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domingo, 25 de mayo de 2014

LA PARED Ricardo Piglia

Ricardo Piglia
(Adrogué, Buenos Aires, 1941)

La pared
(La invasión, 1967)


No morimos de viejos, morimos,
de las viejas heridas.

Ernest Hemingway
      Terminaron hace una semana, más o menos. Hoy a la mañana uno de los viejos hizo como un hoyo entre dos ladrillos, pero no llegó a ver el otro lado. Hurgue­teó con el dedo y después con un pedazo de rama que cortó del sauce; afuera el cemento se había secado, pa­rece, porque estuvo media hora dale que dale, para nada.
      Poder mirar la calle es una gran cosa. La gente cru­za haciendo gestos y se ríe y a veces lo saludan a uno y cada tanto pasan camiones y colectivos y una vez pasó un circo. Yo ví muchos circos en mi vida pero ninguno tan importante como ése: un hombre dirigía la carava­na, vestido de frac, con galera y qué sé yo, caminando por el medio de la calle, meta subir y bajar un bastón rojo, y atrás toda la compañía: los camiones con altoparlan­tes, llenos de bailarinas, trapecistas, magos y de todo un poco, y el tractor con las jaulas y adentro los leones y los osos y los tigres y hasta un elefante. Todo el desfile en medio de un bochinche de la gran puta, con la músi­ca y un tipo que hablaba por un micrófono, y los pa­yasos saltando de aquí para allá todos pintarrajeados. No me puedo acordar el nombre del circo pero siempre pienso en los animales, en lo cambiado que estaba uno de los camiones que había sido un Ford 28, con una especie de torre llena de banderas y carteles. Pienso en eso y en uno de los payasos que me saludó desde la ve­reda. Se inclinó con el sombrero en la mano y se fue de un salto.
      Pero a veces se me da por pensar que el circo no pasó y que yo lo soñé, como cada dos por tres sueño que vuelvo a manejar la 39, que ahora debe estar toda oxi­dada, enterrada en algún galpón por Escalada, vaya a saber.
      Lo que quiero decir es que sentado aquí mirando pasar la gente o los camiones o el viento que levanta los papeles como si los hiciera bailar, el día se va rápido; cuando uno se quiere acordar va es de noche y no que­da tiempo para andar pensando pavadas.
      Mientras estuvo el cerco de ligustro la gente, los camiones, y hasta el circo si hubiera pasado en ese en­tonces, eran bultos, nada más que bultos, y uno se abu­rría de mirarlos, todos iguales. Para poder ver algo ha­bía que plantificarse allí, medio inclinado, mirando a través de las ramas un pedazo ele calle grande como esa baldosa. Además, nadie aguantaba mucho tiempo para­do con la cara lastimada por las ramas y el dolor en la cintura.
      Hasta que llegaron los albañiles y empezaron a vol­tear el cerco. Yo no lo podía creer: `acá nunca hacen lo que uno necesita. Los albañiles cavaron un pozo a lo largo del tejido, una especie ele zanja que rodeaba todo el Asilo. Después el cerco se vino abajo de un tirón y apareció la calle. Y cuando prendieron fuego al ligustro nosotros nos quedamos mirando las llamas que envolvían los troncos y las hojas; y atrás del humo y de las chis­pas estaba la calle: se alcanzaba a ver casi media cuadra. Desde la esquina hasta la mitad de una casa verde, medio vieja, que tiene una especie de jardín, dos por uno cuando mucho, con un pedazo de pino que parece que la casa la hubieran hecho abajo.
      En esa casa vive un tipo que debe tener un trabajo raro. Sale casi de noche, a esta hora más o menos, y yo lo he visto volver a la mañana. Lo he visto, dos o tres veces, a eso de las seis cuando me levanto antes que suenen los timbres. Porque yo no aguanto la cama cuan­do estoy despierto; prefiero levantarme aunque falte una hora para el timbre, y el patio y los corredores estén vacíos y oscuros. Los otros se pelean por quedarse un rato más, parecen mujeres. Se hacen los dormidos y protestan cada vez que los llaman. Yo durante más de treinta años me levanté a las cuatro para llegar a Escalada antes de las seis. Y si uno se levanta todos los días a la misma hora se acostumbra y no se puede dormir, por más que dé vueltas y vueltas en la cama. Por eso, cuando me despierto me cuesta entender dónde estoy, y a veces me parece que tengo que levantarme y salir disparando para alcanzar el de las 4.40 y los muchachos ya están en los galpones tomando mate, mientras se calientan las cal­deras. A veces escucho el ruido de las máquinas y una vez vino el inglés y me dijo que podía seguir trabajando; entonces yo andaba de nuevo ,con la 39, meta y ponga, co­mo si no la hubiera escoñado toda, contra aquel carguero de mierda, en el cuarenta y dos.
      Sin embargo eso me parece que lo soñé. Como lo del circo.
      Pero ahora que me acuerdo, yo estaba contando de los albañiles. Trabajaban dale y dale hasta que oscure­cía. Y era como si no fueran a terminar nunca.
      Yo me quedaba parado al lado de la zanja, conver­sando. Porque uno, a veces, siente como necesidad de hablar y con estos viejos no se puede. Se pasan el día quietos, inmóviles, como dormidos, buscando el sol y hablando siempre de lo mismo. Por eso me pasaba las tardes charlando con los albañiles; les explicaba cómo funciona una 39, una 42. Les contaba lo que se siente arriba de una máquina largada a todo lo que da, meta to­car pito, con la caldera echando chispas, y tan torada, de carbón que a uno le parece que los vagones se van a escapar de las vías, para disparar por el medio del campo. Una tarde les conté el choque de la 39, lo del carguero y todo el lío con los ingleses, cuando empeza­ron a decir que yo andaba mal de la vista, que yo no había visto las señales, que esto y lo otro, y por fin me jubilaron, los hijos de puta. Los albañiles se reían como si yo les contara un chiste y seguían trabajando y les gritaban cosas a las mujeres. Yo también les decía cosas a las mujeres que cruzaban por la calle moviendo el culo. Yo las miraba, decía “esta buena”, para que me escu­charan los albañiles, pero la verdad es que no sentía nada.
      El asunto es que al final se fueron, y me quedé sin nadie con quien hablar. Solo como una momia, miran­do a los viejos que se la pasan dando vueltas al patio como si no supieran a dónde ir. Pero sea como se aquí se está mejor que en la casa de mi hijo. Aquí uno puede quedarse sentado el tiempo que quiera, de la mañana a la noche, sin que le den vueltas alrededor y cuchicheen y lo hagan mover ele un lado a otro como si uno fuera un mueble. Por eso me vine. A mí las cosas no, hay que man­dármelas a decir, y mi hijo es un flojo y la mujer de mi hijo es una puta. Por eso junté las cosas, guardé todo en el baúl y me vine acá, con los viejos. Toqué el tim­bre. Todavía estaba el cerco de ligustro: “Mi hijo se fue de viaje, quiero estar una temporada”, le empecé a explicar al que me atendió, pero el tipo parecía sordo y no hacía otra cosa que señas con la mano y adentro tuve que repetirle lo mismo al portero que estaba to­mando mate. Una temporada, no como éstos que se que­dan aquí hasta que se mueren. Yo quiero andar un poco mejor, que las manos me dejen de temblar, para poder agarrar algún trabajo. Qué sé yo, cualquier cosa. Sería lindo poner un quiosco. Un quiosco de chapa, en una esquina, todo amarillo...
      Para todo eso me ayudaba mucho mirar la calle. Entre mirar una cosa y otra, entre vigilar los colectivos y mirar a la gente, cuando uno menos se lo espera pasan los pibes de la escuela haciendo bochinche y suenan las campanas de la iglesia que casi no se oyen mezcladas con el ruido die la calle. Por eso me jode lo que hicieron. Sobre todo después, a la noche, cuando estoy solo en la os­curidad y tengo la cabeza vacía porque en todo el santo (lía no pasó nada. Entonces me viene el miedo de dormir. Me quedo quieto, quieto, con los ojos abiertos y es­cucho a los viejos que respiran y se quejan y a veces se oye un tren lejos y no quiero cerrar los ojos porque si me duermo no me voy a despertar más...
      Este miedo me da ahora, sobre todo. Antes, a veces, me acordaba de la curva y del bulto negro del carguero que se venía encima, me acordaba del choque y me des­pertaba todo transpirado, entonces me ponía a pensar en lo que había visto durante el día, me acordaba de todas las cosas, una por una, y era como estar viéndolas en ese momento, hasta que de repente, sin darme cuenta, me quedaba dormido. Pero ahora no tengo nada en que pensar y debe ser por eso que cada tanto se me aparece la vieja toda vestida de verde, igualita al día que la conocí; me acuerdo de cada cosa que da risa: ella lleva­ba una cinta en. el pelo que estaba medio desanudada y le colgaba en un costado, yo estuve toda la tarde por decirle “Se te desarregló el moño” pero no me animé. Seguro que si ella viviera diría que no, que era otro día o que era un sombrero y no un moño o cualquier invento con tal de llevarme la contra. Porque para lle­var la contra era como mandada a hacer. Seguro que si ella estuviera y yo le contara que empecé a acordarme de ella cada vez más, no me hubiera creído. Pero es así. Ahora, desde que los albañiles se fueron, me acuerdo ca­da vez más de la vieja, y de todas las cosas que hice an­tes. Debe ser porque aquí adentro no pasa nada y enton­ces uno no tiene nada que hacer. Al principio, mal que mal, si me paraba en puntas de pie, alcanzaba a ver el techo de los colectivos, el alero de las casas, pero una mañana crucé el patio, me senté aquí como todos los días' y cuando los miré poner la última fila de ladrillos me pareció mentira, como si en seguida empezaran a ti­rar todo abajo y me fueran a decir: “Vio viejo que era un chiste”... Pero terminaron el revoque, limpiaron hasta la última mancha del piso, juntaron las herramientas y se fueron. Entonces se me empezó a dar por acordarme de todas las cosas, de la tarde que entré a trabajar en el ferrocarril, del día que me casé y llovía como la gran puta y la vieja para saltar los charcos se levantaba la pollera con una mano y con la otra se soste­nía el sombrero, un sombrero negro, con plumas, que daba risa. Me acuerdo de todo como si estuviera pasan­do ahora. Y no me gusta. No me gusta porque es como si a uno ya no le quedara nada por hacer más que pensar en las cosas que hizo. No le quedara nada por hacer más que quedarse sentado aquí, en este banco, quieto como una momia, sin nada que se mueva alrededor, salvo las hojas de los árboles arriba cuando hay viento, y los vie­jos que dan vueltas de un lado a otro, siguiendo al sol. Pasarse los días sin hacer nada mirando la pared que ya la conozco de memoria, la zanja entre los ladrillos y todos los pocitos y esa raya que sube allí toda torcida y parece una vía vista desde muy lejos, cuando uno viene en la máquina meta y ponga y las dos vías se juntan y parecen una sola, una raya larga que sube y sube, toda torcida...

LA INVASIÓN Ricardo Piglia

Ricardo Piglia
(Adrogué, Buenos Aires, 1941)

La invasión
(La invasión, 1967)



      Con el golpe del cerrojo los adivinó atrás, al fondo de la celda.
      Siguió inmóvil, cara a la puerta, hasta que se apa­garon los ruidos en la sala de guardia. Entonces se dio vuelta y los encontró donde lo preveía: uno de pie, sin tocar la pared, como haciendo equilibrio y a medio ves­tir; el otro, un morocho de anteojos, tirado en el piso.
      Afuera le habían quitado el cinturón y el cordón de los borceguíes. Sentía la ropa floja y estaba molesto, co­mo desnudo.
      Caminó hacia el medio, torpemente, arrastrando los borceguíes abiertos y se detuvo, indeciso. Los pantalo­nes se le deslizaban por las caderas y los sostuvo con la mano derecha.
      En el fondo de la pieza los otros dos lo miraban. El más alto se balanceaba suavemente. Tocaba la pared con el hombro y volvía a despegarse. Fumaba sin sacarse el cigarrillo de la boca.
      El que había entrado sonrió.
      —Me llamo Renzi —dijo.
      Sosteniendo el pantalón con la izquierda caminó hacia ellos, la mano derecha extendida.
      —Renzi...
      El que estaba parado se apoyó en la pared y sacu­dió la cabeza. Más que un saludo pareció que hubiera querido afirmar algo. “Celaya”, le pareció escuchar a Renzi.
      El morocho, sentado en el piso, casi echado, con las piernas abiertas y la cara borrada por la sombra de la pa­red, no se movió.
      Renzi se pasó la mano derecha por el pantalón, co­mo limpiándose. Retrocedió hasta la otra pared y se sentó. El cuarto estaba casi a oscuras; empezaba a ano­checer. La única ventana, angosta y alargada, era una rendija, un lamparón de luz colgando cerca del techo. Se inclinó sobre un costado y apoyado en el hombro buscó algo en el bolsillo del pantalón. Sacó un cigarri­llo, hizo un bolló con el paquete vacío y lo tiró. La pe­lota de papel rodó por el pisó y se detuvo entre las piernas del morochito. Con el cigarrillo en los labios, Renzi hurgueteó en los bolsillos de la camisa buscando un fósforo.
      —¿Tenés fuego? —dijo, mirando a Celaya.
      Celaya siguió inmóvil. Renzi lo miraba desde abajo. Celaya parecía distraído, se estudiaba las uñas. Después apartó los ojos y prendió un fósforo raspándolo contra la suela del borceguí. Se quedó así, parado, la llama alumbrándole la mano, los dedos, la piel amari­llenta y manchada de nicotina.
      Vista desde el suelo la cara de Celaya se deformaba en la oscuridad. Renzi se levantó, despacio, apoyando una ruano en el pisó. Sintió el calor limpio de la llama mientras chupaba y el humo le raspó la garganta. Abajo el fósforo se apagaba lentamente. Renzi lo miró hasta que Une apenas una chispa rosada.
      —¿Y vos? —dijo, mientras Celaya comenzaba a sen­tarse y el cuerpo del morocho aparecía de golpe, cómo brotando del piso. —Y ustedes —se rectificó— ¿por qué están?
      —Estamos ¿dónde? —Celaya habló lento, eligiendo las palabras.
      —Aquí —Renzi lo miraba— Aquí, en cana...
      Celaya parecía atraído por algo que estaba en la pa­red, encima de la cabeza de Renzi.
      —¿En cana? —Se detuvo, como si le costara trabajo entender. —Por desertar...
      —Ah... —Empezó a decir Renzi, incómodo sin saber por qué —¿Y hace mucho que están? —quizás por la sonrisa del morochito, por su manó que iba y venía acariciándose el pechó entre los pliegues de la camisa. Celaya se quedó un momento sin contestar, como pensando.
      —Tres meses —Se había arrimado al morocho y los dos estaban muy juntos, formando un bulto en la pe­numbra, un solo cuerpo deforme. Si se inclinaba, Renzi podía distinguir claramente la mitad de la cara del mo­rocho, alumbrada por la luz que se filtraba desde la ven­tana; la otra mitad era una mancha oculta en el hom­bro de Celaya. Parecía tener la piel muy lisa. “Por el sudor”, pensó Renzi que sentía la transpiración en los ojos.
      —¿Tres meses...? —El humo le defórmó la voz— Y cómo los agarraron?
      Esperó la respuesta y el morocho también miró a Celaya que se frotaba el tobillo, sin hablar.
      —¿Y a vos por qué le encanaron? —dijo Celaya co­rno si le contestara.
      Renzi lo miró, sorprendido; después aplastó el ci­garrillo en el pisó.
      —Un lío con el “chivó” Pelliza. Me tiene bronca porque soy estudiante y además...
      —¿Por cuánto tiempo? —Lo cortó Celaya, bajando la cabeza. Parecía buscar algo en el pisó.
      —No sé. —Le molestaba el tono prepotente de Ce­laya.— No sé por cuánto tiempo.
      El morocho se inclinó y habló con Celaya en voz baja.
      A Renzi le pareció escuchar la risa de Celaya.
      Después se quedaron inmóviles, callados.
      —Ché ¿y hay que dormir en el suelo? —preguntó Renzi, al rato.
      —No. Ya van a traer los colchones.
      —¿A qué hora?
      —A que hora ¿qué?
      —Van a traer los colchones.
      —Pronto —Celaya parecía cansado, aburrido.
      —¿Y los tres dormimos aquí? —dijo Renzi recorrien­do la pieza con un gesto.
      —Sí. Los tres.
      —¿Y la comida. También hay que...
      —Sí, también hay que comer aquí —lo interrumpió Celaya.— Hay que hacer todo aquí. —Hablaba lentamen­te, contenido—. Si querés cagar tenés que ir hasta esa puerta —la señaló con un cabezazo— pedir por el oficial de guardia. Decirle: “Tengo ganas de cagar, mi tenien­te”.
      En el piso el morochito se reía en silencio mostran­do las encías.
      —¿Entendés? —insistió Celaya— ¿Entendés? ¿O ­ necesitás que te explique algo más?
      —No —Renzi hizo un esfuerzo para mirarlo de frente. Pero si llego a necesitar algo te aviso y vos me enseñás. —Trató de repetir el tono de Celaya.— Yo te aviso y enseñás —repitió.
      Celaya le buscó la cara.
      —Escuchá querido —dijo— acá adentro no te con­viene jugar al machito ¿te das cuenta? Aquí no estás en la Universidad; así que mejor sentate ahí, quedate piola y no jodás.
      —Che, ¿pero vos que te pensás? —empezó a decir Renzi que encogió una pierna tratando de pararse. Cuan­do estaba medio arrodillado, Celaya lo empujó con la punta ele las dedos y Renzi perdió el equilibrio.
      Las piernas de Celaya, ahora, eran dos tubos grises, creciendo en el piso. Renzi echó la nuca hacia atrás, buscándole la cara, allá arriba, pero se detuvo en la franja lechosa ele la piel ele la cintura donde la camisa escapaba del pantalón.
      —Yo te hablo en serio. No jodás. Dormí, contá vaquitas, hacete la paja. Pero no jodás.
      Renzi se apretó contra la pared y estiró las piernas.
      Tenía la boca seca, el cuerpo flojo como lleno de espuma. Volvió a repasar los bolsillos buscando un cigarri­llo inútilmente.
      Celaya se había sentado. El morocho inclinado sobre él, le hablaba en voz baja. Se escuchó el chasquido tic un fósforo y la llamarada alumbró la cara de los dos. Cada: tanto parecía encenderse un círculo rojo que sal­taba ele un lacio a otro. “Fuman del mismo cigarrillo”, pensó Renzi con asco y a la vez con ganas de pedirles una pitada, sentir el calor áspero del humo entrando en los pulmones. Se contuvo, la garganta seca. Sin saber por qué trató de no toser, como si toser fuera una debilidad frente Celaya.
      La garganta se astillaba, le ardía.
      No romper el silencio pesado, lleno de ruidos sordos: voces de mando o un ladrido, lejos.
      Carraspeó varias veces.
      Después amontonó saliva en la boca y la hizo correr por la garganta para disminuir el ardor. Por un momento creyó que Celaya le había hablado. Era un murmullo débil, como si alguien silbara despacio.
      La oscuridad ocupaba todo el calabozo. Desorienta­rlo, tanteó la pared tratando de reconstruir el cuarto, mientras, afuera, alguien encendía una luz y la claridad bajaba diluida por la ventana alumbrando apenas la cara de Celaya, el pecho desnudo del morocho, un cuadrado irregular del piso grasiento.
      Todo flotaba en una penumbra verdosa. Las siluetas se fueron recortando, otra vez. Renzi imaginó la luz del otro lado. La bombita sucia, los bichos revoloteando en la pared, cerca de la ventana, iluminando la entrada del baño.
      Ubicó los cuerpos de Celaya y el morocho. Le pareció que se movían y los oyó murmurar. Estaban juntos, casi uno sobre otro. Era una risa, apenas. Una respiración suave, un jadeo. Se movió hacia un costado buscando distinguirlos mejor y en ese momento lo cegó la luz. Parpadeó, encandilado. Por fin adivinó, en medio de la luz que entraba por la puerta abierta, al sargento de guardia y a un soldado que arrastraba un tacho cilíndrico.
      Recibió el plato de metal, la cuchara. Comió des­pacio, sin sentarse. El montón de papas y porotos y el agua tibia se apelotonaban, se disolvían en la boca. Tragó sin respirar y se recostó contra la pared, de cara al aire fresco.
      Afuera, los soldados de guardia conversaban en voz Recorrió el salón circular de la sala de guardia, el escritorio contra la pared, y —por el vidrio de la ven­tana— un pedazo del camino de pedregullo cortado, de golpe, por la oscuridad. Al fondo, lejos, la luz de entra­da, como suspendida en el aire, alumbraba en un círculo el asfalto de la ruta.
      En el calabozo Celaya y el morochito comían jun­tos, sentados en un rincón.
      Renzi entregó el plato casi lleno.
      Recibió el colchón y las mantas. Mientras se cerra­ba la puerta, alcanzó a ver el respaldo de una silla y un ángulo del escritorio.
      Después escuchó el golpe metálico del cerrojo.
      En la oscuridad le duró un rato el reflejo de la luz. Apretó los párpados y se fue acostumbrando de a poco a la penumbra.
      El sudor le mojaba el cuerpo. Sentía la ropa ás­pera, pegada a la piel.
      Al fondo, el morocho tendía los colchones.
      Renzi se sacó un borceguí, el otro, y empezó a desnudarse. Se quitó el pantalón, levantó la cabeza y se encontró con el morochito que lo miraba, sin moverse. Renzi fue el primero en desviar los ojos.
      Después acomodó el colchón en un costado, pre­paró una almohada enrollando el pantalón en la gari­baldina y, al buscar la manta, tropezó con el cuerpo de Celaya.
      Estaba parado, lo miraba.
      —No querido. Andate más hacia la punta —Agitó la mano como espantando algo—. Bien, bien contra la punta. Vas a estar más tranquilo —le dijo, y a Renzi le pareció escuchar como la risa del morochito, otra vez.
      Se arrimó a la pared, sin hablar.
      Se acostó y se tapó con la manta, a pesar del calor.
      Encorvados, muy juntos, alumbrados débilmente por la luz que bajaba de la ventana, Celaya y el mo­rocho eran un bulto deforme. Parecían reírse o hablar, en voz baja.
      El morocho se había quitado la ropa. Renzi lo veía por primera vez ele cuerpo entero. Era mucho más bajo de lo que había pensado. Al lado de Celaya, alto, maci­zo, el cuerpo del morocho se diluia, pálido. Tenía los brazos sin vello y las manos blandas, como sin fuerza y los dedos amarillentos en las puntas, cerca de las uñas que se enredaban en el pelo de Celaya.
      Cuando Renzi lo comprendió hacía un ralo que el morocho acariciaba la nuca de Celaya. Las manos se deslizaban por el cuello, subían hasta el nacimiento de las orejas, bajaban por el pecho y empezaban a des­prenderle el pantalón.
      Desde el piso, Renzi ve el mentón del morocho, los labios jugueteando con las tetillas, en el cuello, en la boca ele Celaya; los dos cuerpos se abrazan, tirados en el colchón como si lucharan; el cuerpo del morocho es un arco, Celaya está encorvado sobre él, los gemidos y las voces se mezclan, los dos cuerpos se hamacan y los gemidos y la voz quebrada de Celaya se mezclan, son un solo jadeo violento mientras Renzi se aplasta contra el cemento, cara a la pared, hecho un ovillo entre las mantas.

Infierno grande, De Guillermo Martinez

Infierno grande

De Guillermo Martinez

Muchas veces, cuando el almacén está vacío y sólo se escucha el zumbido de las moscas, me acuerdo del mucha­cho aquel que nunca supimos cómo se llamaba y que nadie en el pueblo volvió a mencionar.
Por alguna razón que no alcanzo a explicar lo imagino siempre como la primera vez que lo vimos, con la ropa pol­vorienta, la barba crecida y, sobre todo, con aquella mele­na larga y desprolija que le caía casi hasta los ojos. Era recién el principio de la primavera y por eso, cuando entró al almacén, yo supuse que sería un mochilero de paso al sur. Compró latas de conserva y yerba, o café; mientras le ha­cía la cuenta se miró en el reflejo de la vidriera, se apartó el pelo de la frente, y me preguntó por una peluquería.
Dos peluquerías había entonces en Puente Viejo; pien­so ahora que si hubiera ido a lo del viejo Melchor quizá nunca se hubiera encontrado con la Francesa y nadie ha­bría murmurado. Pero bueno, la peluquería de Melchor es­taba en la otra punta del pueblo y de todos modos no creo que pudiera evitarse lo que sucedió.
La cuestión es que lo mandé a la peluquería de Cervino y parece que mientras Cervino le cortaba el peto se asomó la Francesa. Y la Francesa miró al muchacho como miraba ella a los hombres. Ahí fue que empezó el maldito asunto, porque el muchacho se quedó en el pueblo y todos pensa­mos lo mismo: que se quedaba por ella.
No hacía un año que Cervino y su mujer se habían esta­blecido en Puente Viejo y era muy poco lo que sabíamos de ellos. No se daban con nadie, como solía comentarse con rencor en el pueblo. En realidad, en el caso del pobre Cer­vino era sólo timidez, pero quizá la Francesa fuera, sí, un poco arrogante. Venían de la ciudad, habían llegado el ve­rano anterior, al comienzo de la temporada, y recuerdo que cuando Cervino inauguró su peluquería yo pensé que pron­to arruinaría al viejo Melchor, porque Cervino tenía diplo­ma de peluquero y premio en un concurso de corte a la na­vaja, tenía tijera eléctrica, secador de pelo y sillón giratorio, y le echaba a uno savia vegetal en el pelo y hasta spray si no se lo frenaba a tiempo. Además, en la peluquería de Cer­vino estaba siempre el último El Gráfico en el revistero. Y estaba, sobre todo, la Francesa.
Nunca supe muy bien por qué le decían la Francesa y nunca tampoco quise averiguarlo: me hubiera desilusiona­do enterarme, por ejemplo, de que la Francesa había naci­do en Bahía Blanca o, peor todavía, en un pueblo como és­te. Fuera como fuese, yo no había conocido hasta entonces una mujer como aquélla. Tal vez era simplemente que no usaba corpiño y que hasta en invierno podía uno darse cuenta de que no llevaba nada debajo del pulóver. Tal vez era esa costumbre suya de aparecerse apenas vestida en el salón de la peluquería y pintarse largamente frente al espe­jo, delante de todos. Pero no, había en la Francesa algo to­davía más inquietante que ese cuerpo al que siempre pare­cía estorbarle la ropa, más perturbador que la hondura de su escote. Era algo que estaba en su mirada. Miraba a los ojos, fijamente, hasta que uno bajaba la vista. Una mirada incitante, promisoria, pero que venía ya con un brillo de burla, como si la Francesa nos estuviera poniendo a prueba y supiera de antemano que nadie se le animaría, como si ya tuviera decidido que ninguno en el pueblo era hombre a su medida. Así, con los ojos provocaba y con los ojos, des­deñosa, se quitaba. Y todo delante de Cervino, que parecía no advertir nada, que se afanaba en silencio sobre las nu­cas, haciendo sonar cada tanto sus tijeras en el aire.
Sí, la Francesa fue al principio la mejor publicidad para Cervino y su peluquería estuvo muy concurrida durante los primeros meses. Sin embargo, yo me había equivocado con Melchor. El viejo no era tonto y poco a poco fue recuperan­do su clientela: consiguió de alguna forma revistas porno­gráficas, que por esa época los militares habían prohibido, y después, cuando llegó el Mundial, juntó todos sus aho­rros y compró un televisor color, que fue el primero del pue­blo. Entonces empezó a decir a quien quisiera escucharlo que en Puente Viejo había una y sólo una peluquería de hombres: la de Cervino era para maricas.
Con todo, creo yo que si hubo muchos que volvieron a la peluquería de Melchor fue, otra vez, a causa de la Fran­cesa: no hay hombre que soporte durante mucho tiempo la burla o la humillación de una mujer.

Como decía, el muchacho se quedó en el pueblo. Acam­paba en las afueras, detrás de los médanos, cerca de la ca­sona de la viuda de Espinosa. Al almacén venía muy poco; hacía compras grandes, para quince días o para el mes en­tero, pero en cambio iba todas las semanas a la peluquería. Y como costaba creer que fuera solamente a leer El Gráfico, la gente empezó a compadecer a Cervino. Porque así fue, al principio todos compadecían a Cervino. En verdad, resultaba fácil apiadarse de él: tenía cierto aire inocente de querubín y la sonrisa pronta, como suele suceder con los tímidos. Era extremadamente callado y en ocasiones parecía sumirse en un mundo intrincado y remoto: se le perdía la mirada y pasaba largo rato afilando la navaja, o hacía chasquear interminablemente las tijeras y había que toser para retornarlo. Alguna vez, también, yo lo había sorprendido por el espejo contemplando a la Francesa con una pa­sión muda y reconcentrada, como si ni él mismo pudiese creer que semejante hembra fuera su esposa. Y realmente daba lástima esa mirada devota, sin sombra de sospechas.
Por otro lado, resultaba igualmente fácil condenar a la Francesa, sobre todo para las casadas y casaderas del pue­blo, que desde siempre habían hecho causa común contra sus temibles escotes. Pero también muchos hombres esta­ban resentidos con la Francesa: en primer lugar, los que te­nían fama de gallos en Puente Viejo, como el ruso Nielsen, hombres que no estaban acostumbrados al desprecio y mu­cho menos a la sorna de una mujer.
Y sea porque se había acabado el Mundial y no había de qué hablar, sea porque en el pueblo venían faltando los escándalos, todas las conversaciones desembocaban en las andanzas del muchacho y la Francesa. Detrás del mostra­dor yo escuchaba una y otra vez las mismas cosas: lo que había visto Nielsen una noche en la playa, era una noche fría y sin embargo los dos se desnudaron y debían estar drogados porque hicieron algo que Nielsen ni entre hom­bres terminaba de contar; lo que decía la viuda de Espino­sa: que desde su ventana siempre escuchaba risas y gemi­dos en la carpa del muchacho, los ruidos inconfundibles de dos que se revuelcan juntos; lo que contaba el mayor de los Vidal, que en la peluquería, delante de él y en las narices de Cervino... En fin, quién sabe cuánto habría de cierto en todas aquellas habladurías.

Un día nos dimos cuenta de que el muchacho y la Fran­cesa habían desaparecido. Quiero decir, al muchacho no lo veíamos más y tampoco aparecía la Francesa, ni en la pelu­quería ni en el camino a la playa, por donde solía pasear. Lo primero que pensamos todos es que se habían ido juntos y tal vez porque las fugas tienen siempre algo de romántico, o tal vez porque el peligro ya estaba lejos, las mujeres pare­cían dispuestas ahora a perdonar a la Francesa: era evidente que en ese matrimonio algo fallaba, decían; Cervino era de­masiado viejo para ella y por otro lado el muchacho era tan buen mozo... y comentaban entre sí con risitas de complici­dad que quizás ellas hubieran hecho lo mismo.
Pero una tarde que se conversaba de nuevo sobre el asun­to estaba en el almacén la viuda de Espinosa y la viuda dijo con voz de misterio que a su entender algo peor había ocu­rrido; el muchacho aquel, como todos sabíamos, había acampado cerca de su casa y, aunque ella tampoco lo había vuel­to a ver, la carpa todavía estaba allí; y le parecía muy extraño -repetía aquello, muy extraño- que se hubieran ido sin llevar la carpa. Alguien dijo que tal vez debería avisarse al comisario y entonces la viuda murmuró que sería conveniente vi­gilar también a Cervino. Recuerdo que yo me enfurecí pero no sabía muy bien cómo responderle: tengo por norma no discutir con los clientes.
Empecé a decir débilmente que no se podía acusar a nadie sin pruebas, que para mí era imposible que Cervino, que justamente Cervino... Pero aquí la viuda me interrum­pió: era bien sabido que los tímidos, los introvertidos, cuando están fuera de sí son los más peligrosos.
  Estábamos todavía dando vueltas sobre lo mismo, cuando Cervino apareció en la puerta. Hubo un gran silen­cio; debió advertir que hablábamos de él porque todos trataban de mirar hacia otro lado. Yo pude observar cómo enrojecía y me pareció más que nunca un chico indefen­so, que no había sabido crecer.
Cuando hizo el pedido noté que llevaba poca comida y que no había comprado yoghurt. Mientras pagaba, la viuda le preguntó bruscamente por la Francesa.
Cervino enrojeció otra vez, pero ahora lentamente, co­mo si se sintiera honrado con tanta solicitud. Dijo que su mujer había viajado a la ciudad para cuidar al padre, que estaba muy enfermo, pero que pronto volvería, tal vez en una semana. Cuando terminó de hablar había en todas las caras una expresión curiosa, que me costó identificar: era desencanto. Sin embargo, apenas se fue Cervino, la viuda volvió a la carga. A ella, decía, no la había engañado ese farsante, nunca más veríamos a la pobre mujer. Y repetía por lo bajo que había un asesino suelto en Puente Viejo y que cualquiera podía ser la próxima víctima.

Transcurrió una semana, transcurrió un mes entero y la Francesa no volvía. Al muchacho tampoco se lo había vuel­to a ver. Los chicos del pueblo empezaron a jugar a los in­dios en la carpa abandonada y Puente Viejo se dividió en dos bandos: los que estaban convencidos de que Cervino era un criminal y los que todavía esperábamos que la Fran­cesa regresara, que éramos cada vez menos. Se escuchaba decir que Cervino había degollado al muchacho con la na­vaja, mientras le cortaba el pelo, y las madres les prohibían a los chicos que jugaran en la cuadra de la peluquería y les rogaban a sus esposos que volvieran con Melchor.
Sin embargo, aunque parezca extraño, Cervino no se quedó por completo sin clientes: los muchachos del pue­blo se desafiaban unos a otros a sentarse en el fatídico si­llón del peluquero para pedir el corte a la navaja, y empe­zó a ser prueba de hombría llevar el pelo batido y con spray.
Cuando le preguntábamos por la Francesa, Cervino re­petía la historia del suegro enfermo, que ya no sonaba tan verdadera. Mucha gente dejó de saludarlo y supimos que la viuda de Espinosa había hablado con el comisario para que lo detuviese. Pero el comisario había dicho que mientras no aparecieran los cuerpos nada podía hacerse.
En el pueblo se empezó entonces a conjeturar sobre los cadáveres: unos decían que Cervino los había enterrado en su patio; otros, que los había cortado en tiras para arrojar­los al mar, y así Cervino se iba convirtiendo en un ser cada vez más monstruoso.
Yo escuchaba en el almacén hablar todo el tiempo de lo mismo y empecé a sentir un temor supersticioso, el presen­timiento de que en aquellas interminables discusiones se iba incubando una desgracia. La viuda de Espinosa, por su parte, parecía haber enloquecido. Andaba abriendo pozos por todos lados con una ridícula palita de playa, vociferan­do que ella no descansaría hasta encontrar los cadáveres.
Y un día los encontró.

Fue una tarde a principios de noviembre. La viuda en­tró en el almacén preguntándome si tenía palas; y dijo en voz bien alta, para que todos la escucharan, que la manda­ba el comisario a buscar palas y voluntarios para cavar en los médanos, detrás del puente. Después, dejando caer len­tamente las palabras, dijo que había visto allí, con sus pro­pios ojos, un perro que devoraba una mano humana. Me es­tremecí; de pronto todo era verdad y mientras buscaba en el depósito las palas y cerraba el almacén seguía escuchan­do, aún sin poder creerlo, la conversación entrecortada de horror, perro, mano, mano humana.
La viuda encabezó la marcha, airosa. Yo iba último, car­gando las palas. Miraba a los demás y veía las mismas caras de siempre, la gente que compraba en el almacén yerba y fi­deos. Miraba a mi alrededor y nada había cambiado, ningún súbito vendaval, ningún desacostumbrado silencio. Era una tarde como cualquier otra, a la hora inútil en que se despier­ta de la siesta. Abajo se iban alineando las casas, cada vez más pequeñas, y hasta el mar, distante, parecía pueblerino, sin acechanzas. Por un momento me pareció comprender de dónde provenía aquella sensación de incredulidad: no podía estar sucediendo algo así, no en Puente Viejo.

Cuando llegamos a los médanos el comisario no había encontrado nada aún. Estaba cavando con el torso desnu­do y la pala subía y bajaba sin sobresaltos. Nos señaló va­gamente entorno y yo distribuí las palas y hundí la mía en el sitio que me preció más inofensivo. Durante un largo ra­to sólo se escuchó el seco vaivén del metal embistiendo la tierra. Yo le iba perdiendo el miedo a la pala y estaba pensando que tal vez la viuda se había confundido, que quizá no fuera cierto, cuando oímos un alboroto de ladridos. Era el perro que había visto la viuda, un pobre animal raquíti­co que se desesperaba alrededor de nosotros. El comisario quiso espantarlo a cascotazos pero el perro volvía y volvía y en un momento pareció que iba a saltarle encima. Enton­ces nos dimos cuenta de que era ése el lugar, el comisario volvió a cavar, cada vez más rápido, era contagioso aquel frenesí; las palas se precipitaron todas juntas y de pronto el comisario gritó que había dado con algo; escarbó un po­co más y apareció el primer cadáver.
Los demás apenas le echaron un vistazo y volvieron en­seguida a las palas, casi con entusiasmo, a buscar a la Fran­cesa, pero yo me acerqué y me obligué a mirarlo con dete­nimiento. Tenía un agujero negro en la frente y tierra en los ojos. No era el muchacho.
Me di vuelta, para advertirle al comisario, y fue como si me adentrara en una pesadilla: todos estaban encontrando cadáveres, era como si brotaran de la tierra, a cada golpe de pala rodaba una cabeza o quedaba al descubierto un torso mutilado. Por donde se mirara muertos y más muertos, cabezas, cabezas.
El horror me hacía deambular de un lado a otro; no po­día pensar, no podía entender, hasta que vi una espalda acribillada y más allá una cabeza con venda en los ojos. Mi­ré al comisario y el comisario también sabía. Nos ordenó que nos quedáramos allí, que nadie se moviera, y volvió al pueblo, a pedir instrucciones.
Del tiempo que transcurrió hasta su regreso sólo recuer­do el ladrido incesante del perro, el olor a muerto y la figu­ra de la viuda hurgando con su palita entre los cadáveres, gritándonos que había que seguir, que todavía no había aparecido la Francesa. Cuando el comisario volvió camina­ba erguido y solemne, como quien se apresta a dar órdenes. Se plantó delante de nosotros y nos mandó que enterráse­mos de nuevo los cadáveres, tal como estaban. Todos vol­vimos a las palas, nadie se atrevió a decir nada. Mientras la tierra iba cubriendo los cuerpos yo me preguntaba si el mu­chacho no estaría también allí. El perro ladraba y saltaba enloquecido. Entonces vimos al comisario con la rodilla en tierra y el arma entre las manos. Disparó una sola vez. El perro cayó muerto. Dio luego dos pasos con el arma todavía en la mano y lo pateó hacia adelante, para que también lo enterrásemos.
Antes de volver nos ordenó que no hablásemos con na­die de aquello y anotó uno por uno los nombres de los que habíamos estado allí.

La Francesa regresó pocos días después: su padre se ha­bía recuperado por completo. Del muchacho, en el pueblo nunca hablamos. La carpa la robaron ni bien empezó la temporada.



LA SEÑORITA CORA, de Julio Cortazar

Julio Cortázar
(1914-1984)
La señorita Cora
(Todos los fuegos el fuego, 1966)

         No entiendo por qué no me dejan pasar la noche en la clínica con el nene, al fin y al cabo soy su madre y el doctor De Luisi nos recomendó personalmente al director. Podrían traer un sofá cama y yo lo acompañaría para que se vaya acostumbrando, entró tan pálido el pobrecito como si fueran a operarlo en seguida, yo creo que es ese olor de las clínicas, su padre también estaba nervioso y no veía la hora de irse, pero yo estaba segura de que me dejarían con el nene. Después de todo tiene apenas quince años y nadie se los daría, siempre pegado a mí aunque ahora con los pantalones largos quiere disimular y hacerse el hombre grande. La impresión que le habrá hecho cuando se dio cuenta de que no me dejaban quedarme, menos mal que su padre le dio charla, le hizo poner el piyama y meterse en la cama. Y todo por esa mocosa de enfermera, yo me pregunto si verdaderamente tiene órdenes de los médicos o si lo hace por pura maldad. Pero bien que se lo dije, bien que le pregunté si estaba segura de que tenía que irme. No hay más que mirarla para darse cuenta de quién es, con esos aires de vampiresa y ese delantal ajustado, una chiquilina de porquería que se cree la directora de la clínica. Pero eso sí, no se la llevó de arriba, le dije lo que pensaba y eso que el nene no sabía donde meterse de vergüenza y su padre se hacía el desentendido y de paso seguro que le miraba las piernas como de costumbre. Lo único que me consuela es que el ambiente es bueno, se nota que es una clínica para personas pudientes; el nene tiene un velador de lo más lindo para leer sus revistas, y por suerte su padre se acordó de traerle caramelos de menta que son los que más le gustan. Pero mañana por la mañana, eso sí, lo primero que hago es hablar con el doctor De Luisi para que la ponga en su lugar a esa mocosa presumida. Habrá que ver si la frazada lo abriga bien al nene, voy a pedir que por las dudas le dejen otra a mano. Pero sí, claro que me abriga, menos mal que se fueron de una vez, mamá cree que soy un chico y me hace hacer cada papelón. Seguro que la enfermera va a pensar que no soy capaz de pedir lo que necesito, me miró de una manera cuando mamá le estaba protestando... Está bien, si no la dejaban quedarse qué le vamos a hacer, ya soy bastante grande para dormir solo de noche, me parece. Y en esta cama se dormirá bien, a esta hora ya no se oye ningún ruido, a veces de lejos el zumbido del ascensor que me hace acordar a esa película de miedo que también pasaba en una clínica, cuando a medianoche se abría poco a poco la puerta y la mujer paralítica en la cama veía entrar al hombre de la máscara blanca...
         La enfermera es bastante simpática, volvió a las seis y media con unos papeles y me empezó a preguntar mi nombre completo, la edad y esas cosas. Yo guardé la revista en seguida porque hubiera quedado mejor estar leyendo un libro de veras y no una fotonovela, y creo que ella se dio cuenta pero no dijo nada, seguro que todavía estaba enojada por lo que le había dicho mamá y pensaba que yo era igual que ella y que le iba a dar órdenes o algo así. Me preguntó si me dolía el apéndice y le dije que no, que esa noche estaba muy bien. “A ver el pulso”, me dijo, y después de tomármelo anotó algo más en la planilla y la colgó a los pies de la cama. “¿Tenés hambre?”, me preguntó, y yo creo que me puse colorado porque me tomó de sorpresa que me tuteara, es tan joven que me hizo impresión. Le dije que no, aunque era mentira porque a esa hora siempre tengo hambre. “Esta noche vas a cenar muy liviano”, dijo ella, y cuando quise darme cuenta ya me había quitado el paquete de caramelos de menta y se iba. No sé si empece a decirle algo, creo que no. Me daba una rabia que me hiciera eso como a un chico, bien podía haberme dicho que no tenía que comer caramelos, pero llevárselos... Seguro que estaba furiosa por lo de mamá y se desquitaba conmigo, de puro resentida; que sé yo, después que se fue se me pasó de golpe el fastidio, quería seguir enojado con ella pero no podía. Qué joven es, clavado que no tiene ni diecinueve años, debe haberse recibido de enfermera hace muy poco. A lo mejor viene para traerme la cena; le voy a preguntar cómo se llama, si va a ser mi enfermera tengo que darle un nombre. Pero en cambio vino otra, una señora muy amable vestida de azul que me trajo un caldo y bizcochos y me hizo tomar unas pastillas verdes. También ella me preguntó cómo me llamaba y si me sentía bien, y me dijo que en esta pieza dormiría tranquilo porque era una de las mejores de la clínica, y es verdad porque dormí hasta casi las ocho en que me despertó una enfermera chiquita y arrugada como un mono pero muy amable, que me dijo que podía levantarme y lavarme pero antes me dio un termómetro y me dijo que me lo pusiera como se hace en estas clínicas, y yo no entendí porque en casa se pone debajo del brazo, y entonces me explicó y se fue. Al rato vino mamá y que alegría verlo tan bien, yo que me temía que hubiera pasado la noche en blanco el pobre querido, pero los chicos son así, en la casa tanto trabajo y después duermen a pierna suelta aunque estén lejos de su mamá que no ha cerrado los ojos la pobre. El doctor De Luisi entró para revisar al nene y yo me fui un momento afuera porque ya está grandecito, y me hubiera gustado encontrármela a la enfermera de ayer para verle bien la cara y ponerla en su sido nada más que mirándola de arriba a abajo, pero no había nadie en el pasillo. Casi en seguida, salió el doctor De Luisi y me dijo que al nene iban a operarlo a la mañana siguiente, que estaba muy bien y en las mejores condiciones para la operación, a su edad una apendicitis es una tontería. Le agradecí mucho y aproveché para decirle que me había llamado la atención la impertinencia de la enfermera de la tarde, se lo decía porque no era cosa de que a mi hijo fuera a faltarle la atención necesaria. Después entré en la pieza para acompañar al nene que estaba leyendo sus revistas y ya sabía que lo iban a operar al otro día. Como si fuera el fin del mundo, me mira de un modo la pobre, pero si no me voy a morir, mamá, haceme un poco el favor. Al Cacho le sacaron el apéndice en el hospital y a los seis días ya estaba queriendo jugar al fútbol. Andate tranquila que estoy muy bien y no me falta nada. Sí, mamá, sí, diez minutos queriendo saber si me duele aquí o mas allá, menos mal que se tiene que ocupar de mi hermana en casa, al final se fue y yo pude terminar la fotonovela que había empezado anoche.
         La enfermera de la tarde se llama la señorita Cora, se lo pregunté a la enfermera chiquita cuando me trajo el almuerzo; me dieron muy poco de comer y de nuevo pastillas verdes y unas gotas con gusto a menta; me parece que esas gotas hacen dormir porque se me caían las revistas de la mano y de golpe estaba soñando con el colegio y que íbamos a un picnic con las chicas del normal como el año pasado y bailábamos a la orilla de la pileta, era muy divertido. Me desperté a eso de las cuatro y media y empecé a pensar en la operación, no que tenga miedo, el doctor De Luisi dijo que no es nada, pero debe ser raro la anestesia y que te corten cuando estás dormido, el Cacho decía que lo peor es despertarse, que duele mucho y por ahí vomitás y tenés fiebre. El nene de mamá ya no está tan garifo como ayer, se le nota en la cara que tiene un poco de miedo, es tan chico que casi me da lástima. Se sentó de golpe en la cama cuando me vio entrar yescondió la revista debajo de la almohada. La pieza estaba un poco fría y fui a subir la calefacción, después traje el termómetro y se lo di. “¿Te lo sabes poner?”, le pregunté, y las mejillas parecía que iban a reventársele de rojo que se puso. Dijo que sí con la cabeza y se estiró en la cama mientras yo bajaba las persianas y encendía el velador. Cuando me acerqué para que me diera el termómetro seguía tan ruborizado que estuve a punto de reírme, pero con los chicos de esa edad siempre pasa lo mismo, les cuesta acostumbrarse a esas cosas. Y para peor me mira en los ojos, por qué no le puedo aguantar esa mirada si al final no es más que una mujer, cuando saqué el termómetro de debajo de las frazadas y se lo alcancé, ella me miraba y yo creo que se sonreía un poco, se me debe notar tanto que me pongo colorado, es algo que no puedo evitar, es más fuerte que yo. Después anotó la temperatura en la hoja que está a los pies de la cama y se fue sin decir nada. Ya casi no me acuerdo de lo que hablé con papá y mamá cuando vinieron a verme a las seis. Se quedaron poco porque la señorita Cora les dijo que había que prepararme y que era mejor que estuviese tranquilo la noche antes. Pensé que mamá iba a soltarle alguna de las suyas pero la miró nomás de arriba abajo, y papá también pero yo al viejo le conozco las miradas, es algo muy diferente. Justo cuando se estaba yendo la oí a mamá que le decía a la señorita Cora: “Le agradeceré que lo atienda bien, es un niño que ha estado siempre muy rodeado por su familia”, o alguna idiotez por el estilo, y me hubiera querido morir de rabia, ni siquiera escuché lo que le contestó la señorita Cora, pero estoy seguro de que no le gustó, a lo mejor piensa que me estuve quejando de ella o algo así.
         Volvió a eso de las seis y media con una mesita de esas de ruedas llena de frascos y algodones, y no sé por que de golpe me dio un poco de miedo, en realidad no era miedo pero empecé a mirar lo que había en la mesita, toda clase de frascos azules o rojos, tambores de gasa y también pinzas y tubos de goma, el pobre debía estar empezando a asustarse sin la mamá que parece un papagayo endomingado, le agradeceré que atienda bien al nene, mire que he hablado con el doctor De Luisi, pero sí, señora, se lo vamos a atender como a un príncipe. Es bonito su nene, señora, con esas mejillas que se le arrebolan apenas me ve entrar. Cuando le retiré las frazadas hizo un gesto como para volver a taparse, y creo que se dio cuenta de que me hacía gracia verlo tan pudoroso. “A ver, bajate el pantalón del piyama”, le dije sin mirarlo en la cara. “¿El pantalón?”, preguntó con una voz que se le quebró en un gallo. “Si, claro, el pantalón”, repetí, y empezó a soltar el cordón y a desabotonarse con unos dedos que no le obedecían. Le tuve que bajar yo misma el pantalón hasta la mitad de los muslos, y era como me lo había imaginado. “Ya sos un chico crecidito”, le dije, preparando la brocha y el jabón aunque la verdad es que poco tenía para afeitar. “¿Cómo te llaman en tu casa?”, le pregunté mientras lo enjabonaba. “Me llamo Pablo”, me contestó con una voz que me dio lástima, tanta era la vergüenza. “Pero te darán algún sobrenombre”, insistí, y fue todavía peor porque me pareció que se iba a poner a llorar mientras yo le afeitaba los pocos pelitos que andaban por ahí. “¿Así que no tenés ningún sobrenombre? Sos el nene solamente, claro.” Terminé de afeitarlo y le hice una seña para que se tapara, pero él se adelantó y en un segundo estuvo cubierto hasta el pescuezo. “Pablo es un bonito nombre”, le dije para consolarlo un poco; casi me daba pena verlo tan avergonzado, era la primera vez que me tocaba atender a un muchachito tan joven y tan tímido, pero me seguía fastidíando algo en él que a lo mejor le venía de la madre, algo más fuerte que su edad y que no me gustaba, y hasta me molestaba que fuera tan bonito y tan bien hecho para sus años, un mocoso que ya debía creerse un hombre y que a la primera de cambio sería capaz de soltarme un piropo.
         Me quedé con los ojos cerrados, era la única manera de escapar un poco de todo eso, pero no servía de nada porque justamente en ese momento agregó: “¿Así que no tenés ningún sobrenombre. Sos el nene solamente, claro”, y yo hubiera querido morirme, o agarrarla por la garganta y ahogarla, y cuando abrí los ojos le vi el pelo castaño casi pegado a mi cara porque se había agachado para sacarme un resto de jabón, y olía a shampoo de almendra como el que se pone la profesora de dibujo, o algún perfume de esos, y no supe qué decir y lo único que se me ocurrió fue preguntarle: “¿Usted se llama Cora, verdad?” Me miró con aire burlón, con esos ojos que ya me conocían y que me habían visto por todos lados, y dijo: “La señorita Cora.” Lo dijo para castigarme, lo sé, igual que antes había dicho: “Ya sos un chico crecidito”, nada más que para burlarse. Aunque me daba rabia tener la cara colorada, eso no lo puedo disimular nunca y es lo peor que me puede ocurrir, lo mismo me animé a decirle: “Usted es tan joven que... Bueno, Cora es un nombre muy lindo.” No era eso, lo que yo había querido decirle era otra cosa y me parece que se dio cuenta y le molestó, ahora estoy seguro de que está resentida por culpa de mamá, yo solamente quería decirle que era tan joven que me hubiera gustado poder llamarla Cora a secas, pero cómo se lo iba a decir en ese momento cuando se había enojado y ya se iba con la mesita de ruedas y yo tenía unas ganas de llorar, esa es otra cosa que no puedo impedir, de golpe se me quiebra la voz y veo todo nublado, justo cuando necesitaría estar más tranquilo para decir lo que pienso. Ella iba a salir pero al llegar a la puerta se quedó un momento como para ver si no se olvidaba de alguna cosa, y yo quería decirle lo que estaba pensando pero no encontraba las palabras y lo único que se me ocurrió fue mostrarle la taza con el jabón, se había sentado en la cama y después de aclararse la voz dijo: “Se le olvida la taza con el jabón”, muy seriamente y con un tono de hombre grande. Volví a buscar la taza y un poco para que se calmara le pasé la mano por la mejilla. “No te aflijas, Pablito”, le dije. “Todo irá bien, es una operación de nada.” Cuando lo toqué echó la cabeza atrás como ofendido, y después resbaló hasta esconder la boca en el borde de las frazadas. Desde ahí, ahogadamente, dijo: “Puedo llamarla Cora, ¿verdad?” Soy demasiado buena, casi me dio lástima tanta vergüenza que buscaba desquitarse por otro lado, pero sabía que no era el caso de ceder porque después me resultaría difícil dominarlo, y a un enfermo hay que dominarlo o es lo de siempre, los líos de María Luisa en la pieza catorce o los retos del doctor De Luisi que tiene un olfato de perro para esas cosas. “Señorita Cora”, me dijo tomando la taza y yéndose. Me dio una rabia, unas ganas de pegarle, de saltar de la cama y echarla a empujones, o de... Ni siquiera comprendo cómo pude decirle: “Si yo estuviera sano a lo mejor me trataría de otra manera.” Se hizo la que no oía, ni siquiera dio vuelta la cabeza, y me quedé solo y sin ganas de leer, sin ganas de nada, en el fondo hubiera querido que me contestara enojada para poder pedirle disculpas porque en realidad no era lo que yo había pensado decirle, tenía la garganta tan cerrada que no se cómo me habían salido las palabras, se lo había dicho de pura rabia pero no era eso, o a lo mejor sí pero de otra manera.
         Y sí, son siempre lo mismo, una los acaricia, les dice una frase amable, y ahí nomás asoma el machito, no quieren convencerse de que todavía son unos mocosos. Esto tengo que contárselo a Marcial, se va a divertir y cuando mañana lo vea en la mesa de operaciones le va a hacer todavía más gracia, tan tiernito el pobre con esa carucha arrebolada, maldito calor que me sube por la piel, cómo podría hacer para que no me pase eso, a lo mejor respirando hondo antes de hablar, que sé yo. Se debe haber ido furiosa, estoy seguro de que escuchó perfectamente, no sé cómo le dije eso, yo creo que cuando le pregunté si podía llamarla Cora no se enojó, me dijo lo de señorita porque es su obligación pero no estaba enojada, la prueba es que vino y me acarició la cara; pero no, eso fue antes, primero me acarició y entonces yo le dije lo de Cora y lo eché todo a perder. Ahora estamos peor que antes y no voy a poder dormir aunque me den un tubo de pastillas. La barriga me duele de a ratos, es raro pasarse la mano y sentirse tan liso, lo malo es que me vuelvo a acordar de todo y del perfume de almendras, la voz de Cora, tiene una voz muy grave para una chica tan joven y linda, una voz como de cantante de boleros, algo que acaricia aunque esté enojada. Cuando oí pasos en el corredor me acosté del todo y cerré los ojos, no quería verla, no me importaba verla, mejor que me dejara en paz, sentí que entraba y que encendía la luz del cielo raso, se hacía el dormido como un angelito, con una mano tapándose la cara, y no abrió los ojos hasta que llegué al lado de la cama. Cuando vio lo que traía se puso tan colorado que me volvió a dar lástima y un poco de risa, era demasiado idiota realmente. “A ver, m'hijito, bájese el pantalón y dese vuelta para el otro lado”, y el pobre a punto de patalear como haría con la mamá cuando tenía cinco años, me imagino, a decir que no y a llorar y a meterse debajo de las cobijas y a chillar, pero el pobre no podía hacer nada de eso ahora, solamente se había quedado mirando el irrigador y después a mí que esperaba, y de golpe se dio vuelta y empezó a mover las manos debajo de las frazadas pero no atinaba a nada mientras yo colgaba el irrigador en la cabecera, tuve que bajarle las frazadas y ordenarle que levantara un poco el trasero para correrle mejor el pantalón y deslizarle una toalla. “A ver, subí un poco las piernas, así está bien, echate más de boca, te digo que te eches más de boca, así.” Tan callado que era casi como si gritara, por una parte me hacía gracia estarle viendo el culito a mi joven admirador, pero de nuevo me daba un poco de lástima por él, era realmente como si lo estuviera castigando por lo que me había dicho. “Avisá si esta muy caliente”, le previne, pero no contestó nada, debía estar mordiéndose un puño y yo no quería verle la cara y por eso me senté al borde de la cama y esperé a que dijera algo, pero aunque era mucho líquido lo aguantó sin una palabra hasta el final, y cuando terminó le dije, y eso sí se lo dije para cobrarme lo de antes: “Así me gusta, todo un hombrecito”, y lo tapé mientras le recomendaba que aguantase lo más posible antes de ir al baño. “¿Querés que te apague la luz o te la dejo hasta que te levantes?”, me preguntó desde la puerta. No sé cómo alcancé a decirle que era lo mismo, algo así, y escuché el ruido de la puerta al cerrarse y entonces me tapé la cabeza con las frazadas y qué le iba a hacer, a pesar de los cólicos me mordí las dos manos y lloré tanto que nadie, nadie puede imaginarse lo que lloré mientras la maldecía y la insultaba y le clavaba un cuchillo en el pecho cinco, diez, veinte veces, maldiciéndola cada vez y gozando de lo que sufría y de cómo me suplicaba que la perdonase por lo que me había hecho.


         Es lo de siempre, che Suárez, uno corta y abre, y en una de esas la gran sorpresa. Claro que a la edad del pibe tiene todas las chances a su favor, pero lo mismo le voy hablar claro al padre, no sea cosa que en una de esas tengamos un lío. Lo más probable es que haya una buena reacción, pero ahí hay algo que falla, pensá en lo que pasó al comienzo de la anestesia: parece mentira en un pibe de esa edad. Lo fui a ver a las dos horas y lo encontré bastante bien si pensás en lo que duró la cosa. Cuando entró el doctor De Luisi yo estaba secándole la boca al pobre, no terminaba de vomitar y todavía le duraba la anestesia pero el doctor lo auscultó lo mismo y me pidió que no me moviera de su lado hasta que estuviera bien despierto. Los padres siguen en la otra pieza, la buena señora se ve que no está acostumbrada a estas cosas, de golpe se le acabaron las paradas, y el viejo parece un trapo. Vamos, Pablito, vomitá si tenés ganas y quejate todo lo que quieras, yo estoy aquí, sí, claro que estoy aquí, el pobre sigue dormido pero me agarra la mano como si se estuviera ahogando. Debe creer que soy la mamá, todos creen eso, es monótono. Vamos, Pablo, no te muevas así, quieto que te va a doler más, no, dejá las manos tranquilas, ahí no te podes tocar. Al pobre le cuesta salir de la anestesia. Marcial me dijo que la operación había sido muy larga. Es raro, habrán encontrado alguna complicación: a veces el apéndice no está tan a la vista, le voy a preguntar a Marcial esta noche. Pero sí, m'hijito, estoy aquí, quéjese todo lo que quiera pero no se mueva tanto, yo le voy a mojar los labios con este pedacito de hielo en una gasa, así se le va pasando la sed. Si, querido, vomitá más, aliviate todo lo que quieras. Que fuerza tenés en las manos, me vas a llenar de moretones, sí, sí, llorá si tenés ganas, llorá, Pablito, eso alivia, llorá y quejate, total estás tan dormido y creés que soy tu mamá. Sos bien bonito, sabés, con esa nariz un poco respingada y esas pestañas como cortinas, parecés mayor ahora que estás tan pálido. Ya no te pondrías colorado por nada, verdad, mi pobrecito. Me duele, mamá, me duele aquí, dejame que me saque ese peso que me han puesto, tengo algo en la barriga que pesa tanto y me duele, mamá, decile a la enfermera que me saque eso. Sí, m'hijito, ya se le va a pasar, quédese un poco quieto, por qué tendrás tanta fuerza, voy a tener que llamar a María Luisa para que me ayude. Vamos, Pablo, me enojo si no te estás quieto, te va a doler mucho más si seguís moviéndote tanto. Ah, parece que empezás a darte cuenta, me duele aquí, señorita Cora, me duele tanto aquí, hágame algo por favor, me duele tanto aquí, suélteme las manos, no puedo más, señorita Cora, no puedo más.
         Menos mal que se ha dormido el pobre querido, la enfermera me vino a buscar a las dos y media y me dijo que me quedara un rato con él que ya estaba mejor, pero lo veo tan pálido, ha debido perder tanta sangre, menos mal que el doctor De Luisi dijo que todo había salido bien. La enfermera estaba cansada de luchar con él, yo no entiendo por qué no me hizo entrar antes, en esta clínica son demasiado severos. Ya es casi de noche y el nene ha dormido todo el tiempo, se ve que está agotado, pero me parece que tiene mejor cara, un poco de color. Todavía se queja de a ratos pero ya no quiere tocarse el vendaje y respira tranquilo, creo que pasará bastante buena noche. Como si yo no supiera lo que tengo que hacer, pero era inevitable; apenas se le pasó el primer susto a la buena señora le salieron otra vez los desplantes de patrona, por favor que al nene no le vaya a faltar nada por la noche, señorita. Decí que te tengo lástima, vieja estúpida, si no ya ibas a ver cómo te trataba. Las conozco a éstas, creen que con una buena propina el último día lo arreglan todo. Y a veces la propina ni siquiera es buena, pero para qué seguir pensando, ya se mandó mudar y todo está tranquilo. Marcial, quedate un poco, no ves que el chico duerme, contame lo que pasó esta mañana. Bueno, si estás apurado lo dejamos para después. No, mirá que puede entrar María Luisa, aquí no, Marcial. Claro, el señor se sale con la suya, ya te he dicho que no quiero que me beses cuando estoy trabajando, no está bien. Parecería que no tenemos toda la noche para besamos, tonto. Andáte. Váyase le digo, o me enojo. Bobo, pajarraco. Si, querido, hasta luego. Claro que sí. Muchísimo.
         Está muy oscuro pero es mejor, no tengo ni ganas de abrir los ojos. Casi no me duele, que bueno estar así respirando despacio, sin esas náuseas. Todo está tan callado, ahora me acuerdo que vi a mamá, me dijo no sé qué, yo me sentía tan mal. Al viejo lo miré apenas, estaba a los pies de la cama y me guiñaba un ojo, el pobre siempre el mismo. Tengo un poco de frío, me gustaría otra frazada. Señorita Cora, me gustaría otra frazada. Pero sí estaba ahí, apenas abrí los ojos la vi sentada al lado de la ventana leyendo un revista. Vino en seguida y me arropó, casi no tuve que decirle nada porque se dio cuenta en seguida. Ahora me acuerdo, yo creo que esta tarde la confundía con mamá y que ella me calmaba, o a lo mejor estuve soñando. ¿Estuve soñando, señorita Cora? Usted me sujetaba las manos, ¿verdad? Yo decía tantas pavadas, pero es que me dolía mucho, y las náuseas... Discúlpeme, no debe ser nada lindo ser enfermera. Sí, usted se ríe pero yo sé, a lo mejor la manché y todo. Bueno, no hablaré más. Estoy tan bien así, ya no tengo frío. No, no me duele mucho, un poquito solamente. ¿Es tarde, señorita Cora? Sh, usted se queda calladito ahora, ya le he dicho que no puede hablar mucho, alégrese de que no le duela y quédese bien quieto. No, no es tarde, apenas las siete. Cierre los ojos y duerma. Así. Duérmase ahora.
         Si, yo querría pero no es tan fácil. Por momentos me parece que me voy a dormir, pero de golpe la herida me pega un tirón o todo me da vueltas en la cabeza, y tengo que abrir los ojos y mirarla, está sentada al lado de la ventana y ha puesto la pantalla para leer sin que me moleste la luz. ¿Por qué se quedará aquí todo el tiempo? Tiene un pelo precioso, le brilla cuando mueve la cabeza. Y es tan joven, pensar que hoy la confundí con mamá, es increíble. Vaya a saber qué cosas le dije, se debe haber reído otra vez de mí. Pero me pasaba hielo por la boca, eso me aliviaba tanto, ahora me acuerdo, me puso agua colonia en la frente y en el pelo, y me sujetaba las manos para que no me arrancara el vendaje. Ya no está enojada conmigo, a lo mejor mamá le pidió disculpas o algo así, me miraba de otra manera cuando me dijo: “Cierre los ojos y duérmase.” Me gusta que me mire así, parece mentira lo del primer día cuando me quitó los caramelos. Me gustaría decirle que es tan linda, que no tengo nada contra ella, al contrario, que me gusta que sea ella la que me cuida de noche y no la enfermera chiquita. Me gustaría que me pusiera otra vez agua colonia en el pelo. Me gustaría que me pidiera perdón, que me dijera que la puedo llamar Cora.
         Se quedó dormido un buen rato, a las ocho calculé que el doctor De Luisi no tardaría y lo desperté para tomarle la temperatura. Tenía mejor cara y le había hecho bien dormir. Apenas vio el termómetro sacó una mano fuera de las cobijas, pero le dije que se estuviera quieto. No quería mirarlo en los ojos para que no sufriera pero lo mismo se puso colorado y empezó a decir que él podía muy bien solo. No le hice caso, claro, pero estaba tan tenso el pobre que no me quedó más remedio que decirle: “Vamos, Pablo, ya sos un hombrecito, no te vas a poner así cada vez, verdad?” Es lo de siempre, con esa debilidad no pudo contener las lágrimas; haciéndome la que no me daba cuenta anoté la temperatura y me fui a prepararle la inyección. Cuando volvió yo me había secado los ojos con la sábana y tenía tanta rabia contra mí mismo que hubiera dado cualquier cosa por poder hablar, decirle que no me importaba, que en realidad no me importaba pero que no lo podía impedir. “Esto no duele nada”, me dijo con la jeringa en la mano. “Es para que duermas bien toda la noche.” Me destapó y otra vez sentí que me subía la sangre a la cara, pero ella se sonrió un poco y empezó a frotarme el muslo con un algodón mojado. “No duele nada”, le dije porque algo tenía que decirle, no podía ser que me quedara así mientras ella me estaba mirando. “Ya ves”, me dijo sacando la aguja y frotándome con el algodón. “Ya ves que no duele nada. Nada te tiene que doler, Pablito.” Me tapó y me pasó la mano por la cara. Yo cerré los ojos y hubiera querido estar muerto, estar muerto y que ella me pasara la mano por la cara, llorando.


         Nunca entendí mucho a Cora pero esta vez se fue a la otra banda. La verdad que no me importa si no entiendo a las mujeres, lo único que vale la pena es que lo quieran a uno. Si están nerviosas, si se hacen problema por cualquier macana, bueno nena, ya está, déme un beso y se acabó. Se ve que todavía es tiernita, va a pasar un buen rato ante de que aprenda a vivir en este oficio maldito, la pobre apareció esta noche con una cara rara y me costo media hora hacerle olvidar esas tonterías. Todavía no ha encontrado la manera de buscarle la vuelta a algunos enfermos, ya le pasó con la vieja del veintidós pero yo creía que desde entonces habría aprendido un poco, y ahora este pibe le vuelve a dar dolores de cabeza. Estuvimos tomando mate en mi cuarto a eso de las dos de la mañana, después fue a darle la inyección y cuando volvió estaba de mal humor, no quería saber nada conmigo. Le queda bien esa carucha de enojada, de tristona, de a poco se la fui cambiando, y al final se puso a reír y me contó, a esa hora me gusta tanto desvestirla y sentir que tiembla un poco como si tuviera frío. Debe ser muy tarde, Marcial. Ah, entonces puedo quedarme un rato todavía, la otra inyección le toca a las cinco y media, la galleguita no llega hasta las seis. Perdoname, Marcial, soy una boba, mirá que preocuparme tanto por ese mocoso, al fin y al cabo lo tengo dominado pero de a ratos me da lástima, a esa edad son tan tontos, tan orgullosos, si pudiera le pediría al doctor Suárez que me cambiara, hay dos operados en el segundo piso, gente grande, uno les pregunta tranquilamente si han ido de cuerpo, les alcanza la chata, los limpia si hace falta, todo eso charlando del tiempo o de la política, es un ir y venir de cosas naturales, cada uno esta en lo suyo, Marcial, no como aquí, comprendés. Sí, claro que hay que hacerse a todo, cuántas veces me van a tocar chicos de esa edad, es una cuestión de técnica como decís vos. Sí, querido, claro. Pero es que todo empezó mal por culpa de la madre, eso no se ha borrado, sabés, desde el primer minuto hubo como un malentendido, y el chico tiene su orgullo y le duele, sobre todo que al principio no se daba cuenta de todo lo que iba a venir y quiso hacerse el grande, mirarme como si fueras vos, como un hombre. Ahora ya ni le puedo preguntar si quiere hacer pis, lo malo es que sería capaz de aguantarse toda la noche si yo me quedara en la pieza. Me da risa cuando me acuerdo, quería decir que sí y no se animaba, entonces me fastidió tanta tontería y lo obligué para que aprendiera a hacer pis sin moverse, bien tendido de espaldas. Siempre cierra los ojos en esos momentos pero es casi peor, esta a punto de llorar o de insultarme, está entre las dos cosas y no puede, es tan chico, Marcial, y esa buena señora que lo ha de haber criado como un tilinguito, el nene de aquí y el nene de allí, mucho sombrero y saco entallado pero en el fondo el bebé de siempre, el tesorito de mamá. Ah, y justamente le vengo a tocar yo, el alto voltaje como decís vos, cuando hubiera estado tan bien con María Luisa que es idéntica a su tía y que lo hubiera limpiado por todos lados sin que se le subieran los colores a la cara. No, la verdad, no tengo suerte. Marcial.


         Estaba soñando con la clase de francés cuando encendió la luz del velador, lo primero que le veo es siempre el pelo, será porque se tiene que agachar para las inyecciones o lo que sea, el pelo cerca de mi cara, una vez me hizo cosquillas en la boca y huele tan bien, y siempre se sonríe un poco cuando me está frotando con el algodón, me frotó un rato largo antes de pincharme y yo le miraba la mano tan segura que iba apretando de a poco la jeringa, el líquido amarillo que entraba despacio, haciéndome doler. “No, no me duele nada.” Nunca le podré decir: “No me duele nada, Cora.” Y no le voy a decir señorita Cora, no se lo voy a decir nunca. Le hablaré lo menos que pueda y no la pienso llamar señorita Cora aunque me lo pida de rodillas. No, no me duele nada. No, gracias, me siento bien, voy a seguir durmiendo. Gracias.
         Por suerte ya tiene de nuevo sus colores pero todavía esta muy decaído, apenas si pudo darme un beso, y a tía Esther casi no la miró y eso que le había traído las revistas y una corbata preciosa para el día en que lo llevemos a casa. La enfermera de la mañana es un amor de mujer, tan humilde, con ella sí da gusto hablar, dice que el nene durmió hasta las ocho y que bebió un poco de leche, parece que ahora van a empezar a alimentarlo, tengo que decirle al doctor Suárez que el cacao le hace mal, o a lo mejor su padre ya se lo dijo porque estuvieron hablando un rato. Si quiere salir un momento, señora, vamos a ver cómo anda este hombre. Usted quédese, señor Morán, es que a la mamá le puede hacer impresión tanto vendaje. Vamos a ver un poco, compañero. ¿Ahí duele? Claro, es natural. Y ahí, decime si ahí te duele o solamente está sensible. Bueno, vamos muy bien, amiguito. Y así cinco minutos, si me duele aquí, si estoy sensible más acá, y el viejo mirándome la barriga como si me la viera por primera vez. Es raro pero no me siento tranquilo hasta que se van, pobres viejos tan afligidos pero qué le voy a hacer, me molestan, dicen siempre lo que no hay que decir, sobre todo mamá, y menos mal que la enfermera chiquita parece sorda y le aguanta todo con esa cara de esperar propina que tiene la pobre. Mirá que venir a jorobar con lo del cacao, ni que yo fuese un niño de pecho. Me dan unas ganas de dormir cinco días seguidos sin ver a nadie, sobre todo sin ver a Cora, y despertarme justo cuando me vengan a buscar para ir a casa. A lo mejor habrá que esperar unos días más, señor Morán, ya sabrá por De Luisi que la operación fue más complicada de lo previsto, a veces hay pequeñas sorpresas. Claro que con la constitución de ese chico yo creo que no habrá problema, pero mejor dígale a su señora que no va a ser cosa de una semana como se pensó al principio. Ah, claro, bueno, de eso usted hablará con el administrador, son cosas internas. Ahora vos fijate si no es mala suerte, Marcial, anoche te lo anuncié, esto va a durar mucho más de lo que pensábamos. Sí, ya sé que no importa pero podrías ser un poco más comprensivo, sabés muy bien que no me hace feliz atender a ese chico, y a él todavía menos, pobrecito. No me mirés así, por qué no le voy a tener lástima. No me mirés así.
         Nadie me prohibió que leyera pero se me caen las revistas de la mano, y eso que tengo dos episodios por terminar y todo lo que me trajo tía Esther. Me arde la cara, debo de tener fiebre o es que hace mucho calor en esta pieza, le voy a pedir a Cora que entorne un poco la ventana o que me saque una frazada. Quisiera dormir, es lo que más me gustaría, que ella estuviese allí sentada leyendo una revista y yo durmiendo sin verla, sin saber que esta allí, pero ahora no se va a quedar más de noche, ya pasó lo peor y me dejarán solo. De tres a cuatro creo que dormí un rato, a las cinco justas vino con un remedio nuevo, unas gotas muy amargas. Siempre parece que se acaba de bañar y cambiar, está tan fresca y huele a talco perfumado, a lavanda. “Este remedio es muy feo, ya sé”, me dijo, y se sonreía para animarme. “No, es un poco amargo, nada más”, le dije. “¿Cómo pasaste el día?”, me preguntó, sacudiendo el termómetro. Le dije que bien, que durmiendo, que el doctor Suárez me había encontrado mejor, que no me dolía mucho. “Bueno, entonces podés trabajar un poco”, me dijo dándome el termómetro. Yo no supe qué contestarle y ella se fue a cerrar las persianas y arregló los frascos en la mesita mientras yo me tomaba la temperatura. Hasta tuve tiempo de echarle un vistazo al termómetro antes de que viniera a buscarlo. “Pero tengo muchísima fiebre”, me dijo como asustado. Era fatal, siempre seré la misma estúpida, por evitarle el mal momento le doy el termómetro y naturalmente el muy chiquilín no pierde tiempo en enterarse de que está volando de fiebre. “Siempre es así los primeros cuatro días, y además nadie te mandó que miraras”, le dije, más furiosa contra mí que contra él. Le pregunté si había movido el vientre y me dijo que no. Le sudaba la cara, se la sequé y le puse un poco de agua colonia; había cerrado los ojos antes de contestarme y no los abrió mientras yo lo peinaba un poco para que no le molestara el pelo en la frente. Treinta y nueve nueve era mucha fiebre, realmente. “Tratá de dormir un rato”, le dije, calculando a qué hora podría avisarle al doctor Suárez. Sin abrir los ojos hizo un gesto como de fastidio, y articulando cada palabra me dijo: “Usted es mala conmigo, Cora.” No atiné a contestarle nada, me quedé a su lado hasta que abrió los ojos y me miró con toda su fiebre y toda su tristeza. Casi sin darme cuenta estiré la mano y quise hacerle una caricia en la frente, pero me rechazó de un manotón y algo debió tironearle en la herida porque se crispó de dolor. Antes de que pudiera reaccionar me dijo en voz muy baja: “Usted no sería así conmigo si me hubiera conocido en otra parte.” Estuve al borde de soltar una carcajada, pero era tan ridículo que me dijera eso mientras se le llenaban los ojos de lágrimas que me pasó lo de siempre, me dio rabia y casi miedo, me sentí de golpe como desamparada delante de ese chiquilín pretencioso. Conseguí dominarme (eso se lo debo a Marcial, me ha enseñado a controlarme y cada ves lo hago mejor), y me enderecé como si no hubiera sucedido nada, puse la toalla en la percha y tapé el frasco de agua colonia. En fin, ahora sabíamos a qué atenernos, en el fondo era mucho mejor así. Enfermera, enfermo, y pare de contar. Que el agua colonia se la pusiera la madre, yo tenía otras cosas que hacerle y se las haría sin más contemplaciones. No sé por qué me quedé más de lo necesario. Marcial me dijo cuando se lo conté que había querido darle la oportunidad de disculparse, de pedir perdón. No sé, a lo mejor fue eso o algo distinto, a lo mejor me quedé para que siguiera insultándome, para ver hasta dónde era capaz de llegar. Pero seguía con los ojos cerrados y el sudor le empapaba la frente y las mejillas, era como si me hubiera metido en agua hirviendo, veía manchas violeta y rojas cuando apretaba los ojos para no mirarla sabiendo que todavía estaba allí, y hubiera dado cualquier cosa para que se agachara y volviera a secarme la frente como si yo no le hubiera dicho eso, pero ya era imposible, se iba a ir sin hacer nada, sin decirme nada, y yo abriría los ojos y encontraría la noche, el velador, la pieza vacía, un poco de perfume todavía, y me repetiría diez veces, cien veces, que había hecho bien en decirle lo que le había dicho, para que aprendiera, para que no me tratara como a un chico, para que me dejara en paz, para que no se fuera.


         Empiezan siempre a la misma hora, entre seis y siete de la mañana, debe ser una pareja que anida en las cornisas del patio, un palomo que arrulla y la paloma que le contesta, al rato se cansan, se lo dije a la enfermera chiquita que viene a lavarme y a darme el desayuno, se encogió de hombros y dijo que ya otros enfermos se habían quejado de las palomas pero que el director no quería que las echaran. Ya ni sé cuánto hace que las oigo, las primeras mañanas estaba demasiado dormido o dolorido para fijarme, pero desde hace tres días escucho a las palomas y me entristecen, quisiera estar en casa oyendo ladrar a Milord, oyendo a tía Esther que a esta hora se levanta para ir a misa. Maldita fiebre que no quiere bajar, me van a tener aquí hasta quién sabe cuándo, se lo voy a preguntar al doctor Suárez esta misma mañana, al fin y al cabo podría estar lo más bien en casa. Mire, señor Morán, quiero ser franco con usted, el cuadro no es nada sencillo. No, señorita Cora, prefiero que usted siga atendiendo a ese enfermo, y le voy a decir por qué. Pero entonces. Marcial... Vení, te voy a hacer un café bien fuerte, mirá que sos potrilla todavía, parece mentira. Escuchá, vieja, he estado hablando con el doctor Suárez, y parece que el pibe...
         Por suerte después se callan, a lo mejor se van volando por ahí, por toda la ciudad, tienen suerte las palomas. Qué mañana interminable, me alegré cuando se fueron los viejos, ahora les da por venir más seguido desde que tengo tanta fiebre. Bueno, si me tengo que quedar cuatro o cinco días más aquí, qué importa. En casa sería mejor, claro, pero lo mismo tendría fiebre y me sentiría tan mal de a ratos. Pensar que no puedo ni mirar una revista, es una debilidad como si no me quedara sangre. Pero todo es por la fiebre, me lo dijo anoche el doctor De Luisi y el doctor Suárez me lo repitió esta mañana, ellos saben. Duermo mucho pero lo mismo es como si no pasara el tiempo, siempre es antes de las tres como si a mí me importaran las tres o las cinco. Al contrario, a las tres se va la enfermera chiquita y es una lástima porque con ella estoy tan bien. Si me pudiera dormir de un tirón hasta la medianoche sería mucho mejor. Pablo, soy yo, la señorita Cora. Tu enfermera de la noche que te hace doler con las inyecciones. Ya sé que no te duele, tonto, es una broma. Seguí durmiendo si querés, ya está. Me dijo: “Gracias” sin abrir los ojos, pero hubiera podido abrirlos, sé que con la galleguita estuvo charlando a mediodía aunque le han prohibido que hable mucho. Antes de salir me di vuelta de golpe y me estaba mirando, sentí que todo el tiempo me había estado mirando de espaldas. Volví y me senté al lado de la cama, le tomé el pulso, le arreglé las sábanas que arrugaba con sus manos de fiebre. Me miraba el pelo, después bajaba la vista y evitaba mis ojos. Fui a buscar lo necesario para prepararlo y me dejó hacer sin una palabra, con los ojos fijos en la ventana, ignorándome. Vendrían a buscarlo a las cinco y media en punto, todavía le quedaba un rato para dormir, los padres esperaban en la planta baja porque le hubiera hecho impresión verlos a esa hora. El doctor Suárez iba a venir un rato antes para explicarle que tenían que completar la operación, cualquier cosa que no lo inquietara demasiado. Pero en cambio mandaron a Marcial, me tomó de sorpresa verlo entrar así pero me hizo una seña para que no me moviera y se quedó a los pies de la cama leyendo la hoja de temperatura hasta que Pablo se acostumbrara a su presencia. Le empezó a hablar un poco en broma, armó la conversación como él sabe hacerlo, el frío en la calle, lo bien que se estaba en ese cuarto, él lo miraba sin decir nada, como esperando, mientras yo me sentía tan rara, hubiera querido que Marcial se fuera y me dejara sola con él, yo hubiera podido decírselo mejor que nadie, aunque quizá no, probablemente no. Pero si ya lo sé, doctor, me van a operar de nuevo, usted es el que me dio la anestesia la otra vez, y bueno, mejor eso que seguir en esta cama y con esta fiebre. Yo sabía que al final tendrían que hacer algo, por qué me duele tanto desde ayer, un dolor diferente, desde más adentro. Y usted, ahí sentada, no ponga esa cara, no se sonría como si me viniera a invitar al cine. Váyase con él y béselo en el pasillo, tan dormido no estaba la otra tarde cuando usted se enojó con él porque la había besado aquí. Váyanse los dos, déjenme dormir, durmiendo no me duele tanto.


         Y bueno, pibe, ahora vamos a liquidar este asunto de una vez por todas, hasta cuándo nos vas a estar ocupando una cama, ché. Contá despacito, uno, dos, tres. Así va bien, vos seguí contando y dentro de una semana estás comiendo un bife jugoso en casa. Un cuarto de hora a gatas, nena, y vuelta a coser. Había que verle la cara a De Luisi, uno no se acostumbra nunca del todo a estas cosas. Mirá, aproveché para pedirle a Suárez que te relevaran como vos querías, le dije que estás muy cansada con un caso tan grave; a lo mejor te pasan al segundo piso si vos también le hablás. Está bien, hacé como quieras, tanto quejarte la otra noche y ahora te sale la samaritana. No te enojés conmigo, lo hice por vos. Sí, claro que lo hizo por mí pero perdió el tiempo, me voy a quedar con él esta noche y todas las noches. Empezó a despertarse a las ocho y medía, los padres se fueron en seguida porque era mejor que no los viera con la cara que tenían los pobres, y cuando llegó el doctor Suárez me preguntó en voz baja si quería que me relevara María Luisa, pero le hice una seña de que me quedaba y se fue. María Luisa me acompañó un rato porque tuvimos que sujetarlo y calmarlo, después se tranquilizó de golpe y casi no tuvo vómitos; está tan débil que se volvió a dormir sin quejarse mucho hasta las diez. Son las palomas, vas a ver, mamá, ya están arrullando como todas las mañanas, no sé por qué no las echan, que se vuelen a otro árbol. Dame la mano, mamá, tengo tanto frío. Ah, entonces estuve soñando, me parecía que ya era de mañana y que estaban las palomas. Perdóneme, la confundí con mamá. Otra vez desviaba la mirada, se volvía a su encono, otra vez me echaba a mí toda la culpa. Lo atendí como si no me diera cuenta de que seguía enojado, me senté junto a él y le mojé los labios con hielo. Cuando me miró, después que le puse agua colonia en las manos y la frente, me acerqué más y le sonreí. “Llamame Cora”, le dije. “Yo sé que no nos entendimos al principio, pero vamos a ser tan buenos amigos, Pablo.” Me miraba callado. “Decime: Sí, Cora.” Me miraba, siempre. “Señorita Cora”, dijo después, y cerró los ojos. “No, Pablo, no”, le pedí, besándolo en la mejilla, muy cerca de la boca. “Yo voy a ser Cora para vos, solamente para vos.” Tuve que echarme atrás, pero lo mismo me salpicó la cara. Lo sequé, le sostuve la cabeza para que se enjuagara la boca, lo volví a besar hablándole al oído. “Discúlpeme”, dijo con un hilo de voz, “no lo pude contener”. Le dije que no fuera tonto, que para eso estaba yo cuidándolo, que vomitara todo lo que quisiera para aliviarse. “Me gustaría que viniera mamá”, me dijo, mirando a otro lado con los ojos vacíos. Todavía le acaricié un poco el pelo, le arreglé las frazadas esperando que me dijera algo, pero estaba muy lejos y sentí que lo hacía sufrir todavía más si me quedaba. En la puerta me volví y esperé; tenía los ojos muy abiertos, fijos en el cielo raso. “Pablito”, le dije. “Por favor, Pablito. Por favor, querido.” Volví hasta la cama, me agaché para besarlo; olía a frío, detrás del agua colonia estaba el vómito, la anestesia. Si me quedo un segundo más me pongo a llorar delante de él, por él. Lo besé otra vez y salí corriendo, bajé a buscar a la madre y a María Luisa; no quería volver mientras la madre estuviera allí, por lo menos esa noche no quería volver y después sabía demasiado bien que no tendría ninguna necesidad de volver a ese cuarto, que Marcial y María Luisa se ocuparían de todo hasta que el cuarto quedara otra vez libre.