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domingo, 27 de julio de 2014

El Sultán y la Palmera, Cuento Popular

El Sultán y la Palmera

 

“Sembrad el bien y cosecharéis el bien”, era la máxima que solía decir un sultán, que se hizo querer de todos sus súbditos, porque raro era el día en que no salía de palacio para realizar alguna buena acción.


Un día, que el sultán salió a dar un paseo por el campo rodeado de sus cortesanos, encontró a un anciano campesino que plantaba una palmera, a quien preguntó:


— ¿Qué haces, buen hombre?


— Planto, ¡oh sultán!, una palmera —le respondió, muy respetuoso el anciano.


El sultán se quedó pensativo un momento y, al cabo, dijo:


— ¡No sabes quiénes comerán sus frutos si plantas una palmera!


— Así es, —contestó el campesino.


— ¿Y no sabes que una palmera necesita muchos años para dar frutos y que tu vida ya está llegando a su término?


— No lo ignoro —repuso el anciano—. Pero otros plantaron y nosotros comemos; justo es que plantemos ahora, para que otros coman. ¿No opina lo mismo, mi señor?


— ¡De acuerdo! —exclamó el Sultán.


Y porque el anciano dio una respuesta tan sabia, lleno de admiración, le hizo dar cien monedas de plata, que el viejo aceptó con visibles muestras de agradecimiento. Al cabo de una breve pausa, el anciano dijo:


— ¿Ha visto, gran señor, qué pronto dio fruto mi palmera?


Y el sultán, maravillado aún más por tan ingeniosa pregunta, ordenó que diesen al campesino otras cien monedas de plata.


El viejo las recibió llorando de gratitud y besó las manos bondadosas del sultán, para decirle de nuevo:


— ¡Oh, sultán!, lo más extraordinario de todo es que la palmera sólo da generalmente un fruto al año, y la mía ya me ha dado dos, en menos de una hora.


Cada vez más admirado, el sultán se quedó mirando al anciano y, luego de darle unas palmaditas en el hombro, dijo a sus cortesanos:


— ¡Vámonos, pronto! Pues las palmeras de este buen anciano maduran tan velozmente, que mi bolsa se va a quedar vacía dentro de poco.


Él buen sultán se alejó, rumbo a su palacio, acompañado de los hombres de su corte, comentando la sabiduría del viejo campesino.


Desde entonces, tuvo presente el sultán las sabias respuestas del anciano de la palmera, llegando a la conclusión que nada es tan admirable como el valor extraordinario de la experiencia.

 

Ojos de Estrella; folklore LAPON

Ojos de Estrella

Un matrimonio lapón conducía su respectivo trineo jalado por un reno. La esposa llevaba a su hijita en los brazos, bien cubierta con una gruesa piel, y por eso le era difícil guiar el trineo y sostener a la criatura.

Era Nochebuena y la nieve brillaba a los rayos mortecinos de la aurora boreal. Las estrellas parpadeaban esplendorosas en el cielo. Más, de pronto, apareció una manada de lobos hambrientos, que se pusieron a perseguir a los trineos.
 

Los renos, al notar la proximidad de los lobos, emprendieron frenética carrera. La nieve cegaba a los esposos y, en una sacudida de los trineos, la niñita escapó de los brazos de su madre y cayó sobre la nieve.
 

La madre, presa de desesperación y gritando, intentó, en vano, detener la loca carrera del reno. No pudo lograrlo, pues el animal, aterrado por la proximidad de los lobos, siguió su desenfrenado galope dejando lejos el lugar donde la pobre criatura había caído.
 

Los lobos rodearon a la niña. Ésta los contemplaba sin moverse y sin llorar. La serena mirada de su inocencia tuvo el poder maravilloso de anonadar a los carniceros que, durante un momento, la contemplaron como asustados y luego reanudaron su frenética carrera, siguiendo el rastro de los renos.
 

La criatura quedó sola en la fría extensión de la nieve. Levantó sus ojitos y contempló las estrellas. Y su celestial luz penetró en aquellos inocentes ojitos, quedándose para siempre en ellos.
 

Por suerte, pasó por allí un campesino que llevaba provisiones para celebrar las fiestas navideñas. Al ver a la niña abandonada, la puso en su trineo y la llevó a su casa cuando las campanas repicaban para la misa matinal.
 

— Te traigo un regalo de Navidad —le dijo a su mujer.
 

Isabel, que así se llamaba la esposa, desenvolvió a la nena y le dio de beber leche caliente. Luego, dijo a su marido:
 

— Dios la envía a nuestra casa. Si es huérfana, yo seré su madre y tú, querido Simón, serás su padre. Pepe, Coco y Nati serán sus hermanitos... ¡Y observa cómo nos mira!
 

Luego la llevaron al templo para bautizarla con el nombre de Isabel. El párroco se admiró del extraño brillo de los ojitos de la niña, y dijo en broma:
 

— Debieras llamarte “Ojos de Estrella” por el fulgor de tus ojos, niña linda.
 

Y en el pueblo, todos los vecinos empezaron a llamarla “Ojos de Estrella”. La nena fue creciendo junto a sus hermanitos adoptivos y, mientras éstos se mostraban robustos, ella era delgadita y esbelta.
 

Simón y su mujer querían por igual a los cuatro niños. Y, cuando Isabelita cumplió tres años, su madre adoptiva comenzó a darse cuenta de que algo misterioso emanaba de su ser. Sobre todo de sus ojos, de esos raros negros ojos que despedían estelares destellos.
 

Isabelita jamás contrariaba a nadie, ni se molestaba si sus hermanitos la mortificaban. No hacía más que mirarlos fijamente y, al instante, ellos se desvivían por serle agradables.
 

El gato Negro la temía y no atrevíase a mirarle los refulgentes ojos. El perro ladraba, pero cesaba de ladrar y de gruñir cuando ella lo miraba.
 

Un día de tempestad, en que el viento ululaba por sobre los techos de las casas y la nieve caía sin cesar, la tormenta cesó al instante cuando la niña salió al porche de la casa.
 

Su madre adoptiva estaba algo inquieta por todo esto. A veces le decía impaciente a la niña:
 

— ¡No me mires así! ¡Parece que quisieras traspasarme con tu mirada!
 

La pequeña bajaba la cabeza, llorosa, sin comprender por qué la reñía su madre adoptiva.
 

Una noche, un peregrino fue hospedado en la casa. Al día siguiente, la mujer advirtió que había desaparecido un anillo de oro que dejó olvidado sobre la mesa. Ojos de Estrella, que acababa de despertar, miró con sorpresa al desconocido y exclamó:
 

— ¡Éste hombre tiene un anillo dentro de su boca!
 

El ladrón no tuvo más remedio que devolver el anillo, pidiendo perdón a la dueña de casa.
Simón dijo un día a su esposa:
 

— Seamos cariñosos con Ojos de Estrella. Desde que vive con nosotros, todo nos va bien. Las cosechas rinden más y los osos y los lobos ya no atacan a nuestro ganado. ¡La niña es el heraldo de nuestra buena suerte!
 

En efecto, Simón e Isabel trataron a la pequeña con singular afecto, que ella les correspondía con creces.
 

Más, una mañana aparecieron los verdaderos padres de Ojos de Estrella, reclamando a su hija que habían perdido en la nieve. Simón e Isabel, muy apenados, tuvieron que entregar a la niña a sus verdaderos padres.
 

Su rectitud fue premiada con el nacimiento de una hermosa niña, cuyos ojos despedían destellos, como los de Ojos de Estrella.
 

La niña fue llamada también “Ojos de Estrella”, en recuerdo de la que habían llegado a querer como a una hija.

Autor: Folclore Lapón