La garrapata

Se imaginará: yo estaba acostumbrado a sus decisiones rápidas, a veces hasta insólitas. No me extrañó. Por otra parte no tenía nada de extraño (aparentemente, al menos, no lo tenía) que ella fuera viuda. Norah se llamaba, y era hermosísima. La descripción que Sebastián me hizo esa noche no exageraba, no, la belleza de aquella mujer temible. No se ría: ella era, es aún, temible. Mucho más tarde supe también que era diez años mayor que Sebastián.
Pero, ¿de veras se acuerda de él? Entonces no me negará que fue uno de esos pocos seres raros y espléndidos que parecen llevar, no sé, como una marca: estampada sobre la frente. Un elegido. Desde muchacho lo veo así. Y sin embargo, amigo, ya ve. Pero le hablaba de ella. Sí, una mujer temible: diabólica, si lo prefiere. Me cuesta explicarle qué originaba esa, digamos, impresión que me causó desde la primera vez que la vi. Tal vez, sus ojos. Aunque sé perfectamente que usted está pensando "qué tontería": si fantaseamos que una mujer es misteriosa, nada mejor que atribuírselo a sus ojos, ¿no es cierto? De cualquier modo, su mirada tenía cierta cosa profunda y estremecedora. Magnética, como los fondos de aljibe. ¿Se ha asomado alguna noche a un aljibe? Hay una atracción tortuosa, algo secreto que brilla en el fondo, que sube de allá abajo: algo oscuro y fascinante que hace sentir no sé que vacío en la cabeza. ¿Vértigo? Bueno, llámelo así. Pero el vértigo es una sensación nuestra, no una cualidad de las cosas. Y yo creo que, en el caso de Norah, venía de ella. Estaba en ella.
Sebastián me la presentó unos días después. Cosa extraña; creí notar en él, en sus palabras y en sus gestos, una especie de orgullo. De satisfacción pueril. La mujer era en realidad un ejemplar soberbio, pero qué quiere, a esto sí que yo no estaba acostumbrado: a que un hombre como Sebastián se dejara sorber el seso por una pollera. Le digo que le sorbió el seso. Lo atrapó, ésa es la idea, como entre las babas de una araña. Se miraban de un modo tan... salvaje, que, para serle franco, uno se sentía molesto con ellos, o intruso: como espiándolos. Y en la mirada de Norah había eso que digo, una urgencia, algo perentorio que sólo he visto en algunas mujeres y en contados momentos; en ella, aquel abismo era permanente.
No me asombré ni me alarmé al principio. Quizá mi único motivo de extrañeza al verla fue sospechar que tendría dos o tres años más que Sebastián. Diez años está pensando usted. Claro que eran diez, pero eso lo supe mucho más tarde. Él tenía veintiocho entonces; ella no aparentaba más de treinta. Y cuando volvieron de Bariloche yo estaba tan acostumbrado al rostro de Norah (el suyo es uno de esos rostros inolvidables, más que inolvidables debí decir: perdurables) que la diferencia resultaba todavía más insignificante. Tal vez, ya ni siquiera había diferencia. Él parecía mayor. O no sé: sólo más maduro. Y éste, ¿se fijó?, es un fenómeno que se opera frecuentemente en los hombres recién casados. Seguían mirándose de aquel modo feroz que le he dicho, aunque ahora -o quizá fueron ideas mías- me pareció que Sebastián ya no estaba a la altura del conflicto.
Sí, lo he llamado conflicto. Estoy convencido de que el amor, la pasión, es un conflicto. Una conflagración. Usted se ríe. Yo le digo que uno busca no sólo subordinar la voluntad del otro; busca aniquilarlo, no exagero, ni siquiera pretendo que la idea sea original. Simplemente, sucede así. En el amor, mi amigo, uno devora o lo decapitan. Y demos gracias que la mayoría de los casos termine, inocentemente, con el triunfo de una voluntad sobre otra. ¿Qué si hay otros casos? Lea, lea los diarios.
En el verano del 59 recibí una carta de Sebastián. Me invitaba a pasar unos días en su casa de Bragado. Una hermosa casa. Había pérgolas a la entrada; un gran parque. Yedras, enredaderas. Él mismo la diseñó. Usted sabe que era -que pudo ser- un notable arquitecto: imaginación, talento, y aquella capacidad de trabajo asombrosa. Ese verano, sin embargo, lo encontré algo fatigado. "Mucho trabajo", me dijo, como si se disculpara. Norah no estaba. Llegó casi al anochecer; nos dejó evocar nuestros viejos tiempos de estudiantes y sólo entonces apareció, sabiamente, soberbia y exultante como siempre. Un espléndido animal. Durante su ausencia me había parecido notar que Sebastián estaba preocupado, o inquieto. Como si no pudiese, como si le costara pasarse sin ella. Tenía motivos, por supuesto. Y ahora creo que fue entonces cuando borrosamente vi aquello, lo de no estar él a la altura del conflicto. Norah ya lo trataba con cierta superioridad, maternalmente. Todas las mujeres tienen esa virtud: hacernos recordar, de algún modo, que venimos de su vientre. Hasta cuando hacen el amor. Se diría que quisieran volver a meternos dentro. No, no las odio, las adoro. Pero le juro que me dan miedo. Y Norah era el tipo "clásico" de mujer; o acaso el arquetipo. Cuidaba de su hombre como si le perteneciera por derecho divino. Lo mimaba. Y a él le gustaba eso. Ella misma empleó aquel día esa palabra de gelatina: mimoso. Lo dijo al explicar que, desde hacía meses, Sebastián no tocaba para nada sus planos. Él me miró confuso como un chico. "Mucho trabajo", había dicho antes, sí.
Tomaré un café, gracias. Usted dice que hay algo deliberadamente siniestro en mis palabras, en mi manera de contar las cosas. Puede ser. De cualquier modo no creo que lo inquietante, lo extraño digamos, esté sólo en mis palabras. Volví a verlos muchas veces. Hará cosa de tres años me pareció advertir, ahora sí alarmado, que Sebastián estaba realmente enfermo. Claro, usted lo conoció por el 56 o el 57: en aquel tiempo, es cierto (pero no se imagina hasta dónde dice la verdad), él era un hombre "lleno de vida". ¡Lleno de vida! Ya hablaremos de esto, es una teoría que tengo. Hace tres años estaba verdaderamente mal, gastado. Él seguía repitiendo: "Mucho trabajo", pero, yo la sabía desde mucho tiempo antes de aquel verano, ya no se preocupaba más por la arquitectura. Había perdido la pasión, aquel encarnizamiento vital de su juventud. O si en algo los conservaba era en el modo de comportarse con ella, con su mujer. Digo juventud, ¿ha visto?, y en realidad apenas me refiero a unos pocos años atrás. Creí notar, por otra parte, que aun en el modo de comportarse con ella algo había cambiado.
Fue una de aquellas noches de Bragado, una noche calurosa, agujereada de grillos y sonidos vagos cuando lo comprendí. O para ser exacto, cuando estuve a punto de comprenderlo. No podía pegar los ojos y salí al jardín. Caminaba bajo las pérgolas, suponiendo que ellos estarían dormidos, y, asombrado, vi luz en la sala. Al acercarme oí un sonido bajo, premioso: la voz de Norah. Luego, en un tono indescriptible, una respuesta que no entendí: la voz de Sebastián. Entré. Ella estaba parada junto a él, inexorable. La encarnación misma del pecado o de la tentación: la hembra. Pero no, algo mucho más complejo y malsano. Fue un segundo, tan rápido y sorpresivo todo que no comprendí su significado real hasta muchos años más tarde. Ellos me vieron antes de que yo pudiera regresar al jardín, o esconderme, y todo volvió a ser normal. Norah, con un gesto rápido, casi candoroso, apretó el deshabillé a la altura de su pecho. Parecía una muchacha turbada. Una muchacha, exactamente. Hice ademán de retirarme pero la voz de Sebastián me detuvo: "No", dijo, "no te vayas". Había algo en su mirada, no sé, como una súplica profundísima. Norah, al subir a su cuarto, dijo simplemente: "No tardes"; él hizo un gesto vago con la mano y luego hablamos. No recuerdo de qué. Hablaba él. Como si quisiera retenerme, pienso ahora. Y mientras tanto yo no podía apartar de mi cabeza la imagen de Norah, su juventud persistente, incólume. Todos aquellos años sólo habían pasado para Sebastián; ella se me figuró idéntica al primer día, y si me hubieran dicho que era Eva, igual a sí misma desde el Génesis, no me habría asombrado. Hoy, al menos, no me asombraría.
Quiere que se la describa. No sé de qué manera. Existe, sin embargo, una forma de mujer que en cierto modo responde al tipo de aquélla: una forma, lo repito. Las que le digo son mujeres hermosas, de cuerpo fino, escuche bien esto, de cuerpo bello y perfecto pero que da la sensación de ser plano. Sé que no me explico, lo sé. En la escala zoológica hay una especie, un bicho abominable, aplastado, que da la idea exacta de lo que no puedo describirle. Mujeres que parecen haber nacido para adherirse, para pegarse al cuerpo de un hombre. Puede verlas en las fiestas, sobre todo ahí: hermosas mujeres. Su posición habitual es la de un arco, caminan, bailan, imperceptiblemente combadas hacia atrás, no me interrumpa: apenas tienen, cómo le diré, apenas tienen modulada la curva del vientre, eso es, son planas en la cintura, especialmente allí. Por eso dan la sensación de aplastarse. Como esos insectos chatos y horrendos que mencioné antes. Oh sí, exactamente hay un tipo de mujer como el que digo. ¿Sus ojos? No sé, no importa. Sólo importa lo que le he dicho, y que es hermosa.
Después de esa noche comencé a tener mis ideas, ideas vagas, oscuras, acerca de lo que estaba ocurriendo. Usted vuelve a sonreír, por supuesto; pero no debiera sonreír. Acaso, no todo es tan simple, tan así como usted lo piensa. La vida, por ejemplo.
Pero venga, salgamos de aquí.
Me gusta hablar mientras camino, una cuestión de ritmo. Mírelos: robustos, hermosos como percherones. Toman a las muchachas por el cuello, como si las robaran. Pero, ¿ve aquél?, le apuesto a usted que ese hombre... ¿se ha fijado, en cambio, lo que ocurre con ellas cuando se casan? Engordan, sí. ¿Grotesco?: es siniestro. Muchas veces he meditado el oculto sentido de esas palabras: lleno de vida. Usted mismo las pronunció hoy. Sebastián, dijo, era un hombre lleno de vida. Y entonces es como si uno fuera el recipiente, el ánfora que decían los antiguos de esa cosa enigmática: la hermosa vida, la rara vida de la que estamos plenos pero que por lo mismo, por lo mismo que nos colma, puede quizá derramarse. O agotarse. O, acaso, mientras nos vaciamos, sernos robada.
Escuche. Le decía que al principio mis ideas sobre lo que estaba ocurriendo eran vagas. Yo recuerdo a Sebastián sentado en su mecedora de esterilla, con las piernas cubiertas por una manta, temblando súbitamente al oír el ruido de una puerta que se abría o los pasos de alguien en la escalera. Norah llegaba entonces, radiante y perfecta como siempre. O quizá, no exactamente como siempre. "Te fijaste", me preguntó él alguna vez, "no te das cuenta." Norah acababa de salir del cuarto y yo pensé que él se refería a los cuidados irritantes que la mujer le prodigaba por aquel tiempo. Sí, lo protegía como a una planta, cono a lo que era en realidad: un miserable desecho. Nunca he visto a otra mujer que con mayor abnegación cuidara a un hombre, lo preservara. Alguna vez imaginé monstruosamente una analogía: esos fetos conservados, sabe Dios con qué propósitos, en un frasco con formol. De cualquier modo, pensé que había una cierta grandeza en aquella abnegación. Y quizá por eso no advertí lo que a ella le pasaba. Por eso o por una costumbre que había adquirido, y que no me pareció extravagante dada su edad: elegía siempre ángulos extraños, equívocos, para hablar conmigo. Como si no quisiera mostrarse de frente ni a plena luz.
"No te vayas", me pidió Sebastián esa tarde. "No deberías irte." Miedo era lo que se oía en el fondo de su voz: miedo auténtico. Y sin embargo, yo me fui. Muchas veces he querido justificar mi indolencia alegándome a mí mismo que, en el fondo de aquella voz, se oía también otra cosa, en rebelión con sus palabras: el deseo terrible y contradictorio de que yo me fuera, de que los dejara solos... No, mi amigo, no debe seguir sonriendo. Claro que cualquier hombre normal tendría motivos más que suficientes para querer estar a solas con su mujer así, aun casi diez años después de haberse casado. Claro que esa mujer era joven y hermosa; pero usted no debe seguir sonriendo. Ella era demasiado joven, demasiado igual a sí misma a pesar de los años. Oh, por supuesto: yo también pensé eso que usted piensa. Yo también creí -sensata, razonablemente- que la enfermedad de Sebastián, o lo que fuera, creaba la ilusión de juventud inmutable en la mujer. Claro que ella no era inmutable. Claro que, como usted razonablemente sospecha, ella cambiaba también. Imperceptiblemente, sí. Imperceptiblemente. Escuche:
En marzo de este año recibí una carta. En el sobre reconocí la letra de Sebastián, o debo decir que la intuí. La carta, escrita con una caligrafía febril, como trazada por la aguja de un sismógrafo, era apenas inteligible. Advertí en ella, en ciertos rasgos, esa falta de sincronización entre las operaciones mentales más simples, típica de aquellos a quienes los estragos de una enfermedad han acabado por destrozarles el sistema nervioso. Me suplicaba que fuera. No sé si me asombró que hallándose él en semejante estado Norah no redactara sus cartas, ni siquiera recuerdo si reparé en este hecho. De haber sospechado lo que ahora sé, que la carta fue escrita en secreto, de a ratos (quizá en la oscuridad), por un hombre sobresaltado, un hombre con el oído atento al menor roce, listo acaso para esconder aquel papel bajo su manta al primer crujido de un mueble o creyendo enloquecer porque una persiana, súbitamente, ha golpeado contra los vidrios... ¿Gran imaginación, dice usted? No crea. Oscuridad, persianas, crujidos de muebles, son cosas inofensivas, perfectamente comprensibles, reales e inocentes como esta calle y este crepúsculo. Hay alrededor de nosotros, sin embargo, en ese mendigo que pasa o en aquella mujer que corre, enigmas más tenebrosos, monstruos más fantásticos que los ángeles deformes del Apocalipsis: en el hombre, amigo mío, están los monstruos. Él los inventa y de él se alimentan, como los vampiros de las historias góticas. Usted se estremece. Es bueno eso. Apurémonos un poco, está anocheciendo.
Cuando llegué a la quinta, la tarde, como ahora, estaba exactamente en ese clímax desgarrado, sangriento, en el que yo diría que las potencias oscuras y la luz se entreveran en una cópula enfurecida, antigua igual que el mundo, pero única cada vez; como un acoplamiento de libélulas monstruosas. Decía que, si me asombró la carta, de ningún modo me asombró, al llegar a la quinta, ver eso que quedaba de Sebastián. Sólo que ahora parecía resignado. Al entrar, lo vi, como siempre en aquellos tiempos, sentado frente al ventanal que daba al parque. La sala, en penumbras, tenía todas las apariencias de un claustro. Cuando me oyó entrar, levantó los ojos con cansancio. "Es demasiado tarde", dijo con naturalidad, como si me saludara. Supongo que traté de responder algo, pero él sonrió con tristeza. "No hace falta", agregó y me llamó a su lado. Norah no estaba allí. Imaginé, o quise imaginar, que estaría en alguna de las habitaciones del piso alto. Antes, al cruzar el parque, me había parecido verla entre los árboles, es decir: vi la silueta de una muchacha que recogía alegremente unas flores. Fue un segundo, pero bastó para que no me atreviera a llamarla: se trataba de una jovencita, poco más quizá que una adolescente. Me figuré que sería alguna muchacha de los alrededores, por qué no. Y ahora, a través del ventanal, podía verla nuevamente. Comprobé que no me había equivocado, al menos en lo que respecta a la edad. Era, en efecto, casi una chiquilina: no debía tener más de dieciocho años. Sentí que mis dedos estaban clavados en el brazo de Sebastián.
"Te das cuenta, ahora", preguntó.
Todavía quise no entender, me forcé a imaginar que Sebastián se refería a sí mismo, a su propio estado. Después, aparentando calma, pregunté por Norah.
Él sonrió, y señaló el parque.
Nunca olvidaré los ojos ni la sonrisa de aquel hombre. Usted, que lo conoció, tampoco los habría olvidado.
No, no debe mirarme así. No estoy loco, amigo mío: jamás me he sentido tan enteramente cuerdo como esta noche. ¿Se va?; lo esperan en su casa, seguramente. Buenas noches