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jueves, 4 de septiembre de 2014

Biografia de Augusto Monterroso

Augusto Monterroso (Tegucigalpa, 21 de diciembre de 1921Ciudad de México, 7 de febrero de 2003), fue un escritor hondureño que adopto la nacionalidad guatemalteca, conocido por sus relatos breves.1

Biografía

Augusto Monterroso nació el 21 de diciembre de 1921 en Tegucigalpa, capital de Honduras, hijo del guatemalteco Vicente Monterroso y de la hondureña Amelia Bonilla.1 Pasó su infancia y adolescencia en Guatemala, país qué consideró clave en su formación, y que asimismo hizo su patria:1
El medio y la época en que me formé, la Guatemala de los últimos treinta y los primeros cuarenta, del dictador Jorge Ubico y sus catorce años de despotismo no ilustrado, y de la Segunda Guerra Mundial, contribuyeron sin duda a que actualmente piense como pienso y responda al momento presente en la forma que lo hago.2
Al estallar en 1944 las revueltas contra el dictador Jorge Ubico, Monterroso desempeñó un activo papel, lo que le llevó a la cárcel al tomar el poder el general Federico Ponce Vaides, pero en septiembre logró escapar de prisión y pidió asilo en la embajada de México.3 Tras la revolución de octubre en Guatemala, encabezada por Jacobo Arbenz, Monterroso fue designado para un cargo en el consulado de Guatemala en México, donde permaneció hasta 1953. Tras la caída de Arbenz se exilió en Chile, donde trabajó como secretario de Pablo Neruda, para retornar a México en 1956, país en el que iba a establecerse definitivamente.4
Narrador y ensayista, empezó a publicar sus textos a partir de 1959, año en que se publicó la primera edición de Obras completas (y otros cuentos), conjunto de incisivas narraciones donde comienzan a notarse los rasgos fundamentales de su narrativa: una prosa concisa, breve, aparentemente sencilla que sin embargo está llena de referencias cultas, así como un magistral manejo de la parodia, la caricatura, y el humor negro.
Los escritos de Augusto llegaron a los más diversos lugares del mundo, como Japón, país donde varias de sus obras se convirtieron en series de televisión, haciendo referencia a dibujos animados, cómics y series como Pieza Única (One Piece)[cita requerida], que fue compuesta por el director de mangas Eiichirō Oda.
Tito, como lo llamaban sus allegados, el gran escritor de cuentos y fábulas breves, falleció de un paro cardíaco el 7 de febrero de 2003. Estuvo casado con la escritora de origen libanés Bárbara Jacobs.5

Obra y crítica

Es considerado como uno de los maestros de la mini-ficción y, de forma breve, aborda temáticas complejas y fascinantes, con una provocadora visión del mundo en el universo y una narrativa que deleita a los lectores más exigentes, haciendo habitual la sustitución del nombre por el apócope.[cita requerida] Entre sus libros destacan además: La oveja negra y demás fábulas (1969), Movimiento perpetuo (1972), la novela Lo demás es silencio (1978); Viaje al centro de la fábula (conversaciones, 1981); La palabra mágica (1983) y La letra e: fragmentos de un diario (1987). En 1998 publicó su colección de ensayos La vaca.
Su composición Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí, estaba considerada como el microrrelato más breve de la literatura universal hasta la aparición de El emigrante de Luis Felipe Lomelí. Ha sido incluido en una docena de antologías y traducido a varios idiomas, además de tener una edición crítica de Lauro Zavala titulada El dinosaurio anotado.6 Con razón, Monterroso aseveró sobre este micro-relato que "sus interpretaciones eran tan infinitas como el universo mismo". En 1970 ganó el premio Magda Donato, en 1975 el Premio Xavier Villaurrutia por Antología personal,7 y en 1988 le fue entregada la condecoración del Águila Azteca, por su aporte a la cultura de México. Fue galardonado con el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances (México) en 1996. En 1997 el Ministerio de Cultura y Deportes de Guatemala le otorgó el Premio Nacional de Literatura "Miguel Ángel Asturias". En 2000 le fue concedido el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en reconocimiento a toda su carrera.8 En las palabras del jurado: «su obra narrativa y ensayística constituye todo un universo literario de extraordinaria riqueza ética y estética, del que cabría destacar un cervantino y melancólico sentido del humor. (...) Su obra narrativa ha transformado el relato breve».9

Obras


La tela de Penélope o quién engaña a quién

Augusto Monterroso
Hace muchos años vivía en Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante sabio era muy astuto), casado con Penélope, mujer bella y singularmente dotada cuyo único defecto era su desmedida afición a tejer, costumbre gracias a la cual pudo pasar sola largas temporadas.
Dice la leyenda que en cada ocasión en que Ulises con su astucia observaba que a pesar de sus prohibiciones ella se disponía una vez más a iniciar uno de sus interminables tejidos, se le podía ver por las noches preparando a hurtadillas sus botas y una buena barca, hasta que sin decirle nada se iba a recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo.
De esta manera ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus pretendientes, haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta de nada.
FIN

Míster Taylor

Míster Taylor[Cuento. Texto completo.]
Augusto Monterroso
-Menos rara, aunque sin duda más ejemplar -dijo entonces el otro-, es la historia de Mr. Percy Taylor, cazador de cabezas en la selva amazónica.
Se sabe que en 1937 salió de Boston, Massachusetts, en donde había pulido su espíritu hasta el extremo de no tener un centavo. En 1944 aparece por primera vez en América del Sur, en la región del Amazonas, conviviendo con los indígenas de una tribu cuyo nombre no hace falta recordar.
Por sus ojeras y su aspecto famélico pronto llegó a ser conocido allí como "el gringo pobre", y los niños de la escuela hasta lo señalaban con el dedo y le tiraban piedras cuando pasaba con su barba brillante bajo el dorado sol tropical. Pero esto no afligía la humilde condición de Mr. Taylor porque había leído en el primer tomo de las Obras Completas de William G. Knight que si no se siente envidia de los ricos la pobreza no deshonra.
En pocas semanas los naturales se acostumbraron a él y a su ropa extravagante. Además, como tenía los ojos azules y un vago acento extranjero, el Presidente y el Ministro de Relaciones Exteriores lo trataban con singular respeto, temerosos de provocar incidentes internacionales.
Tan pobre y mísero estaba, que cierto día se internó en la selva en busca de hierbas para alimentarse. Había caminado cosa de varios metros sin atreverse a volver el rostro, cuando por pura casualidad vio a través de la maleza dos ojos indígenas que lo observaban decididamente. Un largo estremecimiento recorrió la sensitiva espalda de Mr. Taylor. Pero Mr. Taylor, intrépido, arrostró el peligro y siguió su camino silbando como si nada hubiera pasado.
De un salto (que no hay para qué llamar felino) el nativo se le puso enfrente y exclamó:
-Buy head? Money, money.
A pesar de que el inglés no podía ser peor, Mr. Taylor, algo indispuesto, sacó en claro que el indígena le ofrecía en venta una cabeza de hombre, curiosamente reducida, que traía en la mano.
Es innecesario decir que Mr. Taylor no estaba en capacidad de comprarla; pero como aparentó no comprender, el indio se sintió terriblemente disminuido por no hablar bien el inglés, y se la regaló pidiéndole disculpas.
Grande fue el regocijo con que Mr. Taylor regresó a su choza. Esa noche, acostado boca arriba sobre la precaria estera de palma que le servía de lecho, interrumpido tan solo por el zumbar de las moscas acaloradas que revoloteaban en torno haciéndose obscenamente el amor, Mr. Taylor contempló con deleite durante un buen rato su curiosa adquisición. El mayor goce estético lo extraía de contar, uno por uno, los pelos de la barba y el bigote, y de ver de frente el par de ojillos entre irónicos que parecían sonreírle agradecidos por aquella deferencia.
Hombre de vasta cultura, Mr. Taylor solía entregarse a la contemplación; pero esta vez en seguida se aburrió de sus reflexiones filosóficas y dispuso obsequiar la cabeza a un tío suyo, Mr. Rolston, residente en Nueva York, quien desde la más tierna infancia había revelado una fuerte inclinación por las manifestaciones culturales de los pueblos hispanoamericanos.
Pocos días después el tío de Mr. Taylor le pidió -previa indagación sobre el estado de su importante salud- que por favor lo complaciera con cinco más. Mr. Taylor accedió gustoso al capricho de Mr. Rolston y -no se sabe de qué modo- a vuelta de correo "tenía mucho agrado en satisfacer sus deseos". Muy reconocido, Mr. Rolston le solicitó otras diez. Mr. Taylor se sintió "halagadísimo de poder servirlo". Pero cuando pasado un mes aquél le rogó el envío de veinte, Mr. Taylor, hombre rudo y barbado pero de refinada sensibilidad artística, tuvo el presentimiento de que el hermano de su madre estaba haciendo negocio con ellas.
Bueno, si lo quieren saber, así era. Con toda franqueza, Mr. Rolston se lo dio a entender en una inspirada carta cuyos términos resueltamente comerciales hicieron vibrar como nunca las cuerdas del sensible espíritu de Mr. Taylor.
De inmediato concertaron una sociedad en la que Mr. Taylor se comprometía a obtener y remitir cabezas humanas reducidas en escala industrial, en tanto que Mr. Rolston las vendería lo mejor que pudiera en su país.
Los primeros días hubo algunas molestas dificultades con ciertos tipos del lugar. Pero Mr. Taylor, que en Boston había logrado las mejores notas con un ensayo sobre Joseph Henry Silliman, se reveló como político y obtuvo de las autoridades no sólo el permiso necesario para exportar, sino, además, una concesión exclusiva por noventa y nueve años. Escaso trabajo le costó convencer al guerrero Ejecutivo y a los brujos Legislativos de que aquel paso patriótico enriquecería en corto tiempo a la comunidad, y de que luego luego estarían todos los sedientos aborígenes en posibilidad de beber (cada vez que hicieran una pausa en la recolección de cabezas) de beber un refresco bien frío, cuya fórmula mágica él mismo proporcionaría.
Cuando los miembros de la Cámara, después de un breve pero luminoso esfuerzo intelectual, se dieron cuenta de tales ventajas, sintieron hervir su amor a la patria y en tres días promulgaron un decreto exigiendo al pueblo que acelerara la producción de cabezas reducidas.
Contados meses más tarde, en el país de Mr. Taylor las cabezas alcanzaron aquella popularidad que todos recordamos. Al principio eran privilegio de las familias más pudientes; pero la democracia es la democracia y, nadie lo va a negar, en cuestión de semanas pudieron adquirirlas hasta los mismos maestros de escuela.
Un hogar sin su correspondiente cabeza teníase por un hogar fracasado. Pronto vinieron los coleccionistas y, con ellos, las contradicciones: poseer diecisiete cabezas llegó a ser considerado de mal gusto; pero era distinguido tener once. Se vulgarizaron tanto que los verdaderos elegantes fueron perdiendo interés y ya sólo por excepción adquirían alguna, si presentaba cualquier particularidad que la salvara de lo vulgar. Una, muy rara, con bigotes prusianos, que perteneciera en vida a un general bastante condecorado, fue obsequiada al Instituto Danfeller, el que a su vez donó, como de rayo, tres y medio millones de dólares para impulsar el desenvolvimiento de aquella manifestación cultural, tan excitante, de los pueblos hispanoamericanos.
Mientras tanto, la tribu había progresado en tal forma que ya contaba con una veredita alrededor del Palacio Legislativo. Por esa alegre veredita paseaban los domingos y el Día de la Independencia los miembros del Congreso, carraspeando, luciendo sus plumas, muy serios, riéndose, en las bicicletas que les había obsequiado la Compañía.
Pero, ¿que quieren? No todos los tiempos son buenos. Cuando menos lo esperaban se presentó la primera escasez de cabezas.
Entonces comenzó lo más alegre de la fiesta.
Las meras defunciones resultaron ya insuficientes. El Ministro de Salud Pública se sintió sincero, y una noche caliginosa, con la luz apagada, después de acariciarle un ratito el pecho como por no dejar, le confesó a su mujer que se consideraba incapaz de elevar la mortalidad a un nivel grato a los intereses de la Compañía, a lo que ella le contestó que no se preocupara, que ya vería cómo todo iba a salir bien, y que mejor se durmieran.
Para compensar esa deficiencia administrativa fue indispensable tomar medidas heroicas y se estableció la pena de muerte en forma rigurosa.
Los juristas se consultaron unos a otros y elevaron a la categoría de delito, penado con la horca o el fusilamiento, según su gravedad, hasta la falta más nimia.
Incluso las simples equivocaciones pasaron a ser hechos delictuosos. Ejemplo: si en una conversación banal, alguien, por puro descuido, decía "Hace mucho calor", y posteriormente podía comprobársele, termómetro en mano, que en realidad el calor no era para tanto, se le cobraba un pequeño impuesto y era pasado ahí mismo por las armas, correspondiendo la cabeza a la Compañía y, justo es decirlo, el tronco y las extremidades a los dolientes.
La legislación sobre las enfermedades ganó inmediata resonancia y fue muy comentada por el Cuerpo Diplomático y por las Cancillerías de potencias amigas.
De acuerdo con esa memorable legislación, a los enfermos graves se les concedían veinticuatro horas para poner en orden sus papeles y morirse; pero si en este tiempo tenían suerte y lograban contagiar a la familia, obtenían tantos plazos de un mes como parientes fueran contaminados. Las víctimas de enfermedades leves y los simplemente indispuestos merecían el desprecio de la patria y, en la calle, cualquiera podía escupirle el rostro. Por primera vez en la historia fue reconocida la importancia de los médicos (hubo varios candidatos al premio Nóbel) que no curaban a nadie. Fallecer se convirtió en ejemplo del más exaltado patriotismo, no sólo en el orden nacional, sino en el más glorioso, en el continental.
Con el empuje que alcanzaron otras industrias subsidiarias (la de ataúdes, en primer término, que floreció con la asistencia técnica de la Compañía) el país entró, como se dice, en un periodo de gran auge económico. Este impulso fue particularmente comprobable en una nueva veredita florida, por la que paseaban, envueltas en la melancolía de las doradas tardes de otoño, las señoras de los diputados, cuyas lindas cabecitas decían que sí, que sí, que todo estaba bien, cuando algún periodista solícito, desde el otro lado, las saludaba sonriente sacándose el sombrero.
Al margen recordaré que uno de estos periodistas, quien en cierta ocasión emitió un lluvioso estornudo que no pudo justificar, fue acusado de extremista y llevado al paredón de fusilamiento. Sólo después de su abnegado fin los académicos de la lengua reconocieron que ese periodista era una de las más grandes cabezas del país; pero una vez reducida quedó tan bien que ni siquiera se notaba la diferencia.
¿Y Mr. Taylor? Para ese tiempo ya había sido designado consejero particular del Presidente Constitucional. Ahora, y como ejemplo de lo que puede el esfuerzo individual, contaba los miles por miles; mas esto no le quitaba el sueño porque había leído en el último tomo de las Obras completas de William G. Knight que ser millonario no deshonra si no se desprecia a los pobres.
Creo que con ésta será la segunda vez que diga que no todos los tiempos son buenos. Dada la prosperidad del negocio llegó un momento en que del vecindario sólo iban quedando ya las autoridades y sus señoras y los periodistas y sus señoras. Sin mucho esfuerzo, el cerebro de Mr. Taylor discurrió que el único remedio posible era fomentar la guerra con las tribus vecinas. ¿Por qué no? El progreso.
Con la ayuda de unos cañoncitos, la primera tribu fue limpiamente descabezada en escasos tres meses. Mr. Taylor saboreó la gloria de extender sus dominios. Luego vino la segunda; después la tercera y la cuarta y la quinta. El progreso se extendió con tanta rapidez que llegó la hora en que, por más esfuerzos que realizaron los técnicos, no fue posible encontrar tribus vecinas a quienes hacer la guerra.
Fue el principio del fin.
Las vereditas empezaron a languidecer. Sólo de vez en cuando se veía transitar por ellas a alguna señora, a algún poeta laureado con su libro bajo el brazo. La maleza, de nuevo, se apoderó de las dos, haciendo difícil y espinoso el delicado paso de las damas. Con las cabezas, escasearon las bicicletas y casi desaparecieron del todo los alegres saludos optimistas.
El fabricante de ataúdes estaba más triste y fúnebre que nunca. Y todos sentían como si acabaran de recordar de un grato sueño, de ese sueño formidable en que tú te encuentras una bolsa repleta de monedas de oro y la pones debajo de la almohada y sigues durmiendo y al día siguiente muy temprano, al despertar, la buscas y te hallas con el vacío.
Sin embargo, penosamente, el negocio seguía sosteniéndose. Pero ya se dormía con dificultad, por el temor a amanecer exportado.
En la patria de Mr. Taylor, por supuesto, la demanda era cada vez mayor. Diariamente aparecían nuevos inventos, pero en el fondo nadie creía en ellos y todos exigían las cabecitas hispanoamericanas.

Fue para la última crisis. Mr. Rolston, desesperado, pedía y pedía más cabezas. A pesar de que las acciones de la Compañía sufrieron un brusco descenso, Mr. Rolston estaba convencido de que su sobrino haría algo que lo sacara de aquella situación.
Los embarques, antes diarios, disminuyeron a uno por mes, ya con cualquier cosa, con cabezas de niño, de señoras, de diputados.
De repente cesaron del todo.
Un viernes áspero y gris, de vuelta de la Bolsa, aturdido aún por la gritería y por el lamentable espectáculo de pánico que daban sus amigos, Mr. Rolston se decidió a saltar por la ventana (en vez de usar el revólver, cuyo ruido lo hubiera llenado de terror) cuando al abrir un paquete del correo se encontró con la cabecita de Mr. Taylor, que le sonreía desde lejos, desde el fiero Amazonas, con una sonrisa falsa de niño que parecía decir: "Perdón, perdón, no lo vuelvo a hacer."
FIN

Unas palabras sobre el cuento

Augusto Monterroso

Si a uno le gustan las novelas, escribe novelas; si le gustan los cuentos, uno escribe cuentos. Como a mí me ocurre lo último, escribo cuentos. Pero no tantos: seis en nueve años, ocho en doce. Y así.
Los cuentos que uno escribe no pueden ser muchos. Existen tres, cuatro o cinco temas; algunos dicen que siete. Con ésos debe trabajarse.
Las páginas también tienen que ser sólo unas cuantas, porque pocas cosas hay tan fáciles de echar a perder como un cuento. Diez líneas de exceso y el cuento se empobrece; tantas de menos y el cuento se vuelve una anécdota y nada más odioso que las anécdotas demasiado visibles, escritas o conversadas.
La verdad es que nadie sabe cómo debe ser un cuento. El escritor que lo sabe es un mal cuentista, y al segundo cuento se le nota que sabe, y entonces todo suena falso y aburrido y fullero. Hay que ser muy sabio para no dejarse tentar por el saber y la seguridad.

Decálogo del escritor

 
Augusto Monterroso

Primero.
Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.
Segundo.
No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos, como hacen tantos, para tus antepasados. Hazlo para la posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido que la posteridad siempre hace justicia.
Tercero.
En ninguna circunstancia olvides el célebre díctum: "En literatura no hay nada escrito".
Cuarto.
Lo que puedas decir con cien palabras dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término medio; así, jamás escribas nada con cincuenta palabras.
Quinto.
Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista, como el artista del trapecio, o el luchador por antonomasia, que es el que lucha con el lenguaje; para esta lucha ejercítate de día y de noche.
Sexto.
Aprovecha todas las desventajas, como el insomnio, la prisión, o la pobreza; el primero hizo a Baudelaire, la segunda a Pellico y la tercera a todos tus amigos escritores; evita pues, dormir como Homero, la vida tranquila de un Byron, o ganar tanto como Bloy.
Séptimo.
No persigas el éxito. El éxito acabó con Cervantes, tan buen novelista hasta el Quijote. Aunque el éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que tus amigos se entristezcan.
Octavo.
Fórmate un público inteligente, que se consigue más entre los ricos y los poderosos. De esta manera no te faltarán ni la comprensión ni el estímulo, que emana de estas dos únicas fuentes.
Noveno.
Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree; cuando creas, duda. En esto estriba la única verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor.
Décimo.
Trata de decir las cosas de manera que el lector sienta siempre que en el fondo es tanto o más inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo sea; pero para lograr eso tendrás que ser más inteligente que él.
Undécimo.
No olvides los sentimientos de los lectores. Por lo general es lo mejor que tienen; no como tú, que careces de ellos, pues de otro modo no intentarías meterte en este oficio.
Duodécimo.
Otra vez el lector. Entre mejor escribas más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el montón nunca serás popular y nadie tratará de tocarte el saco en la calle, ni te señalará con el dedo en el supermercado.
El autor da la opción al escritor de descartar dos de estos enunciados, y quedarse con los restantes diez.

Historia fantástica

Historia fantástica[Cuento. Texto completo.]
Augusto Monterroso
Contar la historia del día en que el fin del mundo se suspendió por mal tiempo.
FIN

La honda de David

La honda de David[Cuento. Texto completo.]
Augusto Monterroso
Había una vez un niño llamado David N., cuya puntería y habilidad en el manejo de la resortera despertaba tanta envidia y admiración en sus amigos de la vecindad y de la escuela, que veían en él -y así lo comentaban entre ellos cuando sus padres no podían escucharlos- un nuevo David.
Pasó el tiempo
Cansado del tedioso tiro al blanco que practicaba disparando sus guijarros contra latas vacías o pedazos de botella, David descubrió que era mucho más divertido ejercer contra los pájaros la habilidad con que Dios lo había dotado, de modo que de ahí en adelante la emprendió con todos los que se ponían a su alcance, en especial contra Pardillos, Alondras, Ruiseñores y Jilgueros, cuyos cuerpecitos sangrantes caían suavemente sobre la hierba, con el corazón agitado aún por el susto y la violencia de la pedrada.
David corría jubiloso hacia ellos y los enterraba cristianamente.
Cuando los padres de David se enteraron de esta costumbre de su buen hijo se alarmaron mucho, le dijeron que qué era aquello, y afearon su conducta en términos tan ásperos y convincentes que, con lágrimas en los ojos, él reconoció su culpa, se arrepintió sincero y durante mucho tiempo se aplicó a disparar exclusivamente sobre los otros niños.
Dedicado años después a la milicia, en la Segunda Guerra Mundial David fue ascendido a general y condecorado con las cruces más altas por matar él solo a treinta y seis hombres, y más tarde degradado y fusilado por dejar escapar con vida una Paloma mensajera del enemigo.
FIN

El perro que deseaba ser un ser humano Augusto Monterroso

El perro que deseaba ser un ser humano[Fábula. Texto completo.]
Augusto Monterroso
En la casa de un rico mercader de la Ciudad de México, rodeado de comodidades y de toda clase de máquinas, vivía no hace mucho tiempo un Perro al que se le había metido en la cabeza convertirse en un ser humano, y trabajaba con ahínco en esto.
Al cabo de varios años, y después de persistentes esfuerzos sobre sí mismo, caminaba con facilidad en dos patas y a veces sentía que estaba ya a punto de ser un hombre, excepto por el hecho de que no mordía, movía la cola cuando encontraba a algún conocido, daba tres vueltas antes de acostarse, salivaba cuando oía las campanas de la iglesia, y por las noches se subía a una barda a gemir viendo largamente a la luna.
FIN

El dinosaurio[Minicuento. Texto completo.]
Augusto Monterroso
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
FIN

Caballo imaginando a Dios Augusto Monterroso

Caballo imaginando a Dios[Minicuento. Texto completo.]
Augusto Monterroso
"A pesar de lo que digan, la idea de un cielo habitado por Caballos y presidido por un Dios con figura equina repugna al buen gusto y a la lógica más elemental, razonaba los otros días el caballo.
Todo el mundo sabe -continuaba en su razonamiento- que si los Caballos fuéramos capaces de imaginar a Dios lo imaginaríamos en forma de Jinete."
FIN

El eclipse Augusto Monterroso

El eclipse[Cuento. Texto completo.]
Augusto Monterroso
Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
FIN

martes, 10 de junio de 2014

Leyenda de la mascara de cristal, Miguel Angel Asturias

Leyenda de la mascara de cristal

Autor: Miguel Angel Asturias
¡Y, sí, Nana la Lluvia, el que hacía los ídolos y. preparaba las cabezas de los muertos, dejándolas desabrido hueso, betún encima, tenía las manos tres veces doradas!
¡Y, sí, Nana la Lluvia, el que hacía los ídolos, cuidador de calaveras, huyó de los hombres de piel de gusano blanco, incendiaron la ciudad entonces, y se refugió en lo más inaccesible de sus montañas, allí donde la tierra se volvía nube!
¡Y, sí, Nana la Lluvia, el que hacía los dioses que lo hicieron a él, era Ambiastro, tenía dos astros en lugar de manos!
¡Y, sí, Nana la Lluvia, Ambiastro huyó del hombre de piel de gusano blanco y se hizo montaña, cima de montaña, sin inquietarle la ingrimitud de su refugio, la soledad más sola, piedras y águilas, habituado a vivir oculto, a no mostrarse mientras creaba las imágenes sacras, ídolos de barro y cebollín, y por la diligencia que puso en darse compañía de dioses, héroes y animales que talló, esculpió, modeló en piedra, madera y lodo, con los utensilios que trujo!
Y, sí, Nana la Lluvia, Ambiastro, faltando a su juramento de esculpir en piedra y sólo en piedra, mientras durara su destierro, se dio licencia para tallar, en su caña de fumador de tabaco, un grupo de monitos juguetones, asidos de la cola, los brazos en alto como queriendo atrapar el humo, y en un grueso tronco de manzanarrosa, el combate de la serpiente y el jaguar!
¡Y, sí, Nana la Lluvia!
Al nacer el día, luceros panzones y tenues albaluces, Ambiastro golpeaba el tronco hueco de palo de manzanarrosa, para poner en movimiento, razón de ser de la escultura, al jaguar, aliado de la luz, en su lucha a muerte con la noche, serpiente inacabable, y producir sonido de retumbo, tal y como se acostumbraba en las puertas de la ciudad, al asomar el lucero de las preciosas piedras.
Glorificado el lucero de la mañana, alabado todo lo que reverdecía, recortados los desaparecidos de la memoria nocturna (…nadie hubiera tomado su camino y ellos no regresarán…), Ambiastro juntaba astillas de madera seca y a un chispazo de su pedernal nacía aquel que se consume solo y tan prontamente que jamás le dio tiempo para esculpir su imagen de guacamayo de llamas bulliciosas. Encendido el fuego, ponía a calentar agua de nube en un recipiente de barro y en espera del hervor, soltaba los sentidos a vagar sin pensamiento, felices, fuera de la cueva en que vivía. Montes, valles, lagos, volcanes apuraban sus ojos mientras perdía el olfato en la borrachera de aromas frutales que subía de la tierra caliente, el tacto en el pacto de no tocar nada y sentirlo todo, y el oído en las relojerías del rocío.
Al formarse las primeras burbujas, corrían como perlas de zoguillas desatadas por la superficie del agua a punto de hervir, Ambiastro sacaba de un bucul amarillo un puño de polvo de chile colorado, lo que cogían cinco dedos, y lo arrojaba al líquido en ebullición. Un guacal de esta bebida roja, espesa, humeante, como sangre, era su alimento y el de su familia, como llamaba a sus esculturas en piedra, coloreadas del bermellón al naranja.
Sus gigantes, talla directa en la roca viva, bañados de plumas y collares de máscaras pequeñas, guardaban la entrada de la cueva en que a los jugadores de pelota, en bajorrelieve, seguían personajes con dos caras, la de la vida y la de la muerte, danzarines atmosféricos, dioses de la lluvia, dioses solares con los ojos muy abiertos, cilindros con figuras de animales en órbitas astrales, dioses de la muerte esqueléticos, enzoguillados de estrellas, sacerdotes de cráneos alargados y piedras duras, verdes, rojizas, negras, con representaciones calendáricas o proféticas.
Pero ya la piedra le angustiaba y había que pensar en el mosaico. Desplegar sobre las paredes y bóvedas de su vivienda subterránea, escenas de ceremonias religiosas, danzas, asaeteamientos, cacerías, todo lo que él había visto antes de la llegada de los hombres de piel de gusano blanco.
Apartó los ojos de un bosquecillo de árboles que ya sin fuerza para izarse, tan alto habían nacido en las montañas azules, se retorcían y bajaban reptando por laderas arenosas, pedregales y nidos de aguiluchos solitarios. Apartó los ojos de estos árboles casi culebras, al reclamo de los que sembrados en estribaciones más bajas, subían s ofrecerle sus copas de verdores fragantes y sus hondas carnes amorosas. La tentación de la madera lo sacaba de su refugio poblado de ídolos pétreos, gigantes minerales, piedras y más piedras, al mundo vegetal cálido y perfumado de las florestas que recorría de noche como sonámbulo por caminos de estrellas que llovían de los ramajes, y de día, traspuesto, enajenado, ansioso, delirante, suelto a dejar la piedra, faltando a su promesa de no tocar árbol, arcilla o materia blanda durante su destierro, y lanzarse a la multiplicación de sus criaturas en palos llamarosa, palos carne-amarilla, humo-fuego, maderas que lejos de oponer resistencia como la piedra, dura y artera, se entregaban a su magia, blandas, ayudadoras, gozosas. Una conciencia remota las hacía preferir aquel destino de esculturas de palo blanco, rival del marfil más fino, de ébanos desafiadores del azabache, de caobas sólo comparables con el granate vinoso.
Dormir, imposible. Todo su mundo dé’ dioses, guerreros, sacerdotes esculpidos en piedras duras, casi de joyería, le hacía sentir su cueva como sepultura de momia. Que la madera no pasa de ser escultura para hoy y nada para mañana… Se. mordía los labios. Por otra parte, su obra no era de pura complacencia. Enterraba un mensaje. Escondía una cauda de cometas sin luz. Daba nacimiento a la gemanística. Se llevó a la boca su caña de fumar, adornada con montos que jugaban con el humo que tendía un veló entre él y su pensamiento. Aunque todo quedaría sepultado si se desplomaba la caverna. Mejor la madera, esculpir dioses-árboles, dioses-ceibas, esculturas con raíces, no sus granitos y mármoles sin raigambre, esculturas de brazos gigantes, ramas que se vestirían de flores tan enigmáticas como los jeroglíficos.
No supo de sus ojos. Estallaron. Ciego, Ciego. Estallaron luces al golpear con la punta de su pedernal, mientras buscaba piedras duras, en una vera de cristal de roca. Sus manos, sus brazos, su pecho bañados en rocío cortante. Se llevó los dedos a la cara, sembrada de piquetazos de agujas, para buscarse los ojos. No estaba ciego. Fue el deslumbramiento, el chispado, la explosión de la roca luminosa. Olvidó sus piedras oscuras y la tentación de las maderas fragantes. Tenía al alcance sus manos, pobres astros apagados, más allá del mar de jade y la noche de obsidiana, la luz de un mediodía de diamantes, muerta y viva, fría y quemante, desnuda y enigmática, fija y en movimiento.
Esculpiría en cristal de roca, pero cómo trasladar aquella masa luminosa hasta su caverna. Imposible. Más hacedero que él se trasladara a vivir allí. ¿Solo o con su familia, sus piedras esculpidas, sus ídolos, sus gigantes? Reflexionó, la cabeza de un lado a otro. No, no. No pensarlo. Desconocía todo parentesco con seres de tiniebla.
Improvisó allí mismo, junto al peñasco de cristales, una cabaña, trajo al dios que se consume solo y pronto, acarreó agua en un tinajas y en una piedra de mollejón fue dando filo de navajuela a sus pedernales.
Nueva vida. La luz. El aire. La cabaña abierta al sol y de noche a la cristalería de los astros.
Días y días de faena. Sin parar. Casi sin dormir. No podía más. Las manos lastimadas, la cara herida, heridas que antes de cicatrizar eran cortadas por nuevas heridas, lacerado y casi ciego por las astillas y el polvo finísimo del cuarzo, reclamaba agua, agua, agua para beber y agua para bañar el pedazo de luz cristalizada y purísima que iba tomando la forma de una cara.
El alba lo encontraba despierto, ansioso, desesperado porque tardaba en aclarar el día y no pocas veces se le oyó barrer alrededor de la cabaña, no la basura, sino la tiniebla. Sin acordarse de saludar al lucero de las preciosas piedras, qué mejor saludo que golpear la roca de purísimo cuarzo de donde saltaban salvas de luz, apenas amanecía continuaba su talla, falto de saliva, corto de aliento, empapado en sudor de loco, en lucha con el pelo que se le venía a la cara sangrante, las astillas heridoras, a los ojos llorosos, el polvo cegador, lo que le ponía iracundo, pues perdía tiempo en ‘levantárselo con el envés de la mano. Y la exasperación de afilar a cada momento sus utensilios, ya no de escultor, sino de lapidario.
Pero al fin la tenía, tallada en fuego blanco, pulida con el polvo del collar de ojos y martajados caracoles. Su brillo cegaba y cuando se la puso — Máscara de Nana la Lluvia — tuvo la sensación de vaciar su ser pasajero en una gota de agua inmortal. ¡Pared geológica! ¡Sí, Nana la Lluvia! ¡Soberanía no rebelada! ¡Sí, Nana la Lluvia! ¡Superficie sin paralelo! ¡Sí, Nana la Lluvia! ¡Lava respirable! ¡Sí, Nana la Lluvia! ¡Dédalo de espejos! ¡Sí, Nana la Lluvia! ¡Tumba ritual! ¡Sí, Nana la lluvia! ¡Nivel de sueños luminosos! ¡Sí, Nana la Lluvia! ¡Máscara irremovible! ¡Sí, Nana la Lluvia! ¡Obstáculo que afila sus contornos hasta anularlos para montar la guardia de la eternidad despierta!
Paso a paso volvió a su cueva, no por sus olvidadas piedras, dioses, héroes y figurillas de animales tallados en manantiales de tiniebla, sino por su caña de hablar humo. No la encontraba. Halló el tabaco guiándose por el olor. Pero su caña… su caña… su pequeña cerbatana, no de cazar pájaros, de cazar sueños…
Dejó la máscara luminosa sobre una esterilla tendida en lo que fue su lecho de tablas de nogal y siguió buscando. Se la llevaxon los monitor esculpidos alrededor, se consolaba, ella ran paco quiso quedarse en esta tenebrosa tumba, entre estos ídolos y gi, gantas que dejaré soterrados abata que encontré un material digno de gris manos de Ambiastro.
Se golpeaba en los’ objetos. La poca costumbre de andar en la oscuridad, se dijo. Aunque más bien los objetos le saltan al paso y se golpeaban can él. Los banquitos de tres pies a darle en las espinillas. Las mesas no esperaban, mesas y bancos de trabajo, se lé tiraban encima como fieras. Esquinazos, cajonatos, patadas de mesas convertidas en bestias enfurecidas. Los tapexcos llenos de trastes lo atacaban por la espalda, a matar, como si alguien los empujara, y allí la de caerle encima ollas, jarros, potes, piedras de afilar, incensarios, tortugas, caracoles, tambores de lengüetas, ocatinas, todo lo que él guardaba para ahuyentar el silencio ton las fiestas del ruido, mientras los apartes, las tinajas, los guacales, poseídos de un extraño furor, le golpeaban a más y mejor y del tedio se desprendían, entre nubes de cuero de bestias de aullido, zogas y bejucos flagelantes como culebras marcadoras.
Se refugió junto a la máscara. No realizaba bien lo que le sucedía. Seguía creyendo que era él, poco acostumbrado ya al mundo subterráneo, el que se, golpeaba en las cosas de su uso y su trabajo. Y efectivamente, al quedarse quieto cesó el ataque, pausa en la que terco como era volvió a ver de un lado a otro, cama preguntando a todos aquellos seres inanimados por su. caña de fumar. No estaba. Se conformó con llevarse a la boca un puño de tabaco y masticarlo. Pero algo extraño. Se movían la serpiente y el jaguar de su tambor de madera, aquel con que saludaba al lucero de las preciosas luces. Y si las mesas, los tapexcos, los bancos, las tinajas, los apaxtes, los guacales, se habían aquietado, ahora bajaban y subían los párpados los gigantes de piedra. La tempestad agitaba sus músculos. Cada brazo era un río. Avanzaban contra él. Levantó los astros apagados de sus manos para defender la cara del puñetazo de una de esas inmensas bestias. Maltrecha, sin respiración, el esternón hundido por el golpe de aquel puño de gigante de piedra, un segundo golpe con la mano abierta le deshizo la quijada. En la penumbra verdosa que quiere ser tiniebla y no puede,, luz y no alcanza, movíanse en orden de batalla los escuadrones de flecheros creados por él, nacidos de sus manos, de su artificio, de su magia. Primero por los flancos, después de frente, sin dar gritos de combate, apuntaron sus arcos y dispararon contra él flechas envenenadas. Un segundo grupo de guerreros, también hechos por él, esculpidos en piedra por sus manos, tras abrirse en abanico y jugar a mariposas, lo rodearon y clavaron con los aguijones de las cañas tostadas, en las tablas de la cama en que yacía tendido junto a su máscara maravillosa. No lo dudó. Se la puso. Debía salvarse. Huir. Romper el cero. Ese gran ojo redondo de la muerte que no tiene dos ojos, como las calaveras, sino un inmenso y solitario cero sobre la frente. Lo rompió, deshizo la cifra abstracta, antes de la unidad, nada, y después de la unidad, todo, y corrió hacia la salida de la cueva, guardada por ídolos también esculpidos por él en materiales de tiniebla. El ídolo de las orejas de cabro, pelo de paxte y pechos de fruta. Le tocó las tetas y lo dejó pasar. El ídolo de los veinticuatro diablos… viudo, castrado y honorable. Le saludó reverente y lo dejó pasar. La mujer verde, Maribal, tejedora de salivas estériles. Le dio la suya para preñarla y lo dejó pasar. El ídolo de los dedales de la luna caliente. Le tocó el murciélago del galillo con la punta de la lengua en un boca a boca espantoso, y lo dejó pasar. El ídolo del cenzontle negro, ombligo de floripundia. Le sopló el ombligo para avivarle el celo y lo dejó pasar…
Noche de puercoespines. En cada espina, una gota luminosa de la máscara que Ambiastro llevaba sobre la cara. Los ídolos lo dejaron pasar, pero ya iba muerto, rodeado de flores amarillas por todas partes.
Los sacerdotes del eclipse, decían:
¡El que agrega criaturas de artificio a la creación, debe saber que esas criaturas se rebelan, lo sepultan y ellas quedan!
Por la ciudad de los caballeros de piedra pasa el entierro de Ambiastro. No se sabe si ríe o si llora, la máscara de cristal de roca que le oculta la cara. Lo llevan sobre tablas de nogal fragante, los gigantes, los ídolos y los héroes de piedra nacidos de sus manos, hieráticos, atormentados, arrogantes, y le sigue un pueblo de figuras de barro amasadas con el llanto de Nana la Lluvia.

Acerca del autor.
Miguel Ángel Asturias Rosales (Ciudad de Guatemala, Guatemala, 19 de octubre de 1899 – Madrid, 9 de junio de 1974) fue un escritor y diplomático guatemalteco. Recibió el Premio Lenin de la Paz en 1965 y el Premio Nobel de Literatura en 1967.

Leyenda del volcán, Miguel Ángel Asturias

Leyenda del volcánLeyendas de Guatemala
[Leyenda. Texto completo.]
Miguel Ángel Asturias
Hubo en un siglo un día que duró muchos siglos
Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles: los tres que venían en el viento y los tres que venían en el agua, aunque no se veían más que tres. Tres estaban escondidos en el río y sólo les veían los que venían en el viento cuando bajaban del monte a beber agua.
Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles.
Los tres que venían en el viento correteaban en la libertad de las campiñas sembradas de maravillas.
Los tres que venían en el agua se colgaban de las ramas de los árboles copiados en el río a morder las frutas o a espantar los pájaros, que eran muchos y de todos colores.
Los tres que venían en el viento despertaban a la tierra, como los pájaros, antes que saliera el sol, y anochecido, los tres que venían en el agua se tendían como los peces en el fondo del río sobre las yerbas pálidas y elásticas, fingiendo gran fatiga; acostaban a la tierra antes que cayera el sol.
Los tres que venían en el viento, como los pájaros, se alimentaban de frutas.
Los tres que venían en el agua, como los peces, se alimentaban de estrellas.
Los tres que venían en el viento pasaban la noche en los bosques, bajo las hojas que las culebras perdidizas removían a instantes o en lo alto de las ramas, entre ardillas, pizotes, micos, micoleones, garrobos y mapaches.
Y los tres que venían en el agua, ocultos en la flor de las pozas o en las madrigueras de lagartos que libraban batallas como sueños o anclaban a dormir como piraguas.
Y en los árboles que venían en el viento y pasaban en el agua, los tres que venían en el viento, los tres que venían en el agua, mitigaban el hambre sin separar los frutos buenos de los malos, porque a los primeros hombres les fue dado comprender que no hay fruto malo; todos son sangre de la tierra, dulcificada o avinagrada, según el árbol que la tiene.
-¡Nido!...
Pió Monte en un Ave.
Uno de los del viento volvió a ver y sus compañeros le llamaron Nido.
Monte en un Ave era el recuerdo de su madre y su padre, bestia color de agua llovida que mataron en el mar para ganar la tierra, de pupilas doradas que guardaban al fondo dos crucecitas negras, olorosas a pescado femenina como dedo meñique.
A su muerte ganaron la costa húmeda, surgiendo en el paisaje de la playa, que tenía cierta tonalidad de ensalmo: los chopos dispersos y lejanos los bosques, las montañas, el río que en el panorama del valle se iba quedando inmóvil... ¡La Tierra de los Árboles!
Avanzaron sin dificultad por aquella naturaleza costeña fina como la luz de los diamantes, hasta la coronilla verde de los cabazos próximos y al acercarse al río la primera vez, a mitigar la sed, vieron caer tres hombres al agua.
Nido calmó a sus compañeros -extrañas plantas móviles-, que miraban sus retratos en el río sin poder hablar.
-¡Son nuestras máscaras, tras ellas se ocultan nuestras caras! ¡Son nuestros dobles, con ellos nos podemos disfrazar! ¡Son nuestra madre, nuestro padre, Monte en un Ave, que matamos para ganar la tierra! ¡Nuestro nahual! ¡Nuestro natal!
La selva prologaba el mar en tierra firme. Aire líquido, hialino casi bajo las ramas, con trasparencias azules en el claroscuro de la superficie y verdes de fruta en lo profundo.
Como si se acabara de retirar el mar, se veía el agua hecha luz en cada hoja, en cada bejuco, en cada reptil, en cada flor, en cada insecto...
La selva continuaba hacia el Volcán henchida, tupida, crecida, crepitante, con estéril fecundidad de víbora: océano de hojas reventando en rocas o anegado en pastos, donde las huellas de los plantígrados dibujaban mariposas y leucocitos el sol.
Algo que se quebró en las nubes sacó a los tres hombres de su deslumbramiento.
Dos montañas movían los párpados a un paso del río:
La que llamaban Cabrakán, montaña capacitada para tronchar una selva entre sus brazos y levantar una ciudad sobre sus hombros, escupió saliva de fuego hasta encender la tierra.
Y la incendió.
La que llamaban Hurakán, montaña de nubes, subió al volcán a pelar el cráter con la uñas.
El cielo repentinamente nublado, detenido el día sin sol, amilanadas las aves que escapaban por cientos de canastos, apenas se oía el grito de los tres hombres que venían en el viento, indefensos como los árboles sobre la tierra tibia.
En las tinieblas huían los monos, quedando de su fuga el eco perdido entre las ramas. Como exhalaciones pasaban los venados. En grandes remolinos se enredaban los coches de monte, torpes, con las pupilas cenicientas.
Huían los coyotes, desnudando los dientes en la sombra al rozarse unos con otros, ¡qué largo escalofrío...!
Huían los camaleones, cambiando de colores por el miedo; los tacuazines, las iguanas, los tepescuintles, los conejos, los murciélagos, los sapos, los cangrejos, los cutetes, las taltuzas, los pizotes, los chinchintores, cuya sombra mata.
Huían los cantiles, seguidos de las víboras de cascabel, que con las culebras silbadoras y las cuereadoras dejaban a lo largo de la cordillera la impresión salvaje de una fuga en diligencia. El silbo penetrante uníase al ruido de los cascabeles y al chasquido de las cuereadoras que aquí y allá enterraban la cabeza, descargando latigazazos para abrirse campo.
Huían los camaleones, huían las dantas, huían los basiliscos, que en ese tiempo mataban con la mirada; los jaguares (follajes salpicados de sol), los pumas de pelambre dócil, los lagartos, los topos, las tortugas, los ratones, los zorrillos, los armados, los puercoespines, las moscas, las hormigas...
Y a grandes saltos empezaron a huir las piedras, dando contra las ceibas, que caían como gallinas muertas y a todo correr, las aguas, llevando en las encías una gran sed blanca, perseguidas por la sangre venosa de la tierra, lava quemante que borraba las huellas de las patas de los venados, de los conejos, de los pumas, de los jaguares, de los coyotes; las huellas de los peces en el río hirviente; las huellas de la aves en el espacio que alumbraba un polvito de luz quemada, de ceniza de luz, en la visión del mar. Cayeron en las manos de la tierra, mendiga ciega que no sabiendo que eran estrellas, por no quemarse, las apagó.
Nido vio desaparecer a sus compañeros, arrebatados por el viento, y a sus dobles, en el agua arrebatados por el fuego, a través de maizales que caían del cielo en los relámpagos, y cuando estuvo solo vivió el Símbolo. Dice el Símbolo: Hubo en un siglo un día que duro muchos siglos.
Un día que fue todo mediodía, un día de cristal intacto, clarísimo, sin crepúsculo ni aurora.
-Nido -le dijo el corazón-, al final de este camino...
Y no continuó porque una golondrina pasó muy cerca para oír lo que decía.
Y en vano esperó después la voz de su corazón, renaciendo en cambio, a manera de otra voz en su alma, el deseo de andar hacia un país desconocido.
Oyó que le llamaban. Al sin fin de un caminito, pintado en el paisaje como el de un pan de culebra le llamaba una voz muy honda.
Las arenas del camino, al pasar él convertíanse en alas, y era de ver cómo a sus espaldas se alzaba al cielo un listón blanco, sin dejar huella en la tierra.
Anduvo y anduvo...
Adelante, un repique circundó los espacios. Las campanas entre las nubes repetían su nombre:
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
Los árboles se poblaron de nidos. Y vio un santo, una azucena y un niño. Santo, flor, y niño la trinidad le recibía. Y oyó:
¡Nido, quiero que me levantes un templo!
La voz se deshizo como manojo de rosas sacudidas al viento y florecieron azucenas en la mano del santo y sonrisas en la boca del niño.
Dulce regreso de aquel país lejano en medio de una nube de abalorio. El Volcán apagaba sus entrañas -en su interior había llorado a cántaros la tierra lágrimas recogidas en un lago, y Nido, que era joven, después de un día que duró muchos siglos, volvió viejo, no quedándole tiempo sino para fundar un pueblo de cien casitas alrededor de un templo.
FIN
Leyendas de Guatemala, 1930