domingo, 27 de julio de 2014

UN PINCEL NUESTRO: TAFAS - H. Bustos Domecq

UN PINCEL NUESTRO: TAFAS - H. Bustos Domecq

Fuente: BORGES, JORGE LUIS y BIOY CASARES, ADOLFO, Crónicas de Bustos Domecq, Buenos Aires, Losada, 2a ed., 1968 (págs. 109-111)

 

Anegada por la ola figurativa que retorna pujante, peligra la estimable memoria de un valor argentino, José Enrique Tafas, que pereció un 12 de octubre de 1964 bajo las aguas del Atlántico, en el prestigioso balneario de Claromecó. Ahogado joven, maduro sólo de pincel, Tafas nos deja una rigurosa doctrina y una obra que lo esplende. Sensible error fuera confundirlo con la perimida legión de pintores abstractos; llegó, como ellos, a una idéntica meta pero por trayectoria muy otra.

Preservo en la memoria, en lugar preferente, el recuerdo de cierta cariñosa mañana septembrina en que nos conociésemos, por una gentileza del azar, en el quiosco que aún ostenta su gallarda silueta en la esquina sur de Bernardo de Irigoyen y Avenida de Mayo. Ambos, ebrios de mocedad, nos habíamos apersonados a ese emporio, en busca de la misma tarjeta postal del café Tortoni en colores. La coincidencia fue factor decisivo. Palabras de franqueza coronaron lo que ya inició la sonrisa. No ocultaré que me acució la curiosidad, al constatar que mi nuevo amigo complementó su adquisición con la de otras dos cartulinas, que correspondían al Pensador de Rodín y al Hotel España. Cultores de las artes los dos, entrambos insuflados de azur, el diálogo elevóse muy pronto a los temas del día; no lo agrietó, como bien pudiera temerse, la circunstancia de que el uno fuera un ya sólido cuentista y el otro una promesa casi anónima, agazapada aún en la brocha. El nombre tutelar de Santiago Ginzberg, compartida amistad, ofició de primer cabeza de puente. Hormiguearían luego la anécdota crítica de algún figurón del momento y a la postre, encarados por sendos sapos de cerveza espumada, la discusión alígera, volátil, de tópicos eternos. Nos citamos para el otro domingo en la confitería El Tren Mixto.

Fue en aquel entonces que Tafas, tras imponerse de su remoto origen musulmano, ya que su padre vino a estas playas enroscado en una alfombra, me trató de aclarar lo que él se proponía en el caballete. Me dijo que en el "Alcorán de Mahoma", para no decir nada de los rusos de la calle Junín, queda formalmente prohibida la pintura de caras, de personas, de facciones, de pájaros, de becerros y de otros seres vivos. Cómo poner en marcha pincel y pomo, sin infringir el reglamento de Alá? Al fin y al cabo dio en la tecla.

Un portavoz procedente de la provincia de Córdoba le había inculcado que, para innovar en un arte, hay que demostrar a las claras que uno, como quien dice, lo domina y puede cumplir con las reglas como cualquier maestro. Romper los viejos moldes es la voz de orden de los siglos actuales, pero el candidato previamente debe probar que los conoce al dedillo. Como dijo Lumbeira, fagocitemos bien la tradición antes de tirarla a los chanchos. Tafas, bellísima persona, asimiló tan sanas palabras y las puso en práctica como sigue. Primo, con fidelidad fotográfica pintó vistas porteñas, correspondientes a un reducido perímetro de la urbe, que copiaban hoteles, confiterías, quioscos y estatuas. No se las mostró a nadie, ni siquiera al amigo de toda hora, con quien se comparte en el bar un sapo de cerveza. Secundo, las borró con miga de pan y con el agua de la canilla. Tercio, les dio una mano de betún, para que los cuadritos devinieran enteramente negros. Tuvo el escrúpulo, eso sí, de rotular a cada uno de los engendros, que habían quedado iguales y retintos, con el nombre correcto, y en la muestra usted podía leer Café Tortoni o Quiosco de las postales. Desde luego, los precios no eran uniformes; variaban según el detallado cromático, los escorzos, la composición, etcétera, de la obra borrada. Ante la protesta formal de los grupos abstractos, que no transigían con los títulos, el Museo de Bellas Artes se apuntó un poroto, adquiriendo tres de los once, por un importe global que dejó sin habla al contribuyente. La crítica de los órganos de opinión propendió al elogio, pero Fulano prefería un cuadro y Mengano el de más allá. Todo, dentro de un clima de respeto.

Tal es la obra de Tafas. Preparaba, nos consta, un gran mural de motivos indígenas, que se disponía a captar en el Norte, y que una vez pintado, lo sometería al betún. Lástima grande que la muerte en el agua nos privara a los argentinos de ese opus!

 

 

LAS VISPERAS DE FAUSTO - Adolfo Bioy Casares

LAS VISPERAS DE FAUSTO - Adolfo Bioy Casares

 

Esa noche de junio de l540, en la cámara de la torre, el doctor Fausto recorría los anaqueles de su numerosa biblioteca. Se detenía aquí y allá; tomaba un volumen, lo hojeaba nerviosamente, volvía a dejarlo. Por fin escogió los Memorabilia de Jenofonte. Colocó el libro en el atril y se dispuso a leer. Miró hacía la ventana. Algo se había estremecido afuera. Fausto dijo en voz baja: Un golpe de viento en el bosque. Se levantó, apartó bruscamente la cortina. Vio la noche, que los árboles agrandaban.

Debajo de la mesa dormía Señor. La inocente respiración del perro afirmaba, tranquila y persuasiva como un amanecer, la realidad del mundo. Fausto pensó en el infierno.

Veinticuatro años antes, a cambio de un invencible poder mágico, había vendido su alma al Diablo. Los años habían corrido con celeridad. El plazo expiraba a media noche. No eran, todavía, las once.

Fausto oyó unos pasos en la escalera; después, tres golpes en la puerta. Preguntó: "Quién llama?" "Yo", contestó una voz que el monosílabo no descubría, 2yo". El doctor la había reconocido, pero sintió alguna irritación y repitió la pregunta. En tono de asombro y de reproche contestó su criado: "Yo, Wagner." Fausto abrió la puerta. El criado entró con la bandeja, la copa de vino del Rin y las tajadas de pan y comentó con aprobación risueña lo adicto que era su amo a ese refrigerio. Mientras Wagner explicaba, como tantas veces, que el lugar era muy solitario y que esas breves pláticas lo ayudaban a pasar la noche, Fausto pensó en la complaciente costumbre, que endulza y apresura la vida, tomó unos sorbos de vino, comió unos bocados de pan y, por un instante, se creyó seguro. Reflexionó: Si no me alejo de Wagner y del perro no hay peligro.

Resolvió confiar en Wagner sus terrores. Luego recapacitó: Quién sabe los comentarios que haría. Era una persona supersticiosa (creía en la magia), con una plebeya afición por lo macabro, por lo truculento y por lo sentimental. El instinto le permitía ser vívido; la necedad, atroz. Fausto juzgó que no debía exponerse a nada que pudiera turbar su ánimo o inteligencia.

El reloj dio las once y media. Fausto pensó: No podrán defenderme. Nada me salvará. Después hubo como un cambio de tono en su pensamiento; Fausto levantó la mirada y continuó: Más vale estar solo cuando llegue Mefistófeles. Sin testigos, me defenderé mejor. Además, el incidente podía causar en la imaginación de Wagner (y acaso también en la indefensa irracionalidad del perro) una impresión demasiado espantosa.

-Ya es tarde, Wagner. Vete a dormir.

Cuando el criado iba a llamar a Señor, Fausto lo detuvo y, con mucha ternura, despertó a su perro. Wagner recogió en la bandeja el plato del pan y la copa y se acercó a la puerta. El perro miró a su amo con ojos en que parecía arder, como una débil y oscura llama, todo el amor, toda la esperanza y toda la tristeza del mundo. Fausto hizo un ademán en dirección a Wagner, y el criado y el perro salieron. Cerró la puerta y miró a su alrededor. Vio la habitación, la mesa de trabajo, los íntimos volúmenes. Se dijo que no estaba tan solo. El reloj dio las doce menos cuarto. Con alguna vivacidad, Fausto se acercó a la ventana y entreabrió la cortina. En el camino a Finsterwalde vacilaba, remota, la luz de un coche.

Huir en ese coche!, murmuró Fausto y le pareció que agonizaba de esperanza. Alejarse, he ahí lo imposible. No había corcel bastante rápido ni camino bastante largo. Entonces, como si en vez de la noche encontrara el día en la ventana, concibió una huida hacia el pasado; refugiarse en el año 1440; o más atrás aún: postergar por doscientos años la ineludible medianoche. Se imaginó al pasado como una tenebrosa región desconocida; pero, se preguntó, si antes no estuve allí, cómo puedo llegar ahora? Cómo podía él introducir en el pasado un hecho nuevo? Vagamente recordó un verso de Agatón, citado por Aristóteles: Ni el mismo Zeus puede alterar lo que ya ocurrió. Si nada podía modificar el pasado, esa infinita llanura que se prolongaba del otro lado de su nacimiento era inalcanzable para él. Quedaba, todavía, una escapatoria: Volver a nacer, llegar de nuevo a la hora terrible en que vendió el lama a Mefistófeles, venderla otra vez y cuando llegara, por fin, a esta noche, correrse una vez más al día del nacimiento.

Miró el reloj. Faltaba poco para la medianoche. Quién sabe desde cuándo, se dijo, representaba su vida de soberbia, de perdición y de terrores; quién sabe desde cuándo engañaba a Mefistófeles. Lo engañaba? Esa interminable repetición de vidas ciegas no era su infierno?

Fausto se sintió muy viejo y muy cansado. Su última reflexión fue, sin embargo, de fidelidad hacia la vida; pensó que en ella, no en la muerte, se deslizaba, como un agua oculta, el descanso. Con valerosa indiferencia postergó hasta el último instante la resolución de huir o de quedar. La campana del reloj sonó...

 

Fuente: BIOY CASARES, ADOLFO, Historia prodigiosa, Buenos Aires, Emecé, 1961 (págs. 165-168)

 

LOS OMICRITAS Y EL HOMBRE-PEZ - Juan Jacobo Bajarlia

LOS OMICRITAS Y EL HOMBRE-PEZ - Juan Jacobo Bajarlia

 

La pecera medía dos metros de alto por uno y medio de ancho. Era de un material rojizo e irrompible, semejante a un cristal de color. Estaba emplazada sobre un promontorio, en el cruce de dos canales cuyas aguas, provenientes del deshielo de los casquetes polares de Omicron B, se introducían en ella renovándola permanentemente. En el agua de la pecera se movía (nadaba) el hombre-pez. Medía 50 centímetros de largo, y braceaba con lentitud, como si estuviera meditando. A veces se paraba y miraba extrañamente a los niños marcianos que lo contemplaban. Entonces, éstos lo amedrentaban y le hacían piruetas. Y el hombre-pez recobraba la lentitud de sus movimientos.

-Está triste -dijo un niño omicrita ese día, hablando con sus amigos-. Le falta la hembra. Pero su raza ya está extinguida. La tierra fue destruida hace mucho tiempo, y ahora sólo es una pequeña bola de plomo cuya órbita se ha desplazado hacia Omicron B.

-Entonces era un terresiano!

-Ni más ni menos. Cuando lo trajeron medía cerca de dos metros de alto y tenía mucha fuerza. Lo pusieron en la pecera para conservarlo, y parece que el frío contrajo su corpulencia. Es muy posible que dentro de cien años más mida un centímetro. Nadie sabe cómo impedirlo.

-Si eso es verdad -intervino otro niño-, el hombre-pez se va a convertir en un gusano. Después morirá.

-No. No morirá ni se convertirá en gusano -repuso el primer niño-. El frío lo reducirá hasta trasmutarlo en una bacteria. Luego lo pondrán en un caldo de cultivo, con otras bacterias, para ver cómo se comporta con sus semejantes. Si da resultado lo utilizarán en la guerra contra Saturno. Porque tú debes saber que sólo determinados microorganismos pueden enfrentar el poder destructivo de la energía atómica. Es algo que se está estudiando en el Planetarium.

Los niños observaban al hombre-pez. Repetían las hipótesis de sus mayores, y se imaginaban que ese ser que se movía con lentitud ya era una bacteria, acaso la más débil de todas, devorada por otras bacterias. Y el hombre-pez miraba a los niños extrañamente. Tenía los ojos tristes, y a veces abría sus fauces como para decir algo. Pero su voz también se había reducido. Había perdido intensidad. Ahora sólo podía exhalar algo así como un resoplido ronco, penoso, que dibujaba espirales desvanecidas en derredor de su figura. De pronto, el hombre-pez pareció irritarse. Comenzó a bracear como poseído por la histeria. En vez de nadar trataba de erguirse como los antiguos hombres que un día habitaron la Tierra. Pero no lo conseguía. Perdía el equilibrio y seguía la irritación. Los niños se miraron. La conducta del hombre-pez obedecía a la presencia, en ese momento, de un omicrita cuyos ascendientes habían participado en la guerra de los mundos. Parecía detectarlo como a uno de los enemigos que habían destruido su planeta. Los niños exigieron una explicación. Mecranis, entonces pronunció estas palabras:

-Ese animal que ven en la pecera, que ya no es ni un pez ni un animal sino un mutante próximo a extinguirse, dio la señal de muerte en la guerra de los mundos. Decíase hijo de un ser omnipotente que había creado el universo para que él lo gozara o lo destruyera. Que era capaz de desencadenar el misterio de la materia y formar otros mundos a su arbitrio. Sin embargo, cierto día quiso escalar el espacio para matar al ser que lo había fabricado. Construyó una torre para llegar al cielo. Pero a poco de avanzar, cayó estrepitosamente con todos los suyos, porque éstos habían confundido su propia lengua, expresándose cada uno con un lenguaje ininteligible. Siglos después, en reemplazo de la primera, construyó una torre de lanzamiento, y amenazó a los planetas de su galaxia con la destrucción. Lanzó miles y miles de robots portadores de eyectores atómicos. Pero los robots se volvieron contra los mismos terresianos confundiendo sus mecanismos (como el habla en la torre primitiva), y facilitaron nuestra defensa. El resultado ya lo saben ustedes por haberlo aprendido en el falansterio: fue la destrucción de la Tierra, el más hermoso de los planetas, convertido ahora en una mole de plomo en órbita de desplazamiento hacia Omicron B. Ya es un satélite muerto. El único recuerdo vivo que aún queda es el hombre-pez de la pecera, en cuyas aguas se ha conservado todavía por el alimento extraído de otros mutantes que se originan en los cuásares. Sin embargo, está próximo a extinguirse. Un día morirá, y la Tierra será una hipótesis en algún sistema planetario que pobló el cosmos.

-Y habla el hombre-pez?- preguntó el más joven.

Mecranis extrajo de sus bolsillos un acuófono: dos pequeñas esferas de cristal unidas por cierto cable rojizo, una de las cuales introdujo en la pecera. La otra fue ajustada al oído del niño. Y éste oyó los roncos resoplidos del hombre-pez, que expresaban un lenguaje misterioso que el acuófono traducía simultanea-mente al idioma omicrita. Las palabras eran siempre las mismas, monótonas, cenagosas, como si hablara una montaña de barro deshecha bajo la lluvia.

-Qué dice el hombre-pez?- interrogó otro niño.

El niño del acuófono pasó la esfera a su compañero. Y éste al siguiente. Y así a los demás. Las palabras del hombre-pez no variaban:

-Yo soy el rey de la creación! Yo soy el rey de la creación!

Los niños se miraron espantados y resolvieron abandonar el lugar. El frío comenzaba a congelar el aliento. Mecranis, a lo lejos, daba tumbos como una máquina desvencijada.

Fuente: BAJARLIA, JUAN JACOBO, Fórmula al antimundo, Buenos Aires, Galerna, 1970 (páginas 87-90)

 

DEL QUE NO SE CASA - Roberto Arlt

DEL QUE NO SE CASA - Roberto Arlt

 

Yo me hubiera casado. Antes sí, pero ahora no. Quién es el audaz que se casa con las cosas como están hoy?

Yo hace ocho años que estoy de novio. No me parece mal, porque uno antes de casarse "debe conocerse" o conocer al otro, mejor dicho, que el conocerse uno no tiene importancia, y conocer al otro, para embromarlo, sí vale.

Mi suegra, o mi futura suegra, me mira y gruñe, cada vez que me ve. Y si yo le sonrío me muestra los dientes como un mastín. Cuando está de buen humor lo que hace es negarme el saludo o hacer que no distingue la mano que le extiendo al saludarla, y eso que para ver lo que no le importa tiene una mirada agudísima.

A los dos años de estar de novio, tanto "ella" como yo nos acordamos que para casarse se necesita empleo, y si no empleo, cuando menos trabajar con capital propio o ajeno.

Empecé a buscar empleo. Puede calcularse un término medio de dos años la busca de empleo. Si tiene suerte, usted se coloca al año y medio, y si anda en la mala, nunca. A todo esto, mi novia y la madre andaban a la greña. Es curioso: una, contra usted, y la otra, a su favor, siempre tiran a lo mismo. Mi novia me decía:

-Vos tenés razón, pero cuándo nos casamos, querido?

Mi suegra, en cambio:

-Usted no tiene razón de protestar, de manera que haga el favor de decirme cuándo se puede casar.

Yo, miraba. Es extraordinariamente curiosa la mirada del hombre que está entre una furia amable y otra rabiosa. Se me ocurre que Carlitos Chaplín nació de la conjunción de dos miradas así. E1 estaría sentado en un banquito, la suegra por un lado lo miraba con fobia, por el otro la novia con pasión, y nació Charles, el de la dolorosa sonrisa torcida.

Le dije a mi suegra (para mí una futura suegra está en su peor fase durante el noviazgo), sonriendo con melancolía y resignación, que cuando consiguiera empleo me casaba y un buen día consigo un puesto, qué puesto ... ! ciento cincuenta pesos!

Casarse con ciento cincuenta pesos significa nada menos que ponerse una soga al cuello. Reconocerán ustedes con justísima razón, aplacé el matrimonio hasta que me ascendieran. Mi novia movió la cabeza aceptando mis razonamientos (cuando son novias, las mujeres pasan por un fenómeno curioso, aceptan todos los razonamientos; cuando se casan el fenómeno se invierte, somos los hombres los que tenemos que aceptar sus razonamientos). Ella aceptó y yo tuve el orgullo de afirmar que mi novia era inteligente.

Me ascendieron a doscientos pesos. Cierto es que doscientos pesos son más que ciento cincuenta, pero el día que me ascendieron descubrí que con un poco de paciencia se podía esperar otro ascenso más, y pasaron dos años. Mi novia puso cara de "piola", y entonces con gesto digno de un héroe hice cuentas. Cuentas. claras y más largas que las cuentas griegas que, según me han dicho, eran interminables. Le demostré con el lápiz en una mano, el catálogo de los muebles en otra y un presupuesto de Longobardi encima de la mesa, que era imposible todo casorio sin un sueldo mínimo de trescientos pesos, cuando menos, doscientos cincuenta. Casándose con doscientos cincuenta había que invitar con masas podridas a los amigos.

Mi futura suegra escupía veneno. Sus ímpetus llevaban un ritmo mental sumamente curioso, pues oscilaban entre el homicidio compuesto y el asesinato simple. Al mismo tiempo que me sonreía con las mandíbulas, me daba puñaladas con los ojos. Yo la miraba con la tierna mirada de un borracho consuetudinario que espera "morir por su ideal". Mi novia, pobrecita, inclinaba la cabeza meditando en las broncas intestinas, esas verdaderas batallas de conceptos forajidos que se largan cuando el damnificado se encuentra ausente.

Al final se impuso el criterio del aumento. Mi suegra estuvo una semana en que se moría y no se moría; luego resolvió martirizar a sus prójimos durante un tiempo más y no se murió. Al contrario, parecía veinte años más joven que cuando la conociera. Manifestó deseos de hacer un contrato treintanario por la casa que ocupaba, propósito que me espeluznó. Dijo algo entre dientes que me sonó a esto: "Le llevaré flores". Me imagino que su antojo de llevarme flores no llegaría hasta la Chacarita. En fin, a todas luces mi futura suegra reveló la intención de vivir hasta el día que me aumentaran el sueldo a mil pesos.

Llegó el otro aumento. Es decir, el aumento de setenta y cinco pesos.

Mi suegra me dijo en un tono que se podía conceptuar de irónico si no fuera agresivo y amenazador:

-Supongo que no tendrá intención de esperar otro aumento.

Y cuando le iba a contestar estalló la revolución.

Casarse bajo un régimen revolucionario sería demostrar hasta la evidencia que se está loco. O cuando menos que se tienen alteradas las facultades mentales.

Yo no me caso. Hoy se lo he dicho:

-No, señora, no me caso. Esperemos que el gobierno convoque a elecciones y a que resuelva si se reforma la constitución o no. Una vez que el Congreso esté constituido y que todas las instituciones marchen como deben yo no pondré ningún inconveniente al cumplimiento de mis compromisos. Pero hasta tanto el Gobierno Provisional no entregue el poder al Pueblo Soberano, yo tampoco entregaré mi libertad. Además que pueden dejarme cesante.

Fuente: ARLT, ROBERTO, Aguafuertes porteñas. Buenos Aires, Futuro, 1950 (págs. 160-162)

 

El Sultán y la Palmera, Cuento Popular

El Sultán y la Palmera

 

“Sembrad el bien y cosecharéis el bien”, era la máxima que solía decir un sultán, que se hizo querer de todos sus súbditos, porque raro era el día en que no salía de palacio para realizar alguna buena acción.


Un día, que el sultán salió a dar un paseo por el campo rodeado de sus cortesanos, encontró a un anciano campesino que plantaba una palmera, a quien preguntó:


— ¿Qué haces, buen hombre?


— Planto, ¡oh sultán!, una palmera —le respondió, muy respetuoso el anciano.


El sultán se quedó pensativo un momento y, al cabo, dijo:


— ¡No sabes quiénes comerán sus frutos si plantas una palmera!


— Así es, —contestó el campesino.


— ¿Y no sabes que una palmera necesita muchos años para dar frutos y que tu vida ya está llegando a su término?


— No lo ignoro —repuso el anciano—. Pero otros plantaron y nosotros comemos; justo es que plantemos ahora, para que otros coman. ¿No opina lo mismo, mi señor?


— ¡De acuerdo! —exclamó el Sultán.


Y porque el anciano dio una respuesta tan sabia, lleno de admiración, le hizo dar cien monedas de plata, que el viejo aceptó con visibles muestras de agradecimiento. Al cabo de una breve pausa, el anciano dijo:


— ¿Ha visto, gran señor, qué pronto dio fruto mi palmera?


Y el sultán, maravillado aún más por tan ingeniosa pregunta, ordenó que diesen al campesino otras cien monedas de plata.


El viejo las recibió llorando de gratitud y besó las manos bondadosas del sultán, para decirle de nuevo:


— ¡Oh, sultán!, lo más extraordinario de todo es que la palmera sólo da generalmente un fruto al año, y la mía ya me ha dado dos, en menos de una hora.


Cada vez más admirado, el sultán se quedó mirando al anciano y, luego de darle unas palmaditas en el hombro, dijo a sus cortesanos:


— ¡Vámonos, pronto! Pues las palmeras de este buen anciano maduran tan velozmente, que mi bolsa se va a quedar vacía dentro de poco.


Él buen sultán se alejó, rumbo a su palacio, acompañado de los hombres de su corte, comentando la sabiduría del viejo campesino.


Desde entonces, tuvo presente el sultán las sabias respuestas del anciano de la palmera, llegando a la conclusión que nada es tan admirable como el valor extraordinario de la experiencia.

 

Ojos de Estrella; folklore LAPON

Ojos de Estrella

Un matrimonio lapón conducía su respectivo trineo jalado por un reno. La esposa llevaba a su hijita en los brazos, bien cubierta con una gruesa piel, y por eso le era difícil guiar el trineo y sostener a la criatura.

Era Nochebuena y la nieve brillaba a los rayos mortecinos de la aurora boreal. Las estrellas parpadeaban esplendorosas en el cielo. Más, de pronto, apareció una manada de lobos hambrientos, que se pusieron a perseguir a los trineos.
 

Los renos, al notar la proximidad de los lobos, emprendieron frenética carrera. La nieve cegaba a los esposos y, en una sacudida de los trineos, la niñita escapó de los brazos de su madre y cayó sobre la nieve.
 

La madre, presa de desesperación y gritando, intentó, en vano, detener la loca carrera del reno. No pudo lograrlo, pues el animal, aterrado por la proximidad de los lobos, siguió su desenfrenado galope dejando lejos el lugar donde la pobre criatura había caído.
 

Los lobos rodearon a la niña. Ésta los contemplaba sin moverse y sin llorar. La serena mirada de su inocencia tuvo el poder maravilloso de anonadar a los carniceros que, durante un momento, la contemplaron como asustados y luego reanudaron su frenética carrera, siguiendo el rastro de los renos.
 

La criatura quedó sola en la fría extensión de la nieve. Levantó sus ojitos y contempló las estrellas. Y su celestial luz penetró en aquellos inocentes ojitos, quedándose para siempre en ellos.
 

Por suerte, pasó por allí un campesino que llevaba provisiones para celebrar las fiestas navideñas. Al ver a la niña abandonada, la puso en su trineo y la llevó a su casa cuando las campanas repicaban para la misa matinal.
 

— Te traigo un regalo de Navidad —le dijo a su mujer.
 

Isabel, que así se llamaba la esposa, desenvolvió a la nena y le dio de beber leche caliente. Luego, dijo a su marido:
 

— Dios la envía a nuestra casa. Si es huérfana, yo seré su madre y tú, querido Simón, serás su padre. Pepe, Coco y Nati serán sus hermanitos... ¡Y observa cómo nos mira!
 

Luego la llevaron al templo para bautizarla con el nombre de Isabel. El párroco se admiró del extraño brillo de los ojitos de la niña, y dijo en broma:
 

— Debieras llamarte “Ojos de Estrella” por el fulgor de tus ojos, niña linda.
 

Y en el pueblo, todos los vecinos empezaron a llamarla “Ojos de Estrella”. La nena fue creciendo junto a sus hermanitos adoptivos y, mientras éstos se mostraban robustos, ella era delgadita y esbelta.
 

Simón y su mujer querían por igual a los cuatro niños. Y, cuando Isabelita cumplió tres años, su madre adoptiva comenzó a darse cuenta de que algo misterioso emanaba de su ser. Sobre todo de sus ojos, de esos raros negros ojos que despedían estelares destellos.
 

Isabelita jamás contrariaba a nadie, ni se molestaba si sus hermanitos la mortificaban. No hacía más que mirarlos fijamente y, al instante, ellos se desvivían por serle agradables.
 

El gato Negro la temía y no atrevíase a mirarle los refulgentes ojos. El perro ladraba, pero cesaba de ladrar y de gruñir cuando ella lo miraba.
 

Un día de tempestad, en que el viento ululaba por sobre los techos de las casas y la nieve caía sin cesar, la tormenta cesó al instante cuando la niña salió al porche de la casa.
 

Su madre adoptiva estaba algo inquieta por todo esto. A veces le decía impaciente a la niña:
 

— ¡No me mires así! ¡Parece que quisieras traspasarme con tu mirada!
 

La pequeña bajaba la cabeza, llorosa, sin comprender por qué la reñía su madre adoptiva.
 

Una noche, un peregrino fue hospedado en la casa. Al día siguiente, la mujer advirtió que había desaparecido un anillo de oro que dejó olvidado sobre la mesa. Ojos de Estrella, que acababa de despertar, miró con sorpresa al desconocido y exclamó:
 

— ¡Éste hombre tiene un anillo dentro de su boca!
 

El ladrón no tuvo más remedio que devolver el anillo, pidiendo perdón a la dueña de casa.
Simón dijo un día a su esposa:
 

— Seamos cariñosos con Ojos de Estrella. Desde que vive con nosotros, todo nos va bien. Las cosechas rinden más y los osos y los lobos ya no atacan a nuestro ganado. ¡La niña es el heraldo de nuestra buena suerte!
 

En efecto, Simón e Isabel trataron a la pequeña con singular afecto, que ella les correspondía con creces.
 

Más, una mañana aparecieron los verdaderos padres de Ojos de Estrella, reclamando a su hija que habían perdido en la nieve. Simón e Isabel, muy apenados, tuvieron que entregar a la niña a sus verdaderos padres.
 

Su rectitud fue premiada con el nacimiento de una hermosa niña, cuyos ojos despedían destellos, como los de Ojos de Estrella.
 

La niña fue llamada también “Ojos de Estrella”, en recuerdo de la que habían llegado a querer como a una hija.

Autor: Folclore Lapón

 

jueves, 17 de julio de 2014

Sobre los cuentos de Filisberto Hernandez por el propio Filisberto Hernandez

Sobre sus cuentos
 
Felisberto Hernández

Obligado o traicionado por mí mismo a decir cómo hago mis cuentos, recurriré a explicaciones exteriores a ellos.
No son completamente naturales, en el sentido de no intervenir la conciencia. Eso me sería antipático. No son dominados por una teoría de la conciencia. Eso me sería extremadamente antipático. Preferiría decir que esa intervención es misteriosa. Mis cuentos no tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia constante y rigurosa de la conciencia, ésta también me es desconocida. En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podría tener porvenir artístico. Sería feliz si esta idea no fracasara del todo. Sin embargo, debo esperar un tiempo ignorado: no sé cómo hacer germinar la planta, ni cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento; sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesía; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos. Debo cuidar que no ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, sino que sea la planta que ella misma esté destinada a ser, y ayudarla a que lo sea. Al mismo tiempo ella crecerá de acuerdo a un contemplador al que no hará mucho caso si él quiere sugerirle demasiadas intenciones o grandezas. Si es una planta dueña de sí misma tendrá una poesía natural, desconocida por ella misma. Ella debe ser como una persona que vivirá no sabe cuánto, con necesidades propias, con un orgullo discreto, un poco torpe y que parezca improvisado. Ella misma no conocerá sus leyes, aunque profundamente las tenga y la conciencia no las alcance. No sabrá el grado y la manera en que la conciencia intervendrá, pero en última instancia impondrá su voluntad. Y enseñará a la conciencia a ser desinteresada.
Lo más seguro de todo es que yo no sé cómo hago mis cuentos, porque cada uno de ellos tiene su vida extraña y propia. Pero también sé que viven peleando con la conciencia para evitar los extranjeros que ella les recomienda.

Mur - Felisberto Hernández

Mur
[Cuento. Texto completo.]

Felisberto Hernández

Hace muchos años, al principio de un verano, yo fui a una pequeña ciudad para dar una conferencia. Como la llevaba escrita y no tenía preocupaciones, me propuse ser feliz. Allí había una feria ganadera y los hoteles estaban llenos; me tocó dormir con paisanos que conversaban a oscuras. Hablaban de los campos que convenían a sus animales, y me dormí cansado de imaginar vacas pastando en lugares distintos. Al otro día, después de la conferencia, un amigo me dijo:

-Mañana me voy para Montevideo, pero ya te conseguí una pieza de hotel donde dormirás con un muchacho que no habla ni de noche ni de día.

Y señalando a un joven que fumaba frente a un vidrio biselado -sólo al otro día me di cuenta de que él echaba el humo sobre el vidrio- mi amigo le gritó:

-Che, Mur...

Mientras el joven venía hacia nosotros, yo dije:

-¡Qué nombre!... ¡Mur!

-No se llama Mur. Primero le decíamos "Murciélago", y después, Mur.

No tuve tiempo de preguntarle por qué le llamaban así. Mur venía trayendo la cabeza levantada y una gran nariz violácea que parecía decir: "¿Y?"

Después de las primeras palabras mi amigo tomó por una punta la pequeña moña de la corbata de Mur y con un suave tirón se la deshizo. El otro soportó la broma con una sonrisa simpática y se fue hasta un espejo para hacerse la moña. No recuerdo si en esa ocasión echó el humo del cigarrillo contra el espejo. Al poco rato mi amigo se fue para su casa y Mur y yo empezamos a caminar -más bien lentamente- hacia el hotel. Después de haber andado algunas cuadras, él me dijo:

-Usted no tiene que acomodar sus pasos al compás de los míos, soy yo quien debe seguir el ritmo de los suyos.

-Esta es mi manera de caminar -le contesté.

Pero él hizo una sonrisa y nada más. Yo sentí necesidad de complacerlo y empecé a dar pasos largos y a balancearme hacia los costados. Al llegar al hotel tenía un poco de malestar en los riñones. El cuarto de él era grande y ya nos esperaban dos camitas vestidas de celeste. En un gran lavatorio antiguo de madera negra, había una palangana de porcelana blanca. Veía salir el agua del labio grueso de la parra y el asa fresca me llenaba toda la mano. Después de lavarme vi a Mur sentado a una gran mesa redonda y fumando con los ojos bajos. Primero yo sentí necesidad de romper el silencio con alguna palabra; pero después pensé en esa costumbre mía como en una debilidad y decidí callarme la boca. De pronto Mur miró hacia un lado de la mesa y echó humo al pie de un retrato; en él había una mujer que miraba el cielo; y cuando el humo subía, los ojos de ella parecían ventanas de una casa en un principio de incendio. Entonces Mur me dijo:

-Le presento a mi novia.

Yo hice una cortesía un poco en broma y al levantar la cabeza vi, colgando en la pared, un fuelle; estuve luchando con la curiosidad de preguntarle para qué lo utilizaba; pero en un momento Mur arrastró la silla con violencia y empezó a decir:

-Nos van a dejar sin cena...

Y los dos salimos de la habitación casi atropellándonos.

Esa noche en la mesa él no pidió vino. Comía silenciosamente y de pronto me dijo:

-Estuvo bien su conferencia...

-¡Ah! Me alegro...

-Espéreme un momento; no he terminado de hablar. Usted dijo una cosa que no es de mi gusto.

-¿Cuál?

-Lo de un poeta que citó.

-"¿Es más interesante el más miserable de los hombres que el más maravilloso de los árboles?"

-Eso mismo, a mí me gusta mucho más una plantita que muchos hombres.

-Está bien.

Y al rato me preguntó:

-¿Usted sabe quién soy?

Puse cara de no saber.

-El portero del banco -me dijo-. Yo antes era auxiliar; pero un día les pedí el puesto de portero. Entonces me dijeron que eso era un mal ejemplo; y después me mandaron a campaña, donde nadie sabe que fui auxiliar. Le estoy dando los datos porque si usted escribe ese cuento sobre mí...

Yo lo miré estupefacto.

-Cómo, ¿usted no le dijo a Rafael que iba a escribir...?

Empecé a negar con la cabeza.

-¡Pero! -dijo él, riéndose-. ¡Este Rafael!

Y al rato insistió:

-Mire, yo sé por qué se lo digo; usted podría hacer un cuento conmigo.

Yo no sabía cómo esquivarlo.

-No sé si realmente podría escribirlo. Además, usted tiene novia; y generalmente a ellas no les gusta todo lo que se dice de su enamorado.

Por esa noche no insistió. Yo me fui a leer a la cama. Él se sentó en la mesa redonda y empezó a escribir y a echar humo sobre el papel. Antes de dormirme pensé en el apodo de Murciélago. Me despertó, al rato, el ruido del fuelle. Mur había abierto apenas la ventana y con el fuelle corría el humo hacia la rendija. Entonces me vino a la memoria algo que decía mi abuela: "Fumaba como un murciélago" y creí comprender el sobrenombre de Mur. Pero pronto hice otras conjeturas. Vi en los hombros desnudos de él dos mechones de vello tan abultados que parecían charreteras, la parte de la espalda que dejaba ver la camisilla de verano la tenía cubierta por una capa de pelo bastante espesa. Y yo pensé: "Los murciélagos tienen todo el cuerpo lleno de pelo". Esto ocurría un viernes de noche. Al otro día se levantó temprano para ir al banco y al acercarse al espejo para arreglarse la corbata echó el humo en el vidrio y recién entonces comprendí que el día anterior había echado humo en la puerta de cristales biselados. Esa mañana, por decirle algo, le pregunté:

-¿Así que usted prefirió ser portero?

-¡Ah! -dijo él-. Si se decide a escribir el cuento, ya sabrá por qué.

Después que se fue pensé en el gran deseo de Mur; pero todavía yo no estaba decidido. Él llegó a la una, del banco, y al sentarse en la mesa pidió una botella de vino. Yo pedí otra, pero no la tomé toda. Él sí. Y mientras tanto yo pensaba: "A los murciélagos les gusta chupar la sangre". Cuando fuimos a la habitación, él encontró sobre su cama un ramo de flores y una cartita. Tomó el ramo, le echó una bocanada de humo y después hundió aquella enorme nariz violácea entre las flores y el humo. Cuando estaba leyendo la cartita vino una criada y le dijo:

-Hoy puede ir a la pieza 8.

Entonces yo me comedí:

-Si quiere utilizar esta pieza, yo...

-No, me interrumpió él, no tiene nada que ver.

Había arrugado las cejas; no sé si por mi pregunta o por lo que diría la cartita. En el momento en que yo salía me volvió a repetir que él no necesitaba pieza. Yo salí para arreglar otra conferencia en otro club. A la hora de cenar no lo vi; después fui al cine y cuando volví era más de media noche y él estaba dormido. A las dos de la madrugada me desperté por el ruido de una corneta de carnaval. Era él, había encendido la luz, se sonaba las narices con fuerza y me miraba por entre las ondas del pañuelo. Después empezó a leer, a fumar, y yo me di vuelta para el otro lado. Al rato me volvió a despertar el ruido del fuelle. Al otro día él fue a un paseo campestre desde temprano. En la tarde yo recorrí los suburbios de la ciudad y fui a tomar vino a una taberna que quedaba cerca del cementerio. Salí de noche. Me sorprendió un auto que cruzó la vereda, de tierra, y entró en un terreno lleno de arbustos que había al lado del cementerio. Yo me quedé parado porque había oído gritar: "¡Mur!" El auto se detuvo a poca distancia, pero sólo bajó una mujer gorda y un hombre que no era Mur. Esa noche él no vino a cenar. Llegó tarde y yo le dije:

-Hoy creí haber oído su nombre dentro de un auto que pasó al lado del cementerio.

-No oyó mal -dijo él-, riéndose.

- Pero sólo bajó...

Él me interrumpió:

-Yo me quedé en el auto con mi muchacha; pero el otro domingo nosotros bajaremos a conversar entre los yuyos y la otra pareja quedará en el auto.

-¿Y a las muchachas no les hace mala impresión ese lugar?

-No; lo malo de la muerte no alcanza a llegar hasta el cementerio.

Entonces yo me dije definitivamente: "Ya sé por qué le dicen Murciélago".

El lunes se reunió la comisión del club que decidiría mi conferencia; yo estaba nervioso y no me fijé en Mur. El martes él no vino a cenar; después lo encontré en la calle:

-Vamos a un café; tengo que hablarle.

Pidió una bebida cara. Yo pensé que tendría algo más que el sueldo de portero. Y de pronto me dijo:

-Se ha sabido lo del cementerio y acabo de pelearme con mi novia. ¿Sabe lo qué significa eso?

-Caramba, comprendo. Pero todo pasará...

-No, no, no, eso significa que usted puede escribir el cuento; ahora, a ella no se le importará nada.

Yo me reí, le miré la cara y se me desvaneció todo el sentido tenebroso que me sugería su apodo. Entonces le dije:

-Me alegro de que usted sea una persona tan clara.

-No sé lo que quiere decir -me contestó-, pero si deseo que escriba algo sobre mi vida es porque a mí me gusta ver las cosas turbias. ¿Usted tiene tiempo, ahora?

-Sí.

Y me acomodé recostándome en la pared y disimulando un suspiro. Él se detuvo antes de empezar; se preparó como para un hecho histórico y se emocionó. Yo también me conmoví inesperadamente y me dispuse a recibir su confesión. Viendo que transcurría demasiado tiempo traté de ayudarlo.

-¿En qué sentido le gustan las cosas turbias?

-Yo le dije ver las cosas turbias; es en el sentido de la vista. A veces pienso que me correspondería mejor un pintor.

-No crea -le dije para animarlo-, a todos los artistas nos gustan las cosas turbias.

-Escuche -dijo él sin haberme oído-, si yo miro esta botella de cerca con la luz del día y los ojos bien abiertos, la botella se vuelve demasiado material y pensaría en cómo la fabricaron y cómo es su contenido de una manera indiferente y hasta desagradable. Pero si la botella está en la mesa redonda de mi cuarto y yo la miro con luz escasa y un poco antes de dormirme, usted comprenderá que se trata de una botella muy distinta.

En ese instante me pareció que yo había recibido un mensaje inesperado y me empecé a preparar para hablar; pero él no me dejó y siguió diciendo:

-Bueno, una noche yo estaba muy aburrido y después de haber tomado una botella de vino vi la vida con luz difusa y desde la otra distancia; entonces sentí ternura por las casas, las mesas, los árboles y muchas otras cosas.

-¿Por personas también? -le interrumpí yo.

-De ninguna manera; esa noche yo separé para siempre las personas de las cosas.

-¿Y los animales?

-Mejor que las personas, pero ellos son cosas que se mueven, una casa y un árbol se quedan en el lugar donde uno los deja y sus sorpresas son más suaves. El otro día descubrí que siempre había mirado las calles de cerca y a medida que necesitaba pasar por ellas; pero nunca había visto el fondo de las calles; ni los pisos intermedios de las casas altas; entonces me encontré con una ciudad nueva y con ventanas que nadie había mirado. Al principio tropecé muchas veces con la gente y estuvieron a punto de pisarme muchos autos; pero después me acostumbré a agarrarme de un árbol para ver las calles y a detenerme largo rato antes de bajar una vereda y esperar que yo pudiera poner atención en los vehículos. El primer día llegué tarde al banco y creyeron que yo estaba enfermo. Y ya esa misma noche comprendí que el banco me comía la cabeza, que yo me obstinaba en meterme números en ella, como si se llenara de seres que debía hacer mover y proliferarse.

Después de un intervalo bajó los ojos como si estuviera avergonzado y agregó:

-Por eso quise ser portero.

Esperé un rato y entonces le dije:

-Yo no creo que usted se haya separado tanto de las personas; ya ve, está hablando conmigo...

-¡Ah! -me dijo él-, cuando usted daba la conferencia parecía una higuera que se arrancara, ella misma, los higos. Y además, usted siempre se queda en el mismo lugar.

Después se distrajo, echó una bocanada contra la botella y el humo también me envolvió a mí.

-Dígame, ¿por qué echa el humo sobre las cosas? ¿será para verlas turbias?

-No; es costumbre...

Al poco rato fuimos a la pieza. Allí seguimos charlando y fumando hasta que llenamos la habitación de humo. Mur se arriesgó a abrir un poco más la ventana; pero cuando se dirigía hacia la pared donde estaba colgado el fuelle, entró por la ventana un poco de viento y empezó a llevarse el humo, como si un fantasma lo manoteara.

En todas las otras noches él me siguió contando su vida y yo me propuse escribirla. Me quedé en aquella ciudad hasta el domingo. Pero el sábado a medio día entró en la pieza la criada y le dijo a Mur:

-Hoy puede ir a la pieza 14.

Yo volví al hotel al oscurecer; la dueña estaba hablando con unos recién llegados y me dijo:

-¿Quiere decirle a su compañero que me deje libre la pieza 14?

-¿Cómo no? Y él, ¿dónde está?

-¡Pero muchacho! ¡En la pieza 14!

Estaba cerrada y a oscuras. Apenas abrí la puerta se me vino encima una espesa nube de humo. Primero vi las colchas blancas, y después a Mur; estaba sentado a una mesa frente a dos botellas vacías. Lo llevé a su cama con dificultad. Él se reía tapándose los ojos y yo le decía:

-¡El vino es un elemento, para ver turbio, de primer orden!

Al otro día nos despedimos como grandes amigos. Yo vine a Montevideo, busqué a Rafael y le pregunté por qué le decían "murciélago" a mi compañero de pieza.

-¡Ah! ¿no sabés? Les tiene terror a los murciélagos y cree que entrarán por la ventana.

 

Mi primer concierto - Felisberto Hernández

Mi primer concierto
[Cuento. Texto completo.]

Felisberto Hernández

El día de mi primer concierto tuve sufrimientos extraños y algún conocimiento imprevisto de mí mismo. Me había levantado a las seis de la mañana. Esto era contrario a mi costumbre, ya que de noche no sólo tocaba en un café sino que tardaba en dormirme. Y algunas noches al llegar a mi pieza y encontrarme con un pequeño piano negro que parecía un sarcófago, no podía acostarme y entonces salía a caminar. Así me había ocurrido la noche antes del concierto. Sin embargo, al otro día me encerré desde muy temprano en un teatro vacío. Era más bien pequeño y la baranda de la tertulia estaba hecha de columnas de latón pintadas de blanco. Allí sería el concierto. Ya estaba en el escenario el piano; era viejo, negro y lo rodeaban papeles rojos y dorados: representaban una sala. Por algunos agujeros entraban rayos de sol empolvados y en el techo el aire inflaba telas de araña. Yo tenía desconfianza de mí, y aquella mañana me puse a repasar el programa como el que cuenta su dinero porque sospecha que en la noche lo han robado. Pronto me di cuenta que yo no poseía todo lo que pensaba. La primera sospecha la había tenido unos días antes; fue en el momento de comprometer mi palabra con los dueños del teatro; me vino un calor extraño al estómago y tuve el presentimiento de un peligro inmediato. Reaccioné yendo a estudiar enseguida; pero como tenía varios días por delante, pronto empecé a calcular con el mismo error de siempre lo que podría hacer con el tiempo que me quedaba. Sólo en la mañana del concierto me di cuentas de todas las concesiones que me hacía cuando estudiaba y que ahora, no sólo no había llegado a lo que quería, sino que no lo alcanzaría ni con un año más de estudio. Pero donde más sufría, era en la memoria. En cualquier pasaje que se me ocurriera comprobar si podía hacer lentamente todas las notas, me encontraba con que en ningún caso las recordaba. Estaba desesperado y me fui a la calle. A la vuelta de una esquina me encontré con un carro que tenía a los costados dos grandes carteles con mi nombre en letras inmensas. Aquello me descompuso más. Si las letras hubieran sido más chicas, tal vez mi compromiso hubiera sido menor; entonces volví al teatro, traté de estar sereno y pensar en lo que haría. Me había sentado en la platea y miraba el escenario, donde el piano estaba solo y me esperaba con su negra tapa levantada. A poca distancia de mi asiento estaban las butacas donde acostumbraban a sentarse dos hermanos míos; y detrás de ellos se sentaba una familia que había criticado, horrorizada, un concierto en que habían tomado parte muchachas de allí; en pleno escenario las muchachas se agarraban la cabeza y después se retiraban del piano buscando la salida; parecían gallinas asustadas. Fue en el instante de recordar eso, cuando a mí se me ocurrió por primera vez ensayar la presentación de un concierto en lo que él tuviera de teatral. Primero revisé bien todo el teatro para estar seguro de que nadie me vería y enseguida empecé a ensayar la cruzada del escenario; iba desde la puerta del decorado hasta el piano. La primera vez entré tan ligero como un repartidor apurado que va a dejar la carne encima de una mesa. Ésa no era la manera de resolver las cosas. Yo tendría que entrar con la lentitud del que va a dar el concierto vigesimocuarto de la decimonovena temporada; casi con aburrimiento; y no debía lanzarme cuando mi vanidad estuviera asustada; debía dar la impresión de llevar con descuido, algo propio, misterioso, elaborado en una vida desconocida. Empecé a entrar lentamente; supuse con bastante fuerza la presencia del público y me encontré con que no podía caminar bien y que al poner atención en mis pasos yo no sabía cómo caminaba yo; entonces traté de pasear distraído por otro lado que no fuera el escenario y de copiarme mis propios pasos. Algunas veces pude sorprenderme descuidado; pero aun cuando llevaba el cuerpo flojo y quería ser natural, experimentaba distintas maneras de andar: movía las caderas como un torero, o iba duro como si llevara una bandeja cargada, o me inclinaba hacia los lados como un boxeador.

Después me encontré con otra dificultad grande: las manos. Ya me había parecido feo que algunos concertistas, en el momento de saludar al público, dejaran colgar y balancearse los brazos, como si fueran péndulos. Ensayé caminar llevándolos al mismo ritmo que los pasos; pero eso resultaba mejor para una parada militar. Entonces se me ocurrió algo que por mucho tiempo creí novedoso; entraría tomándome el puño izquierdo con la mano derecha, como si fuera abrochándome un gemelo. (Años después un actor me dijo que aquello era una vulgaridad y que la llamaban "la pose del bailarín"; entonces, riéndose, imitó los pasos de una danza y alternativamente se iba tomando el puño izquierdo con la mano derecha y después el puño derecho con la mano izquierda.)

Ese día almorcé apenas y pasé toda la tarde en el escenario. A la nochecita vino el electricista y combinamos las penumbras de la sala y la escena. Después me probé el smoking que me había regalado un amigo; era muy chico y me dejó inmovilizado; con él hubiera tenido que dar por inútiles todos los ensayos de naturalidad y soltura; además, en cualquier momento podía rompérseme. Por fin decidí utilizar mi traje de calle; todo tendría más naturalidad; claro que tampoco me parecía bien lo que fuera demasiado familiar; yo hubiera querido levantar, al mismo tiempo, algo extraño; pero yo estaba muy cansado y sentía en las axilas las lastimaduras que me había dejado el smoking. Entonces me fui a esperar la hora del concierto en la penumbra de la platea. Apenas me quedaba un instante quieto me volvía el empecinamiento de querer recordar las notas de un pasaje cualquiera; era inútil que tratara de desecharlo; el único alivio consistía en ir a buscar la música y fijarme en las notas.

Un rato antes del concierto llegaron los dos hermanos amigos míos y el afinador. Les dije que me esperaran un momento y me encerré en el camarín, porque si no hubiese terminado el pasaje que repasaba no hubiera tenido un instante de tranquilidad. Después, cuando hablara con ellos, tendría la atención ocupada y no empezaría a recordar ningún otro pasaje. Todavía no había nadie en la sala. Uno de ellos se asomó a la puerta del decorado y miró el piano negro como si se tratara de un féretro. Y después todos me hablaban tan bajo como si yo fuera el deudo más allegado al muerto. Cuando empezó a entrar la gente, hicimos pequeños agujeros en el decorado y mirábamos al público un poco agachados y como desde una trinchera. A veces el piano, como un gran cañón, impedía ver una zona grande de la platea. Yo iba a ver un poco por los agujeros de los otros como un oficial que les fuera dando órdenes. Deseaba que hubiera poca gente porque así el desastre se comentaría menos; además habría un promedio menor de entendidos. Y todavía tendría en mi favor todo lo que había ensayado en escena para la gente que no pudiera juzgar directamente la música. Y aun los que entendieran poco, dudarían. Entonces empecé a envalentonarme y a decirles a mis amigos:

-¡Parece mentira! ¡La indiferencia que hay para estas cosas! ¡Cuántos sacrificios inútiles!

Después empezó a venir más gente y yo me sentí aflojar; pero me frotaba las manos y les decía:

-Menos mal, menos mal.

Parecía que ellos también tuvieran miedo. Entonces yo, en un momento dado, hice como que recién me daba cuenta que ellos podrían estar preocupados y empecé a hablarles subiendo la voz:

-Pero, díganme una cosa... ¿Ustedes están preocupados por mí? ¿Ustedes creen que es la primera vez que me presento en público y que voy a ir al piano como si fuera a un instrumento de tortura? ¡Ya lo verán! Hasta ahora me callé la boca. Pero esperaba esta noche para después decirles, a esas profesoras que charlan, cómo "un pianista de café" -yo había ido contratado a tocar en un café- puede dar conciertos; porque ellas no saben que puede ocurrir lo contrario, que en este país un pianista de concierto tenga que ir a tocar a un café.

Aunque mi voz no se oía desde la sala, ellos trataron de calmarme.

Ya era la hora; mandé tocar la campana y le pedí a mis amigos que se fueran a la platea. Antes de irse me dijeron que vendrían al final y me transmitirían los comentarios. Di orden al electricista de dejar la sala en penumbra; hice memoria de los pasos, me tomé el gemelo del puño izquierdo con la mano derecha y me metí en el escenario como si entrara en el resplandor próximo a un incendio. Aunque miraba mis pasos desde arriba, desde mis ojos, era más fuerte la suposición con que me representaba mi manera de caminar vista desde la platea, y me rodeaban pensamientos como pajarracos que volaran obstaculizándome el camino; pero yo caminaba con fuerza y trataba de ver cómo mis pasos cruzaban el escenario.

Había llegado a la silla y todavía no aparecían los primeros aplausos. Al fin llegaron y tuve que inclinarme a saludar interrumpiendo el movimiento con que había empezado a sentarme. A pesar de este pequeño contratiempo traté de seguir desarrollando mi programa. Miré al público de una manera más bien general y distraída; pero alcancé a ver en la penumbra el color blancuzco de las caras como si hubieran sido de cáscaras de huevo. Y encima del terciopelo de la baranda hecha de columnitas de latón pintadas de blanco vi sembrados muchos pares de manos. Entonces yo puse las mías en el piano, dejé escapar acordes repetidos velozmente y enseguida me volví a quedar quieto. Después, y según mi programa, debía mirar unos instantes el teclado como para concentrar el pensamiento y esperar la llegada de la musa o del espíritu del autor. -Era el de Bach y debía estar muy lejano-. Pero siguió entrando gente y tuve que cortar la comunicación. Aquel inesperado descanso me reconfortó; volví a mirar a la sala y pensé que estaba en un mundo posible. Sin embargo, al pasar unos instantes sentí que me iba a alcanzar aquel miedo que había dejado atrás hacía un rato. Traté de recordar las teclas que intervenían en los primeros acordes; pero enseguida tuve el presentimiento de que por ese camino me encontraría con algún acorde olvidado. Entonces me decidí a atacar la primera nota. Era una tecla negra; puse el dedo encima de ella y antes de bajarla tuve tiempo de darme cuenta que todo iba a empezar, que estaba preparado y que no debía demorar más. El público hizo un silencio como el vacío que se siente antes del accidente que se ve venir. Sonó la primera nota y parecía que hubiera caído una piedra en un estanque. Al darme cuenta que aquello había ocurrido sentí como una señal que me ofuscó y solté un acorde con la mano abierta que sonó como una cachetada. Seguí trabado en la acción de los primeros compases. De pronto me incliné sobre el piano, lo apagué bruscamente y empecé a picotear un "pianísimo" en los agudos. Después de este efecto se me ocurrió improvisar otros. Metía las manos en la masa sonora y la moldeaba como si trabajara con una materia plástica y caliente; a veces me detenía modificando el tiempo de rigor y ensayaba dar otra forma a la masa; pero cuando veía que estaba a punto de enfriarse, apresuraba el movimiento y la volvía a encontrar caliente. Yo me sentía en la cámara de una mago. No sabía qué sustancias había mezclado él para levantar este fuego; pero yo me apresuraba a obedecer apenas él me sugería una forma. De pronto caía en un tiempo lento y y la llama permanecía serena. Entonces yo levantaba la cabeza inclinada hacia un lado y tenía la actitud de estar hincado en un reclinatorio. Las miradas del público me daban sobre la mejilla derecha y parecía que me levantarían ampollas. Apenas terminé estallaron los aplausos. Yo me levanté a saludar con parsimonia, pero tenía una gran alegría. Cuando me volví a sentar seguía viendo las columnitas de la tertulia y las manos aplaudiendo.

Todo ocurría sin novedad hasta que llegué a una "Cajita de Música". Yo había corrido la silla un poco hacia los agudos para estar más cómodo; y las primeras notas empezaron a caer como gotas al principio de una lluvia. Estaba seguro que aquella pieza no iba más mal que las anteriores. Pero de pronto sentí en la sala murmullos y hasta creí haber oído risas. Empecé a contraerme como un gusano, a desconfiar de mis medios y a entorpecerlos. También creí haber visto moverse una sombra alargada sobre el piso del escenario. Cuando pude echar una mirada fugaz me encontré con que realmente había una sombra; pero estaba quieta. Seguí tocando y seguían en la sala los murmullos. Aunque no miraba, ahora veía que la sombra hacía movimientos. No iba a pensar en nada monstruoso; ni siquiera en que alguien quisiera hacerme una broma. En un pasaje relativamente fácil vi que la sombra movía un largo brazo. Entonces miré y ya no estaba más. Volví a mirar enseguida y vi un gato negro. Yo estaba por terminar la pieza y la gente aumentó el murmullo y las risas. Me di cuenta que el gato se estaba lavando la cara. ¿Qué haría con él? ¿Lo llevaría para adentro? Me pareció ridículo. Terminé, aplaudieron y al pararme a saludar sentí que el gato me rozaba los pantalones. Yo me inclinaba y sonreía. Me senté y se me ocurrió acariciarlo. Pasó el tiempo prudente antes de iniciar la obra siguiente y no sabía qué hacer con el gato. Me parecía ridículo perseguirlo por el escenario y ante el público. Entonces me decidí a tocar con él al lado; pero no podía imaginar, como antes, ninguna forma que pudiera realizar o correr detrás de ninguna idea: pensaba demasiado en el gato. Después pensé en algo que me llenó de temor. En la mitad de la obra había unos pasajes en que yo debía dar zarpazos con la mano izquierda; era del lado del gato y no sería difícil que él también saltara sobre el teclado. Pero antes de llegar allí me había hecho esta reflexión: "Si el gato salta, le echarán las culpas a él de mi mala ejecución." Entonces me decidí a arriesgarme y a hacer locuras. El gato no saltó; pero yo terminé la pieza y con ella la primera parte del concierto. En medio de los aplausos miré todo el escenario; pero el gato no estaba.

Mis amigos, en vez de esperar el final, vinieron a verme en el intervalo y me contaron los elogios de la familia que se sentaba detrás de ellos y que tanto había criticado en el concierto anterior. También habían hablado con otros y habían resuelto darme un pequeño lunch después del concierto.

Todo terminó muy bien y me pidieron dos piezas fuera del programa. A la salida y entre un montón de gente, sentí que una muchacha decía: "Cajita de Música, es él."

 

Menos Julia - Felisberto Hernández

Menos Julia
[Cuento. Texto completo.]

Felisberto Hernández

En mi último año de escuela veía yo siempre una gran cabeza negra apoyada sobre una pared verde pintada al óleo. El pelo crespo de ese niño no era muy largo; pero le había invadido la cabeza como si fuera una enredadera; le tapaba la frente, muy blanca, le cubría las sienes, se había echado encima de las orejas y le bajaba por la nuca hasta metérsele entre el saco de pana azul. Siempre estaba quieto y casi nunca hacía los deberes ni estudiaba las lecciones. Una vez la maestra lo mandó a la casa y preguntó quién de nosotros quería acompañarlo y decirle al padre que viniera a hablar con ella. La maestra se quedó extrañada cuando yo me paré y me ofrecí, pues la misión era antipática. A mí me parecía posible hacer algo y salvar a aquel compañero; pero ella empezó a desconfiar, a prever nuestros pensamientos y a imponernos condiciones. Sin embargo, al salir de allí, fuimos al parque y los dos nos juramos no ir nunca más a la escuela.

Una mañana del año pasado mi hija me pidió que la esperara en una esquina mientras ella entraba y salía de un bazar. Como tardaba, fui a buscarla y me encontré con que el dueño era el amigo mío de la infancia. Entonces nos pusimos a conversar y mi hija se tuvo que ir sin mí.

Por un camino que se perdía en el fondo del bazar venía una muchacha trayendo algo en las manos. Mi amigo me decía que él había pasado la mayor parte de su vida en Francia. Y allá, él también había recordado los procedimientos que nosotros habíamos inventado para hacer creer a nuestros padres que íbamos a la escuela. Ahora él vivía solo; pero en el bazar lo rodeaban cuatro muchachas que se acercaban a él como a un padre. La que venía del fondo traía un vaso de agua y una píldora para mi amigo. Después él agregó:

-Ellas son muy buenas conmigo; y me disculpan mis...

Aquí hizo un silencio y su mano empezó a revolotear sin saber dónde posarse; pero su cara había hecho una sonrisa. Yo le dije un poco en broma:

-Si tienes alguna... rareza que te incomode, yo tengo un médico amigo...

Él no me dejó terminar. Su mano se había posado en el borde de un jarrón; levantó el índice y parecía que aquel dedo fuera a cantar. Entonces mi amigo me dijo:

-Yo quiero a mi... enfermedad más que a mi vida. A veces pienso que me voy a curar y me viene una desesperación mortal.

-¿Pero qué... cosa es ésa?

-Tal vez un día te lo pueda decir. Si yo descubriera que tú eres de las personas que pueden agravar mi... mal, te regalaría esa silla nacarada que tanto le gustó a tu hija.

Yo miré la silla y no sé por qué pensé que la enfermedad de mi amigo estaba sentada en ella.

El día que él se decidió a decirme su mal era sábado y recién había cerrado el bazar. Fuimos a tomar un ómnibus que salía para afuera y detrás de nosotros venían las cuatro muchachas y un tipo de patillas que yo había visto en el fondo del bazar entre libros de escritorio.

-Ahora todos iremos a mi quinta -me dijo-, y si quieres saber aquello tendrás que acompañarnos hasta la noche.

Entonces se detuvo hasta que los demás estuvieron cerca y me presentó a sus empleados. El hombre de las patillas se llamaba Alejandro y bajaba la vista como un lacayo.

Cuando el ómnibus hubo salido de la ciudad y el viaje se volvió monótono, yo le pedí a mi amigo que me adelantara algo... Él se rió y por fin dijo:

-Todo ocurrirá en un túnel.

-¿Me avisarás antes que el ómnibus pase por él?

-No; ese túnel está en mi quinta y nosotros entraremos en él a pie. Será para cuando llegue la noche. Las muchachas estarán esperándonos dentro, hincadas en reclinatorios a lo largo de la pared de la izquierda y tendrán puesto en la cabeza un paño oscuro. A la derecha habrá objetos sobre un largo y viejo mostrador. Yo tocaré los objetos y trataré de adivinarlos. También tocaré los objetos de las muchachas y pensaré que no las conozco.

Se quedó un instante en silencio. Había levantado las manos y ellas parecían esperar que se les acercaran objetos o tal vez caras. Cuando se dio cuenta de que se había quedado en silencio, recogió las manos; pero lo hizo con el movimiento de cabezas que se escondieran detrás de una ventana. Quiso volver a su explicación, pero sólo dijo:

-¿Comprendes?

Yo apenas pude contestarle:

-Trataré de comprender.

Él miró el paisaje. Yo me di vuelta con disimulo y me fijé en las caras de las muchachas: ellas ignoraban lo que nosotros hablábamos, y parecía fácil descubrir su inocencia. A los pocos instantes yo toqué a mi amigo en el codo para decirle:

-Si ellas están en la oscuridad; ¿por qué se ponen paños en la cabeza?

Él contestó distraído:

-No sé... pero prefiero que sea así.

Y volvió a mirar el paisaje. Yo también puse los ojos en la ventanilla; pero atendía a la cabeza negra de mi amigo; ella se había quedado como una nube quieta a un lado del cielo y yo pensaba en los lugares de otros cielos por donde ella habría cruzado. Ahora, al saber que aquella cabeza tenía la idea del túnel, yo la comprendía de otra manera. Tal vez en aquellas mañanas de la escuela, cuando él dejaba la cabeza quieta apoyada en la pared verde, ya se estuviera formando en ella algún túnel. No me extrañaba que yo no hubiera comprendido eso cuando paseábamos por el parque; pero así como en aquel tiempo yo lo seguía sin comprender, ahora debía hacer lo mismo. De cualquier manera todavía conservábamos la misma simpatía y yo no había aprendido a conocer las personas.

Los ruidos del ómnibus y las cosas que veía, me distraían; pero de cuando en cuando no tenía más remedio que pensar en el túnel.

Cuando mi amigo y yo llegamos a la quinta, Alejandro y las muchachas estaban empujando un porrón de hierro. Las hojas de los grandes árboles habían caído encima de los arbustos y los habían dejado como papeleras repletas. Y sobre el portón y las hojas, parecía haber descendido una cerrazón de herrumbre. Mientras buscábamos los senderos entre plantas chicas, yo veía a lo lejos una casa antigua. Al llegar a ellas las muchachas hicieron exclamaciones de pesar: al costado de la escalinata había un león hecho pedazos: se había caído de la terraza. Yo sentía placer en descubrir los rincones de aquella casa; pero hubiera deseado estar solo y hacer largas estadías en cada lugar.

Desde el mirador vi correr un arroyo. Mi amigo me dijo:

-¿Ves aquella cochera con una puerta grande cerrada? Bueno; dentro de ella está la boca del túnel; corre en la misma dirección del arroyo. ¿Y ves aquella glorieta cerca de la escalinata del fondo? Allí está escondida la cola del túnel.

-¿Y cuánto tardas en recorrerlo? Me refiero a cuando tocas los objetos y las caras...

-¡Ah! Poco. En una hora ya el túnel nos ha digerido a todos. Pero después yo me tiro en un diván y empiezo a evocar lo que he recordado o lo que ha ocurrido allí. Ahora me cuesta hablar de eso. Esta luz fuerte me daña la idea del túnel. Es como la luz que entra en las cámaras de los fotógrafos cuando las imágenes no están fijadas. Y en el momento del túnel me hace mal hasta el recuerdo de la luz fuerte. Todas las cosas quedan tan desilusionadas como algunos decorados de teatro al otro día de mañana.

Él me decía esto y nosotros estábamos parados en un recodo oscuro de la escalera. Y cuando seguimos descendiendo, vimos desde lo alto la penumbra del comedor; en medio de ella flotaba un inmenso mantel blanco que parecía un fantasma muerto y acribillado de objetos.

Las cuatro muchachas se sentaron en una cabecera y los tres hombres en la otra. Entre los dos bandos había unos metros de mantel en blanco, pues el viejo sirviente acostumbraba a servir toda la mesa desde la época en que habitaba allí la gran familia de mi amigo. Únicamente hablábamos él y yo. Alejandro permanecía con su cara flaca apretada entre las patillas y no sé si pensaría: "No me tomo la confianza que no me dan" o "No seré yo quien le dé a éstos". En la otra cabecera las muchachas hablaban y se reían sin hacer mucho barullo. Y de este lado mi amigo me decía:

-¿Tú no necesitas, a veces, estar en una gran soledad?

Yo empecé a tragar aire para un gran suspiro y después dije:

-Frente a mi pieza hay dos vecinos con radio; y apenas se despiertan se meten con las radios en mi cuarto.

-¿Y por qué los dejas entrar?

-No, quiero decir que las encienden con tal volumen que es como si entraran en mi pieza.

Yo iba a contar otras cosas; pero mi amigo me interrumpió:

-Tú sabrás que cuando yo caminaba por mi quinta y oía chillar una radio, perdía el concepto de los árboles y de mi vida. Esa vejación me cambiaba la idea de todo: mi propia quinta no me parecía mía y muchas veces pensé que yo había nacido en un siglo equivocado.

A mí me costaba aguantar la risa porque en ese instante Alejandro, siempre con sus párpados bajos, tuvo una especie de hipo y se le inflaron las mejillas como a un clarinetista. Pero enseguida le dije a mi amigo:

-¿Y ahora no te molesta más esa radio?

La conversación era tonta y me prometí dedicarme a comer. Mi amigo siguió diciendo:

-El tipo que antes me llenaba la quinta de ruido vino a pedirme que le saliera de garantía para un crédito...

Alejandro pidió permiso para levantarse un momento, le hizo señas a una muchacha y mientras se iban le volvió el hipo que le hacía mover las patillas: parecían las velas negras de un barco pirata. Mi amigo seguía:

Entonces yo le dije: "No sólo le salgo de garantía, sino que le pago las cuotas. Pero usted me apaga esa radio sábados y domingos". Después, mirando la silla vacía de Alejandro, me dijo: "Éste es mi hombre; compone el túnel como una sinfonía. Ahora se levantó para no olvidarse de algo. Antes yo derrochaba mucho su trabajo, porque cuando no adivinaba una cosa se la preguntaba; y él se deshacía todo para conseguir otras nuevas. Ahora, cuando yo no adivino un objeto lo dejo para otra sesión y cuando estoy aburrido de tocarlo sin saber qué es, le pego una etiqueta que llevo en el bolsillo y él lo saca de la circulación por algún tiempo."

Cuando Alejandro volvió, nosotros ya habíamos adelantado bastante en la comida y los vinos. Entonces mi amigo palmeó el hombro de Alejandro y me dijo:

-Éste es una gran romántico; es el Schubert del túnel. Y además tiene más timidez y más patillas que Schubert. Fíjate que anda en amores con una muchacha a quien nunca vio ni sabe cómo se llama. Él lleva los libros en una barraca después de las diez de la noche. Le encanta la soledad y el silencio entre olores de maderas. Una noche dio un salto sobre los libros porque sonó el teléfono; la que se equivocó de llamado, siguió equivocándose todas las noches; y él, apenas la toca con los oídos y las intenciones.

Las patillas negras de Alejandro estaban rodeadas de la vergüenza que le había subido a la cara, y yo le empecé a tomar simpatía.

Terminada la comida, Alejandro y las muchachas salieron a pasear; pero mi amigo y yo nos recostamos en los divanes que había en su cuarto. Después de la siesta, nosotros también salimos y caminamos todo el resto de la tarde. A medida que iba oscureciendo mi amigo hablaba menos y hacía movimientos más lentos. Ahora la luz era débil y los objetos luchaban con ella. La noche iba a ser muy oscura; mi amigo ya tanteaba los árboles y las plantas y pronto entraríamos al túnel con el recuerdo de todo lo que la luz había confundido antes de irse. Él me detuvo en la puerta de la cochera y antes que me hablara yo oí el arroyo. Después mi amigo me dijo:

-Por ahora tú no tocarás las caras de las muchachas: ellas te conocen poco. Tocarás nada más que lo que esté a tu derecha y sobre el mostrador.

Yo había oído los pasos de Alejandro. Mi amigo hablaba en voz baja y me volvió a encargar:

-No debes perder en ningún momento tu colocación, que será entre Alejandro y yo.

Encendió una pequeña linterna y me mostró los primeros escalones, que eran de tierra y tenían pastitos desteñidos. Llegamos a otra puerta y él apagó la linterna. Todavía me dijo otra vez:

-Ya sabes, el mostrador está a la derecha y lo encontrarás apenas camines dos pasos. Aquí está el borde, y, aquí encima, la primera pieza: yo nunca la adiviné y la dejo a tu disposición.

Yo me inicié poniendo la manos sobre una pequeña caja cuadrada de la que sobresalía una superficie curva. No sabía si aquella materia era muy dura; pero no me atreví a hincarle la uña. Tenía una canaleta suave, una parte un poco áspera y cerca de uno de los bordes de la caja había lunares... o granitos. Yo tuve una mala impresión y saqué las manos. Él me preguntó:

-¿Pensaste en algo?

-Esto no me interesa.

-Por tu reacción veo que has pensado alguna cosa.

-Pensé en los granitos que cuando era niño veía en el lomo de unos sapos muy grandes.

-¡Ah!, sigue.

Después me encontré con un montón de algo como harina. Metí las manos con gusto. Y él me dijo:

-Al borde del mostrador hay un paño sujeto con una chinche para que después te limpies las manos.

Y yo le contesté, insidiosamente:

-Me gustaría que hubiera playas de harina...

-Bueno, sigue.

Después encontré una jaula que tenía forma de pagoda. La sacudí para ver si tenía algún pájaro. Y en ese instante se produjo un ligero resplandor; yo no sabía de dónde venía ni de qué se trataba. Oí un paso de mi amigo y le pregunté:

-¿Qué ocurre?

Y él a su vez me preguntó:

-¿Qué te pasa?

-¿No viste un resplandor?

-Ah, no te preocupes. Como las muchachas son poco para un túnel tan largo, tienen que estar repartidas a mucha distancia; entonces, con esta linterna cada una me avisa donde está.

Me di vuelta y vi encenderse varias veces el resplandor como si fuera un bichito de luz. En ese instante mi amigo dijo:

-Espérame aquí.

Y al ir hacia la luz la cubrió con su cuerpo. Entonces yo pensé que él iba sembrando sus dedos en la oscuridad; después los recogería de nuevo y todos se reunirían en la cara de la muchacha.

De pronto le oí decir:

-Ya va la tercera vez que te pones la primera, Julia.

Pero una voz tenue le contestó:

-Yo no soy Julia.

En ese momento oí acercarse los pasos de Alejandro y le pregunté:

-¿Qué tenía aquella primera caja?

Tardó en decirme:

-Una cáscara de zapallo.

Me asusté al oír la voz enojada de mi amigo:

-Sería conveniente que no le preguntaras nada a Alejandro.

Yo pasé aquellas palabras con un trago de saliva y puse las manos en el mostrador. El resto de la sesión lo hicimos en silencio. Los objetos que yo había reconocido, estaban en este orden: una cáscara de zapallo, un montón de harina, una jaula sin pájaro, unos zapatitos de niño, un tomate, unos impertinentes, una media de mujer, una máquina de escribir, un huevo de gallina, una horquilla de primus, una vejiga inflada, un libro abierto, un par de esposas y una caja de botines conteniendo un pollo pelado. Lamenté que Alejandro hubiera colocado el pollo como último número, pues fue muy desagradable la sensación al tantear su cuero frío y granulado. Apenas salimos del túnel Alejandro me alumbró los escalones que daban a la glorieta. Al llegar a la luz de un corredor mi amigo me puso cariñosamente la mano en el cuello como para decirme: "perdona mi brusquedad de hoy", pero al mismo tiempo dio vuelta la cabeza para otro lado como diciendo: "sin embargo ahora estoy en otra cosa y tendré que seguir con ella".

Antes de ir a su habitación me hizo señas con el índice para que lo siguiera; y después se llevó el mismo dedo a la boca para pedirme silencio. En su pieza empezó a acomodar los divanes de manera que cada uno mirara en sentido contrario y nosotros no nos viéramos las caras. Él fue descargando su cuerpo en un diván y yo en el otro. Me entregué a mis pensamientos y me juré internarme, todo lo posible, en aquel asunto.

Al rato me sorprendió la voz más baja de mi amigo, diciéndome:

-Me gustaría que pasaras todo el día de mañana aquí; pero siento tener que ofrecértelo con una condición...

Yo esperé unos segundos y le contesté:

-Si yo aceptara, tendría que ser, también, con una condición...

Al principio él se rió, y después dijo:

-Mira, cada uno apuntará en un papel la condición. ¿Aceptas?

-Muy bien.

Yo saqué una tarjeta. Después, como nuestras cabeceras estaban cerca, nos alargamos los papeles sin mirarnos. El de mi amigo decía: "Necesito andar solo, por la quinta, durante todo el día." Y el mío: "Quisiera pasarlo encerrado en una habitación." Él se volvió a reír. Después se levantó y salió unos minutos. Al volver, dijo:

-Tu habitación estará encima de ésta. Y ahora vamos a la mesa.

Allí encontré un conocido: el pollo del túnel.

Al terminar la cena me dijo:

-Te invito a oír el cuarteto de don Claudio.

Me hizo gracia la familiaridad con Debussy. Nos recostamos en los divanes; y en una de las veces que fue a dar vuelta un disco, se detuvo con él en la mano para decirme:

-Cuando estoy allí, siento que me rozan ideas que van a otra parte.

El disco terminó y él siguió diciendo:

-Yo he vivido cerca de otras personas y me he guardado en la memoria recuerdos que no me pertenecen.

Esa noche él no me dijo nada más y cuando yo estuve solo en mi pieza, empecé a pasearme por ella; me sentía en una excitación dichosa y pensaba que el gran objeto del túnel era mi amigo. Precisamente, en ese momento él subía apresuradamente la escalera. Abrió la puerta, asomó la cabeza con una sonrisa y me pidió:

-Tus pasos no me dejan tranquilo; se oyen demasiado allá bajo...

-¡Oh, discúlpame!

Apenas se fue yo me saqué los zapatos y me empecé a pasear en medias. Y él no tardó en volver a subir:

-Ahora peor, querido. Tus pasos parecen palpitaciones. Y he sentido otras veces el corazón como si me anduviera un rengo en el cuerpo.

-¡Ah! Cuánto te habrás arrepentido de ofrecerme tu casa.

-Al contrario. Estaba pensando que en adelante me disgustaría saber que está vacía la habitación donde estuviste tú.

Yo le contesté con una sonrisa artificial y él se fue enseguida.

Me dormí pronto pero me desperté al rato. Había relámpagos y truenos lejanos. Me levanté pisando despacio y fui a abrir la ventana y a mirar la luz blancuzca de un cielo que quería echarse encima de la casa con sus nubes carnosas. Y de pronto vi sobre un camino un hombre agachado buscando algo entre plantas rastreras. Pasados unos instantes dio unos pasos de costado, sin levantarse y yo decidí ir a avisarle a mi amigo. La escalera crujía y yo tenía miedo de que él se despertara y creyera que era yo el ladrón. La puerta de su cuarto estaba abierta y su cama vacía. Cuando volví arriba no vi al hombre. Me acosté y volví a dormir. Al otro día, mientras bajé a lavarme, el sirviente me subió el servicio del mate; y mientras lo tomaba, recordé lo que había soñado: Mi amigo y yo estábamos parados frente a una tumba; y él me dijo: "¿Sabes quién yace aquí? El pollo en su caja." Nosotros no teníamos ningún sentimiento de muerte. Aquella tumba era como una heladera que imitara graciosamente a un sepulcro y nosotros sabíamos que allí se alojaban todos los muertos que después comeríamos.

Recordaba esto, miraba la quinta a través de cortinas amarillentas y tomaba mate. De pronto vi a mi amigo cruzar un sendero y sin querer hice un gesto de espía. Después me decidí a no mirarlo; y al pensar que él no me oía empecé a caminar por la habitación. En una de las veces que llegué hasta la ventana vi que mi amigo iba hacia la cochera; creí que fuera al túnel y me llené de sospechas; pero después él dobló para un lugar donde había ropa tendida y puso una mano abierta en medio de una sábana que yo supuse húmeda.

Nos vimos únicamente a la hora de la cena. Él me decía:

-Cuando estoy en el bazar deseo este día; y aquí sufro aburrimientos y tristezas horribles. Pero necesito de la soledad y de no ver ningún ser humano. ¡Oh, perdóname!...

Entonces yo le dije:

-Anoche deben haber andado perros por la quinta... esta mañana vi violetas tiradas en un camino.

Él sonrió:

-Fui yo; me gusta buscarlas entre las hojas un poco antes del amanecer -entonces me miró con una nueva sonrisa y me dijo:

-Había dejado la puerta abierta, y al volver la encontré cerrada.

Yo también me sonreí:

-Temí que fuera un ladrón y bajé a avisarte.

Esa noche regresamos al centro y él se sentía bien.

El sábado siguiente estábamos en el mirador y de pronto vi venir hacia mí a una de las muchachas. Creí que me quería decir un secreto y puse la cabeza de costado; entonces la muchacha me dio un beso en la cara. Aquello parecía algo previsto y mi amigo dijo:

-¿Qué es eso?

Y la muchacha le contestó:

-Ahora no estamos en el túnel.

-Pero estamos en mí casa -dijo él.

Ya habían llegado las otras muchachas; nos dijeron que estaban jugando a las prendas y aquel beso era un castigo. Yo, para disimular, dije:

-¡Otra vez no den castigos tan graves!

Y una muchacha pequeña me contestó:

-¡Ese castigo lo hubiera deseado para mí!

Todo terminó bien; pero mi amigo quedó contrariado.

A la hora de costumbre entramos en el túnel. Yo volví a encontrar la cáscara de zapallo; pero ya mi amigo le había pegado una etiqueta para que la sacaran del mostrador. Después empecé a tocar una gran masa de material arenoso. Aquello no me interesó; me distraje pensando que pronto se encendería la luz de la primera mujer; pero mis manos seguían distraídas en la masa. Después toqué unos géneros con flecos y de pronto me di cuenta de que eran guantes. Me quedé pensando en el significado que eso tenía para las manos y en que se trataba de una sorpresa para ellas y no para mí. Mientras tocaba un vidrio se me ocurrió que las manos querían probarse los guantes. Me dispuse a hacerlo; pero me detuve de nuevo; yo parecía un padre que no quisiera consentirle a sus hijas todos los caprichos. Y enseguida me empezó a crecer otra sospecha. Mi amigo estaba demasiado adelantado en aquel mundo de las manos. Tal vez él les habría hecho desarrollar inclinaciones que le permitieron vivir una vida demasiado independiente. Pensé en la harina que con tanto gusto mis manos habían tocado en la sesión anterior y me dije: "a las manos les gusta la harina cruda". Entonces hice lo posible por dejar esa idea y volví al vidrio que había tocado antes; detrás tenía un soporte. ¿Aquello sería un retrato? ¿Y cómo podía saberse? También podría ser un espejo... Peor todavía. Me encontraba con la imaginación engañada y con cierta burla de la oscuridad. Casi enseguida vi el resplandor de la primera muchacha. Y no sé por qué, en ese instante, pensé en la masa de material que toqué al principio y comprendí que era la cabeza del león. Mi amigo le estaba diciendo a una muchacha:

-¿Qué es esto? ¿Una cabeza de muñeca?... ¿un perro?... ¿una gallina?

-No -le contestaron-; es una de aquellas flores amarillas que...

Él la interrumpió:

-¿Ya no les he dicho que no traigan nada?...

La muchacha dijo:

-¡Estúpido!

-¿Cómo? ¿Quién eres tú?

-Yo soy Julia --dijo una voz decidida.

-Nunca más traigas nada en las manos -contestó débilmente mi amigo.

Cuando él volvió al mostrador, me dijo:

-Me gusta saber que entre esta oscuridad hay una flor amarilla.

En ese momento sentí que me rozaban el saco y mi primer pensamiento fue para los guantes y como si ellos pudieran andar solos. Pero casi simultáneamente pensé en alguna persona. Entonces le dije a mi amigo:

-Alguien me ha rozado el saco.

-Absolutamente imposible. Es una alucinación tuya. ¡Suele ocurrir eso en el túnel!

Y cuando menos lo esperábamos oímos un viento tremendo. Mi amigo gritó:

-¿Qué es eso?

Lo curioso era que oíamos el viento pero no lo sentíamos en las manos ni en la cara. Entonces Alejandro dijo:

-Es una máquina para imitar el viento que me prestó el utilero de un teatro.

-Muy bien -dijo mi amigo-, pero eso no es para las manos...

Se quedó callado unos instantes y de pronto preguntó:

-¿Quién hizo andar la máquina?

-La primera muchacha: fue para allá después que usted la tocó.

-¡Ah! -dije yo-, ¿viste? Fue ella quien me rozó.

Esa misma noche, mientras cambiaba los discos, me dijo:

-Hoy tuve mucho placer. Confundía los objetos, pensaba en otros distintos y tenía recuerdos inesperados. Apenas empecé a mover el cuerpo en la oscuridad me pareció que iba a tropezar con algo raro, que mi cuerpo empezaría a vivir de otra manera y que mi cabeza estaba a punto de comprender algo importante. Y de pronto, cuando había dejado un objeto y mi cuerpo se dio vuelta para ir a tocar una cara, descubrí quién me había estafado en un negocio.

Yo fui a mi cuarto y antes de dormir pensé en unos guantes de gamuza apenas abultados por unas manos de mujer. Después yo sacaría los guantes como si desnudara las manos. Pero mientras pasaba al sueño los guantes iban siendo cáscaras de bananas. Y ya haría mucho rato que estaba dormido cuando sentí que unas manos me tocaban la cara. Me desperté gritando, estuve unos instantes flotando en la oscuridad y por fin me di cuenta que había tenido una pesadilla. Mi amigo subió corriendo la escalera y me preguntó:

-¿Qué te pasa?

Yo le empecé a decir:

-Tuve un sueño...

Pero me detuve; no quise contarle el sueño porque temí que pudiera ocurrírsele tocarme la cara. Él se fue enseguida y yo me quedé despierto; pero al poco rato oí abrir despacito la puerta y grité con voz descompuesta:

-¿Quién es?

Y en ese mismo instante oí pezuñas que bajaban la escalera. Cuando mi amigo subió de nuevo le dije que él había dejado la puerta abierta y que había entrado un perro. Él empezó a bajar la escalera.

El sábado siguiente, apenas habíamos entrado al túnel, se sintieron unos quejidos mimosos y yo pensé en un perrito. Alguna de las muchachas se empezó a reír y enseguida nos reímos todos. Mi amigo se enojó mucho y dijo palabras desagradables; todos nos callamos inmediatamente; pero en un intervalo que se produjo entre las palabras de mi amigo, se oyeron con más fuerza los quejidos del perrito y todos nos volvimos a reír. Entonces mi amigo gritó:

-¡Váyanse todos! ¡Afuera! ¡Que salgan todos!

Los que estábamos cerca le oímos jadear; y enseguida, con voz más débil, y como escondiendo la cara en la oscuridad, le oímos decir:

-Menos Julia.

A mí se me ocurrió algo que no pude dejar de hacer: quedarme en el túnel. Mi amigo esperó que salieran todos. Después, desde lejos, Julia empezó a hacer señales con su linterna. La luz aparecía a intervalos regulares, como la de un faro, mi amigo caminaba pisando fuerte y yo trataba de hacer coincidir el ruido de mis pasos con los de él. Cuando estuve cerca de Julia, ella decía:

-¿Usted recuerda otras caras cuando toca la mía?

Él hizo zumbar un rato la "s" antes de decir "sí". Y enseguida agregó:

-...es decir... Ahora pienso en una vienesa que estaba en París.

-¿Era amiga suya?

-Yo era amigo del esposo. Pero una vez a él lo tiró un caballo de madera...

-¿Usted habla en serio?

-Te explicaré. Resulta que él era débil y una tía rica que vivía en provincias le pedía que hiciera gimnasia. Ella lo había criado. Él le enviaba fotografías vestido en traje de deportes; pero nunca hacía otra cosa que leer. Al poco tiempo de casado quiso sacarse una fotografía montado a caballo. Él estaba muy orgulloso con su sombrero de alas anchas; pero el caballo era de madera carcomida por la polilla; de pronto se le rompió una pata, y enseguida se cayó el jinete y se rompió un brazo.

Julia se rió un poco y él siguió:

-Entonces, con ese motivo, fui a la casa y conocí a la señora... Al principio ella me hablaba con una sonrisa burlona. El marido estaba con el brazo colgado y rodeado de visitas. Ella le trajo caldo y él dijo que estando así no tenía ningún apetito. Todas las visitas dijeron que realmente ocurría eso cuando se estaba así. Yo pensé que todos los concurrentes habían tenido fracturas y me los imaginé en la penumbra que había en aquella pieza con piernas y brazos de blanco y abultados por la vendas.

(Cuando menos lo esperábamos volvimos a oír los gemidos del perrito y Julia se rió. Yo temí que mi amigo lo fuera a buscar y tropezara conmigo. Pero a los pocos instantes siguió el relato.)

-Cuando él pudo levantarse caminaba despacio y con el brazo en cabestrillo. Visto de atrás, con una manga del saco puesta y la otra no, parecía que llevara un organillo y adivinara la suerte. Él me invitó a ir al sótano para traer una botella del mejor vino. La señora no quiso que fuera solo. Adelante iba él, llevaba una vela; la llama quemaba las telas y las arañas huían; detrás iba ella, y después iba yo...

Mi amigo se detuvo y Julia le preguntó:

-Usted dijo hace unos instantes que esa señora, al principio, tenía para usted una risa burlona. ¿Y después?

Mi amigo empezó a incomodarse:

-No era burlona solamente conmigo; ¡yo no dije eso!

-Usted dijo que era así al principio.

-Bueno... y después siguió como al principio.

El perrito gimió y Julia dijo:

-No crea que eso me preocupa; pero... me ha dejado la cara ardiendo.

Oí arrastrar el reclinatorio y los pasos de ellos al salir y cerrar la puerta. Entonces yo corrí y me apresuré a golpear la puerta con los puños y con un pie. Mi amigo abrió y preguntó:

-¿Quién es?

Yo le contesté y él tartamudeó para decirme:

-No quiero que vengas nunca más al túnel...

Iba a agregar algo, pero prefirió irse.

Esa noche yo tomé el ómnibus con las muchachas y Alejandro; ellos iban adelante y yo detrás. Ninguno de ellos me miraba y yo viajaba como un traicionero.

A los pocos días mi amigo vino a mi casa; era de noche y yo ya me había acostado. Él me pidió disculpas por hacerme levantar y por lo que me había dicho a la salida del túnel. A pesar de mi alegría, él estaba preocupado. Y de pronto me dijo:

-Hoy fue al bazar el padre de Julia: no quiere que le toque más la cara a la hija; pero me insinuó que él no me diría nada si hubiera compromiso. Yo miré a Julia y en ese momento ella tenía los ojos bajos y se estaba raspando el barniz de una uña. Entonces me di cuenta que la quería.

-Mejor -le contesté yo-. ¿Y no te puedes casar con ella?

-No. Ella no quiere que toque más caras en el túnel.

Mi amigo estaba sentado con los codos apoyados en las rodillas y de pronto escondió la cara; en ese instante me pareció tan pequeña como la de un cordero. Yo le fui a poner mi mano en un hombro y sin querer toqué su cabeza crespa. Entonces pensé que había rozado un objeto del túnel.