jueves, 30 de octubre de 2014

Biografía de Maurice Leblanc


El autor de Arsenio Lupin nació en Ruán el 11 de noviembre de 1864, en una familia burguesa. Se educó en Francia, Alemania e Italia. Abandonó una incipiente carrera en la industria naviera para dedicarse al periodismo de sucesos. A pesar de iniciar su carrera literaria con novelas y cuentos bajo la influencia de Maupassant, Bourget y Flaubert (Ceux qui souffrent, en 1894; Une femme, en 1887; L'oeuvre du mort, en 1896) y de estrenar una obra de teatro (La pitié, en 1904), saltó a la fama cuando aceptó a regañadientes el encargo de Pierre Laffitte de escribir algún relato policíaco en la línea del famoso Sherlock Holmes, que publicaba con gran éxito la revista inglesa Strand Magazine. Leblanc empezó a publicar en las páginas de Je suis tout los primeros relatos protagonizados por Arsenio Lupin, que dos años más tarde se editarían en forma de libro. Así nacía un arquetipo literario solo comparable a Sherlock Holmes, cuyas aventuras se relatan en una veintena de títulos y que no tardarían en pasar al teatro, a las páginas de cómics, a la gran pantalla.

Frustrado por no haber podido ser "el novelista de la vida delicada de las almas", Leblanc se encontró con la paradoja de verse convertido de la noche a la mañana en un escritor popular y comercial, autor, para mayor ironía, del género policíaco y de aventuras tan poco apreciado por la crítica de la época. No obstante, gracias a tantos lectores incondicionales, obtuvo la cinta de la Legión de Honor.

Leblanc inventó la expresión gentleman cambrioleur para describir a Lupin, que se ha traducido al español como "ladrón de guante blanco". La frase hace referencia al nuevo tipo de delitos que se practicaban a principios del siglo XX, en pleno auge de la burguesía, como el robo en casas desocupadas repletas de riquezas o el uso de cheques falsos. En cuanto al nombre del personaje, parece que Leblanc lo usurpó de un consejero municipal de París llamado Arsène Lopin, que no le debía simpatizar mucho, pero, ante las protestas de este, lo cambió por Lupin. Maurice Leblanc acabó sus días obsesionado con Arsenio Lupin, hasta el punto de firmar con ese nombre en el libro de visitas de un restaurante. Igual que le sucediera a Simenon, Leblanc acabó devorado por su personaje.

Maurice Leblanc murió en Perpiñán el 6 de noviembre de 1941, en casa de un hijo suyo. Se cree que su óbito se precipitó a consecuencia de un viaje en tren sin calefacción, cuando iba a visitar a su hijo enfermo.

Pero en Francia la memoria de Lupin sigue muy viva. La casa donde veraneó Leblanc en el pueblo de Etretat, durante más de veinte años, y en la que estuvo hasta que la invasión nazi lo empujara a su último viaje, ha sido convertida por su nieta Florence Boespflug en Le Clos Lupin. Es un museo interactivo sobre el autor y el personaje, que ha recibido 125.000 visitantes desde su apertura en 1999. Los curiosos y fieles al mítico ladrón comienzan la visita atravesando el jardín para entrar en la casa, provistos de unos cascos auditivos. Los recibe la supuesta voz de Arsenio Lupin, advirtiéndoles que guarden bien sus carteras, "pues nunca se sabe". En realidad, es el actor Georges Descrières, que interpreta su papel en una serie de televisión, el que les da la bienvenida al iniciar este recorrido entre luces y sombras, en el que se van dando pistas para descubrir el escondite de la aguja hueca. Como en el caso del insigne Sherlock Holmes, el despacho del Ladrón Caballerosuscita un gran interés.

Émile Gaboriau, analisis

Émile Gaboriau

(Saujon, 1832-París, 1873) Escritor francés. Iniciador de la novela policíaca francesa (roman policier), en su obra se conjugan rasgos folletinescos con las influencias de Balzac y Poe. Sus títulos principales son: L'affaire Lerouge (1866), Le dossier 113 (1867), Le crime d'Orcival (1868), Monsieur Lecoq (1869), Les esclaves de Paris (1869) y La corde au cou (1873).

El expediente 113

(Le Dossier Nº 113, 1867)

Madrid: Anaya, 1987, 2ª ed.; 381 pp.; col. Tus libros; ilust. de María Rosa Perrotti; apéndice de Juan José Millás; trad. de José Bailo; ISBN: 84-7525-201-X.

15 años: lectores jóvenes.

Narrativa: Intriga y misterio.

Con implacables métodos analíticos y haciendo uso de innumerables disfraces, el inspector Lecocq resuelve un robo aparentemente inexplicable.

Lo de menos aquí es la historia, literalmente folletinesca, tan ágil como increíble y endeble. Sin embargo, sí vale la pena señalar cómo, junto con otros más ilustres, el personaje de Gaboriau está en el origen de tantos casos policiacos de fantasía que inundarán el mercado de las novelas baratas que se popularizan desde finales del diecinueve. Y cómo, siguiendo la huella de Lecocq, será también característico de los policías literarios franceses que sean funcionarios. El narrador nos dirá que «si existe un hombre al que ningún acontecimiento puede ya sorprender o impresionar, que no se deja engañar por las apariencias, capaz de admitirlo todo y de explicárselo todo, ése es sin género de duda un comisario de policía de París».
Será CHESTERTON quien hará notar qué cerca está un personaje así de pasarse al otro lado: en dos casos recogidos en El candor del Padre Brown aparecerá Valentin, jefe de la policía parisiense, el más famoso investigador del mundo; en La cruz azul, Valentin y el Padre Brown persiguen al mismo delincuente; en El jardín secreto el mismo Valentin será el criminal. Y es que, pensaba Valentin, «el criminal es el artista creador, mientras que el detective es sólo el crítico».

 

Los tres instrumentos de la muerte G.K. Chesterton

Tanto por profesión como por convicción, el padre Brown sabía, mejor que casi todos nosotros, que la muerte dignifica al hombre. Con todo, tuvo un sobresalto cuando, al amanecer, vinieron a decirle que Sir Aaron Armstrong había sido asesinado. Había algo de incongruente y absurdo en la idea de que una figura tan agradable y popular tuviera la menor relación con la violencia secreta del asesinato. Porque Sir Aaron Armstrong era agradable hasta el punto de ser cómico, y popular hasta ser casi legendario. Era aquello tan imposible como figurarse que «Sunny Jim» se había colgado, o que el pacífico «el señor Pick Wicks» de Dickens había muerto en el manicomio de Hanwell. Porque, aunque Sir Aaron, como filántropo que era, tenía que conocer los oscuros fondos de nuestra sociedad, se enorgullecía de hacerlo de la manera más brillante posible. Sus discursos políticos y sociales eran cataratas de anécdotas y carcajadas; su salud corporal era tremenda; su ética, el optimismo más completo. Y trataba el problema de la embriaguez (su tópico favorito) con aquella alegría perenne y aun monótona, que es muchas veces la señal de una absoluta y provechosa abstinencia.

La historia corriente de su conversación era muy conocida en los círculos y púlpitos más puritanos: cómo, de niño, había sido arrastrado de la teología escocesa al whisky escocés; cómo se había redimido de lo uno y lo otro, y había llegado a ser (según él modestamente decía) lo que era. La verdad es que su barba blanca y bellida, su cara de querubín, sus gafas deslumbradoras, y las innúmeras comidas y congresos a que asistía, hacían difícil creer que hubiera sido nunca persona tan tétrica como un borrachín o un calvinista. No: aquél era el más seriamente alegre de todos los hijos de los hombres.

Vivía por los rústicos alrededores de Hampstead, en una hermosa casa, alta, pero no ancha: una de esas modernas torres tan prosaicas. La más estrecha de sus estrechas fachadas daba sobre la verde pendiente del camino férreo, y hasta la casa llegaban las trepidaciones del tren. Sir Aaron Armstrong, como él decía con turbulenta manera, no tenía nervios. Pero si a menudo el tren  hacía trepidar la casa, aquella mañana se cambiaron los papeles, y fue la casa la que hizo trepidar al tren.

La máquina disminuyó la velocidad, y finalmente, paró justamente frente al sitio en que un ángulo de la casa se adelantaba sobre la pendiente de pasto. Generalmente los mecanismos paran poco a poco, pero la causa viviente de aquella parada fue muy rápida. Un hombre vestido rigurosamente de negro, sin omitir (como lo recordaron los testigos de la escena) el tenebroso detalle de los guantes negros, apareció en lo alto del terraplén, frente a la máquina, y agitó las negras manos como un negro molino de viento. Esto no hubiera bastado siquiera para detener a un tren lentísimo. Pero de aquel hombre salió un grito que después todos repetían como si hubiera sido algo nuevo y sobrenatural. Fue uno de esos gritos tórridamente claros, aun cuando no se entienda qué dicen. Las palabras articuladas por aquel hombre fueron: «¡Un asesinato!»

Pero el conductor asegura que si sólo hubiera oído aquel grito penetrante y horrible, sin entender las palabras, hubiera parado igualmente.

Una vez detenido el tren, bastaba un vistazo para advertir las circunstancias del incidente... El hombre de luto era Magnus, el lacayo de Sir Aaron Armstrong. El baronet, con su habitual optimismo, solía burlarse de los guantes negros de su lúgubre criado; pero ahora toda burla hubiera sido inoportuna.

Dos o tres curiosos bajaron, cruzaron la ahumada cerca, y vieron, casi al pie del edificio, el cuerpo de un anciano con una bata amarilla que tenía un forro de rojo vivo. En una pierna se veía un trozo de cuerda enredado tal vez en la confusión de una lucha. Había una o dos manchas de sangre: muy poca. Pero el cuerpo estaba doblado o quebrado en una postura imposible para un cuerpo vivo. Era Sir Aaron Armstrong. A poco apareció un hombre robusto de hermosa barba, en quien algunos viajeros reconocieron al secretario del difunto, Patrick Royce, un tiempo muy célebre en la sociedad bohemia, y aun famoso en el arte bohemio. El secretario manifestó la misma angustia del criado, de un modo más vago, aunque más convincente. Cuando, un instante después, apareció en el jardín la tercera figura del hogar, Alice Armstrong, la hija del muerto, vacilante e indecisa, el conductor se decidió a obrar, se oyó un silbo, y el tren, jadeando, corrió a pedir auxilio a la próxima estación que no estaba demasiado lejos, por cierto, de aquel lugar.

Y así, a petición de Patrick Royce, el enorme secretario ex bohemio, vinieron a llamar a la puerta del padre Brown. Royce era irlandés de nacimiento, y pertenecía a esa casta de católicos accidentales que sólo se acuerdan de su religión en los malos trances. Pero el deseo de Royce  no se hubiera cumplido tan de prisa si uno de los detectives oficiales que intervinieron en el asunto no hubiera sido amigo y admirador del detective no oficial llamado Flambeau... Porque, claro está, es imposible ser amigo de Flambeau sin oír contar mil historias y hazañas del padre Brown. Así, mientras el joven detective Merton conducía al sacerdote, a campo traviesa, a la vía férrea, su conversación fue más confidencial de lo que hubiera sido entre dos desconocidos.

-Según me parece -dijo ingenuamente el señor Merton- hay que renunciar a desenredar este lío. No se puede sospechar de nadie. Magnus es un loco solemne, demasiado loco para asesino. Royce, el mejor amigo del baronet durante años. Su hija le adoraba sin duda. Además, todo es  absurdo. ¿Quién puede haber tenido empeño en matar a este viejo tan simpático? ¿Quién en mancharse las manos con la sangre del amable señor del brindis? Es como matar a san Nicolás.

-Sí, era un hogar muy simpático -asintió el padre Brown-. Mientras él vivió, al menos, así fue siempre. ¿Cree usted que seguirá siendo igual de alegre?

Merton, asombrado, le dirigió una mirada interrogadora.

-¿Ahora que ha muerto él?

-Sí -continuó impasible el sacerdote-. Él  era muy alegre. Pero, ¿comunicó a los demás su alegría? Francamente, ¿había en esa casa alguna persona alegre, fuera de él?

En la mente de Merton pareció abrirse una ventana, dejando penetrar esa extraña luz de sorpresa que nos permite darnos cuenta de lo que siempre hemos estado viendo. A menudo había estado en casa de Armstrong, para cumplir con sus funciones policíacas, ciertos caprichos del viejo filántropo. Y ahora que pensaba en ello se dio cuenta de que, en efecto, aquella casa era deprimente. Los cuartos muy altos y fríos; el decorado, mezquino y provinciano; los pasillos, llenos de corrientes de aire, alumbrados con una luz eléctrica más fría que la luz de la luna. Y aunque, a cambio de esto, la cara escarlata y la barba plateada del viejo ardieran como hogueras en todos los cuartos y pasillos, no dejaban ningún calor tras de sí. Sin duda aquella incomodidad de la casa se debía a la vitalidad de la misma, a la misma exuberancia del propietario. A él no le hacían falta estufas ni lámparas; llevaba consigo su luz y su calor. Pero, recordando a las otras personas de la casa, Merton tuvo que confesar que no eran más que las sombras del señor. El extravagante lacayo, con sus guantes negros, era una pesadilla. Royce, el secretario, hombre sólido, hombrachón o muñecón de trapo con barbas, tenía las barbas de paja llenas de sal gris -como de trapo bicolor-, y la ancha frente surcada de arrugas prematuras. Era de buen natural, pero su bondad era triste y lánguida, y tenía ese aire vago de los que se sienten fracasados. En cuanto a la hija de Armstrong, parecía increíble que lo fuera: tan pálida era y de un aspecto tan sensitivo. Graciosa, pero con un temblor de álamo temblón. Y Merton a veces se preguntaba si habría adquirido ese temblor con la trepidación continua del tren.

-Ya ve usted -dijo el padre Brown pestañeando modestamente-. No es seguro que la alegría de Armstrong haya sido alegre... para los demás. Usted dice que a nadie se le puede haber ocurrido dar muerte a un hombre tan feliz. No estoy muy seguro de ello: ne nos inducas in tentatione. Si alguna vez me hubiera yo atrevido a matar a alguien -añadió con sencillez- hubiera sido a un optimista.

-¿Cómo? -exclamó Merton, risueño-. ¿A usted le parece que la alegría de uno es desagradable a los demás?

-A la gente le agrada la risa frecuente -contestó el padre Brown-; pero no creo que le agrade la sonrisa perenne. La alegría sin humorismo es cosa muy cansona.

Caminaron un rato eh silencio, bajo las ráfagas, por el herboso terraplén de la vía y al llegar al límite de la larguísima sombra que proyectaba la casa de Armstrong, el padre Brown dijo de pronto, como el que echa de si un mal pensamiento, mejor que ofrecerlo a su interlocutor:

-Claro es que la bebida en sí misma no es buena ni mala. Pero no puedo menos de pensar que, a los hombres como Armstrong, les convendría beber algo de tiempo en tiempo para entristecerse un poco.

El jefe de Merton, un detective muy apuesto, de pelo entregrís, llamado Gilder, estaba en la verde loma de la vía esperando al médico forense y hablando con Patrick Royce, cuyas anchas espaldas y erizados pelos le dominaban por completo. Y esto se notaba más porque Royce siempre andaba combado de una manera hercúlea, y discurría por entre sus pequeños deberes domésticos y secretariales con un aire de pesada humildad, como un búfalo que arrastra un carro.

Al ver al sacerdote, levantó la cabeza con evidente satisfacción y se apartó con él unos pasos. Entretanto, Merton se dirigía a su mayor con  evidente respeto, pero con cierta impaciencia de muchacho.

-Y qué, señor Gilder, ¿ha descubierto usted este misterio?

-Aquí no hay misterio -replicó Gilder, contemplando, con soñolientas pestañas el vuelo de las cornejas.

-Bueno; para mí, al menos, sí lo hay -dijo Merton, sonriendo.

-Todo está muy claro, muchacho -dijo su mayor, acariciando su puntiaguda barba gris-. Tres minutos después de que te fuiste a buscar al párroco del señor Royce todo se aclaró. ¿Conoces a ese criado de cara de palo que lleva unos guantes negros; el que detuvo el tren?

-¡Ya lo creo! Me produce hormigueo.  

-Bien -articuló Gilder-; cuando el tren partió, ese hombre había partido también. Un criminal muy frío, ¿verdad? ¡Mira tú que escapar en el tren que va a avisar a la Policía!       

-Pero, ¿está usted seguro -observó el joven- que fue él quien mató a su amo?

-Sí, hijo mío, completamente seguro -replicó Gilder secamente-; por la sencilla razón de que ha escapado llevándose veinte mil libras en acciones que estaban en el escritorio de su amo. No: aquí lo único que merece el nombre de misterio es cómo cometió el asesinato. El cráneo se diría roto con un arma potente, pero no aparece arma ninguna, y no es fácil que el asesino se la haya llevado consigo, a menos que fuera lo bastante pequeña para no advertirse.

-O quizá lo bastante grande para no advertirse -dijo el sacerdote, dominando una risita. Gilder le preguntó al padre Brown secamente qué quería decir.

-Nada, una necedad, ya lo sé -dijo el padre Brown-. Algo que parece cuento de hadas. Pero se me figura que el pobre señor Armstrong fue muerto con una cachiporra gigantesca, una enorme cachiporra verde, demasiado grande para ser notada, y que se llama la tierra. En suma, que se rompió la cabeza contra esta misma loma verde en que estamos.

-¿Cómo? -preguntó vivamente el detective.      

El padre Brown volvió su cara de luna hacia la casa y pestañeó como un desesperado. Siguiendo su mirada, los otros vieron que en lo alto de aquel muro, y como ojo único, había una ventana abierta en el desván.

-¿No ven ustedes? -explicó, señalándola con una torpeza infantil-. Cayó o fue arrojado desde allí.

Gilder consideró la ventana con arrugado ceño y dijo después:

-En efecto, es muy posible. Pero no entiendo cómo habla usted de ello con tanta seguridad.

El padre Brown abrió sus grises ojos vacíos.

-¿Cómo? -exclamó-. En la pierna de ese hombre hay un trozo de cuerda enredado. ¿No ve usted otro trozo allí, en el ángulo de la ventana?

A aquella altura, la cuerda parecía una brizna o una hebra de cabello, pero el astuto y viejo investigador se declaró satisfecho:

-Muy cierto, caballero. Creo que ha acertado.

En este instante, un tren especial de un solo coche entró por la curva que hacía la línea a la izquierda y, deteniéndose, dejó salir otro contingente de policías, entre los cuales aparecía la carota de Magnus, el sirviente evadido.

-¡Por los dioses! ¡Lo han cogido! -gritó Gilder; y se adelantó a recibirlos con mucha precipitación-. ¿Y el dinero? ¿También lo traen ustedes? -preguntó a uno de los policías.

El agente, con una expresión singular, contestó:

-No. -Luego añadió-: Por lo menos, aquí no.   

-¿Quién es el inspector? -preguntó Magnus.     

Y al oír su voz, todos comprendieron que aquel hombre hubiera podido detener el tren. Era un hombre de aspecto torpe, negros cabellos lacios, cara descolorida, a quien los ojos y la boca, que eran unas verdaderas rajas, daban cierto aire oriental. Su procedencia y su nombre habían sido siempre un misterio. Sir Aaron le había redimido del oficio de camarero, que desempeñaba en una fonda de Londres, y aseguran las malas lenguas que de otros oficios más infames. Su voz era tan viva como su cara era muerta. Sea por esfuerzo de exactitud para emplear una lengua que le era extranjera, sea por deferencia a su amo (que había sido algo sordo), la voz de Magnus había adquirido una sonoridad, una extraña penetración. Cuando habló Magnus, todos se estremecieron.

-Siempre me lo había yo temido -dijo en voz alta con una suavidad ardorosa-. Mi pobre amo se reía de mi traje de luto, y yo siempre me dije que con este traje estaba preparado para sus funerales -hizo un ademán con sus manos enguantadas de negro.

-Sargento -dijo el inspector, mirando con furia aquellas manos-. ¿Cómo es que no le ha puesto usted las esposas a este individuo, que parece tan peligroso?

-Señor -dijo el sargento desconcertado-; no sé si debo hacerlo.

-¿Cómo es esto? -preguntó el otro con aspereza-. ¿No le han arrestado ustedes?

En la hendida boca del criado hubo una mueca desdeñosa, y el silbato de un tren que se acercaba pareció comentar oportunamente la intención burlesca.

El sargento, muy gravemente, replicó:

-Le hemos arrestado precisamente cuando salía del puesto de Policía de Highgate, donde acababa de depositar todo el dinero de su amo en manos del inspector Robinson.

Gilder contempló al lacayo asombrado.

-¿Y por qué hizo usted eso? -preguntó.

-¡Por qué había de ser! Para poner el dinero a salvo del criminal -contestó Magnus.

-Es que el dinero de Sir Aaron -dijo Gilder- estaba seguro en manos de la familia.

La cola de esta frase pareció engancharse en el estridor del tren, que se acercó temblando y chirriando. Pero, por sobre el infierno de ruidos a que aquella triste mansión estaba sujeta periódicamente, se oyeron las sílabas precisas de  Magnus con toda su nitidez de campanadas:

-Tengo razones para desconfiar de la familia.

Todos, aunque inmóviles, sintieron vagamente la presencia de un recién llegado. Merton volvió la cabeza, y no le sorprendió encontrarse con la cara pálida de la hija de Armstrong, que asomaba sobre el hombro del padre Brown. Todavía era joven y bella, en aquel plateado estilo, pero sus cabellos eran de un color castaño tan opaco y sin matices, que, a la sombra, de repente parecía gris.

-Repórtese usted -gruñó Royce-. Va usted a asustar a la señorita Armstrong.

-Creo que sí -dijo el de la clara voz.

La dama retrocedió. Todos le miraron sorprendidos. Y él prosiguió así:

-Estoy ya acostumbrado a los temblores de la señorita Armstrong. La he visto temblar muchas veces durante muchos años. Unos decían que temblaba de frío; otros, que de miedo; pero yo sé bien que temblaba de odio y de perverso rencor... Esta mañana los diablos han estado de fiesta. A no ser por mí, a estas horas ella estaría lejos en compañía de su amante, y con todo el dinero de mi amo a cuestas. Desde que el pobre de mi amo le prohibió casarse con ese borracho bribón...

-¡Alto! -dijo Gilder con energía-. No nos importan las sospechas o imaginaciones de usted. Mientras no presente usted una prueba evidente.       

-¡Oh, ya lo creo que presentaré pruebas evidentes! -le interrumpió Magnus con su acento cortado-. Usted tendrá que llamarme a declarar, señor inspector, y yo tendré que decir la verdad. Y la verdad es ésta: un momento después de que este anciano fuera arrojado por la ventana, entré corriendo en el desván, y me encontré a la señorita desmayada, en el suelo, con una daga roja en la mano. Permítaseme también entregarla a la autoridad competente.

Y extrajo de los faldones un largo cuchillo cachicuerno con una mancha roja, y se adelantó para entregarlo respetuosamente al sargento. Después retrocedió otra vez, y las rajas de los ojos casi desaparecieron de su cara en una inmensa mueca chinesca.

Merton se sintió enfermo ante aquella mueca, y murmuró al oído de Gilder:

-Habrá que oír lo que dice la señorita Armstrong contra esta acusación, ¿verdad?

El padre Brown levantó de pronto una cara tan fresca como si acabara de lavársela.

-Sí -exclamó con radiante candor-. Pero, ¿dirá la señorita Armstrong algo contra esta acusación?

La dama dejó escapar un grito breve y extraño. Todos se volvieron a verla. Estaba rígida, como paralizada. Sólo en el marco de sus cabellos castaños resaltaba un rostro animado por la sorpresa. Se diría que acababan de ahorcarla.

-Este hombre -dijo el señor Gilder gravemente- acaba de declarar que la encontró a usted empuñando un cuchillo, e inanimada, un momento después del asesinato.

-Dice la verdad -contestó Alice.

Todos quedaron deslumbrados, y al fin se dieron cuenta de que Patrick Royce adelantaba su cabezota y decía estas singulares palabras:

-Bueno; si me han de llevar, antes he de darme un gusto.

Y, levantando los fornidos hombros, descargó un puñetazo de hierro en la blanda cara mongólica de Magnus, haciéndole caer a tierra más aplastado que una estrella de mar. Dos o tres policías pusieron al instante la mano sobre Royce; pero a los demás les pareció que la razón misma había estallado y que el Universo todo se convertía en una pantomima insensata.

-Señor Royce -gritó Gilder autoritariamente-. Le arresto a usted por agresión.

-No -contestó el secretario con una voz como un gong de hierro-, tendrá usted que arrestarme por homicidio.

Gilder miró muy alarmado al hombre agredido; pero como éste estaba levantándose y limpiándose un poco de sangre de la cara, que en rigor no había recibido mucho daño, preguntó:

-¿Qué quiere usted decir?

-Que es cierto, como ha dicho este hombre -explicó Royce- que la señorita Armstrong cayó desmayada con un cuchillo en la mano. Pero no había empuñado el cuchillo para atacar a su padre, sino para defenderle.

-Para defenderle -gritó Gilder gravemente-. ¿Y defenderle de quién?

-De mí -contestó el secretario.

Alice le miró con expresión compleja y desconcertada. Después dijo con voz débil:

-Me alegro de que sea usted valiente.   

-Subamos -dijo Patrick Royce con pesadez- y les haré ver cómo pasó esta atrocidad.

El desván, que era el aposento privado del secretario -diminuta celda para tan enorme ermitaño-, ofrecía, en efecto, señales de haber sido escenario de un violento drama. En el centro, y sobre el suelo, había un revólver; por un lado rodaba una botella de whisky, abierta, pero no completamente vacía. El tapete de la mesita había caído y estaba pisoteado. Y una cuerda, como la que aparecía en la pierna del cadáver, colgaba por la ventana. En la chimenea, dos vasos rotos, y uno sobre la alfombra.

-Yo estaba ebrio -dijo Royce; y esta confesión sencilla de aquel hombre prematuramente abatido, tenía todo el patetismo del primer pecado infantil-. Todos ustedes me conocen -continuó con voz ronca-. Todos saben cómo empecé la vida, y parece que voy a acabarla de igual modo. En otro tiempo decían que yo era inteligente, y pude haber sido feliz. Armstrong salvó de la taberna este despojo de cerebro y de cuerpo y a su modo, el pobre hombre fue siempre bondadoso conmigo. Sólo que no quería dejarme casar con Alice, y todos dirán que tenía razón. Bueno: ustedes pueden formular las conclusiones que gusten, y no necesitarán que yo entre en detalles. Allí, en el rincón, está mi botella de whisky medio vacía. Allí, sobre la alfombra, mi revólver completamente vacío. La cuerda que se encontró en el cadáver es la cuerda de mi baúl, y el cuerpo fue arrojado desde mi ventana. No hace falta que los detectives averigüen nada en esta tragedia: es una de esas hierbas que crecen en todos los rincones. ¡Me entrego a la horca, y basta, por Dios!

A una señal, que fue lo bastante discreta, la polilla rodeó al robusto secretario para conducirle preso. Pero esta operación fue verdaderamente interrumpida por la extrañísima actitud que adoptó el padre Brown. Éste, a gatas sobre la alfombra, junto a la puerta, parecía entregado a exóticas oraciones. Como era persona que jamás se daba cuenta de la figura que hacía a los ojos de los demás, conservando siempre su actitud, volvió de pronto su cara redonda y radiante, asumiendo aspecto de cuadrúpedo con una ridícula cabeza humana.

-¡Vamos! -dijo con sencillez amable-. Esto se complica. Al principio, señor inspector, decía usted que no aparecía arma ninguna, pero ahora vamos encontrando muchas armas. Tenemos ya el cuchillo para apuñalar, la cuerda para estrangular y la pistola para disparar; y todavía hay que añadir que el pobre señor se rompió la cabeza al caer de la ventana. Esto no va bien. No es económico.

Y sacudió la cabeza junto al suelo, como caballo que pasta. El inspector Gilder abrió la boca para decir algo muy serio; pero antes de que pudiera articular una palabra, ya la grotesca figura rampante decía con la mayor fluidez:

-¡Y estas tres cosas inexplicables! Primero, estos agujeros en la alfombra, donde entraron los seis tiros. ¿A quién se le ocurre disparar a la alfombra? Un ebrio dispara a la cara de su enemigo, que está accionando ante él. Pero no riñe con los pies de su enemigo, ni les pone sitio a sus pantuflas. Y luego, la dichosa cuerda.

Y habiendo acabado con la alfombra, el padre Brown levantó las manos y se las metió en los bolsillos, pero permaneció de rodillas.

-¿En qué grado de embriaguez posible se le ocurre a un hombre atarle a su enemigo la soga al cuello para desatarla después y atársela a la pierna? Royce no estaba tan ebrio para hacer semejante disparate, porque ahora estaría más dormido que un tronco. Y finalmente, la botella de whisky, y esto es lo más claro de todo: usted quiere hacernos creer que aquí ha habido un combate de dipsómano por apoderarse del whisky, que usted ganó la botella, y que, después, la arrojó usted a un rincón, vertiendo la mitad del whisky y dejando el resto en la botella. Lo cual me parece poco propio de un dipsómano.

Se irguió de un salto y, en tono de límpida penitencia, le dijo al presunto asesino:

-Lo siento mucho, mi buen señor, pero lo que usted nos cuenta es una sandez.

-Señor -dijo Alice Armstrong al sacerdote en voz baja-. ¿Podemos hablar a solas?

Esta petición obligó al parlanchín sacerdote a salir a la estancia próxima. Y antes de preguntar nada, la dama le dijo decidida:

-Usted es un hombre inteligente, y trata de salvar a Patrick, lo comprendo. Pero es inútil. Este asunto es muy negro, y mientras más indicios encuentre usted, menos posibilidad de salvación habrá para el desdichado a quien amo.

-¿Por qué? -preguntó el padre Brown mirándola con fijeza.

-Porque -contestó ella con la misma expresión- yo misma le he visto cometer el crimen.

-¡Ah! -dijo el padre Brown impertérrito y, ¿qué fue lo que hizo?

-Yo estaba en este cuarto -explicó ella-. Esta y aquella puerta estaban cerradas. De pronto, oí una voz que decía repetidas veces «¡Infierno, infierno!» y poco después las dos puertas vibraron con la primera explosión del revólver. Hubo tres disparos más antes de que yo lograra abrir una y otra puerta. Me encontré la estancia llena de humo; pero la pistola estaba humeando en la mano de mi pobre y loco Patrick. Y yo le vi con mis propios ojos hacer el último disparo asesino. Después saltó sobre m padre, que lleno de terror, estaba encaramado en la ventana, y aferrándolo, trató de estrangularlo con la cuerda, echándosela por la cabeza; pero la cuerda se deslizó por los hombros estremecidos y cayó hasta los pies de mi padre, y se ató sola a una pierna. Patrick tiró de la cuerda enloquecido. Yo cogí entonces un cuchillo que estaba sobre la estera, y metiéndome entre ellos; logré cortar la cuerda antes de caer desmayada

-Ya lo veo todo -dijo el padre Brown con la misma cortesía impasible-. Muchas gracias.

Y mientras la dama desfallecía al evocar tales recuerdos, el sacerdote regresó rápidamente adonde estaban los otros. Allí se encontró a Gilder y a Merton solos con Patrick Royce, que estaba sentado en una silla con las esposas puestas dirigiéndose respetuosamente al inspector. Dijo:

-¿Puedo decir algo al preso en presencia de usted? ¿Y le permite usted quitarse esas cómicas manillas un instante?

-Es hombre muy fuerte -dijo Merton en baja-. ¿Para qué quiere que se las quite?

-Pues, mire usted -dijo el sacerdote con maldad-. Porque quisiera tener el honor de darle un apretón de manos.

Los dos detectives se miraron sorprendidos, y padre Brown añadió:

-¿No quiere usted decirles cómo fue la cosa?  

El hombre de la silla movió negativamente la marañada cabeza, y entonces el sacerdote decía con impaciencia:

-Pues lo diré yo. La vida privada es más importante que la reputación pública. Voy a salvar al vivo, y dejar que los muertos entierren a los muertos.

Se dirigió a la ventana fatal y se asomó:

-Le dije a usted que aquí había muchas armas para una sola muerte. Ahora debo rectificar: aquí no ha habido armas, porque no se las ha empleado para causar la muerte. Todos estos instrumentos terribles, el nudo corredizo, la sanguinolenta navaja, la pistola explosiva, han servido aquí como instrumentos de la más extraña caridad. No se han empleado para matar a Sir Aaron, sino para salvarlo.

-¡Para salvarlo! -exclamó Gilder-. ¿De qué?    

-De sí mismo -dijo el padre Brown-. Era maniático suicida.

-¿Qué? -dijo Merton con tono incrédulo-.  ¡Y su Religión de la Alegría...!

-Es una religión muy cruel -dijo el sacerdote mirando por la ventana-. ¡Que no haya podido él llorar un poco, como antes habían llorado sus padres! Sus planos mentales se endurecieron, sus opiniones se volvieron cada vez más frías. Bajo la alegre máscara se escondía el espíritu hueco del ateo. Finalmente, para conservar ante el público su alegría profesional, volvió a la embriaguez, que había abandonado hacía tanto tiempo. Pero las bebidas alcohólicas son terribles para un abstemio sincero, porque le procuran visiones de ese infierno psicológico contra el cual trata de poner en guardia a los demás. Pronto el pobre señor Armstrong se encontró hundido en ese infierno. Y esta mañana se encontraba en tal estado, que se sentó aquí a gritar que estaba en el infierno, y esto con voz tan trastornada, que su misma hija no la reconoció. Le entró la locura de la muerte, y con la agilidad de mono, propia del maniático, se rodeó de instrumentos mortíferos: el lazo corredizo, el revólver de su amigo, el cuchillo. Royce entró casualmente, y, comprendiendo lo que pasaba, se apresuró a intervenir. Arrojó el cuchillo por aquella estera, arrebató el revólver, y sin tener tiempo de sacar los cartuchos los descargó tiro a tiro contra el suelo. El suicida vio aún otra posibilidad de muerte, y quiso arrojarse por la ventana. El salvador hizo entonces lo único que podía: le dio alcance, y trató de atarle con la cuerda las manos y los pies. Entonces esa desdichada joven entró aquí, y comprendiendo al revés las cosas, trató de libertar a su padre cortando la cuerda. Al principio no hizo más que rasguñar las muñecas a Royce, y ésa es toda la sangre que ha habido en este asunto. Porque supongo que ustedes habrán advertido que, aunque su puño dejó sangre en la cara del criado, no dejó la menor herida. Y la pobre mujer, antes de caer desmayada, logró cortar la cuerda que retenía a su padre, el cual salió lanzado por esa ventana rumbo a la eternidad.

Hubo un silencio, y al fin se oyó el ruido metálico que hacía Gilder al abrir las esposas de Patrick Royce, a quien dijo:

-Creo que debo decir lo que siento, caballero. Usted y esa dama valen más que la esquela de defunción de Armstrong.

-¡Al diablo con Armstrong y su esquela! -gritó brutalmente Royce-. ¿No comprenden ustedes que se trataba de que ella no lo supiera?

-¿Que no supiera qué? -preguntó Merton.        

-¿Cómo qué? ¡Que es ella quien ha matado a su padre, imbécil! -rugió el otro-. A no ser por ella, estaría vivo. Cuando lo sepa va a volverse loca.

-No, no lo creo -observó el padre Brown, tomando el sombrero-. Al contrario, creo que debe decírselo. Ni la más sangrienta equivocación envenena la vida tanto como un pecado. Y creo también que en adelante ella y usted podrán ser más felices. Y me voy: tengo que ir a la Escuela de Sordomudos.

Al salir por entre el césped mojado, un conocido de Highgate le detuvo para decirle:    

-Acaba de llegar el médico. Va a comenzar la información.

-Tengo que ir a la Escuela de Sordomudos -dijo el padre Brown-. Siento mucho no poder asistir a la información.

FIN

El candor del padre Brown, 1911

 

El árbol del orgullo, Chesterton

G.K. Chesterton (1874/1936

Si bajan a la Costa de Berbería, donde se estrecha la última cuña de los bosques entre el desierto y el gran mar sin mareas, oirán una extraña leyenda sobre un santo de los siglos oscuros. Ahí, en el límite crepuscular del continente oscuro, perduran los siglos oscuros. Sólo una vez he visitado esa costa; y aunque está enfrente de la tranquila ciudad italiana donde he vivido muchos años, la insensatez y la trasmigración de la leyenda casi no me asombraron, ante la selva en que retumbaban los leones y el oscuro desierto rojo. Dicen que el ermitaño Securis, viviendo entre árboles, llegó a quererlos como a amigos; pues, aunque eran grandes gigantes de muchos brazos, eran los seres más inocentes y mansos; no devoraban como devoran los leones; abrían los brazos a las aves. Rogó que los soltaran de tiempo en tiempo para que anduvieran como las otras criaturas. Los árboles caminaron con las plegarias de Securis, como antes con el canto de Orfeo. Los hombres del desierto se espantaban viendo a lo lejos el paseo del monje y de su arboleda, como un maestro y sus alumnos. Los árboles tenían esa libertad bajo una estricta disciplina; debían regresar cuando sonara la campana del ermitaño y no imitar de los animales sino el movimiento, no la voracidad ni la destrucción. Pero uno de los árboles oyó una voz que no era la del monje; en la verde penumbra calurosa de una tarde, algo se había posado y le hablaba, algo que tenía la forma de un pájaro y que otra vez, en otra soledad, tuvo la forma de una serpiente. La voz acabó por apagar el susurro de las hojas, y el árbol sintió un vasto deseo de apresar a los pájaros inocentes y de hacerlos pedazos. Al fin, el tentador lo cubrió con los pájaros del orgullo, con la pompa estelar de los pavos reales. El espíritu de la bestia venció al espíritu del árbol, y éste desgarró y consumió a los pájaros azules, y regresó después a la tranquila tribu de los árboles. Pero dicen que cuando vino la primavera todos los árboles dieron hojas, salvo este que dio plumas que eran estrelladas y azules. Y por esa monstruosa asimilación, el pecado se reveló.

 

Los nuevos disparos del policial argentino

Una breve reseña sobre este tipo de literatura:

REVISTA Ñ: (suplemento literario de CLARÍN)

 

Clásicos reeditados, autores y colecciones nuevos, premios internacionales y adaptaciones al cine confirman la popularidad de este género narrativo.

Por:  Vicente Muleiro

 

No es una explosión, tampoco son unos pocos tiros desperdigados al aire. La del policial argentino es una balacera persistente. En los últimos días han aparecido dos colecciones: Negro Absoluto, que se lanzó con cuatro novelas de autores de una nueva horneada; y Larga Duración, de editorial Tantalia, que reeditó un clásico, El agua en los pulmones, de Juan Martini y lanzó ¿Quién mató a la cantante de jazz?, de la novísima Tatiana Goransky. Desde Córdoba, Ediciones del Copista avanza con su Serie Policial bautizada en 2006, inaugurada con autores como Carlos Dámaso Martínez y Fernando López, entre otros. En 2009 Mondadori lanzará otra colección en simultáneo con España, que será dirigida por Rodrigo Fresán.

Hay más disparos: el género se ha alzado con algunos de los buenos premios literarios de los últimos tiempos: Pablo De Santis se cargó la bolsa de dólares de la primera edición del Planeta-Casa de América con El enigma de París; Orlando Van Bredam con el Emecé de 2007 por Teoría del desamparo, así como Guillermo Martínez ya había conquistado el Planeta local en 2003 con Crímenes imperceptibles, trasvasada al cine como Los crímenes de Oxford. Al cine también irán otras novelas con olor a pólvora como Tuya de Claudia Piñeiro –persistente entre los recientes best sellers–, Delincuente argentino y La aguja en el pajar de Ernesto Mallo.

Mondadori se cuenta entre los sellos que han presentado un nuevo autor, E. L. Yeyati, –un economista argentino que vive en Nueva York– con su novela Gallo, que se vale del género para cruzar las desventuras de un investigador con la desaparición de una adolescente.
Si el delito tensa la trama, los climas exhiben la sangría de los vínculos humanos y la disgregación de la subjetividad. Random House Mondadori, exhibe como logro los cien mil ejemplares de la serie Mujeres asesinas, con el soporte del éxito televisivo, claro, más la reedición de novelas de Juan Sasturain (Arena en los zapatos) y los infrecuente 3.500 ejemplares de la antología In fraganti. Del mismo autor se viene Pagaría por no verte donde la traza tanguera del detective Echenique se medirá con las borrascas de la corrupción política.
Para el director editorial Pablo Avelluto el policial ofrece una ecuación virtuosa: "Permite la fusión de dos categorías que en general son percibidas como confrontación: el entretenimiento y la alta literatura".

El gerente editorial de Planeta, Ignacio Iraola, desenfunda: "El policial tiene una fuerte tradición de lectura en la Argentina, aún desde antes que Borges y Bioy impulsaran el género entre nosotros con la colección El Séptimo Círculo".

Planeta, a través de su sello Emecé, se ocupó de resucitar aquel empeño borgeano con reediciones de obras de Silvina Ocampo, Manuel Peyrou y Enrique Amorim. Más acá, posaron sobre las librerías títulos de Vicente Battista, Angélica Gorodischer y Eduardo Mignona, mientras "Los mejores cuentos policiales", con selección y prólogo de Borges y Bioy Casares, insiste en la reedición. Ahora las apuestas se dirigen al escritor Ernesto Mallo y al marplatense Carlos Balmaceda. Según Iraola el sueco Henning Mankell (La pista falsa, La leona blanca) está traccionando la lectura del policial.

Ernesto Mallo adscribe a una escalada del género con referentes planetarios: "Mankell y Juan Ramón Biedma en Europa, Lee Child y John Sandford en Estados Unidos". También explica su opción por la variante local de la novela negra: "Siempre viví bajo estados policiales o gobiernos corruptos o la combinación de ambos; la criminalidad atraviesa todos los estratos sociales, el flujo de material es incesante. Una sociedad también puede definirse por el tipo de crímenes que se cometen".

Con el sello Alfaguara, Claudia Piñeiro reapareció en la lista de los más vendidos con Tuya, que está en etapa de preproducción para ser la película que dirigirá Alejandro Doria. "El lector siente que todo lo que pasa en un policial podría haber sucedido –dice ella– y apenas un escritor mira hacia el mundo social se topa con diversas vertientes de la criminalidad".
Además de difusor del género y autor, Juan Sasturain es el alma mater de la colección Negro Absoluto. Explica el criterio: "Nos propusimos trabajar sobre textos nuevos, se contactó a los autores y se los invitó a trabajar a partir de determinadas pautas: que se ambientara en Buenos Aires, que fueran novelas de crímenes y que tuvieran un personaje central".
El resultado consta en cuatro títulos: Los indeseables (Osvaldo Aguirre); Santería (Leonardo Oyola); El doble Berni (escrita a dúo por Elvio Gandolfo y Gabriel Sosa) y El síndrome de Rasputín (Ricardo Romero). Uno de los sugestivos ámbitos que frecuenta el género, el del jazz, revive en clave porteña a partir de Tatiana Goransky, la joven autora de ¿Quién mató a la cantante de jazz?. Su editora, Florencia Abbate, señala que es clave "el clima sórdido de la ciudad. Son relatos que se proponen mostrar la contracara de la imagen políticamente correcta de la sociedad. El policial sigue convocando porque, como en las buenas películas del género, suele dejar un sabor agradable que uno quiere repetir".

La emboscada de seducción que estos escritores duros le tienden al lector no deja de ser una onda expansiva de aquellas otras que en la Argentina se urdieron apenas el policial asomó cuando promediaba el siglo XIX. En 1877 el jurisconsulto Luis Varela publicaba las dos primeras narraciones que cruzaban infidelidad y crimen. En 1884 ya estaba traducido Edgar Allan Poe, ese mismo año Paul Groussac mandaba sus primeros tiros de papel. Otros rastros de sangre se encontraron entre los originales de narradores que publicaron a principios del siglo XX, Horacio Quiroga entre ellos. Hasta que, hacia la década de 1930, las ediciones populares repartieron millares de historias intrigantes en las revistas semanales y mensuales y en otras entregas de formato para el kiosco. El prestigio crecería con la difusión que emprendió Borges. Otro salto se produciría en los años 70, con la obviedad de "género menor" convenientemente sepultada y la discusión sobre sus líneas posibles (novela de intriga o suspenso, novela problema, thriller de acción, novela negra o dura) francamente abierta para que cada uno se sirviera a gusto. Escritores con patente (Walsh, Bosco, Pla, Soriano, Martini, Giardinelli, entre otros), bebían y beben en su normativa, para transgredirla a su modo.

En los textos que se pueden leer hoy la narrativa policial es un género transaccional que puede pactar con la novela social, psicológica, fantástica o puramente intelectual. El realismo pleno y plano es un alimento al que no suele acudir, aunque las tramas no dejen de tributar a claras referencias de la vida social y política. En un estudio imprescindible de 1999, lo había escrito el crítico Jorge B. Rivera: "La denostada narrativa policial pasa a convertirse en un auténtico campo de reflexión sobre el hombre, la literatura y lo sociedad; reflexión muchas veces más inquietante y reveladora que la posibilitada por las ampulosas construcciones de la literatura seria".

 

ESTARÉ ESPERANDO R Chandler

RAYMOND CHANDLER (1888-1959)

 

Era la una de la madrugada cuando Carl, el portero nocturno, apagó la última de las tres lámparas de mesa del vestíbulo principal del hotel Windermere. El azul de la alfombra se oscureció un par de tonos y las paredes retrocedieron hasta hacerse distantes. Las sillas se llenaron de sombras perezosas. Los recuerdos colgaban como telarañas en los rincones.

Tony Reseck bostezó. Ladeó la cabeza y escuchó la frágil, nerviosa música que salía de la sala de radio situada detrás del pequeño arco en que terminaba el vestíbulo. Frunció la frente. Aquella debería ser su sala de radio, a partir de la una de la madrugada. Nadie debería estar en ella. Aquella pelirroja le destrozaba las noches.

Desapareció el fruncimiento y una sonrisa en miniatura se le dibujó en las comisuras de la boca. Aflojó los músculos. Era un hombre de edad madura, bajito, pálido, barrigón, de largos y delicados dedos ahora asidos al diente de alce de la cadena de su reloj; dedos largos y delicados, de ilusionista, dedos de uñas brillantes, bien perfiladas, de afiladas falanges inferiores, dedos de extremos un tanto espatulados. Dedos hermosos. Tony Reseck se frotó las manos con dulzura. Había una paz en sus tranquilos ojos grisáceos.

El fruncimiento volvió a su rostro. La música le molestaba. Se levantó con singular agilidad, de un solo movimiento, sin apartar las manos de la cadena del reloj. Sentado con sosiego en determinado momento, al siguiente ya estaba erguido, aplomado sobre los pies completamente inmóvil, tanto, que el movimiento de levantarse lucía como una acción imperfectamente percibida, como un error visual.

Empezó a caminar pisando delicadamente la alfombra azul con sus zapatos pequeños y brillantes y cruzó la arcada. La música había aumentado de volumen. Contenía el ruido ardiente y corrosivo, las carreras frenéticas y nerviosas de una competición, de música improvisada. Sonaba demasiado alta. La pelirroja estaba sentada y contemplaba en silencio el enrejillado de la voluminosa radio como si pudiera ver a la orquesta, su estereotipada sonrisa profesional, el sudor que corría por las espaldas. Estaba ovillada con las piernas bajo el cuerpo en un sofá que parecía tener casi todos los almohadones de la sala. Se encontraba primorosamente envuelta en ellos, como un ramillete en el papel de la floristería.

No alzó la cabeza. Siguió inclinada, una mano cerrada sobre la rodilla color durazno. Vestía un pijama de seda de gruesos ribetes y bordado de negros capullos de loto.

-¿Le gusta Goodman, señorita Cressy? -preguntó Tony Reseck.

La chica movió despacio los ojos. Había poca luz, pero el violeta de aquellos ojos casi ofendía. Eran unos ojos grandes y profundos, sin la menor huella de pensamiento en ellos. Su rostro, clásico, carecía de expresión.

No dijo nada.

Tony sonrió, se llevó los dedos a las comisuras y los movió uno por uno, consciente de su contacto.

-¿Le gusta Goodman, señorita Cressy? -repitió con amabilidad.

-Lo detesto -dijo la chica, con una voz sin inflexiones.

Tony se balanceó sobre los talones y la miró a los ojos. Grandes, profundos, vacíos. ¿O no? Se inclinó y apagó la radio.

-No me interprete mal -dijo la chica-. Goodman saca dinero y un tipo que saca dinero legal en estos tiempos es un tipo al que hay que respetar. Pero su música parece de cervecería. Prefiero las cosas un poco acarameladas.

-A lo mejor le gusta Mozart -dijo Tony.

-Ahora me está tomando el pelo -dijo ella.

-De ningún modo, señorita Cressy. Creo que Mozart es el hombre más grande que haya existido jamás y Toscanini, su profeta.

-Creí que usted era el detective del hotel.

Apoyó la cabeza en un cojín y lo observó por entre las pestañas.

-Póngame algo de ese Mozart -añadió.

-Es demasiado tarde -suspiró Tony-. No es posible ahora.

La muchacha le dedicó otra mirada clara y prolongada.

-Me echó el ojo, ¿eh, pies planos? -Rió levemente, casi para sus adentros-. ¿Hice algo malo?

Tony esbozó su minúscula sonrisa.

-Nada, señorita Cressy. Nada en absoluto. Pero usted necesita tomar un poco de aire. Lleva cinco días en este hotel y todavía no salió a la calle. Y tiene una habitación en lo más alto del edificio.

La chica volvió a reír.

-Hágame un cuento con eso, dele. Estoy aburrida.

-En cierta ocasión estuvo aquí una chica que ocupaba su misma suite. Estuvo en el hotel toda una semana, igual que usted. Sin salir para nada, quiero decir. Casi no hablaba con nadie. ¿Qué le parece que hizo?

Ella lo miró seria.

-Se fue sin pagar la cuenta.

El hombre extendió su larga y delicada mano, agitó los dedos y produjo un efecto como de olas que se rompen.

-No. Hizo que se la preparasen y la pagó. Después le dijo al botones que recogiera su equipaje en media hora. Y salió al balcón.

La muchacha se incorporó un poco con los ojos todavía en guardia, y se acarició la rodilla aduraznada.

-¿Cómo dijo que se llama usted?

-Tony Reseck.

-Suena húngaro.

-No -dijo Tony-, es polaco.

-Siga, Tony.

-Todas las habitaciones de arriba tienen balcones particulares, señorita Cressy. Y con barandillas demasiado bajas para estar a catorce pisos de altura. La noche era muy oscura y estaba nublado. -Dejó caer la mano en un gesto final, gesto de despedida-. Nadie la vio saltar. Pero cuando se produjo el choque, fue como un cañonazo.

-Está inventando, Tony -dijo ella con un susurro seco.

El hombre esbozó su módica sonrisa. Sus tranquilos ojos grises parecían casi alisar las largas ondas del pelo femenino.

-Eve Cressy -dijo ella soñadoramente-. Un nombre que espera rodearse de luces y espera a un tipo alto y moreno que no vale nada, Tony. Y no me pregunte por qué. Estuve casada con él. Y podría volver a estarlo. En la vida se pueden cometer muchos errores. -La mano que reposaba en la rodilla se abrió lentamente hasta que los dedos no pudieron retroceder más. Entonces volvió a cerrarla con rapidez y sequedad, y aun a la escasa luz reinante brillaron los nudillos como huesitos pulimentados-. Una vez le hice una jugada sucia. Lo metí en un lío, sin intención. Tampoco pregunte por qué. Y ahora me siento en deuda.

El hombre se adelantó con suavidad para hacer girar la perilla de la radio. Las notas de un vals tintinearon en el aire. Un vals de oropel, pero vals al fin. Subió el volumen. La música brotaba del altavoz en torbellinos de atenuada melodía. Desde que Viena dejó de existir, todos los valses resultaban sombríos.

La chica ladeó la cabeza, canturreó tres o cuatro compases y se detuvo, la boca súbitamente tensa.

-Eve Cressy -dijo-. Una vez hubo luces. En un club nocturno de mala muerte. Un tugurio. Hubo una redada y las luces se apagaron.

Él sonrió casi con burla.

-Mientras usted estuvo allí no fue ningún tugurio, señorita Cressy... Este es el vals que la orquesta tocaba siempre que el viejo portero se paseaba frente a la entrada del hotel, con el pecho lleno de medallas en La última carcajada. Actuada por Emil Jannings. Seguramente no la recordará, señorita Cressy.

-Primavera, hermosa primavera -dijo-. No, no la vi.

El hombre se alejó tres pasos y se dio vuelta.

-Tengo que subir a revisar las puertas. Espero no haberla molestado. ¿Por qué no se va a la cama? Es un poco tarde.

El vals de relumbrón se detuvo y una voz rompió a hablar. La chica tomó la palabra por entre el sonido de la voz.

-¿De veras me cree capaz de una cosa así? Lo del balcón, quiero decir.

El hombre asintió.

-Quizá -dijo con suavidad-. Pero ya no.

-En ningún momento, Tony. -La sonrisa de ella era como una hojita perdida-. Vuelva para contarme más cosas. Las pelirrojas no saltan al vacío, Tony. Viven y se marchitan.

Él la miró seriamente durante un momento y se fue. El portero estaba en la arcada que conducía al vestíbulo principal. Tony no había mirado en aquella dirección, pero sabía que había alguien allí. Siempre detectaba las presencias. Podía oír crecer la hierba, como el asno de El pájaro azul.

El portero le hizo una seña con el mentón. La ancha cara que se alzaba por encima del cuello del uniforme parecía sudorosa y alarmada. Tony se acercó a él, cruzaron juntos la arcada y salieron al centro del pequeño vestíbulo.

-¿Dificultades? -preguntó Tony con cansancio.

-Afuera hay un tipo que quiere verte, Tony. No quiere entrar. Estaba limpiando los vidrios de las puertas y se me acercó, un tipo alto. "Quiero ver a Tony", dijo con la boca torcida.

-Bueno -respondió Tony, que seguía contemplando los ojos celestes del portero-. ¿Cómo se llama?

-Dijo que Al.

La cara de Tony se volvió tan inexpresiva como si fuera de pasta de amasar.

-Okey –empezó a caminar.

El portero lo retuvo por la manga.

-Oíme, Tony, ¿tenés enemigos?

Tony rió cortés, la cara todavía como pasta de amasar.

-Oíme, Tony -agregó el portero, sin soltarle la manga-. Hay un coche negro al final de la manzana, en dirección contraria a los taxis. Hay un tipo al lado, con el pie en el estribo. El que me habló llevaba un abrigo oscuro, todo abotonado, el cuello alzado hasta las orejas. Y el sombrero calado. Apenas si se le puede ver la cara. Dijo: "Quiero ver a Tony", con la boca torcida. Vos no tenés enemigos, ¿verdad, Tony?

-Sólo en mi financiera -dijo Tony-. Ahora andate.

-Empezó a caminar muy despacio y un poco endurecido por la alfombra azul, y subió los tres suaves peldaños que daban acceso al vestíbulo de entrada, que tenía tres ascensores a un lado y el mostrador de recepción al otro. Sólo funcionaba uno de los ascensores. Junto a las puertas abiertas, cruzado de brazos, el ascensorista nocturno permanecía en silencio, vestido con su pulcro uniforme azul de alamares plateados. Era un mexicano moreno y flaco llamado Gómez. Un mozo nuevo que trabajaba en el turno de noche.

Al otro lado estaba el mostrador de recepción, de mármol rosado, con el encargado nocturno suavemente recostado sobre él. Un hombrecito limpio de bigote rojizo y fino, y mejillas tan rojas que parecían maquilladas. Miró a Tony y se frotó el bigote con una uña.

Tony le apuntó con el índice estirado, encogió corazón, anular y meñique, alzó el pulgar y, sin doblarlo, lo dejó caer sobre el índice rígido. El empleado se rozó la otra punta del bigote con aire aburrido.

Tony dejó atrás el quiosco cerrado y en sombras y la puerta lateral del drugstore, para llegar a las puertas de paneles de cristal y marco de bronce. Se detuvo exactamente frente ellas y tragó una profunda e intensa bocanada de aire. Cuadró los hombros, abrió las puertas y salió al aire nocturno, frío y húmedo.

La calle estaba oscura y en silencio. El ruido del tráfico de Wilshire, a dos manzanas de distancia, era insignificante. Había dos taxis a la izquierda. Los choferes estaban apoyados en el guardabarros, uno junto a otro, fumando. Tony empezó a caminar en dirección contraria. El gran coche negro estaba a un tercio de manzana de la puerta del hotel. Habían reducido las luces al mínimo y sólo cuando lo tuvo a corta distancia alcanzó a oír el suave rumor del motor.

Una figura alta se apartó del vehículo y se dirigió hacia él, las manos en los bolsillos del abrigo oscuro de cuello subido. En la boca del hombre, como una perla herrumbrosa, brillaba levemente un pucho.

Cuando se encontraron frente a frente se detuvieron.

-Hola, Tony -dijo el alto-. Hace tiempo que no nos veíamos.

-Hola, Al. ¿Cómo andás?

-No me puedo quejar. -El alto hizo ademán de sacar la derecha del bolsillo, pero se contuvo y rio suavemente-. Me había olvidado. Me parece que no querés que nos demos la mano.

-Es algo que no tiene sentido -dijo Tony-. El apretarse la mano. Los monos se dan la mano. Bueno, Al, ¿qué carajo te pasa?

-Seguís siendo el gordito gracioso de siempre, ¿eh, Tony?

-Supongo -dijo Tony con un tenso parpadeo.

Notaba un nudo en la garganta.

-¿Te gusta trabajar ahí?

-Es un trabajo -Al volvió a reírse suavemente.

-Vos, tranquilo, Tony. Yo me muevo por vos. O sea que es un trabajo y que querés conservarlo. Okey. Una muchacha que se llama Eve Cressy se aloja en tu tranquilo hotel. Hacela salir rápido. Ahora mismo.

-¿Qué es lo que pasa?

El alto recorrió la calle con la mirada. Atrás, en el coche, un hombre tosió apenas.

-Está enganchada con una basura. No tengo nada personal contra ella, pero te va a traer problemas. Hacela salir, Tony. Tenés una hora, más o menos

-Claro -dijo Tony con indiferencia, sin expresión.

Al sacó la mano del bolsillo y la puso sobre el pecho de Tony. Le dio un empujón flojo, perezoso.

-No hablo por hablar, hermanito gordo. Hacela salir de ahí.

-Okey -dijo Tony, sin la menor inflexión en la voz.

El alto apartó la mano y la dirigió a la portezuela del coche. La abrió y empezó a escurrirse adentro como una delgada sombra muy negra.

Pero se frenó a mitad de camino, le dijo algo a los hombres que había adentro y volvió a enderezarse. Volvió al lugar adonde lo esperaba Tony en silencio, con los ojos claros iluminados levemente por los reflejos de la calle.

-Mirá, Tony. Siempre fuiste discreto. Sos un buen hermano.

Tony no dijo nada.

Al se inclinó hacia él con la sombra alargada y ansiosa, el cuello alzado rozándole casi las orejas.

-Es un asunto feo, Tony. A los muchachos no les gustaría, pero te lo voy a contar de todas formas. La Cressy estuvo casada con una basura que se llama Johnny Ralls. Ralls salió de San Quintín hace unos días, una semana más o menos. Le encajaron tres años, por homicidio involuntario. La muchacha lo metió allí. Atropelló a un viejo una noche, borracho, y ella iba con él. Johnny quiso borrarse, pero ella le dijo que se entregara y contase la verdad. Él no se entregó. Y ella, que lo había amenazado con hacerlo, lo mandó en cana.

-Increíble -dijo Tony.

-Así es el Evangelio, muchacho. Mi trabajo consiste en saber cosas. Y el tal Ralls, cuando estaba adentro, se pasaba hablando de la mina, de que iba a estar esperándolo cuando saliera, pronta para perdonar y olvidar, y que iría a buscarla.

-¿Y a vos por qué te importa ese hombre? -indagó tony con voz seca y áspera, como una rasgadura en un papel grueso.

Al se rio.

-Los muchachos de ilícitos quieren verlo. Llevaba una mesa de juego en un local del Strip y organizó un chanchullo. Entre él y otro tipo le soplaron a la casa cincuenta de los grandes. El otro aflojó la mosca, pero todavía nos faltan los veinticinco de Johnny. Los de ilícitos no cobran para olvidar.

Tony recorrió la oscura calle con la mirada. Uno de los taxistas tiró un pucho que trazó una hipérbole por encima de uno de los taxis. Tony la vio caer y chisporrotear en el asfalto. Escuchó el suave ronroneo del motor del cochazo negro.

-No quiero saber nada de esto -dijo-. Pero la voy a hacer salir.

Al se alejó asintiendo.

-Un buen pibe. ¿Cómo está mamá?

-Bien -dijo Tony.

-Decile que pregunté por ella.

-Preguntar por ella no sirve para nada -respondió Tony.

Al se dio vuelta con rapidez y se metió en el coche, que giró perezosamente a mitad de manzana y retrocedió hacia la esquina. Se encendieron las luces y barrieron una pared. Dobló la esquina y desapareció. El penetrante olor de los gases del tubo de escape alcanzó el olfato de Tony, que volvió hasta el hotel y entró. Fue hasta la sala de radio.

El aparato seguía murmurando, pero la chica ya no estaba en el sofá. Los almohadones conservaban el hueco de su cuerpo. Tony se inclinó y los tocó. Le pareció que todavía conservaban cierto calor. Apagó la radio y se quedó inmóvil, haciendo remolinear el pulgar con la mano abierta y pegada al estómago. Entonces volvió al vestíbulo, en dirección a los ascensores, y se detuvo junto a un jarrón de mayólica con arena blanca. El empleado daba vueltas atrás de una pantalla de cristal esmerilado, en la punta del mostrador. La atmósfera estaba inmóvil.

La zona de los ascensores estaba a oscuras. Tony miró la aguja indicadora del camarín central y vio que estaba en el piso 14.

-Se fue a dormir -dijo en voz baja.

-La puerta del alojamiento del portero, situada junto a los ascensores, se abrió y dio paso al ascensorista nocturno, el pequeño mexicano, vestido con ropa de calle. Sus ojos color castaño claro enfocaron a Tony con tranquilidad.

-Buenas noches, jefe.

-Sí -dijo Tony, abstraído.

Sacó del bolsillo del chaleco un fino cigarro moteado y lo olisqueó. Lo observó despacio, dándolo vueltas entre los pulcros dedos. Había un leve desgarrón longitudinal. Entonces frunció la frente y tiró el cigarro.

Se oyó un ruido lejano y la aguja del indicador comenzó a girar en el círculo de bronce. Aparecieron las luces del ascensor y la línea recta del piso de la caja disolvió la oscuridad del fondo. Se detuvo el ascensor, se abrieron las puertas y salió Carl.

Sus ojos se sobresaltaron un poco al tropezar con los de Tony, y caminó hacia él con la cabeza ladeada y un leve brillo a lo largo del rosado labio superior.

-Oíme, Tony.

Tony lo agarró del brazo y lo hizo dar vuelta con brusquedad. Lo empujó con rapidez, aunque también con naturalidad, escalones abajo, hasta el oscuro vestíbulo principal, y lo llevó a un rincón. Le soltó el brazo. La garganta se le había puesto otra vez tirante, sin que supiera por qué.

-¿Y bien? -dijo sombríamente-. ¿Qué tengo que oír?

El mozo metió la mano en un bolsillo y sacó un dólar.

-Me dio esto -dijo con indolencia. Sus ojos miraron el vacío, más allá del hombro de Tony. Parpadeaba muy rápido.

-Hielo y cerveza de jengibre.

-No me vengas con cuentos -gruñó Tony.

-Es el tipo de la 14 B -insistió el portero.

-Dejame que te huela el aliento.

El mozo se adelantó hacia él, obediente.

-Alcohol -dijo Tony con resolución.

-Me invitó con un trago.

Tony miró el billete de un dólar.

-No hay ningún huésped en la 14 B. No en mi lista, por lo menos -dijo.

-Sí. Sí que lo hay -el mozo se lamió los labios y parpadeó varias veces-. Un tipo moreno y alto.

-Está bien -dijo Tony de mal humor-. Está bien. En la 14 B hay un tipo alto y moreno que te dio un billete y te invitó con un trago. ¿Y qué?

-Tenía una pistola bajo el brazo -explicó Carl y parpadeó de nuevo.

Tony sonrió, pero sus ojos tenían el brillo mortecino del hielo grueso.

-¿Vos subiste a la señorita Cressy a su habitación?

Carl negó con la cabeza.

-Fue Gómez. Lo vi acompañarla.

-Andate -dijo Tony entre dientes-. Y no aceptes más tragos de los huéspedes.

No se movió hasta que Carl se metió en el cubículo que había junto a los ascensores y cerró la puerta. Después subió en silencio los tres escalones y se quedó frente al mostrador con los ojos fijos en el mármol rosado y veteado, en el portaplumas de ónice y en la nueva cartulina de inscripción con su marco de cuero. Alzó una mano y la dejó caer con fuerza en el mármol. El empleado apareció atrás de la mampara de cristal, como una ardilla que sale de su madriguera.

Sacó del bolsillo superior un papel y lo desplegó en el mostrador.

-Aquí no figura nadie en la 14 B -dijo con voz agria.

El empleado se tocó cuidadosamente el bigote.

-Lo lamento. Seguramente estabas cenando cuando se inscribió.

-¿Quién?

-Un tal James Watterson, de San Diego -dijo el empleado bostezando.

-¿Preguntó por alguien?

El empleado interrumpió un bostezo y miró la coronilla de Tony.

-Sí. Preguntó por una orquesta de swing. ¿Por qué?

-Vivo, rápido y gracioso si los hay -dijo Tony. Anotó el nombre en el papel y se lo guardó en el bolsillo-. Voy arriba a revisar puertas. Tenés sin alquilar todavía cuatro habitaciones superiores. Y despejate, mijo. Estás que te caés.

-Voy a tratar -gruñó el empleado mientras terminaba el bostezo-. No tardes, petiso. No sé cómo matar el tiempo.

-Podrías afeitarte esa pelusa exquisita que tenés en el labio -dijo Tony, y fue hacia los ascensores.

Abrió uno de los que estaban apagados, encendió la luz superior y apretó el botón del catorce. Volvió a apagarlo, salió y cerró las puertas. El rellano era allí más chico que en los demás pisos, excepto el del inmediato inferior. Las tres paredes que lo formaban tenían sendas puertas azules de una sola hoja. En cada puerta había un número, una letra y una filigrana dorada. Tony fue a la 14 A y acercó el oído a la madera.

No oyó nada. Eve Cressy podía estar durmiendo, en la cama, en el cuarto de baño o en el balcón. O bien, sentada a pocos pasos de la puerta, contemplando las musarañas. En este último caso, mal podía oírla. Fue a la 14 B y repitió la operación. Allí era otra cosa. Se oía ruido adentro. Un hombre tosía. En cierto modo, parecía una tos solitaria. No escuchó voces. Apretó el nacarado botón que había al lado de la puerta.

Unos pasos se aproximaron sin apuro. Y una voz pastosa habló al otro lado de la madera. Tony no respondió, no hizo el menor ruido. Volvió a apretar el timbre.

El señor James Watterson, de San Diego, tendría que haber abierto enseguida y provocado algún ruido. Pero no lo hizo. El silencio que se aposentó al otro lado de la puerta era como el de un glaciar. Tony acercó otra vez la oreja. Silencio absoluto.

Sacó una llave maestra prendida de una cadena y la introdujo suavemente en la cerradura. La hizo girar, abrió la puerta unos centímetros y retiró la llave. Entonces, esperó.

-Está bien -dijo una voz con aspereza-. Entre y cobre.

Tony abrió del todo y se quedó quieto, enmarcado por la luz del rellano. El hombre era alto, de pelo negro y cara angulosa y pálida. Empuñaba una pistola. Y la empuñaba como si entendiera de pistolas.

-Entre -roncó.

Tony cruzó el umbral y cerró con el hombro. Mantenía las manos ligeramente separadas de los costados, los ágiles dedos doblados y fláccidos. Sonrió con serenidad.

-¿El señor Watterson?

-¿Qué más?

-Soy el detective de la casa.

-Dan ganas de morirse.

El hombre alto, de cara pálida, en cierto modo apuesto y en cierto modo no, retrocedió lentamente. La habitación era grande, con balcones en dos de sus lados. Cada una de las habitaciones de la torre disponía de un balcón particular al que daba acceso una ventana. Frente a un agradable sofá había un juego de atizadores tras una mampara de madera. En una bandeja del hotel distinguió un vaso alto, empañado, junto a un sillón hondo y cómodo. El hombre retrocedió hasta el mueble y se quedó adelante. La pistola, grande y reluciente, se inclinó y apuntó hacia el suelo.

-Para morirse -repitió-. Llevo una hora en este cuchitril y el botón de la casa viene a llamarme a la puerta. Muy bien, encanto, registre el armario y el baño. Pero le advierto que la muchacha acaba de irse.

-Usted todavía no la vio -dijo Tony.

La descolorida cara del hombre se llenó de insospechadas arrugas. Su voz espesa bordeó el gruñido.

-¿De veras? ¿A quién no vi todavía?

-A una muchacha llamada Eve Cressy.

El hombre tragó saliva. Puso la pistola en la mesa, al lado de la bandeja. Se sentó en el sillón, rígido, como un hombre afectado de lumbago. Luego adelantó el cuerpo, descansó las manos en las rodillas y sonrió con toda la boca.

-Así que está aquí, ¿eh? Todavía no pregunté por ella. Soy un tipo precavido. Todavía no hice preguntas.

-Hace cinco días que está aquí -dijo Tony-. Esperándolo a usted. No se movió del hotel ni un minuto.

Al hombre se le agitó una mueca sonriente.

-Me retrasé un poco en el Norte -dijo con placidez-. Ya sabe: visitando a viejos amigos. Parece estar muy al tanto de mis asuntos, señor botón.

-Así es, señor Ralls.

El hombre se paró bruscamente y agarró la pistola de un manotazo. Se quedó quieto, apoyado en la mesa, fija la mirada.

-Las mujeres hablan demasiado -dijo con cierta sordina en la voz, como si entre los dientes tuviera algo blando que la oscureciera.

-Las mujeres no, señor Ralls.

-¿Eh? -la pistola resbaló en la dura madera de la mesa-. Hable claro, botón. Mi adivino está de vacaciones.

-Las mujeres no. Los canas. Los canas con pistola.

El silencio glacial volvió a caer sobre ellos. El hombre se enderezó lentamente. Su rostro no tenía expresión, pero sus ojos parecían acosados. Tony adelantó su cuerpo rechoncho y más bien pequeño, de rostro amable, tranquilo, pálido y ojos tan claros como el agua de los bosques.

-Nunca descansan esos tipos -dijo Johnny Ralls y se lamió un labio-. Siempre alerta, día y noche. La empresa nunca duerme.

-¿Los conoce? -dijo Tony con voz suave.

-Tal vez pudiera largarle diez hipótesis. Y, de las diez, doce serían correctas.

-Los muchachos de ilícitos -dijo Tony esbozando una sonrisa.

-¿Dónde está ella? -preguntó ásperamente Johnny Ralls.

-En la habitación de al lado.

El hombre salió al balcón, dejando la pistola en la mesa, se quedó frente el muro y lo estudió con ojos atentos. Se aupó entonces sujetándose a la reja de la divisoria. Cuando se soltó y volvió, su cara había perdido algunas arrugas. Sus ojos tenían un brillo más sosegado. Regresó junto a Tony.

-Estoy en un lío -dijo-. Eve me mandó un poco de guita y yo la multipliqué con un asunto que inventé en el Norte. Es dinero de los dos, quiero decir. Los muchachos de ilícitos hablaron de veinticinco de los grandes. -Sonrió malignamente-. Yo me pongo a contar y no pasa de quinientos dólares. Supongo que va a ser difícil hacérselos creer.

-¿Qué hizo usted con el otro? -preguntó Tony con indiferencia.

-Jamás lo tuve, botón. Olvídese de ese cuento. Soy el único individuo en el mundo que me cree. Aquello fue una trampa que me armaron.

-Puede que yo también lo crea -dijo Tony.

-No suelen matar. Pero pueden ser terriblemente duros.

-Unos forajidos -dijo Tony con un desprecio amargo y repentino-. Los tipos que andan con pistola no son más que forajidos.

Johnny Ralls tomó el vaso y lo vació. Los cubitos de hielo tintinearon suavemente mientras lo apartaba. Agarró la pistola, la hizo bailar en la mano y se la guardó boca abajo, en un bolsillo interior, a la altura del pecho. Se quedó mirando la alfombra.

-¿Por qué me cuenta todo esto, botón?

-Pensaba en que la dejase usted en paz un tiempo.

-¿Y si no lo hago?

-A mí me parece que lo hará -dijo Tony.

Johnny Ralls asintió con calma.

-¿Puedo salir de aquí?

-Puede tomar el ascensor de servicio, que lleva al garaje. Alquile un coche. Yo le doy una tarjeta para el empleado del garaje.

-Usted es un tipo gracioso -dijo Johnny Ralls.

Tony sacó una gastada billetera de piel de avestruz y garabateó en una tarjeta. Johnny la leyó y la sostuvo en la mano, golpeándola contra la uña del pulgar.

-Podría llevármela conmigo -apuntó, achicando los ojos.

-Y podría también otra clase de paseo -continuó Tony-. Ya le dije que está aquí desde hace cinco días. La descubrieron. Un conocido me llamó y me dijo que la sacara de aquí. Me explicó todo. Así que es a usted a quien voy a sacar en su lugar.

-Les va a encantar -dijo Johnny Ralls-. Y a usted le van a mandar violetas.

-Tengo días libres para lamentarlo.

Johnny Ralls dio vuelta la mano y observó la palma.

-Podría verla, igual. Antes de irme. La habitación de al lado dijo usted, ¿no?

Tony giró sobre los talones y fue hasta la puerta.

-No pierda el tiempo, buen mozo -dijo por encima del hombro-. Yo podría cambiar de idea.

-Que yo sepa, es posible que ya me esté jodiendo -dijo el hombre, casi con amabilidad.

Tony no se volvió.

-Es un riesgo que tiene que correr.

Llegó a la puerta y salió de la habitación. La cerró con cuidado, en silencio; miró una sola vez la puerta 14 B y entró en el oscuro ascensor. Bajó a la planta de la lavandería y salió para apartar la canasta que mantenía abierto el ascensor de servicio. La puerta se cerró con suavidad. Trató de que no hiciera ningún ruido. Al otro lado del pasillo había luz, la que salía por la puerta abierta de la oficina del conserje. Tony volvió al primer ascensor y bajó al vestíbulo.

El empleadito estaba escondido atrás del cristal esmerilado, revisando las cuentas. Tony cruzó el vestíbulo principal y entró en la sala de la radio. La radio estaba prendida otra vez, muy baja. Ella estaba allí, acurrucada en el sofá. El aparato derramaba un sonido tan leve como el murmullo de una alameda. La muchacha torció la cabeza despacio y le sonrió.

-¿Terminó de revisar las puertas? No podía dormir. Así que bajé otra vez. ¿Okey?

Él sonrió y asintió. Se sentó en un sillón verde y acarició los gruesos brazos tapizados.

-Claro, señorita Cressy.

-Esperar es lo más terrible que hay, ¿no le parece? Me gustaría que revisara esa radio. Suena como si retorcieran algo.

Tony manipuló el aparato, no pudo mejorar la sintonía y volvió a la emisora anterior.

-Los parroquianos están, todos, borrachos de cerveza.

La muchacha volvió a sonreírle.

-¿No le molesta que me quede aquí, señorita Cressy?

-Al contrario. Usted es una persona muy cariñosa, Tony.

El hombre observó el suelo con el ánimo tenso y sintió un cosquilleo en el espinazo. Esperó a que se le pasara. Desapareció poco a poco. Entonces se echó hacia atrás, flojos otra vez los músculos, los pulcros dedos cerrados alrededor del diente de alce. Escuchó. No la radio, sino cosas lejanas, inconcretas, cosas amenazadoras. Y tal vez el seguro viraje de unas ruedas que se alejaban en una noche desconocida.

-Nadie es malo del todo -dijo en voz alta.

La muchacha lo miró desconcertada.

-Entonces me debo haber confundido dos o tres veces.

El hombre asintió.

-Claro -admitió juiciosamente-. Supongo que también hay malas personas.

La chica bostezó y entornó los ojos de intenso color violeta. Se acomodó en los almohadones.

-Quédese un rato, Tony. A lo mejor pesco un sueñito.

-Claro. No tengo nada que hacer. No sé para qué me pagan.

La muchacha se durmió enseguida y quedó totalmente inmóvil, como un niño. Tony contuvo el ruido de la respiración durante diez minutos. No hizo más que mirarla, la boca un tanto abierta. Había una quieta fascinación en sus límpidos ojos, como si estuviese frente a un altar.

Después se levantó con un infinito cuidado y al llegar al mostrador del vestíbulo de la entrada se quedó escuchando un rato. Oyó el rasgar de una pluma que no veía. Después cruzó hasta los teléfonos, que estaban instalados en el interior de pequeños compartimientos de vidrio. Descolgó uno y le pidió a la telefonista nocturna que lo conectara con el garaje.

Oyó el timbrazo un par de veces y entonces respondió una voz juvenil: -Hotel Windermere. Aquí el garaje.

-Soy Tony Reseck. Es por un tal Watterson, que llevaba una tarjeta de mi parte. ¿Se fue?

-Claro, Tony. Hace casi media hora. ¿Lo pongo en tu cuenta?

-Sí -dijo Tony-. Es un conocido. Gracias. Hasta luego.

Colgó y se rascó el cuello. Volvió al mostrador y pegó una palmada. El empleado asomó la cabeza con una sonrisa de bienvenida que desapareció cuando vio a Tony.

-¿Es que no se puede trabajar en paz? –gruñó, mirando fijamente a Tony.

-¿Qué vas a poner en la cuenta de la 14 B?

-No se hizo ninguna cuenta para la parte alta.

-Hay que hacer una. El tipo se fue. No estuvo aquí más que una hora.

-Está bien, está bien -dijo el empleado, sin dar importancia al asunto-. Parece que el personaje no tiene suerte esta noche. Lo pondremos en gastos generales.

-¿Te alcanzan cinco verdes?

-¿Es amigo tuyo?

-No. Sólo un borracho lleno de frustración y sin un clavo en el bolsillo.

-Supongo que se puede pasar por alto, Tony. ¿Cómo se fue?

-Lo puse en el ascensor de servicio. Vos estabas dormido. ¿Te alcanzan cinco verdes?

-¿Por qué?

Reapareció la billetera de piel de avestruz y un billete de cinco dólares se deslizó por el mármol.

-Es lo que le pude sacar -dijo Tony con indiferencia.

El empleado agarró los cinco con aire de asombro.

-Vos mandás -dijo levantando los hombros.

Sonó el teléfono del mostrador y el empleado descolgó. Escuchó y le pasó el auricular a Tony-. Es para vos.

Tony tomó el aparato y se lo llevó cerca del pecho. Pegó los labios al tubo. No conocía esa voz. Tenía un dejo metálico. Sus sílabas eran escrupulosamente inidentificables.

-¿Tony? ¿Tony Reseck?

-Sí, soy yo.

-Un mensaje de Al. ¿Te interesa?

Tony miró al empleado.

-Sé bueno -le dijo. El empleado esbozó una leve sonrisa y se alejó-. Me interesa -dijo por el teléfono.

-Se nos armó un relajito con un tipo que estaba en el hotel. Lo agarramos cuando quería escaparse. Al tuvo la corazonada de que vos lo habías hecho salir. Lo seguimos y lo empujamos contra el cordón de la vereda. Hubo dificultades. Tiros.

Tony apretó con fuerza el teléfono. La evaporación del sudor le producía frío en las sienes.

-Seguí -dijo-. Porque supongo que hay más.

-Un poco. El tipo mató al jefe. Frito. Al... Al dijo que lo despidiera de vos.

Tony se apoyó bruscamente en el mostrador y exhaló un sonido inarticulado.

-¿Entendiste? -la voz metálica parecía impaciente, un poco aburrida-. El tipo llevaba un arma y la usó. Al ya no va poder telefonear a nadie.

Tony sacudió el teléfono y la base golpeó contra el mármol rosado. Tenía en la boca un nudo seco y duro.

Eso es todo, loco -dijo la voz-. Buenas noches.

Sonó un chasquido seco, como el de un pedazo de pedregullo tirado contra una pared.

Tony colgó el auricular con mucho cuidado, como para evitar que hiciera el menor ruido. Se observó la mano izquierda. La tenía agarrotada. Sacó un pañuelo, se frotó la palma con suavidad y se enderezó los dedos con la otra mano. Después se secó la frente. El empleado volvió a asomar la cabeza y lo miró con ojos brillantes.

-Tengo libre el viernes. ¿Por qué no me pasás ese número de teléfono?

Tony sonrió débilmente durante un minuto y cabeceó afirmando. Se guardó el pañuelo y palpó el bolsillo donde lo había metido. Se dio vuelta, se alejó del mostrador, cruzó el vestíbulo de la entrada, bajó los tres suaves escalones, se metió en la zona oscura del vestíbulo principal y cruzó una vez más el arco que daba entrada a la sala de radio. Se movía con cuidado, como un hombre que se desplaza en un cuarto donde hay una persona muy enferma. Llegó al sillón que había ocupado y se dejó caer centímetro a centímetro. La muchacha seguía durmiendo, inmóvil, con ese abandono que se da en ciertas mujeres y en todos los felinos. El vago murmullo de la radio ahogaba el sonido de la respiración femenina.

Tony Reseck se arrellanó en el sillón, cerró las manos alrededor del diente de alce y entornó apaciblemente los ojos.