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jueves, 20 de noviembre de 2014

Abelardo Castillo: Retrato del artista adolescente

A partir del nuevo libro de ensayos del autor, Gonzalo Garcés reflexiona sobre su obra y explica por qué lo considera "el escritor más joven" de la Argentina.

Por: Gonzálo Garcés

INCOMODO. Los ensayos que Abelardo Castillo incluye en “Desconsideraciones” incomodan y, cosa tal vez aún más admirable, muchas veces parecen incómodos.

Hace tiempo que me intriga el efecto que me causan los libros de Abelardo Castillo. Lo leí por primera vez hace más de veinte años. Desde entonces escribí varias veces sobre él, intenté explicar por qué creo que El que tiene sed es una de las mejores novelas argentinas, si no la mejor, ayudé a traducir sus cuentos al francés, lo entrevisté y lo traté como amigo. Sin embargo, mi lectura de Castillo nunca fue plácida. Cuentos como "Los Ritos" o "Crear una pequeña flor es trabajo de siglos" me agredían por la prepotencia de sus narradores, por esa forma de encontrar romántico lo petulante y elegante lo gratuitamente cruel, tan propia de ciertos intelectuales detenidos en la adolescencia y de cierta clase de alcohólico, y que la prosa tan eufónica y la perfección formal de los cuentos volvía más hiriente todavía.

Otros cuentos, como "Carpe Diem" o "La mujer de otro", me incomodaron por el motivo inverso: como incomoda lo muy frágil. Me daban la idea de una personalidad tan vulnerable, que su exposición en la página (incluso para uno que sabe por experiencia qué cosa construida es cualquier ficción) daba un poco de grima. Por otro lado los ensayos de Castillo, por mucho que me hayan enseñado, a menudo tenían una cualidad que me incomodaba también. Ahora sé cuál es: cierta forma de mirar las cosas y los hechos como desde muy lejos, como si fueran inalcanzables. Escritores o libros o efectos literarios que para Castillo deberían ser (y son) muy comprensibles, y que por esa razón uno esperaría ver tratados con desenvoltura, por un efecto de su retórica suelen aparecer como rodeados de un fulgor de leyenda: como podría imaginarlos una persona muy joven, que todavía cree –o mejor dicho le gusta creer; se esfuerza en creer– que las cosas importantes suceden siempre en otra parte. El efecto es paradójico: Castillo, por ejemplo, analiza sin contemplaciones el estilo de Roberto Arlt, explica la insensatez de ciertos giros empleados por Arlt y muestra luego por qué la prosa de Arlt sigue siendo, de todas formas, una de las más potentes de la literatura argentina; en este sentido, trata a Arlt con admiración ruda; pero, a fuerza de usar la retórica de la perplejidad, de decir que Arlt es "incomprensible", que "seguimos ignorándolo", de preguntarse "qué hace­mos con un genio casi anal­fabeto que es­cri­bía mal pero a quien le sa­lían nove­las como Los siete locos", Castillo termina por parecer, de todas formas, un poco idolátrico.

También Esteban Espósito, el protagonista de El que tiene sed, suele hablar con tono burlonamente fervoroso de "ellos": es decir los genios, los incomprensibles. Hay un horizonte donde está instalado todo lo deseable: la experiencia, la eclosión de la personalidad, la genialidad artística. Espósito es otro venerador nato, que se complace en constatar que lo que desea es inalcanzable. Lo cual no le impide, y yo más bien creo que lo ayuda, a ser uno de los personajes más vivos que yo haya encontrado en la ficción. Porque ésa es la otra cualidad enigmática de la literatura de Castillo: su desmesurada, contagiosa vitalidad. No digo vitalidad en el sentido de exuberancia, aunque a veces también eso; sino que no conozco otro escritor argentino cuya lectura provoque, como lo hacen los libros de Castillo, la impresión de conocer íntimamente a una persona viva. Es una literatura que remite a una forma de vivir más intensa, a una llama de la vida más brillante, que la que vive la mayoría de nosotros, o tal vez habría que decir la mayoría de los adultos.

Los textos incómodos

Es curioso contrastar esto con la imagen pública de Castillo. Los que lo critican suelen decir que es un escritor demasiado clásico, que practica formas anticuadas. Algunos lo encuentran demasiado truculento, como una especie de Sabato con mejor prosa. Otros, demasiado enfáticamente de izquierda, como un sartreano paleológico de los años 60. Suele aparecer en la portada de los suplementos literarios, con expresión severa, y en general con un tablero de ajedrez. Eso, y el hecho de que muchos lo elogien por el cuidado maniático de su prosa, basta para darle cierta aura conservadora, de escritor establecido, de prócer: es decir, el blanco perfecto para cualquier escritor joven que se afirma a sí mismo practicando la iconoclasia.

Leyendo los ensayos que acaban de aparecer bajo el título de Desconsideraciones, vuelvo a descubrir hasta qué punto esa imagen es producto de nuestra credulidad, de nuestra forma de aceptar acríticamente la apariencia más superficial que cualquier persona pública presenta de sí misma. Porque si algo no es este libro, es la obra de un escritor "oficial", con el sosiego que fatalmente va con esa posición. Son ensayos que, una vez más, incomodan y que, cosa tal vez aún más admirable, muchas veces parecen incómodos consigo mismos. Me llama la atención que, con excepción de la crítica del libro La Rive Gauche, todos los ensayos sean, de alguna forma, elogios. Pese a su título belicoso, Desconsideraciones es ante todo un libro admirativo. Sobre Gombrowicz, sobre Quiroga, sobre Echeverría, sobre Barrett, sobre London, Castillo escribe con algo más que entusiasmo; escribe con una especie de apasionada lealtad. El otro aspecto llamativo es, precisamente, qué es lo que Castillo admira en esos escritores.

Hablando de Jean-Paul Sartre, por ejemplo, anota que éste, acusado de frialdad e indiferencia hacia los demás, dijo que en efecto lo apasionaba comprenderlos cuando los tenía a mano, pero que no haría el menor esfuerzo por acercarse a nadie. "Y esto, que suena tétricamente a broma", escribe Castillo, "es mucho más que una frase: es la más aguda observa­ción sobre sí mismo que puede hacer un cierto tipo de intelectual." Es fácil percibir la alegría de Castillo ante esta confesión del autor de La Náusea; también lo es sentir que, para él, esa indiferencia esencial es una cualidad, si no altamente admirable en sí, por lo menos querible.

Relativa indiferencia hacia los hombres, porfiada subordinación de la experiencia vivida a la obra artística: esos rasgos elige destacar también en Freud, que aquí parece bastante menos científico que escritor, y en parte en Jesús, al que Castillo propone, por virtud de las famosas líneas ignotas que escribió en el polvo, como emblema y patrón de escritores. También participa de esos rasgos Ernest Hemingway. Si Hemingway timbeaba, dice Castillo, es porque había leído El Jugador de Dostoievski, y porque quería escribir sobre el tema. La experiencia vital, suponiendo que sea algo, es un intento de emular lo que se ha leído, que a su vez desemboca en escritura. O, para no ser tan exclusivos, es eso y también una cuota de vanidad: "Se enor­gullecía de ser un peso pesado natu­ral, es decir: un varón pode­roso, no me­ramente un gor­do". No sé si se pueden sostener sin exageración estas cosas; pero sí que esa precupación por parecer –por la imagen construida de la vida, de la cual participa la literatura– antes que por ser algo, es un rasgo definitorio de cierto tipo de personalidad, y quizá de todo el mundo a cierta edad. Más inesperado es el esfuerzo de Castillo para resaltar, contra la leyenda del Hemingway brutal, al escritor que le hizo decir a un personaje de Por quién doblan las campanas: "Con Dios o sin El, creo que es pecado ma­tar."

Sí, a Castillo le gusta mejorar a sus escritores preferidos. No quiero decir que los deforme deliberadamente. Pero es notoria su satisfacción cuando encuentra un argumento para sostener que Borges no era tan ranciamente conservador, o que Mujica Lainez no era tan tilingo. En uno de los mejores ensayos del libro, Castillo retoma la idea bien conocida de que La Casa, de Manuel Mujica Lainez, puede leerse como metáfora de la decadencia del patriciado argentino; pero señala que detalles intercalados por Mujica Lainez permiten inferir que esa decadencia no lo entristecía del todo: así, uno de los obreros que la ocupan resulta sensible a un cuadro de la casa, que a su vez se siente reconfortada por esa ocupación proletaria. Esto es lo que Castillo llama "un compromiso inconsciente que lo ubica en la posición correcta." A la inversa, en el ensayo sobre Rafael Barrett se esfuerza en recalcar que el autor furibundo de El Dolor paraguayo no era un hombre esencialmente violento; que era, en una palabra, un hombre bueno. Yo no conozco muchos ensayos actuales sobre literatura que se ocupen hasta este punto de las cualidades morales de sus objetos de estudio; pero bueno, tampoco conozco muchos donde la moral y la estética estén hasta este punto ligadas entre sí.

Para Castillo lo están. Los buenos escritores –lo dice sin pudor– son también, de algún modo, hombres buenos. Ahora recuerdo que Roberto Bolaño decía lo mismo, pero todos lo consideraban una boutade, porque Bolaño tenía un perfil más posmoderno que Castillo. Tal vez sea hora de empezar a analizar con más atención esas declaraciones aparentemente cándidas. En Desconsideraciones, si no entendí mal, bondad quiere decir dos cosas: ante todo, incapacidad para permanecer indiferente frente al dolor ajeno, y en segundo lugar autenticidad. La autenticidad, cueste lo que cueste, frente a un entorno incapaz de concederle su justo lugar, es otro de los temas de este libro. Sobre Esteban Echeverría, considerado por los historiadores como un autor larvario o inconcluso, Castillo dice: "No, no era Echeverría el inconcluso; nuestro país era el frag­mentario y caótico." Y dos veces –lo cual no es poco para un libro de sólo ciento treinta páginas– cita el juicio de Karl Jaspers sobre la exposición de los expresionistas en 1912, esa caterva de simuladores, donde "entre tantos artis­tas que preten­dían hacerse pasar por locos, el úni­co loco espléndido, el único loco de verdad y a pesar suyo, era Van Gogh".

¿Y qué queda al final, cuando el artista auténtico, o el loco auténtico, han encontrado su lugar en el mundo? La imagen está en el texto que cierra el libro, quizá el más sorprendente de todos: un hombre que escribe de noche, en una plaza, solo, bajo las estrellas, que repara en un hecho: la pobreza es fea, la injusticia es fea; quizá valga la pena intentar cambiar el mundo aunque sólo sea por razones estéticas.

El adolescente

Y uno empieza a preguntarse. ¿Quién habla así? ¿Quién, típicamente, está tan atento a las formas del mundo visible, a quién lo obsesiona hasta ese punto la apariencia, quién odia la fealdad como una ofensa moral? ¿Quién anda por ahí tan ensimismado, quién ama tanto a sus héroes, quién fomenta en sí mismo ese fervor por las cosas inalcanzables? ¿A quién lo preocupa la autenticidad con tanta urgencia? ¿Y quién lee literatura de esa forma: como el fin al que tiende todo, como la única meta de la vida, dado que es lo único que ordena y da sentido a la vida? No es una sorpresa lo que voy a decir. Es el adolescente. Y si Desconsideraciones, como pasa con otros libros de ensayos, puede entenderse también como autorretrato, ahí tenemos una clave para empezar a leer a Castillo de otra forma. Por otra parte, el mismo Castillo lo dice con todas las letras: "Los her­mo­sos libros, las dos o tres verda­des eter­nas, las nuevas verda­des transitorias que cam­bian la vida, el sentido abso­luto de la vida misma, se nos reve­lan en la ado­les­cen­cia o no se nos revelan nunca." No estoy diciendo que Castillo escriba para adolescentes, aunque es un hecho que los adolescentes lo han leído y lo siguen leyendo; propongo, en vez de la imagen de mármol que empieza a instalarse, la de un escritor que habla visceralmente desde la adolescencia, con las exaltaciones, las contradicciones y la vibrante luminosidad de la adolescencia, un Abelardo Castillo al que no es demasiado paradójico llamar el escritor más joven de la Argentina, el que quizá esté llamado a ser, con el tiempo, el escritor emblemático de una edad no muy tratada en nuestra literatura.

 

"PATRÓN". Cuento de Abelardo Castillo

I

La vieja Tomasina, la partera se lo dijo, tas preñada, le dijo, y ella sintió un miedo oscuro y pegajoso: llevar una criatura aden­tro como un bicho enrollado, un hijo, que a lo mejor un día iba a tener los mismos ojos duros, la misma piel áspera del viejo. Estás segura, Tomasina, preguntó, pero no preguntó: asintió. Porque ya lo sabía; siempre supo que el viejo iba a salirse con la suya. Pero m’hija, había dicho la mujer, llevo anunciando más partos que po­tros tiene tu marido. La miraba. Va a estar contento Anteno, agre­gó. Y Paula dijo sí, claro. Y aunque ya no se acordaba, una tarde, hacía cuatro años, también había dicho:

–Sí, claro.

Esa tarde quería decir que aceptaba ser la mujer de don Antenor Domínguez, el dueño de La Cabriada: el amo.

–Mire que no es obligación. –La abuela de Paula tenía los ojos bajos y se veía de lejos que sí, que era obligación. –Ahora que usté sabe cómo ha sido siempre don Anteno con una, lo bien que se portó de que nos falta su padre. Eso no quita que haga su voluntad.

Sin querer, las palabras fueron ambiguas; pero nadie duda­ba de que, en toda La Cabriada, su voluntad quería decir siempre lo mismo. Y ahora quería decir que Paula, la hija de un puestero de la estancia vieja –muerto, achicharrado en los corrales por salvar la novillada cuando el incendio aquel del 30– podía ser la mujer del hombre más rico del partido, porque, un rato antes, él había entra­do al rancho y había dicho:

–Quiero casarme con su nieta –Paula estaba afuera, dán­doles de comer a las gallinas; el viejo había pasado sin mirarla. –Se me ha dado por tener un hijo, sabes. –Señaló afuera, el cam­po, y su ademán pasó por encima de Paula que estaba en el patio, como si el ademán la incluyera, de hecho, en las palabras que iba a pronunciar después. –Mucho para que se lo quede el gobierno, y muy mío. ¿Cuántos años tiene la muchacha?

–Diecisiete, o dieciséis –la abuela no sabía muy bien; tampoco sabía muy bien cómo hacer para disimular el asombro, la alegría, las ganas de regalar, de vender a la nieta. Se secó las manos en el delantal.

El dijo:

–Qué me miras. ¿Te parece chica? En los bailes se arquea para adelante, bien pegada a los peones. No es chica. Y en la casa grande va a estar mejor que acá. Qué me contestas.

–Y yo no sé, don Anteno. Por mí no hay… –y no alcanzó a decir que no había inconveniente porque no le salió la palabra. Y entonces todo estaba decidido. Cinco minutos después él salió del rancho, pasó junto a Paula y dijo “vaya, que la vieja quiere hablar­la”. Ella entró y dijo:

–Sí, claro.

Y unos meses después el cura los casó. Hubo malicia en los ojos esa noche, en el patio de la estancia vieja. Vino y asado y malicia. Pau­la no quería escuchar las palabras que anticipaban el miedo y el dolor.

–Un alambre parece el viejo.

Duro, retorcido como un alambre, bailando esa noche, de­mostrando que de viejo sólo tenía la edad, zapateando un malambo hasta que el peón dijo está bueno, patrón, y él se rió, sudado, brillándole la piel curtida. Oliendo a padrillo.

Solos los dos, en sulky la llevó a la casa. Casi tres leguas, solos, con todo el cielo arriba y sus estrellas y el silencio. De golpe, al subir una loma, como un aparecido se les vino encima, torva, la silueta del Cerro Negro. Dijo Antenor:

–Cerro Patrón.

Y fue todo lo que dijo.

Después, al pasar el último puesto, Tomás, el cuidador, lo saludó con el farol desde lejos. Cuando llegaron a la casa, Paula no vio más que a una mujer y los perros. Los perros que se abalanzaban y se frenaron en seco sobre los cuartos, porque Antenor los enmu­deció, los paró de un grito. Paula adivinó que esa mujer, nadie más, vivía ahí dentro. Por una oscura asociación supo también que era ella quien cocinaba para el viejo: el viejo le había preguntado “comieron”, y señaló los perros.

Ahora, desde la ventana alta del caserón se ven los pinos, y los perros duermen. Largos los pinos, lejos.

–Todo lo que quiero es mujer en la casa, y un hijo, un macho en el campo –Antenor señaló afuera, a lo hondo de la noche agujereada de grillos; en algún sitio se oyó un relincho–. Vení, arrímate.

Ella se acercó.

–Mande –le dijo.

–Todo va a ser para él, entendés. Y también para vos. Pero anda sabiendo que acá se hace lo que yo digo, que por algo me he ganao el derecho a disponer. –Y señalaba el campo, afuera, hasta mucho más allá del monte de eucaliptos, detrás de los pinos, has­ta pasar el cerro, abarcando aguadas y caballos y vacas. Le tocó la cintura, y ella se puso rígida debajo del vestido. –Veintiocho años tenía cuando me lo gané –la miró, como quien se mete dentro de los ojos–, ya hace arriba de treinta.

Paula aguantó la mirada. Lejos, volvió a escucharse el relin­cho. El dijo:

–Vení a la cama.

II

No la consultó. La tomó, del mismo modo que se corta una fruta del árbol crecido en el patio. Estaba ahí, dentro de los límites de sus tierras, a este lado de los postes y el alambrado de púas. Una noche –se decía–. muchos años antes, Antenor Domínguez subió a caballo y galopó hasta el amanecer. Ni un minuto más. Porque el trato era “hasta que amanezca”, y él estaba acostumbrado a estas cláusulas viriles, arbitrarias, que se rubricaban con un apretón de manos o a veces ni siquiera con eso.

–De acá hasta donde llegues –y el caudillo, mirando al hombre joven estiró la mano, y la mano, que era grande y dadivosa, quedó como perdida entre los dedos del otro–. Clavas la estaca y te volvés. Lo alambras y es tuyo.

Nadie sabía muy bien qué clase de favor se estaba cobrando Antenor Domínguez aquella noche; algunos, los más suspicaces, ase­guraban que el hombre caído junto al mostrador del Rozas tenía algo que ver con ese trato: toda la tierra que se abarca en una noche de a caballo. Y él salió, sin apuro, sin ser tan zonzo como para re­ventar el animal a las diez cuadras. Y cuando clavó la estaca empezó a ser don Antenor. Y a los quince años era él quien podía, si cuadra­ba, regalarle a un hombre todo el campo que se animara a cabalgar en una noche. Claro que nunca lo hizo. Y ahora habían pasado trein­ta años y estaba acostumbrado a entender suyo todo lo que había de este lado de los postes y el alambre. Por eso no la consultó. La cortó.

Ella lo estaba mirando. Pareció que iba a decir algo, pero no habló. Nadie, viéndola, hubiera comprendido bien este silencio: la muchacha era una mujer grande, ancha y poderosa como un ani­mal, una bestia bella y chucara a la que se le adivinaba la violencia debajo de la piel. El viejo, en cambio, flaco, áspero como una rama.

–Contesta, che. ¡Contesta, te digo! –se le acercó. Paula sentía ahora su aliento junto a la cara, su olor a venir del campo. Ella dijo:

–No, don Anteno.

–¿Y entonces? ¿Me querés decir, entonces…?

Obedecer es fácil, pero un hijo no viene por más obediente que sea una, por más que aguante el olor del hombre corriéndole por el cuerpo, su aliento, como si entrase también, por más que se quede quieta boca arriba. Un año y medio boca arriba, viejo macho de sementera. Un año y medio sintiéndose la sangre tumultuosa galopándole el cuerpo, queriendo salírsele del cuerpo, saliendo y encontrando sólo la dureza despiadada del viejo. Sólo una vez lo vio distinto; le pareció distinto. Ella cruzaba los potreros, buscándolo, y un peón asomó detrás de una parva; Paula había sentido la mira­da caliente recorriéndole la curva de la espalda, como en los bailes, antes. Entonces oyó un crujido, un golpe seco, y se dio vuelta. Antenor estaba ahí, con el talero en la mano, y el peón abría la boca como en una arcada, abajo, junto a los pies del viejo. Fue esa sola vez. Se sintió mujer disputada, mujer nomás. Y no le importó que el viejo dijera yo te voy a dar mirarme la mujer, pión rotoso, ni que dijera:

–Y vos, qué buscas. Ya te dije dónde quiero que estés.

En la casa, claro. Y lo decía mientras un hombre, todavía en el suelo, abría y cerraba la boca en silencio, mientras otros hom­bres empezaron a rodear al viejo ambiguamente, lo empezaron a rodear con una expresión menos parecida al respeto que a la ame­naza. El viejo no los miraba:

–Qué buscas.

–La abuela –dijo ella–. Me avisan que está mala –y repentinamente se sintió sola, únicamente protegida por el hombre del talero; el hombre rodeado de peones agresivos, ambiguos, que ahora, al escuchar a la muchacha, se quedaron quietos. Y ella com­prendió que, sin proponérselo, estaba defendiendo al viejo.

–Qué miran ustedes –la voz de Antenor, súbita. El viejo sabía siempre cuál era el momento de clavar una estaca. Los miró y ellos agacharon la cabeza. El capataz venía del lado de las cabañas, gritando alguna cosa. El viejo miró a Paula, y de nuevo al peón que ahora se levantaba, encogido como un perro apaleado–. Si andas alzado, en cuanto me dé un hijo te la regalo.

III

A los dos años empezó a mirarla con rencor. Mirada de es­tafado, eso era. Antes había sido impaciencia, apuro de viejo por tener un hijo y asombro de no tenerlo: los ojos inquisidores del viejo y ella que bajaba la cabeza con un poco de vergüenza. Después fue la ironía. O algo más bárbaro, pero que se emparentaba de algún modo con la ironía y hacía que la muchacha se quedara con la vista fija en el plato, durante la cena o el almuerzo. Después, aquel insul­to en los potreros, como un golpe a mano abierta, prefigurando la mano pesada y ancha y real que alguna vez va a estallarle en la cara, porque Paula siempre supo que el viejo iba a terminar golpeando. Lo supo la misma noche que murió la abuela.

–O cuarenta y tantos, es lo mismo.

Alguien lo había dicho en el velorio: cuarenta y tantos. Los años de diferencia, querían decir. Paula miró de reojo a Antenor, y él, más allá, hablando de unos cueros, adivinó la mirada y entendió lo que todos pensaban: que la diferencia era grande. Y quién sabe entonces si la culpa no era de él, del viejo.

–Volvemos a la casa –dijo de golpe.

Ésa fue la primera noche que Paula le sintió olor a caña. Después –hasta la tarde aquella, cuando un toro se vino resoplan­do por el andarivel y hubo gritos y sangre por el aire y el viejo se quedó quieto como un trapo– pasó un año, y Antenor tenía siem­pre olor a caña. Un olor penetrante, que parecía querer meterse en las venas de Paula, entrar junto con el viejo. Al final del tercer año, quedó encinta. Debió de haber sido durante una de esas noches furi­bundas en que el viejo, brutalmente, la tumbaba sobre la cama, como a un animal maneado, poseyéndola con rencor, con desespe­ración. Ella supo que estaba encinta y tuvo miedo. De pronto sin­tió ganas de llorar; no sabía por qué, si porque el viejo se había sa­lido con la suya o por la mano brutal, pesada, que se abría ahora: ancha mano de castrar y marcar, estallándole, por fin, en la cara.

–¡Contesta! Contéstame, yegua.

El bofetón la sentó en la cama; pero no lloró. Se quedó ahí, odiando al hombre con los ojos muy abiertos. La cara le ardía.

–No –dijo mirándolo–. Ha de ser un retraso, nomás. Como siempre.

–Yo te voy a dar retraso –Antenor repetía las palabras, las mordía–. Yo te voy a dar retraso. Mañana mismo le digo al Fabio que te lleve al pueblo, a casa de la Tomasina. Te voy a dar retraso.

La había espiado seguramente. Había llevado cuenta de los días; quizá desde la primera noche, mes a mes, durante los tres años que llevó cuenta de los días.

–Mañana te levantas cuando aclare. Acostate ahora.

Una ternera boca arriba, al día siguiente, en el campo. Paula la vio desde el sulky, cuando pasaba hacia el pueblo con el viejo Fabio. Olor a carne quemada y una gran “A”, incandescente, cha­muscándole el flanco: Paula se reconoció en los ojos de la ternera.

Al volver del pueblo, Antenor todavía estaba ahí, entre los peones. Un torito mugía, tumbado a los pies del hombre; nadie como el viejo para voltear un animal y descornarlo o caparlo de un tajo. Antenor la llamó, y ella hubiera querido que no la llamase: hubiera querido seguir hasta la casa, encerrarse allá. Pero el viejo la llamó y ella ahora estaba parada junto a él.

–Ceba mate. –Algo como una tijera enorme, o como una tenaza, se ajustó en el nacimiento de los cuernos del torito. Paula frunció la cara. Se oyeron un crujido y un mugido largo, y del hueso brotó, repentino, un chorro colorado y caliente. –Qué fruncís la jeta, vos.

Ella le alcanzó el mate. Preñada, había dicho la Tomasina. Él pareció adivinarlo. Paula estaba agarrando el mate que él le devolvía, quiso evitar sus ojos, darse vuelta.

–Che –dijo el viejo.

–Mande –dijo Paula.

Estaba mirándolo otra vez, mirándole las manos anchas, llenas de sangre pegajosa: recordó el bofetón de la noche anterior. Por el andarivel traían un toro grande, un pinto, que bufaba y ha­cía retemblar las maderas. La voz de Antenor, mientras sus manos desanudaban unas correas, hizo la pregunta que Paula estaba te­miendo. La hizo en el mismo momento que Paula gritó, que todos gritaron.

–¿Qué te dijo la Tomasina? –preguntó.

Y todos, repentinamente, gritaron. Los ojos de Antenor se habían achicado al mirarla, pero de inmediato volvieron a abrirse, enormes, y mientras todos gritaban, el cuerpo del viejo dio una vuelta en el aire, atropellado de atrás por el toro. Hubo un revuelo de hombres y animales y el resbalón de las pezuñas sobre la tierra. En mitad de los gritos, Paula seguía parada con el mate en la mano, mirando absurdamente el cuerpo como un trapo del viejo. Había quedado sobre el alambrado de púas, como un trapo puesto a secar.

Y todo fue tan rápido que, por encima del tumulto, los sobresaltó la voz autoritaria de don Antenor Domínguez.

–¡Ayúdenme, carajo!

IV

Esta orden y aquella pregunta fueron las dos últimas cosas que articuló. Después estaba ahí, de espaldas sobre la cama, sudan­do, abriendo y cerrando la boca sin pronunciar palabra. Quebrado, partido como si le hubiesen descargado un hachazo en la columna, no perdió el sentido hasta mucho más tarde. Sólo entonces el mé­dico aconsejó llevarlo al pueblo, a la clínica. Dijo que el viejo no volvería a moverse; tampoco, a hablar. Cuando Antenor estuvo en condiciones de comprender alguna cosa, Paula le anunció lo del chico.

–Va a tener el chico –le anunció–. La Tomasina me lo ha dicho.

Un brillo como de triunfo alumbró ferozmente la mirada del viejo; se le achisparon los ojos y, de haber podido hablar, acaso hubiera dicho gracias por primera vez en su vida. Un tiempo des­pués garabateó en un papel que quería volver a la casa grande. Esa misma tarde lo llevaron.

Nadie vino a verlo. El médico y el capataz de La Cabriada, el viejo Fabio, eran las dos únicas personas que Antenor veía. Salvo la mujer que ayudaba a Paula en la cocina –pero que jamás entró en el cuarto de Antenor, por orden de Paula–, nadie más andaba por la casa. El viejo Fabio llegaba al caer el sol. Llegaba y se que­daba quieto, sentado lejos de la cama sin saber qué hacer o qué decir. Paula, en silencio, cebaba mate entonces.

Y súbitamente, ella, Paula, se transfiguró. Se transfiguró cuando Antenor pidió que lo llevaran al cuarto alto; pero ya desde antes, su cara, hermosa y brutal, se había ido transformando. Ha­blaba poco, cada día menos. Su expresión se fue haciendo cada vez más dura –más sombría–, como la de quienes, en secreto, se han propuesto obstinadamente algo. Una noche, Antenor pareció aho­garse; Paula sospechó que el viejo podía morirse así, de golpe, y tuvo miedo. Sin embargo, ahí, entre las sábanas y a la luz de la lám­para, el rostro de Antenor Domínguez tenía algo desesperado, emperradamente vivo. No iba a morirse hasta que naciera el chico; los dos querían esto. Ella le vació una cucharada de remedio en los la­bios temblorosos. Antenor echó la cabeza hacia atrás. Los ojos, por un momento, se le habían quedado en blanco. La voz de Paula fue un grito:

–¡Va a tener el chico, me oye! –Antenor levantó la cara; el remedio se volcaba sobre las mantas, desde las comisuras de una sonrisa. Dijo que sí con la cabeza.

Esa misma noche empezó todo. Entre ella y Fabio lo su­bieron al cuarto alto. Allí, don Antenor Domínguez, semicolgado de las correas atadas a un travesaño de fierro, que el doctor había hecho colocar sobre la cama, erguido a medias podía contemplar el campo. Su campo. Alguna vez volvió a garrapatear con lentitud unas letras torcidas, grandes, y Paula mandó llamar a unos hombres que, abriendo un boquete en la pared, extendieron la ventana hacia abajo y a lo ancho. El viejo volvió a sonreír entonces. Se pasaba horas con la mirada perdida, solo, en silencio, abriendo y cerrando la boca como si rezara –o como si repitiera empecinadamente un nombre, el suyo, gestándose otra vez en el vientre de Paula–, mirando su tierra, lejos hasta los altos pinos, más allá del Cerro Negro. Contra el cielo.

Una noche volvió a sacudirse en un ahogo. Paula dijo:

–Va a tener el chico. El asintió otra vez con la cabeza.

Con el tiempo, este diálogo se hizo costumbre. Cada noche lo repetían.

V

El campo y el vientre hinchado de la mujer: las dos únicas cosas que veía. El médico, ahora, sólo lo visitaba si Paula –de tanto en tanto, y finalmente nunca– lo mandaba llamar, y el mismo Fabio, que una vez por semana ataba el sulky e iba a comprar al pueblo los encargos de la muchacha, acabó por olvidarse de subir al piso alto al caer la tarde. Salvo ella, nadie subía.

Cuando el vientre de Paula era una comba enorme, tirante bajo sus ropas, la mujer que ayudaba en la cocina no volvió más. Los ojos de Antenor, interrogantes, estaban mirando a Paula.

–La eché –dijo Paula.

Después, al salir, cerró la puerta con llave (una llave grande, que Paula llevará siempre consigo, colgada a la cintura), y el viejo tuvo que acostumbrarse también a esto. El sonido de la llave giran­do en la antigua cerradura anunciaba la entrada de Paula –sus pa­sos, cada día más lerdos, más livianos, a medida que la fecha del parto se acercaba–, y por fin la mano que dejaba el plato, mano que Antenor no se atrevía a tocar. Hasta que la mirada del viejo también cambió. Tal vez, alguna noche, sus ojos se cruzaron con los de Paula, o tal vez, simplemente, miró su rostro. El silencio se le pobló entonces con una presencia extraña y amenazadora, que acaso se parecía un poco a la locura, sí, alguna noche, cuando ella venía con la lámpara, el viejo miró bien su cara: eso como un gesto estáti­co, interminable, que parecía haberse ido fraguando en su cara o quizá sólo en su boca, como si la costumbre de andar callada, apre­tando los dientes, mordiendo algún quejido que le subía en pun­tadas desde la cintura, le hubiera petrificado la piel. O ni necesitó mirarla. Cuando oyó girar la llave y vio proyectarse larga la sombra de Paula sobre el piso, antes de que ella dijera lo que siempre decía, el viejo intuyó algo tremendo. Súbitamente, una sensación que nunca había experimentado antes. De pronto le perforó el cerebro, como una gota de ácido: el miedo. Un miedo solitario y poderoso, incomunicable. Quiso no escuchar, no ver la cara de ella, pero adi­vinó el gesto, la mirada, el rictus aquel de apretar los dientes. Ella dijo:

–Va a tener el chico.

Antenor volvió la cara hacia la pared. Después, cada noche la volvía.

VI

Nació en invierno; era varón. Paula lo tuvo ahí mismo. No mandó llamar a la Tomasina: el día anterior le había dicho a Fabio que no iba a necesitar nada, ningún encargo del pueblo.

–Ni hace falta que venga en la semana –y como Fabio se había quedado mirándole el vientre, dijo: –Mañana a más tardar ha de venir la Tomasina.

Después pareció reflexionar en algo que acababa de decir Fabio; él había preguntado por la mujer que ayudaba en la casa. No la he visto hoy, había dicho Fabio.

–Ha de estar en el pueblo –dijo Paula. Y cuando Fabio ya montaba, agregó: –Si lo ve al Tomás, mándemelo. Luego vino Tomás y Paula dijo:

–Podes irte nomás a ver tu chica. Fabio va a cuidar la casa esta semana.

Desde la ventana, arriba, Antenor pudo ver cómo Paula se quedaba sola junto al aljibe. Después ella se metió en la casa y el viejo no volvió a verla hasta el día siguiente, cuando le trajo el chico.

Antes, de cara contra la pared, quizá pudo escuchar algún quejido ahogado y, al acercarse la noche, un grito largo retumban­do entre los cuartos vacíos; por fin, nítido, el llanto triunfante de una criatura. Entonces el viejo comenzó a reírse como un loco. De un súbito manotón se aferró a las correas de la cama y quedó sentado, riéndose. No se movió hasta mucho más tarde.

Cuando Paula entró en el cuarto, el viejo permanecía en la misma actitud, rígido y sentado. Ella lo traía vivo: Antenor pudo escuchar la respiración de su hijo. Paula se acercó. Desde lejos, con los brazos muy extendidos y el cuerpo echado hacia atrás, apartan­do la cara, ella, dejó al chico sobre las sábanas, junto al viejo, que ahora ya no se reía. Los ojos del hombre y de la mujer se encontra­ron luego. Fue un segundo: Paula se quedó allí, inmóvil, detenida ante los ojos imperativos de Antenor. Como si hubiera estado es­perando aquello, el viejo soltó las correas y tendió el brazo libre hacia la mujer; con el otro se apoyó en la cama, por no aplastar al chico. Sus dedos alcanzaron a rozar la pollera de Paula, pero ella, como si también hubiese estado esperando el ademán, se echó hacia atrás con violencia. Retrocedió unos pasos; arrinconada en un án­gulo del cuarto, al principio lo miró con miedo. Después, no. An­tenor había quedado grotescamente caído hacia un costado: por no aplastar al chico estuvo a punto de rodar fuera de la cama. El chico comenzó a llorar. El viejo abrió la boca, buscó sentarse y no dio con la correa. Durante un segundo se quedó así, con la boca abierta en un grito inarticulado y feroz, una especie de estertor mudo e impo­tente, tan salvaje, sin embargo, que de haber podido gritarse habría conmovido la casa hasta los cimientos. Cuando salía del cuarto, Paula volvió la cabeza. Antenor estaba sentado nuevamente: con una mano se aferraba a la correa; con la otra, sostenía a la criatura. Delante de ellos se veía el campo, lejos, hasta el Cerro Patrón.

Al salir, Paula cerró la puerta con llave; después, antes de atar el sulky, la tiró al aljibe.

 

domingo, 12 de octubre de 2014

NARRADORES G 70 Samanta Schweblin

Bingueras

Por Samanta Schweblin.

Una noche en Costa Rica, Guillermo Martínez nos llevó a un casino y nos enseñó a Berti, a Ezequiel Martínez y a mí una técnica para jugar a la ruleta sin perder nunca un peso y ganar algo una vez cada tanto. De verdad, él sabe cómo se hace. También está la anécdota familiar de Santiago de Chile, con mi vieja y mi hermana, y cómo mi hermana, borracha y sin soltar nunca la manija plateada de su maquinita de monedas pagó íntegra la hotelería del viaje. Ese es todo mi oscuro pasado con el mundo del juego. Y ahora toca con Nona, que me mira apoyada en la barra de entrada del Bingo Belgrano, animada pero confundida. Me mira a mí que soy la argentina, la que supuestamente sabe de bingos, pero yo apenas llevo unas semanas de regreso en Buenos Aires, y es la primera vez en mi vida que me animo a este otro mundo.

Esto fue ayer a las dos de la tarde. El mismo día y en el mismo Bingo, pero tres horas después, ya éramos profesionales. Es decir, bingueras. Así es como llaman a la gente como uno. Hay que respetar el orden en que se compran los cartones. Si se quiere jugar todas las rondas –y eso es lo que quiere cualquier profesional-, hay que confiar en el chico que pasa a cobrar los cartones mientras cantan los números, y dejar que cada doce minutos se cobre solo de tu pila de dinero. Si la suerte no corre cerca hay que tirar un poco de agua debajo de la mesa. Hay que dibujar pirámides de seis escalones en la contracara de las series ya descartadas. Si sacas línea, o bingo, los cartones de diez dejan más guita, pero con los de tres y los de cinco es más fácil comprar más de uno, y los que llevamos ya horas en el oficio –y todo es oficio en esta vida- podemos jugar con dos y hasta tres cartones al mismo tiempo, basándonos en códigos de líneas, puntos, cruces y círculos, que optimizan búsquedas y abren paso a la suerte como una pista de hielo. Mi marcador negro tiembla a veces sobre el cartón cuando cantan números que no tengo o no puedo encontrar. El de Nona se mueve con una naturalidad que sólo puede ser nata. Hay cuatro viejas en nuestra mesa y un tipo que acaba de sumarse. No entienden que la profesionalidad binguera es una actitud, y entre cartón y cartón nos llueven consejos y didácticas anécdotas. Y entonces sucede lo que quiero contarles. Lo que quizá haya pasado ayer entre las dos y las cinco de la tarde, aunque ni Nona ni yo podamos confirmarlo fehacientemente. Primero, es solo una premonición: me miro las manos, mis manos pálidas y suaves, mis uñas rojas siempre mordidas, pero sobre todo -tengo que decirlo para que esta historia se entienda bien-: mis manos jóvenes. Las manos jóvenes de Nona, que siguen atentas los números de su cartón. Algo se enciende, una alarma interna en mi cuerpo. Es algo muy sutil, está ahí para anunciar el peligro, pero a veces la confundo con otras cosas. Me estoy meando, pienso. Y un momento después estoy camino al baño. Alguien grita bingo por cincuentava vez y por cincuentava vez, tras el grito, el silencio de los bingueros se vuelve un bullicio suave e indignado. Me estoy alejando hacia el cartel de los baños. Atrás quedan las cien, ciento cincuenta mesas ocupadas, de las doscientas, doscientas cincuenta mesas del bingo. Los números luminosos, las pantallas de colores, la gran pecera de bolillas voladoras. Una flecha anuncia los baños detrás de una pequeña puerta blanca. Cuando la cierro tras de mí el ruido queda afuera y todo se vuelve blanco y pequeño. Ocho escalones llevan hasta el primer descanso. Ocho más hasta el segundo. Y todavía hay que seguir subiendo. Entonces veo el cartel. Es verde y blanco. Es muy grande. Dice: “No se suelte de la baranda, mire los escalones, cuide su cabeza”. Es esto, pienso. Con esto tiene que ver mi alarma. Esto es lo peligroso. Esto es lo que augura el mal. Y ahí la veo. Se asoma ahora desde la izquierda, hacia mí, llegando ya al tercer descanso. Calculo que la vieja apenas me llega a los hombros. Está tan encorvada que la espalda casi dibuja una joroba. Lleva el pelo teñido de rojo. Un chal dorado le envuelve los hombros atado al medio con un nudo enorme. Está aferrada a la baranda. Muy fuerte. Demasiado fuerte. Y eso es lo que me ayuda a entender. La pista es el cartel. Y de ninguna manera la vieja está aferrada a la baranda sino que es todo lo contrario. Lo que le pasa a la vieja es que no se puede soltar. No hay forma de soltarse. Está bajando las escaleras desde hace horas, entró a ese bingo hace años. Quince años, veinte años. El tipo que se unió a nuestra mesa está ahí desde los dieciocho, el bingo abrió en el noventa y seis. Cuando en la mesa le dije a una de las viejas que le envidiaba la suerte, ella tachó su tercera pirámide y dijo que lo que ella me envidiaba a mí era la edad. Tu edad, dijo, y lo dijo todavía una vez más –tu edad-. Todas las viejas que entraron antes y después que nosotras, las cientos de viejas sentadas entre los veinte tipos que hay en todo el bingo. ¿Y que las trae por el bingo? Nos preguntó la primera vieja. Con Nona cruzamos miradas cómplices. Es una larga historia, dije. No te engañes, querida, dijo la vieja, siempre es una larga historia. Y así llegué al recuerdo del sobre. Las organizadoras del FILBA diciendo “vale culpar a las organizadoras”. Las instrucciones -a tal hora en la librería, de ahí se toman un taxi con la dirección del bingo-. El sobre que le dieron a Nona con los 500 pesos para gastarse en cartones. Casi descuido mi cabeza, casi miro los escalones, casi toco la baranda. Pero no. Doy un paso atrás. Pienso –casi rezando-, en toda el agua que tiramos debajo de la mesa, en todas las pirámides de seis escalones que dibujamos detrás de los cartones. Doy otro paso hacia atrás, ciego, inseguro, pero sin rozar ni un momento la baranda. Y me alejo de la vieja. Corro hacia planta baja, regreso al suelo del que vengo. Afuera ya juegan otra ronda y la espalda de Nona está inclinada sobre un cartón, demasiado inclinada. Siento un cariño enorme por Nona, un amor de cuidado, de rescate. Tengo que sacarla de acá, alguien tiene que sacarnos de acá cuanto antes, pienso, mientras despacio, disimuladamente, me siento, atenta al chico de los cartones –tan joven, el único joven- que se acerca ahora con una sonrisa.

Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) es una escritora argentina, egresada de la carrera de Imagen y Sonido de la UBA.

Su libro de cuentos El núcleo del disturbio (2002) ganó el primer premio del Fondo Nacional de las Artes 2001, y su cuento “Hacia la alegre civilización de la capital”, el primer premio en el Concurso Nacional Haroldo Conti. Participó en las antologías publicadas por la Editorial Siruela, “Cuentos Argentinos” (España, 2004); la Editorial Norma, “La joven guardia” (Argentina, 2005) y “Una terraza propia” (Argentina, 2006); y varias antologías de centros culturales como el General San Martín y el Ricardo Rojas. Algunos de sus cuentos ya se encuentran traducidos al inglés, el francés, el alemán y el sueco. Su segundo libro de cuentos, Pájaros en la boca (2009), obtuvo el Premio Casa de las Américas 2008. En 2010 publicó "La pesada valija de Benavides" en la editorial uruguaya La Propia Cartonera y fue elegida por la revista británica Granta como una de los 22 mejores escritores en español menor de 35 años.

En el año 2012 ganó el Premio Juan Rulfo1 por el cuento “Un hombre sin suerte”, en el que narra un encuentro entre una niña y un desconocido. En 2014 obtuvo el Premio Konex - Diploma al Mérito por su trayectoria como cuentista durante el período 2009-2013.

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NARRADORES G 70, Natalia Moret

PLATERO Y YO

por Natalia Moret *

Una casa será fuerte e indestructible/ cuando esté sostenida por estas cuatro columnas: / padre valiente, madre prudente, hija obediente, hermana complaciente (Confucio)



Cuando vi la fuente casi me pongo a llorar. Era el cuarto día seguido que comíamos el matambre que había sobrado del cumpleaños de mamá. Matambre con papas fritas, matambre con puré, matambre con papas fritas, y esa noche, casi un exceso, matambre con ensalada de lechuga, tomate, y cebolla, y papas fritas. Y todavía quedaba matambre como para dos o tres días más.
Puse la mesa mientras mamá terminaba de freír las papas. Siempre me lo pedía a mí. Todo. Nena por favor poné los platos. Nena por favor avisale a tu padre que venga. Nena por favor andá a buscar a tu hermana a la esquina. Nena por qué no levantás la mierda del perro del jardín. Enferma, no me dejaba en paz. Una vez le dije: sos una machista, y se quedó mirándome como si yo fuese una hiena inmoral que jamás llegaría a ser buena ama de casa. Buena madre.
Como Julián, Martín y papá eran hombres no tenían que hacer nada –a mamá le parecía una falta de respeto pedirle a un hombre que tocara un plato o una media sucia-, y Analía casi siempre se hacía la idiota, o se metía en el baño. A veces lavaba un plato y enseguida empezaba a quejarse de que se le despintaban las uñas. Se le sentaba encima a papá, lo abrazaba, le daba besos y le decía “ay papi, papi, por favooor”. Papi se reía.

-Julián, Martín, vamos, dejen ese jueguito que se enfría la comida. Vos nena llamá a tu hermana.
-No hinchés las pelotas ma, ahí vamos- dijo Martín, enfrascado con el otro melli en frente de la computadora, con el juego de fútbol que los estaba terminando de descerebrar.
-No! vengan a la mesa, después siguen, ¡no me pongan loca!, ¡no me pongan loca!

Cada vez que mamá empezaba a gritar yo me iba lo más lejos posible. Le encantaba gritar y repetir todo dos, tres veces, la segunda siempre un poco más fuerte que la primera. Pobre mamá, de voz finita, intensa, empantanada. De la computadora salían las ovaciones de las hinchadas y de mis hermanos. En la cocina también estaban la mesa, los gritos de mamá y el televisor. Y frente al televisor papá, siempre papá.

Entré al baño, trabé la puerta y me lavé las manos. Tuve quince segundos.

-Nena, dale, por favor, ¡llamá a tu hermana que se enfría todo!
-¡Pero si es matambre con ensalada, ma! – grité – Ya voy.

Mi hermana estaba en el jardín con su novio. Se la pasaban en el jardín, en la esquina o en la pieza, y se besaban babosa y largamente, todo el tiempo, calculo que porque no tendrían mucho de qué hablar. El novio se quedaba a comer todas las noches y en la mesa no decía una palabra. Era fletero en una pinturería. No se le caía ni una idea, pero era hermoso. Bruto, y hermoso. Martín le decía Platero, por lo burro. Cada vez que le decía así nos reíamos todos salvo mi hermana. Incluso el propio Burrito se reía, y cuando reía era más bruto y más hermoso, luminosamente ignorante, como si supiera y no, como si tuviera conciencia y no, como si alguien le susurrara secretos que ni siquiera le preocupaba entender.
Mi hermana también, bruta y hermosa. La brutísima. La baratísima. Tenía un culo y unas tetas admirables. Siempre fue la preferida en casa; salió rubia y de ojos celestes, papá estaba orgulloso de su angelito ario, y aunque a mamá le molestaba su falta de habilidades hogareñas, no se animaba a contradecir a su marido y la dejaba hacer de princesita. Además, hacía unos meses Analía había conseguido la excusa perfecta para no volver a tocar un trapo de piso: era promotora en “For Sports”, el gimnasio más concheto de Lanús. “No entendés que Analía trabaja, que está cansada?”, me decía mi papá. “Y vos te la pasás todo el día acá rascándote la argolla y engordando”, decía después.

-¿Cómo salió el partido?- Martín hacía todo con las manos: comía el matambre, las papas fritas y se limpiaba el aceite que le quedaba en la boca.
-Tres a cero
-¿Y cómo va este?
-¿Querés tomate, Carlos?- mamá le servía siempre la comida a su marido, hasta que él no tenía todo en el plato ella no tenía paz.
- Shhhh-decía él.

Y cuando no la hacía callar, directamente se quedaba sin responderle, los ojos en la tele y el cerebro un bollo de papel maché. La cena seguía casi siempre así. Algún partido, algunos gritos de orsai, los ruidos de mi hermano masticando cualquier vestigio de sofisticación. Papá sacaba los ojos de la tele sólo si su angelito contaba algo del trabajo. Y cuando mi hermana terminaba el cuento, Platero le acariciaba el pelo y lo miraba a mi viejo hinchado de vanidad, como si dijera “acá el genio soy yo, que me la estoy garchando”. A papá lo que se le hinchaba era la vena de la frente. Ahí el Burrito sacaba la mano de mi hermana y volvía a meterla en su plato silencioso.

-Hoy vino un tipo muy groso a controlar el salón, uno de los gerentes. Estuvimos hablando como una hora. Me contó Susana que le dijo que yo era la mejor asistente- mi hermana se refería a su trabajo de promotora como “asistente”- Le caí bárbaro.
- Ay hijita, qué bien, qué bien, tenés que estar bien conectada con esa gente, muy bien conectada. ¿Y de qué hablaron una hora?
- Qué se yo ma, cosas, qué había hecho antes, si estaba contenta con el trabajo. Yo le dije que estaba muy conforme, la verdad no me puedo quejar de la empresa y además es un lugar donde se puede crecer.
- Hiciste bien hija, hiciste bien.
- Eso sí, le dije yo, lo difícil es mantener este cuerpo, ¡ni un gramo de más!- hizo un gesto con la lechuga que tenía en el tenedor. Si hubiera sabido cómo, habría dicho algo así como “la espinosa vida hipocalórica”. Pero con sacudir el tenedor se hizo entender, y se rió con la boca bien abierta, la abiertísima, sin un gramito de sarcasmo. Después, se acomodó el corpiño, haciendo que le sobresalieran más las tetas por sobre el escote de la musculosa, y se estiró el pelo largo y rubio atrás de la oreja. Platero le dio un beso y siguió comiendo. Con una mano agarraba el tenedor, con la otra le tocaba la pierna por abajo del mantel floreado. Nos dábamos cuenta todos.

-Te aumentaron ya? - papá habló y volvió a mirar la tele. Me pareció que se contenía.
-No, pa. Me dijeron que a fin de mes. Tengo que ir la semana que viene a la oficina de este tipo, en el centro, para una entrevista más detallada.
-¿Al centro? Que no te ponga un dedo encima porque lo mato - papá terminó de cortar un pedazo de matambre, lo pinchó con el cuchillo y se lo llevó a la boca. Apretaba el cuchillo con toda la mano, un troglodita entrenado para asesinar. Lo miró de pasada a Platero, que miró enseguida para otro lado - Lo mato.
- Aaaay paaapii -dijo Analía, encantadísima. A mí ya me estaban dando ganas de vomitarles en la cara a todos. Me salvó uno de los mellis con su ingenuidad, o falta de tacto, o mala leche, no sé.
-Ay paaaaapiiiiiiii aaaayy- Martín imitaba el tono de voz de Analía y movía las manos como un pajarilio - mmmm aaaay paaaapi mmmm mmmmmm uh ay aaay - y así, hasta que papá le colocó un certero bife silenciador en la nuca, el pobre casi se da el mentón contra el matambre. Yo estaba empezando a divertirme.

-¿Quién juega?

Desconcierto. Era la segunda o tercera vez que Platero hablaba en público. Como estrategia de distracción había sido muy efectiva, igual estoy segura de que no fue planificado. Platero se había vuelto el centro involuntario de atención. Papá lo miró en silencio, y, en silencio, creo que algo asqueado, volvió a mirar la tele. De fútbol hablaba sólo con la gente que le inspiraba respeto, y en fútbol sólo educaba a su descendencia. Estos eran sus dos principios.
Papá subió tanto el volumen del televisor que ni siquiera se escuchaba a Martín masticar. Creo que el Real Madrid le ganó tres a uno a un equipo francés, y nadie más habló hasta el final de la comida. Mientras yo ayudaba a mamá a levantar los platos, papá se fue a dormir sin saludar. Antes, desconectó el joystick de la computadora y se lo llevó, así mis hermanos no lo despertaban con su griterío. Dejó la tele prendida para que mamá pudiera apagarla.

-¿Vamos a ver la tele?

Era lo primero que mi hermana le decía a Platero ni bien papá se iba a dormir. Se lo decía en voz baja, para que no escuchara nadie, y Platero le respondía con un leve movimiento de cabeza y una palmadita en la cintura. Era la contraseña:

-¿Vamos a ver la tele?

Teníamos una cama cucheta. Yo dormía arriba, Analía abajo, y casi todas las noches se metía con el Burrito abajo de la colcha. Invierno o verano, siempre tenían frío. Prendían la tele en cualquier canal y hacían zapping. Nunca entendí cómo papá no se daba cuenta. Rogaba que alguna noche, cuando se levantaba para ir al baño, se le ocurriera entrar a nuestra pieza a ver cómo dormía su angelito y la descubriera enturrada con Platero. Y ahí sí iba a saber de cuál de las dos tenía que estar orgulloso.
Yo siempre me tapaba con la almohada, o les pedía que subieran el volumen de la tele para no escucharlos, pero esa noche no. Pusieron Much Music, sonaba uno de esos temas de latinos cantados en inglés, pero la luz roja intermitente de la pantalla no estaba tan mal. Cerré los ojos, me tapé, y con mucho trabajo logré que sonara en mi cabeza el estribillo de “Brown Sugar” y después el de “She’s a sensation”.


Me despertaron unos ruidos. A pesar de la cantidad de veces que ellos dos habían estado ahí abajo mientras yo estaba ahí arriba, esa era la primera que llegaba a escucharlos bien. Primero me tapé hasta la cabeza, cojerse a la huequísima, qué estómago. Pero enseguida me di cuenta de que, en verdad, no me daba tanto asco. Eso sí me dio asco.

-Tenés sueñito, ¿mi amor?
-Mmm, un poquito.
-Bueno, vos dormí que yo te hago mimitos.

Chorreaban diminutivos. Levanté el colchón en una punta y miré para abajo. Estaban tapados con la colcha y, al menos sus torsos, vestidos. Platero le hacía cucharita, del lado de la pared, y mi hermana manejaba el control remoto. Yo siempre había pensado que lo de la tele era una excusa, pero me pareció que Analía, efectivamente, miraba la tele. Miraba la tele y se dejaba cucharear. Platero le acariciaba el hombro. Quise levantar un poco más el colchón, ver más, todo, pero la cama hizo un ruido. Mi hermana levantó la cabeza, estoy segura de que llegó a verme. Yo solté el colchón entre nerviosa y asustada.

-¿Qué pasa, hermosa?
-Shh. Me parece que mi hermana está despierta.
-Le decimos que baje, mi amor, ¿querés?

Desconcierto dos. Jamás hubiera imaginado que el Burrito era capaz de decir algo así. ¿Decirme que baje? ¿Y Analía no iba a decirle nada? Me inquieté. Apoyé las manos en mi bombacha y empecé a juguetear con uno de los moñitos del encaje. ¿Cojerse a las dos?

-¡¿Te gusta mi hermana??
-Es un chiste, cielo. ¿Cómo le vamos a decir que baje? ¿¿A vos te parece que yo puedo querer estar con las dos, eh??
-¿Te gusta, o no te gusta? Contestaame, maalo.

Contestale, nene. Contestá, que al final no eras tan silencioso eh. Dale, decile que te gusto, decí, decí que te gusto, asqueroso, que me querés cojer. Me metí dos dedos abajo del encaje. Incestuoso, múltiple, mugriento. Los tres juntos, Burrito, dale, decí que nos querés a las dos. Me dí vuelta para espiarlos otra vez. Mi hermana se había destapado un poco, se había desnudado. La visión de sus tetas blancas y llenas me hizo temblar.

-Shhh, cerrá los ojitos. Me parece que tenés mucho sueño, vos, ¿eh? Trabajaste mucho. ¿Te gusta así?
-Mhm.
- Dormí, dormí. Eso sí, yo quiero jugar un rato, ¿vas a ser buenita? - mi hermana asintió - Muy bien, quedate bien quietita y dormí, mi amor, dormí.

Me pareció que el Burrito le bajaba la bombacha y se bajaba el pantalón. Yo me tocaba así por primera vez. Siempre lo hacía sola, o con pornografía, fotos de tres hombres y una mujer, un viejo y una nena, dos nenas y un tío, un tío asqueroso, gordo, grande, enorme, un padre enorme me va a castigar. Pero mirarlos a ellos estaba siendo mejor que todo. Iba bien. De pronto iba todo muy bien. Bien. Muy bien. Los tres. Respiré hondo y me llegó el olor a perfume barato del Burrito. Agua de colonia vulgar. La vulgarísima. Respiré otra vez y exhalé con ruido. El Burrito levantó la cabeza, me quedé mirándolo. Me sonrió y volvió a concentrarse en mi hermana. Le acariciaba el pelo, después se lo tironeaba un poco y cuando mi hermana se quejaba volvía a acariciarla. Le apretaba el brazo y volvía a caer, mi Burrito bruto sin voluntad, como si mi hermanita fuera una reventada que le resultaba imposible no adorar.

-Te gusta así, ¿no?- se lo dijo a ella, pero me miraba a mí.
-Sí - dije yo, susurrado, y escuché que mi hermana decía lo mismo, casi al mismo tiempo que yo.
-¿Querés la hostia?
- Sí -dijimos.
-¿Cómo sí? “Quiero TU hostia, señor, TU hostia”- el Burrito le tiró del pelo - ¿está claro? A ver, quiero escucharte, ¿cómo se dice? - Mi hermana obedeció.
-¿Ves que aprendés rápido?- dijo él, y le pasó la mano por la cara, y la besó, y le apretó un poco el cuello, asfixiándola, un poco. Mi hermana parecía sonreír y llorar - Vos sos rápida para todo, ¿no? Por eso te quiero. Por eso y porque te portás bien. A mí siempre tenés que hacerme caso, ¿sabés?
-Sí
-Siempre. Ahora abrí la boquita y cométela – se lo dijo a ella, pero me miraba a mí -Vení para acá. Así.

Se destapó entero y se me reveló. Divina. Planetaria. Pensé que se había abierto un agujero en la chapa, que la luna brillaba como un reflector. Me dieron ganas de arrastrarme hasta abajo y comulgar. Confesarme. Rezarle una misa en latín sobre el pecho. Arrodillarme y pagar por todos mis pecados hasta ser perdonada. Tragármelo todo y después abrir mi boca como un volcán hasta tragarme a mí, darme vuelta los labios hasta tragar mi cabeza y después de mí el cuarto y atrás del cuarto el universo y que ahí, así, se terminara el mundo.

Platero agarró a mi hermana de la cabeza y la bajó. Toda, hermana, toda. Me tapé la boca para no que no me escucharan respirar. Analía, limpiándose con una mano, se corrió el pelo.

-¿Así está bien, padre?

Me di vuelta. Abajo el Burrito seguía dando órdenes que mi hermana obedecía en silencio, pero yo, de pronto, me iba. Se iba todo.

Miré al techo, no había sol.

“¿Así está bien, papi?”.
Todas. La de Platero. La del gerente. La de Jesús. Y la de papá también.

Roñosa, prostituta y egoísta: eso era mi hermana. Bajé de la cama de un salto y casi ni les di tiempo a taparse. Mi hermana escondió la cabeza entre la pared y la cintura de Platero, que parecía muy tranquilo. Me quedé quieta, de pie, con mi remera blanca de dormir y en bombacha. Y si mi hermana no hubiera empezado a reírse, pero no, tenía que hacerlo.

-De qué te reís, puta de mierda - casi grité. Analía se dio vuelta para mirarme.
-De vos, gordita horrible. Seguí soñando - dijo, y después, como si yo no estuviese, como si nunca hubiese estado, apoyó los brazos y las tetas en el cuerpo de Cristo y apagó el televisor.

Autor: Natalia Moret es socióloga. Publicó cuentos en revistas, en su mayoría literarias, y en antologías. Es colaboradora en el suplemento de cultura del diario Perfil, de Buenos Aires, y en las secciones de crítica de otras revistas literarias. Realiza correcciones de estilo y traducciones del inglés. Escribe en el blog http://despuesdelaspiedras.blogspot.com. Tiene inédito un libro de cuentos, Revés. Este cuento pertenece a "En celo", una antología de cuentos sobre sexo publicada este año por Editorial Mondadori.




sábado, 11 de octubre de 2014

NARRADORES G 70, Terranova Juan y un escandalo

Presentamos el cuento del novelista y crítico literario argentino Juan Terranova “Mi fin del mundo nuclear”, incluido en el libro Instrucciones para dar el gran batacazo intelectual argentino. Terranova publicó ocho novelas (El caníbal, El bailarín de tango, El pornógrafo, entre otras), todas ambientadas en Buenos Aires y escribió dos volúmenes de crónicas sobre apariciones marianas en la Argentina, La virgen del cerro y Peregrinaciones..

Mi fin del mundo nuclear 

Miro la televisión. Estoy en un refugio. La gente que me rodea tiene miedo. Yo no. Soy el diseñador de videojuegos Hito Moshiri y ya imaginé todo esto que ahora está ocurriendo. Comparto el hacinamiento y el techo con mis compañeros de desastre pero no las mismas preguntas. Ellos quieren saber cómo prepararse para la réplica del tsunami, o si alguno de los reactores finalmente se abrirá como un huevo para dejar escapar sus vapores a la atmósfera. Yo, por mi parte, me pregunto: ¿Se acabo el cine de terror japonés? ¿Saldrán caminando del agua los cuerpos fosforescentes de nuestros zombies? ¿Mis futuros hijos sufrirán lesiones genéticas y por las noches podrán ver en la oscuridad gracias a los rayos gamma de sus ojos?

Estamos en un refugio subterráneo construido hace setenta años en una localidad pesquera al sur de la provincia de Fukushima. Yo, Hito Moshiri, pasaba mis vacaciones lejos de las pantallas, tratando de desintoxicarme, apreciando la brutalidad de la arena en mis pies desnudos, y ahora no puedo despegarme de este televisor de plasma que los rescatistas encendieron para que nosotros, las víctimas, supiéramos qué está pasando afuera. De todas formas no sabemos. Con paciencia esperamos la evacuación. Mientras tanto imagino. Me toca imaginar. Imagino y recuerdo. Y tengo pesadillas. Todo se mezcla. Sueño que hago el amor con una central nuclear. Sueño que dos manos de agua pesada anegan el mundo y lo sumergen para siempre.

Me despierto cuando un grupo de rescatistas apila más cajas con botellas de agua mineral y pañales. “Las autoridades japonesas informaron hoy que la piscina de combustible del reactor número 4 de la central de Fukushima Daiichi está en llamas”, dice un periodista nervioso en la televisión. Pienso en una piscina en llamas y no sé si es de día o de noche. Los refugiados rezan. Un viejo llora con la cabeza metida en una caja de cartón. Una mujer le dice: “No llores, anciano”. El hombre deja de llorar. Vuelvo a dormir y esta vez sueño con ballenas que se hinchan como globos y con arponeros que vuelan en planeadores de papel.

Mientras sellamos con cinta adhesiva las rendijas de las puertas y nos recuerdan por quinta vez que el agua corriente no se puede beber, nos enteramos que el pueblo de Minamisenriku desapareció, y que la provincia de Miyagi parece una laguna prehistórica.

Mis compañeros de tragedia no quieren hablar del tsunami. El caldo con fideos que me sirven es salado. Un hombre me dice que habló con refugiados en Oarai y que hoy se quiso volver a comunicar y ya no estaban. Agrega que el puerto y el espigón salvaron la ciudad durante el tsunami, cortando las olas, impidiendo que lleguen a la costa. Le pido prestada su manta y me la da. Tiene confianza en que van a venir a buscarnos muy pronto. Pero falta el combustible. Y la televisión muestra que en las pocas estaciones de servicio que aún siguen funcionando hay largas colas de autos.

Aquí, bajo tierra, voy descubriendo que son muchos también los que piensan que la catástrofe está controlada. El mar se calmó, dicen. No tienen idea de que la radiación puede hacer que los peces caminen por la playa y apuñalen a los pescadores con sus espinas mientras duermen. Como en un viejo arcade vamos subiendo niveles. De tres a cuatro, de cuatro a seis. Chernobyl fue un siete. Hoy me habló una mujer de unos cuarenta años. Me dijo que era especialista en kimbaku, el arte del acordamiento. Ofreció atarme y hacerme experimentar orgasmos que nunca imaginé. “No hace falta pasarla mal, si la podemos pasar bien” dijo. La propuesta me excitó, pero le respondí que si llegaba el fin del mundo quería tener las manos libres.

Está prohibido encender los grandes ventiladores de techo del refugio. Ahora los rescatistas entran a una anciana en camilla. Respira con dificultad. La encontraron debajo de una montaña de escombros en su casa de Iwate. Estuvo durante un momento en la puerta del refugio y preguntó dos veces dónde estaba el Emperador, por qué no había hablado para llevar tranquilidad a su pueblo. Y yo volví a pensar en la serpiente marina y en su lengua de sal. Para diseñar juegos de catástrofes naturales pixelamos viejos fotogramas de películas antiguas. ¿De dónde sacaron esas películas sus ideas? ¿Relatos de marineros borrachos modernizados por el imaginario atómico de los años 50? Como de costumbre, Occidente se va a reír de nosotros. Empleados ociosos del mundo preguntarán, mientras toman su cuarta taza de café, cuántos japoneses se necesitan para apagar un reactor nuclear.

Hoy los rescatistas convencieron a los soldados de que algunos de nosotros podemos ayudar a limpiar el techo del refugio. Hay que llevar guantes, barbijo y botas. La piel debe ir cubierta. Me ofrezco como voluntario. Somos pocos. Antes de salir tomo un refuerzo de yodo para que el cáncer nuclear no se coma mi glándula tiroides. Apenas salgo veo el sol en el cenit. Es hermoso, naranja, fúnebre. Un perro corre cerca de un gran charco de agua. A lo lejos hay una autopista en ruinas, como un insecto con la columna vertebral rota. El viento sopla hacia el Este. Los rescatistas dicen que eso es bueno.

Trabajamos hasta que se hace de noche. El trabajo es lento. Recién al otro día encontramos los primeros cadáveres. Murieron ahogados o aplastados, pero igual tienen ojos de uranio enriquecido, la boca llena de agua radiactiva, sus dientes negros de plutonio despiden las ondas electromagnéticas de la muerte. Algunos parecen muñecos albinos y nosotros, sus pesadas hormigas carniceras.

Después de los muertos, cada uno de los voluntarios mueve un pedazo de madera, de mampostería o de hierro. Logramos quitarle presión al techo del refugio y ya no hay peligro de que las vigas cedan y todo se desplome. ¿Cómo es la forma de la basura? El escombro es algo que perdió su función original, algo que se quebró y se astilló, pero no es basura. Es más que basura. Jamás podría describirse con pixeles. Su forma resulta demasiado orgánica.

La jornada concluye y vuelvo bajo tierra. Cuando termino de quitarme el equipo y se lo paso a un rescatista para que lo limpie, me rocían con agua jabonosa y me quedo media hora en cuarentena antes de entrar al refugio, secándome con toallas de papel. Estoy cansado, no tengo hambre y adentro enseguida encuentro un lugar para acostarme. Pero no duermo. En un rincón, un adolescente, acurrucado y pálido, tiembla como una hoja. Me acerco y le pregunto qué le pasa. Me cuenta que está sufriendo la abstinencia de conectividad. Su teléfono no anda. Su computadora portátil no tiene energía. Para distraerlo le narro la historia de los videojuegos japoneses. Le hablo de Nintendo, de Sega, de Sony. El adolescente me escucha y se duerme en mi regazo como un pájaro con las alas rotas.

Y ahora todos duermen, pero la televisión sigue encendida y transmite sin sonido. Occidente sabe mejor que nosotros lo que nos está pasando. Lo ve con mejores señales satelitales en mejores televisores alimentados por energía eléctrica producida por reactores nucleares sanos. Ahora, en la pantalla, leo el subtitulado japonés. Parece que el portaviones Ronald Reagan atravesó una nube radiactiva en el Pacífico. En Europa revisan sus centrales. Algunas van a cerrar y quedarán como piezas de museo al aire libre, llenándose de matas de pasto y rajándose al sol, mientras las lesbianas militantes de Greenpeace van de picnic y hacen el amor en el rústico cemento de sus instalaciones. Me acerco y cambio de canal. Por primera vez veo ancianos con valijas escapando de Tokio. Hay largas filas en la estación del tren bala. Pero es una imagen engañosa. La mayoría de los tokiotas va a trabajar. El atento subordinado que besa las manos de su empleador no teme. Shintaro Ishihara, el gobernador de la ciudad, dijo que el terremoto fue un castigo divino por el egoísmo de los japoneses. Ahora escucho por segunda vez su retractación, mientras el Banco de Tokio inyecta liquidez en el mercado como un enfermero conecta un moribundo a una máquina.

Hoy es mi cuarto o quinto día en el refugio. Despierto temprano. Las mujeres más viejas siguen durmiendo abrazadas a sus contadores Geiger, soñando con Hiroshima y Nagasaki. Mientras desayunamos té y ananá en lata, un rescatista australiano me enumera en un japonésperfecto cuáles son los síntomas de la radiación. Una dosis letal genera dolores, náuseas, vómitos, diarrea con sangre y hemorragias. Pero una dosis directa destruye la médula ósea y el irradiado se queda sin glóbulos rojos y sin glóbulos blancos. La sangre se licua. En segundos el sistema inmunológico desaparece. La médula ósea, los genitales y los ojos colapsan. Es como una fatality pero sin oponente. El desequilibro entre neutrones y protones en el núcleo del átomo hace que todo se descomponga.

Después, en el baño químico, revuelvo mis desperdicios y cuento los granos de maíz seco que comí ayer. Atravesaron mi organismo sin detenerse, ni abrirse, ni modificarse.

Por la tarde hay novedades. Los rescatistas avisan que nos van a escanear uno por uno para saber si tenemos algún grado de radiación peligroso. Muy rápido se organizan las filas. Nadie pregunta qué sucede, a dónde vamos si se confirma la radioactividad. Un hombre de unos cuarenta años ríe. Tiene cara de loco. Su risa y sus comentarios inapropiados llaman la atención.

Mientras hago la fila hablo con otro, muy flaco y pequeño. Me dice que cuando lo dejen ir viajará a la Argentina.

—Yo también quiero ir al sur pero más al sur, muy al sur, lo más al sur que pueda.

Dice que tiene familia ahí, en Argentina, parientes lejanos pero amables. Sus manos sucias de barro seco parecen de arcilla, el pelo se le pega al cráneo. Del interior de su piloto de nylon naranja extrae las páginas arrugadas de una revista. Me muestra la foto de una montaña blanca de nieve.

—No tienen reactores nucleares, casi no tienen electricidad —me dice.

Me cuenta que es un país de grandes llanuras, con ríos de aguas limpias donde la gente se despierta al amanecer y vive de la tierra en cabañas de troncos.

—En la Argentina hay vacas y corderos, y el trigo nace entre las piedras,

silvestre.

Me pienso en la pampa. Me imagino viajando, sin equipaje, sin tarjetas de crédito, apenas con mi documento y mis magros ahorros, un ligero fajo de billetes escondido en la parte interior de mi única camisa. ¿Hay lugar en esa llanura para un programador? ¿Tendré que trabajar de forma manual? Entonces, el viejo me muestra la fotografía de un caballo.

—Es el primer caballo argentino clonado.

La fila avanza y le digo que en Japón se clonan todo tipo de animales. Caballos, cerdos, ovejas. El viejo me mira y me responde con seriedad que Japón se arruinó para siempre.

Después me duermo apoyando la cabeza sobre unas cajas de cartón y sueño que recorro un desierto nuclear con mi caballo clonado. Buscando el mar llego a un bosque de pinos y otros árboles grises y aromáticos que no conozco. Finalmente siento el sabor de la sal en mi cara y encuentro arena y un horizonte de agua. Uso un sombrero grande y un impermeable ajado, y parezco el personaje de un western del futuro. Sobre el final del sueño galopo hacia la orilla del mar porque el mar es la salvación.

Más tarde, cuando despierto, un soldado piadoso me dice, sin soltar su fusil, pero levantándose la máscara de gas, que mañana dos camiones del ejército nos llevarán a Tokio. Dice que veremos zonas devastadas por el terremoto, que viajaremos al sur, que el viaje va a durar un día o quizás menos. Alguien escucha y quiere saber si los restos de la ciudad de Minamisanriku están en el recorrido. Otros preguntan si es posible seguir hasta Kyoto y Osaka, donde tienen familia. Mi cuerpo quiere creer pero yo no soy mi cuerpo. En el Parlamento Europeo se habla de “apocalipsis”. Todo se termina. Los hombres mueren, las razas se extinguen, las ciudades dejan de existir. El Mesías Godzilla llegará y nos castigará por nuestra arrogante meritocracia, por nuestras fobias y nuestra distancia. Y así, al fin, nosotros, los japoneses, descansaremos hechos polvo del polvo de nuestros huesos en el viento radiactivo porque en Japón no hay tierra suficiente para enterrar tantos muertos. Mientras pienso en esos muertos y en esta tierra, escucho el sonido de una grúa hidráulica trabajando en la noche de Fukushima.

 

 

Juan Terranova, machista y perfecto imbécil

Publicado: abril 20, 2011 | Autor: Demian Paredes | Archivado en: Actualidad, Artículos varios, Polémica |21 comentarios

Con la extraña habilidad de ser una síntesis de troglodita e imbécil, esta persona –sindicada generosamente como “escritor y periodista”- ha escrito barbaridades a propósito de un blog que se propuso combatir la violencia machista (el “acoso callejero”). Terranova hizo esto en la revista El Guardían (acá y acá, la nota referida a esta publicación), la cual, siendo su dueño el ex banquero menemista Raúl Moneta –tal como lo recuerda Página/12- ¡es sin embargo una publicación kirchnerista! Y esta no es la única contradicción: las dos notas del Página que pegamos abajo, intentan dejar bien parados al Inadi –organismo que promete pero nada hace: basta recordar las bicicleteadas, las promesas y promesas del organismo a la Comunidad qom Navogoh de La Primavera- y a dos empresas (una de ropa, Lacoste; la otra de automóviles: FIAT), quienes retiraron sus avisos de la revista tras el “escándalo internacional” que generó el referido troglodita. Hipocresía empresaria (burguesa) total: ¡como si, además de explotadoras de mujeres y hombres, no hicieran otras (tantas) apologías de machismo y sexismo en diversas publicidades!

Terranova escribe, además de libros que demuestran su ignorancia pedante y su derechismo político e ideológico, en el portal electrónico… de Luis Majul (y de América Tv, del derechista De Narváez), llamado, autoproclamado sin ninguna razón, “Hipercrítico”.

Está todo dicho de mi parte. Pasemos a las notas.

SOCIEDAD › UNA CAMPAÑA INTERNACIONAL POR UNA NOTA OFENSIVA HACIA UNA MUJER

La columna que no fue piropo

Un artículo publicado en la revista El Guardián a raíz de una nota en Página/12 levantó una polémica mundial: el autor criticó en tono burlón, pero con una frase ofensiva, a la promotora de una campaña contra los piropos agresivos. Dos empresas retiraron la publicidad

Por Mariana Carbajal

 

Inti María Tidball-Binz, de la campaña contra el acoso callejero.

Dos firmas internacionales decidieron retirar su pauta publicitaria de la revista El Guardián, propiedad del ex banquero menemista Raúl Moneta, luego de que uno de sus periodistas se expresara en una columna semanal en términos ofensivos contra una activista que promueve una campaña para oponerse al acoso callejero y los piropos ofensivos. “Me encantaría romperle el argumento a pijazos”, escribió. En su blog personal fue aún más explícito. La frase generó una campaña internacional, con escasa repercusión en el país, a través de la cual se solicitó el despido o una suspensión de tres meses del columnista y el retiro de los anunciantes de la revista y derivó en la apertura de un expediente en el Inadi. Es la primera vez que dos grandes compañías –una fabricante de autos y una reconocida marca de indumentaria– toman la resolución de castigar a una publicación en la Argentina, suspendiendo campañas publicitarias, por avalar un comentario cargado de violencia machista. La revista ofreció disculparse públicamente y darle espacio a la activista para difundir sus ideas y las de su entidad.

La polémica se originó a partir de una columna firmada por el escritor y periodista Juan Terranova, titulada “Arte, provocación y guarradas en las calles”, publicada por El Guardián en su edición del 3 de marzo. Allí, Terranova aludió a la campaña que lanzó en Buenos Aires una joven curadora de arte porteña, Inti María Tidball-Binz, para concientizar y combatir los piropos agresivos, entendiéndolos como violencia simbólica por razones de género. Terranova tomó como fuente una nota de Página/12 del 21 de febrero, que dio cuenta de la movida local, lanzada a nivel internacional por la organización Atrévete/Hollaback!, de la cual Tidball-Binz es líder regional. Después de criticar la iniciativa con un tono burlón, descalificándola, Terranova cierra su columna con la siguiente frase: “Termino así con un deseo para este 2011: encontrar a Inti María Tidball-Binz en un vernissage, tomar juntos una copa y luego decirle que me encantaría romperle el argumento a pijazos”. La versión que Terranova publicó en su blog personal dice “culo” en lugar de “argumento”. Según pudo saber este diario, el editor de la Sección Cultura de la revista, Sergio Olguín, le sugirió el cambio de términos.

Tidball-Binz se sintió agredida. Entendió las palabras de Terranova como una incitación a la violencia y una amenaza. “Terranova hizo amenazas explícitas de violación y utilizó un lenguaje que es ofensivo y que puede tener consecuencias violentas en la vida real”, opinó en diálogo con este diario. El tema trascendió las fronteras del país. Desde la dirección internacional de Atrévete/Hollaback!, en Estados Unidos, decidieron rápidamente promover una campaña internacional para reclamar el despido de Terranova y presionar a dos grandes auspiciantes de la revista para que le quitaran el respaldo publicitario. La organización nació en Nueva York y tiene representantes en distintas ciudades norteamericanas y europeas. La campaña se motorizó a través del sitio web change.org, una plataforma de activismo con unos 3,5 millones de visitantes mensuales. Más de 3500 personas de 75 países firmaron en pocos días la petición.

El Inadi se enteró y decidió abrir una actuación para evaluar si Terranova había incurrido en una conducta discriminatoria. A la vez contactó a Tidball-Binz para ver si ella quería realizar una denuncia. Tidball-Binz la hizo. Uno de los auspiciantes, fabricante de autos, también efectuó una presentación ante el Inadi con el fin de tener un pronunciamiento oficial, más allá de la presión de la campaña internacional, para poder tomar una decisión en relación a la publicidad. Por el momento, según confirmó el vocero de la compañía en la Argentina a este diario, decidieron suspender la pauta publicitaria. La firma de indumentaria describió lo expresado en la columna de Terranova como “ideas ofensivas” que van en contra de los valores de la empresa y confirmó que “no tienen ningún plan de publicidad en el futuro con esta revista”. El Inadi se pronunciará en los próximos días. En el organismo están elaborando el dictamen.

Más allá del caso puntual, queda como antecedente en el país la decisión de dos grandes anunciantes de retirar su publicidad ante la presencia en medios de comunicación de mensajes discriminatorios y sexistas.

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En busca de un acuerdo

“Lo que Terranova hizo fue claramente más allá de las normas internacionales de libertad de expresión, y es genial que las marcas de prestigio mundial hayan negado públicamente estar asociadas con mensajes de odio, violencia e incitación. Ahora la pelota está en la cancha de la revista”, consideró Emily May, directora ejecutiva de Hollaback!

Ante la envergadura que tomó el episodio y sus consecuencias, la revista se puso en contacto la semana pasada con Tidball-Binz: el editor de Cultura –de quien depende la columna de Terranova– le pidió disculpas y le ofreció una retractación pública en un próximo número, además de espacio semanal para publicar sus opiniones o alguna otra propuesta que ella considerase adecuada como forma de resarcimiento frente al daño sufrido por la agresión escrita. Olguín planteó la defensa del puesto laboral de Terranova. “Antes que nada te quiero pedir disculpas por la nota que publicamos. No fue nuestra intención ser agresivos o violentos, pero lo cierto es que las palabras resultaron hirientes e intimidantes. Quisimos ser divertidos y nos manejamos con torpeza. Lejos está en mí, como editor de la sección Cultura, permitir que en mi sección se discrimine o se actúe de manera violenta contra ningún sector social”, dice el inicio del email que le envió Olguín. La joven aceptó ayer la proposición. Antes de recibir su respuesta, en El Guardián habían decidido levantar la columna de Terranova en la edición de mañana a la espera de novedades. Tidball-Binz aclaró a este diario que no quiere que se vincule el caso con un hecho de censura y quede un precedente en ese sentido. Pidió a El Guardián “una retractación detallada, seria, sincera y completa por parte de Juan Terranova de la nota original, en la editorial o columna suya, y acompañada por disculpas de la revista, y mencionado esto en la tapa de la revista”. Sobre el espacio semanal, es un asunto que analizará la organización. Si El Guardián cumpliera estos requisitos efectivamente, cesaría la demanda para despedir a Juan Terranova por parte de Change.org y Hollaback!”, aclaró.