martes, 29 de julio de 2014

EL CUENTO FANTÁSTICO



EL CUENTO FANTÁSTICO
De:“Introducción literaria III” Editorial Estrada


Ingredientes de la materia fantástica
El cuento fantástico utiliza como punto de partida los misterios que plantean el hombre y su mundo y que no han tenido una explicación clara y certera: el tiempo, el espacio, los sueños, las dimensiones, la muerte...
El autor del cuento fantástico elige uno de esos misterios como tema pero sin intención de resolverlo, sino que, valiéndose de la ausencia de respuestas y de su imaginación, logra la incertidumbre. Es por eso que, partiendo de elementos reales y cotidianos – a veces en forma gradual y otras abruptamente- anula la realidad y nos traslada al ámbito de lo misterioso y de lo inexplicable. Proviene de la vacilación entre una explicación natural o una sobrenatural.
El escritor busca que el lector se pregunte acerca de la factibilidad de los sucesos; por eso elabora un relato verosímil, al que añade elementos extraños. Éste es el medio de producir la perplejidad y el suspenso, fuente de curiosidad, desazón y, a veces, miedo para el lector.

Tratamiento de la materia fantástica
Son prácticamente innumerables los medios de que se valen los autores de narraciones fantásticas una vez que han entrado en el proceso mental por el cual liberan su imaginación. Invaden tiempo, espacio, personajes o situaciones y, en ocasiones, todo a la vez.
Cuando el personaje es presa de las fuerzas sobrenaturales, si es un ser humano puede sufrir, entre otros, el fenómeno de la metamorfosis; si es cualquier elemento de la realidad –animales, objetos, muerte, espíritu- se animiza y adquiere características propias del hombre.
Si la invasión de lo fantástico se produce por medio del tiempo y del espacio, se producen traslados a los otros tiempos -ya del pasado como al futuro- anacronismos parciales, retrocesos en la propia historia, detención del tiempo, desajustes entre el tiempo cronológico y el tiempo interior, multiplicación en el tiempo, ruptura de las leyes físicas, transmutación de mundos.
Otro tema predilecto de los autores de cuentos fantásticos es la interrelación entre el sueño y la realidad: sueño dentro de otro sueño, conciencia de que se está soñando, sueños comunes a varias personas; en todos los casos, con un elemento que, luego en la vigilia, deja un rastro: por ejemplo, un objeto material presente en el sueño y presente en la vigilia.

Definición
El cuento fantástico es aquel que, por la suma de elementos reales y de elementos extraños e inexplicables, hace vacilar entre una explicación natural o una sobrenatural y deja al lector sumido en la incertidumbre
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EL CUENTO POLICIAL

EL CUENTO POLICIAL

De:“Introducción literaria III” Editorial Estrada

Origen
Desde fines del siglo XVIII se observan dos actitudes opuestas para resolver las situaciones de la vida humana. En una de ellas, la racionalista, predomina la razón que explica, mediante la lógica, los hechos. En la otra, la irracionalista, los sentimientos, la intuición y las emociones prevalecen sobre cualquier otra interpretación.

El relato policial, cuento y novela, nace como una expresión de este enfrentamiento y, al mismo tiempo, como consecuencia de una realidad histórica: la formación de las grandes ciudades y el deseo y búsqueda de justicia. Ingresan así, en la literatura, nuevos personajes y ambientes que son netamente urbanos, entre ellos la policía y los cuerpos de seguridad, que se organizaron sistemáticamente a principios del siglo XIX favorecidos por la investigación científica.

Lo policial, una especie muy heterogénea, se alimenta de fantasía, crímenes, fugas, búsquedas y persecuciones y, sobre todo, plantea un enigma que debe ser resuelto por la lógica.

Edgar Allan Poe, con "los crímenes de la calle Morgue", es el creador de esta forma narrativa que desde sus comienzos se difunde con rapidez por su eficacia comunicativa. Resulta ser, así, un relato muy popular como la novela de folletín. Esta circunstancia hace que como forma literaria no fuera tan respetada frente a otras consideradas más valiosas. Sin embargo, el relato policial exige del escritor, además del dominio técnico, un ordenamiento riguroso de la trama: debe crear hechos y vincularlos con lógica interior.

El detective Sherlock Holmes, el inspector Watson, de Arthur Conan Doyle, y el padre Brown, de Chesterton, figuran entre los personajes más conocidos de la narrativa policial. Otros autores difundidos son: Agatha Christie y Graham Greene. En Argentina se destacan Jorge L. Borges, Adolfo Bioy Casares, María A. Bosco, Manuel Peyrou, Marco Denevi y Abel Mateo,

Evolución
En la evolución de la narrativa policial distinguimos tres momentos:

* El interés se centra en el argumento: la trama es rigurosa y los misterios o enigmas deben ser aclarados en forma deductiva. Esta modalidad se cultivó hasta 1930.

* El centro de interés se desplazó hacia la explicación psicológica de los hechos y del comportamiento de los personajes.

*En las últimas décadas, el relato policial es más realista y violento: los delitos tienen razones concretas, los personajes son tan actuales que nos sorprenden, al igual que las armas científicamente fabricadas; la trama entremezcla intriga, violencia, sexo y espionaje.

Una variante de la narrativa policial, a partir de la Segunda Guerra Mundial, trata el espionaje como tema obligado.

Elementos caracterizadores
Personajes: Se presentan en una perspectiva antitética: el policía, el detective, el inspector; el asesino y el espía, o sea los buenos y los malos. Por lo general son tipos, tienen caracteres bien definidos y no evolucionan a lo largo del relato.

Estructura: Habitualmente es un relato que se hace al revés de la narrativa tradicional. Al comienzo se presenta el enigma que debe ser resuelto al final. El tiempo para aclarar el misterio procede en dos sentidos: mientras avanza la investigación, futuro, se revela el enigma, pasado.

Pero hay que tener en cuenta que a este relato precede una etapa previa de organización: cuando el escritor imagina o fragua esa historia sigue un orden cronológico o lineal (comienzo, desarrollo y desenlace). Al escribirla invierte los resultados y los presenta al comienzo.

Ambiente: Por lo general es urbano. En los primeros relatos el crimen ocurría en espacios interiores, en cuartos cerrados. En la actualidad, la violencia se desata en las calles, ante la sorpresa o indiferencia de los posibles testigos.

Trama: La acción brinda el mayor suspenso. Deja siempre un hilo o eslabón por resolver. Con rigor deductivo, el investigador y el lector desentrañan el enigma al reunir esos hilos en el desenlace.

Al principio se proponen varias soluciones fáciles, a primera vista tentadoras, que sin embargo resultan falsas. Hay una solución inesperada, a la cual sólo se llega al final. Para la solución del enigma se desecha todo elemento sobrenatural o inexplicable. Es un relato hecho para que el lector participe en desentrañar el misterio; ingresa en el mismo como un investigador más.

Definición: El relato policial es aquel que, por medio de la deducción lógica, identifica al autor de un delito y revela sus móviles.

 

 

Los Textos literarios

Textos literarios
(Del libro “La escuela y los textos” de Ana María Kaufman y María Elena Rodríguez. 1993)

“Son textos que privilegian el mensaje por el mensaje mismo. En el proceso de construcción de los textos literarios el escritor se detiene en la escritura misma, juega con los recursos lingüisticos, trasgrediendo con frecuencia las reglas del lenguaje para liberar su imaginación y fantasía en la creación de mundos ficticios.
A diferencia de los textos informativos, en los cuales se transparenta el referente, los textos literarios son opacos, no explicitos, con muchos vacios… ¿Por quñe? Porque son los lectores los que deben unir todas las piezas en juego: la trama, los personajes y el lenguaje. Tienen que llenar la información que falta para construir el sentido haciendo interpretaciones congruentes con el texto y con sus conocimientos previos del mundo.
Los textos literarios exigen que el lector comparta el juego de la imaginación para captar el sentido de cosas no dichas, de acciones inexplicables, de sentimientos inexpresados”

domingo, 27 de julio de 2014

PERDIDA Y RECUPERACIÓN DEL PELO - Julio Cortázar

PERDIDA Y RECUPERACIÓN DEL PELO - Julio Cortázar

 

Para luchar contra el pragmatismo y la horrible tendencia a la consecución de fines útiles, mi primo el mayor propugna el procedimiento de sacarse un buen pelo de la cabeza, hacerle un nudo en el medio, y dejarlo caer suavemente por el agujero del lavabo. Si este pelo se engancha en la rejilla que suele cundir en dichos agujeros, bastará abrir un poco la canilla para que se pierda de vista.

Sin malgastar un instante, hay que iniciar la tarea de recuperación del pelo. La primera operación se reduce a desmontar el sifón del lavabo para ver si el pelo se ha enganchado en alguna del las rugosidades del caño. Si no se lo encuentra, hay que poner en descubierto el tramo de caño que va del sifón a la cañería de desagüe principal. Es seguro que en esta parte aparecerán muchos pelos, y habrá que contar con la ayuda del resto de la familia para examinarlos uno a uno en busca del nudo. Si no aparece, se planteará el interesante problema de romper la cañería hasta la planta baja, pero esto significa un esfuerzo mayor, pues durante ocho o diez años habrá que trabajar en algún ministerio o casa de comercio para reunir el dinero que permita comprar los cuatro departamentos situados debajo del de mi primo el mayor, todo ello con la desventaja extraordinaria de que mientras se trabaja durante esos ocho o diez años no se podrá evitar la penosa sensación de que el pelo ya no está en la cañería, y que sólo por una remota casualidad permanece enganchado en alguna saliente herrumbrada del caño.

Llegará el día en que podamos romper los caños de todos los departamentos, y durante meses viviremos rodeados de palanganas y otros recipientes llenos de pelos mojados, así como de asistentes y mendigos a los que pagaremos generosamente para que lo busquen, separen, clasifiquen y nos traigan los pelos posibles a fin de alcanzar la deseada certidumbre. Si el pelo no aparece, entraremos en una etapa mucho más vaga y complicada, porque el tramo siguiente nos lleva a las cloacas mayores de la ciudad. Luego de comprar un traje especial, aprenderemos a deslizarnos por las alcantarillas a altas horas de la noche, armados de una linterna poderosa y una máscara de oxígeno, y exploraremos las galerías menores y mayores, ayudados si es posible por individuos del hampa con quienes habremos trabado relación y a los que tendremos que dar gran parte del dinero que de día ganamos en un ministerio o casa de comercio.

Con mucha frecuencia tendremos la impresión de haber llegado al término de la tarea, porque encontraremos (o nos traerán) pelos semejantes al que buscamos; pero como no se sabe de ningún caso en que un pelo tenga un nudo en el medio sin intervención de mano humana, acabaremos casi siempre por comprobar que el nudo en cuestión es un simple engrosamiento del calibre del pelo (aunque tampoco sabemos de ningún caso parecido) o un depósito de algún silicato u óxido cualquiera producido por una larga permanencia contra una superficie húmeda. Es probable que avancemos así por diversos tramos de cañerías menores y mayores, hasta llegar a ese sitio donde ya nadie se decidiría a penetrar: el caño maestro enfilado en dirección al río, la reunión torrentosa de los detritus en la que ningún dinero, ninguna barca, ningún soborno nos permitirán continuar la búsqueda.

Pero antes de eso, y quizá mucho antes, por ejemplo a pocos centímetros de la boca del lavabo, a la altura del departamento del segundo piso, o en la primera cañería subterránea, puede suceder que encontremos el pelo. Basta pensar en la alegría que eso nos produciría, en el asombrado cálculo de los esfuerzos ahorrados por pura buena suerte, para justificar, para escoger, para exigir prácticamente una tarea semejante, que todo maestro consciente debería aconsejar a sus alumnos desde la más tierna infancia, en vez de secarles el alma con la regla de tres compuesta o las tristezas de Cancha Rayada.

 

Fuente: CORTAZAR, JULIO, Historias de cronopios y de famas, Buenos Aires, Minotauro, 4a ed., 1968 (págs. 42-44)

 

UN PINCEL NUESTRO: TAFAS - H. Bustos Domecq

UN PINCEL NUESTRO: TAFAS - H. Bustos Domecq

Fuente: BORGES, JORGE LUIS y BIOY CASARES, ADOLFO, Crónicas de Bustos Domecq, Buenos Aires, Losada, 2a ed., 1968 (págs. 109-111)

 

Anegada por la ola figurativa que retorna pujante, peligra la estimable memoria de un valor argentino, José Enrique Tafas, que pereció un 12 de octubre de 1964 bajo las aguas del Atlántico, en el prestigioso balneario de Claromecó. Ahogado joven, maduro sólo de pincel, Tafas nos deja una rigurosa doctrina y una obra que lo esplende. Sensible error fuera confundirlo con la perimida legión de pintores abstractos; llegó, como ellos, a una idéntica meta pero por trayectoria muy otra.

Preservo en la memoria, en lugar preferente, el recuerdo de cierta cariñosa mañana septembrina en que nos conociésemos, por una gentileza del azar, en el quiosco que aún ostenta su gallarda silueta en la esquina sur de Bernardo de Irigoyen y Avenida de Mayo. Ambos, ebrios de mocedad, nos habíamos apersonados a ese emporio, en busca de la misma tarjeta postal del café Tortoni en colores. La coincidencia fue factor decisivo. Palabras de franqueza coronaron lo que ya inició la sonrisa. No ocultaré que me acució la curiosidad, al constatar que mi nuevo amigo complementó su adquisición con la de otras dos cartulinas, que correspondían al Pensador de Rodín y al Hotel España. Cultores de las artes los dos, entrambos insuflados de azur, el diálogo elevóse muy pronto a los temas del día; no lo agrietó, como bien pudiera temerse, la circunstancia de que el uno fuera un ya sólido cuentista y el otro una promesa casi anónima, agazapada aún en la brocha. El nombre tutelar de Santiago Ginzberg, compartida amistad, ofició de primer cabeza de puente. Hormiguearían luego la anécdota crítica de algún figurón del momento y a la postre, encarados por sendos sapos de cerveza espumada, la discusión alígera, volátil, de tópicos eternos. Nos citamos para el otro domingo en la confitería El Tren Mixto.

Fue en aquel entonces que Tafas, tras imponerse de su remoto origen musulmano, ya que su padre vino a estas playas enroscado en una alfombra, me trató de aclarar lo que él se proponía en el caballete. Me dijo que en el "Alcorán de Mahoma", para no decir nada de los rusos de la calle Junín, queda formalmente prohibida la pintura de caras, de personas, de facciones, de pájaros, de becerros y de otros seres vivos. Cómo poner en marcha pincel y pomo, sin infringir el reglamento de Alá? Al fin y al cabo dio en la tecla.

Un portavoz procedente de la provincia de Córdoba le había inculcado que, para innovar en un arte, hay que demostrar a las claras que uno, como quien dice, lo domina y puede cumplir con las reglas como cualquier maestro. Romper los viejos moldes es la voz de orden de los siglos actuales, pero el candidato previamente debe probar que los conoce al dedillo. Como dijo Lumbeira, fagocitemos bien la tradición antes de tirarla a los chanchos. Tafas, bellísima persona, asimiló tan sanas palabras y las puso en práctica como sigue. Primo, con fidelidad fotográfica pintó vistas porteñas, correspondientes a un reducido perímetro de la urbe, que copiaban hoteles, confiterías, quioscos y estatuas. No se las mostró a nadie, ni siquiera al amigo de toda hora, con quien se comparte en el bar un sapo de cerveza. Secundo, las borró con miga de pan y con el agua de la canilla. Tercio, les dio una mano de betún, para que los cuadritos devinieran enteramente negros. Tuvo el escrúpulo, eso sí, de rotular a cada uno de los engendros, que habían quedado iguales y retintos, con el nombre correcto, y en la muestra usted podía leer Café Tortoni o Quiosco de las postales. Desde luego, los precios no eran uniformes; variaban según el detallado cromático, los escorzos, la composición, etcétera, de la obra borrada. Ante la protesta formal de los grupos abstractos, que no transigían con los títulos, el Museo de Bellas Artes se apuntó un poroto, adquiriendo tres de los once, por un importe global que dejó sin habla al contribuyente. La crítica de los órganos de opinión propendió al elogio, pero Fulano prefería un cuadro y Mengano el de más allá. Todo, dentro de un clima de respeto.

Tal es la obra de Tafas. Preparaba, nos consta, un gran mural de motivos indígenas, que se disponía a captar en el Norte, y que una vez pintado, lo sometería al betún. Lástima grande que la muerte en el agua nos privara a los argentinos de ese opus!

 

 

LAS VISPERAS DE FAUSTO - Adolfo Bioy Casares

LAS VISPERAS DE FAUSTO - Adolfo Bioy Casares

 

Esa noche de junio de l540, en la cámara de la torre, el doctor Fausto recorría los anaqueles de su numerosa biblioteca. Se detenía aquí y allá; tomaba un volumen, lo hojeaba nerviosamente, volvía a dejarlo. Por fin escogió los Memorabilia de Jenofonte. Colocó el libro en el atril y se dispuso a leer. Miró hacía la ventana. Algo se había estremecido afuera. Fausto dijo en voz baja: Un golpe de viento en el bosque. Se levantó, apartó bruscamente la cortina. Vio la noche, que los árboles agrandaban.

Debajo de la mesa dormía Señor. La inocente respiración del perro afirmaba, tranquila y persuasiva como un amanecer, la realidad del mundo. Fausto pensó en el infierno.

Veinticuatro años antes, a cambio de un invencible poder mágico, había vendido su alma al Diablo. Los años habían corrido con celeridad. El plazo expiraba a media noche. No eran, todavía, las once.

Fausto oyó unos pasos en la escalera; después, tres golpes en la puerta. Preguntó: "Quién llama?" "Yo", contestó una voz que el monosílabo no descubría, 2yo". El doctor la había reconocido, pero sintió alguna irritación y repitió la pregunta. En tono de asombro y de reproche contestó su criado: "Yo, Wagner." Fausto abrió la puerta. El criado entró con la bandeja, la copa de vino del Rin y las tajadas de pan y comentó con aprobación risueña lo adicto que era su amo a ese refrigerio. Mientras Wagner explicaba, como tantas veces, que el lugar era muy solitario y que esas breves pláticas lo ayudaban a pasar la noche, Fausto pensó en la complaciente costumbre, que endulza y apresura la vida, tomó unos sorbos de vino, comió unos bocados de pan y, por un instante, se creyó seguro. Reflexionó: Si no me alejo de Wagner y del perro no hay peligro.

Resolvió confiar en Wagner sus terrores. Luego recapacitó: Quién sabe los comentarios que haría. Era una persona supersticiosa (creía en la magia), con una plebeya afición por lo macabro, por lo truculento y por lo sentimental. El instinto le permitía ser vívido; la necedad, atroz. Fausto juzgó que no debía exponerse a nada que pudiera turbar su ánimo o inteligencia.

El reloj dio las once y media. Fausto pensó: No podrán defenderme. Nada me salvará. Después hubo como un cambio de tono en su pensamiento; Fausto levantó la mirada y continuó: Más vale estar solo cuando llegue Mefistófeles. Sin testigos, me defenderé mejor. Además, el incidente podía causar en la imaginación de Wagner (y acaso también en la indefensa irracionalidad del perro) una impresión demasiado espantosa.

-Ya es tarde, Wagner. Vete a dormir.

Cuando el criado iba a llamar a Señor, Fausto lo detuvo y, con mucha ternura, despertó a su perro. Wagner recogió en la bandeja el plato del pan y la copa y se acercó a la puerta. El perro miró a su amo con ojos en que parecía arder, como una débil y oscura llama, todo el amor, toda la esperanza y toda la tristeza del mundo. Fausto hizo un ademán en dirección a Wagner, y el criado y el perro salieron. Cerró la puerta y miró a su alrededor. Vio la habitación, la mesa de trabajo, los íntimos volúmenes. Se dijo que no estaba tan solo. El reloj dio las doce menos cuarto. Con alguna vivacidad, Fausto se acercó a la ventana y entreabrió la cortina. En el camino a Finsterwalde vacilaba, remota, la luz de un coche.

Huir en ese coche!, murmuró Fausto y le pareció que agonizaba de esperanza. Alejarse, he ahí lo imposible. No había corcel bastante rápido ni camino bastante largo. Entonces, como si en vez de la noche encontrara el día en la ventana, concibió una huida hacia el pasado; refugiarse en el año 1440; o más atrás aún: postergar por doscientos años la ineludible medianoche. Se imaginó al pasado como una tenebrosa región desconocida; pero, se preguntó, si antes no estuve allí, cómo puedo llegar ahora? Cómo podía él introducir en el pasado un hecho nuevo? Vagamente recordó un verso de Agatón, citado por Aristóteles: Ni el mismo Zeus puede alterar lo que ya ocurrió. Si nada podía modificar el pasado, esa infinita llanura que se prolongaba del otro lado de su nacimiento era inalcanzable para él. Quedaba, todavía, una escapatoria: Volver a nacer, llegar de nuevo a la hora terrible en que vendió el lama a Mefistófeles, venderla otra vez y cuando llegara, por fin, a esta noche, correrse una vez más al día del nacimiento.

Miró el reloj. Faltaba poco para la medianoche. Quién sabe desde cuándo, se dijo, representaba su vida de soberbia, de perdición y de terrores; quién sabe desde cuándo engañaba a Mefistófeles. Lo engañaba? Esa interminable repetición de vidas ciegas no era su infierno?

Fausto se sintió muy viejo y muy cansado. Su última reflexión fue, sin embargo, de fidelidad hacia la vida; pensó que en ella, no en la muerte, se deslizaba, como un agua oculta, el descanso. Con valerosa indiferencia postergó hasta el último instante la resolución de huir o de quedar. La campana del reloj sonó...

 

Fuente: BIOY CASARES, ADOLFO, Historia prodigiosa, Buenos Aires, Emecé, 1961 (págs. 165-168)

 

LOS OMICRITAS Y EL HOMBRE-PEZ - Juan Jacobo Bajarlia

LOS OMICRITAS Y EL HOMBRE-PEZ - Juan Jacobo Bajarlia

 

La pecera medía dos metros de alto por uno y medio de ancho. Era de un material rojizo e irrompible, semejante a un cristal de color. Estaba emplazada sobre un promontorio, en el cruce de dos canales cuyas aguas, provenientes del deshielo de los casquetes polares de Omicron B, se introducían en ella renovándola permanentemente. En el agua de la pecera se movía (nadaba) el hombre-pez. Medía 50 centímetros de largo, y braceaba con lentitud, como si estuviera meditando. A veces se paraba y miraba extrañamente a los niños marcianos que lo contemplaban. Entonces, éstos lo amedrentaban y le hacían piruetas. Y el hombre-pez recobraba la lentitud de sus movimientos.

-Está triste -dijo un niño omicrita ese día, hablando con sus amigos-. Le falta la hembra. Pero su raza ya está extinguida. La tierra fue destruida hace mucho tiempo, y ahora sólo es una pequeña bola de plomo cuya órbita se ha desplazado hacia Omicron B.

-Entonces era un terresiano!

-Ni más ni menos. Cuando lo trajeron medía cerca de dos metros de alto y tenía mucha fuerza. Lo pusieron en la pecera para conservarlo, y parece que el frío contrajo su corpulencia. Es muy posible que dentro de cien años más mida un centímetro. Nadie sabe cómo impedirlo.

-Si eso es verdad -intervino otro niño-, el hombre-pez se va a convertir en un gusano. Después morirá.

-No. No morirá ni se convertirá en gusano -repuso el primer niño-. El frío lo reducirá hasta trasmutarlo en una bacteria. Luego lo pondrán en un caldo de cultivo, con otras bacterias, para ver cómo se comporta con sus semejantes. Si da resultado lo utilizarán en la guerra contra Saturno. Porque tú debes saber que sólo determinados microorganismos pueden enfrentar el poder destructivo de la energía atómica. Es algo que se está estudiando en el Planetarium.

Los niños observaban al hombre-pez. Repetían las hipótesis de sus mayores, y se imaginaban que ese ser que se movía con lentitud ya era una bacteria, acaso la más débil de todas, devorada por otras bacterias. Y el hombre-pez miraba a los niños extrañamente. Tenía los ojos tristes, y a veces abría sus fauces como para decir algo. Pero su voz también se había reducido. Había perdido intensidad. Ahora sólo podía exhalar algo así como un resoplido ronco, penoso, que dibujaba espirales desvanecidas en derredor de su figura. De pronto, el hombre-pez pareció irritarse. Comenzó a bracear como poseído por la histeria. En vez de nadar trataba de erguirse como los antiguos hombres que un día habitaron la Tierra. Pero no lo conseguía. Perdía el equilibrio y seguía la irritación. Los niños se miraron. La conducta del hombre-pez obedecía a la presencia, en ese momento, de un omicrita cuyos ascendientes habían participado en la guerra de los mundos. Parecía detectarlo como a uno de los enemigos que habían destruido su planeta. Los niños exigieron una explicación. Mecranis, entonces pronunció estas palabras:

-Ese animal que ven en la pecera, que ya no es ni un pez ni un animal sino un mutante próximo a extinguirse, dio la señal de muerte en la guerra de los mundos. Decíase hijo de un ser omnipotente que había creado el universo para que él lo gozara o lo destruyera. Que era capaz de desencadenar el misterio de la materia y formar otros mundos a su arbitrio. Sin embargo, cierto día quiso escalar el espacio para matar al ser que lo había fabricado. Construyó una torre para llegar al cielo. Pero a poco de avanzar, cayó estrepitosamente con todos los suyos, porque éstos habían confundido su propia lengua, expresándose cada uno con un lenguaje ininteligible. Siglos después, en reemplazo de la primera, construyó una torre de lanzamiento, y amenazó a los planetas de su galaxia con la destrucción. Lanzó miles y miles de robots portadores de eyectores atómicos. Pero los robots se volvieron contra los mismos terresianos confundiendo sus mecanismos (como el habla en la torre primitiva), y facilitaron nuestra defensa. El resultado ya lo saben ustedes por haberlo aprendido en el falansterio: fue la destrucción de la Tierra, el más hermoso de los planetas, convertido ahora en una mole de plomo en órbita de desplazamiento hacia Omicron B. Ya es un satélite muerto. El único recuerdo vivo que aún queda es el hombre-pez de la pecera, en cuyas aguas se ha conservado todavía por el alimento extraído de otros mutantes que se originan en los cuásares. Sin embargo, está próximo a extinguirse. Un día morirá, y la Tierra será una hipótesis en algún sistema planetario que pobló el cosmos.

-Y habla el hombre-pez?- preguntó el más joven.

Mecranis extrajo de sus bolsillos un acuófono: dos pequeñas esferas de cristal unidas por cierto cable rojizo, una de las cuales introdujo en la pecera. La otra fue ajustada al oído del niño. Y éste oyó los roncos resoplidos del hombre-pez, que expresaban un lenguaje misterioso que el acuófono traducía simultanea-mente al idioma omicrita. Las palabras eran siempre las mismas, monótonas, cenagosas, como si hablara una montaña de barro deshecha bajo la lluvia.

-Qué dice el hombre-pez?- interrogó otro niño.

El niño del acuófono pasó la esfera a su compañero. Y éste al siguiente. Y así a los demás. Las palabras del hombre-pez no variaban:

-Yo soy el rey de la creación! Yo soy el rey de la creación!

Los niños se miraron espantados y resolvieron abandonar el lugar. El frío comenzaba a congelar el aliento. Mecranis, a lo lejos, daba tumbos como una máquina desvencijada.

Fuente: BAJARLIA, JUAN JACOBO, Fórmula al antimundo, Buenos Aires, Galerna, 1970 (páginas 87-90)

 

DEL QUE NO SE CASA - Roberto Arlt

DEL QUE NO SE CASA - Roberto Arlt

 

Yo me hubiera casado. Antes sí, pero ahora no. Quién es el audaz que se casa con las cosas como están hoy?

Yo hace ocho años que estoy de novio. No me parece mal, porque uno antes de casarse "debe conocerse" o conocer al otro, mejor dicho, que el conocerse uno no tiene importancia, y conocer al otro, para embromarlo, sí vale.

Mi suegra, o mi futura suegra, me mira y gruñe, cada vez que me ve. Y si yo le sonrío me muestra los dientes como un mastín. Cuando está de buen humor lo que hace es negarme el saludo o hacer que no distingue la mano que le extiendo al saludarla, y eso que para ver lo que no le importa tiene una mirada agudísima.

A los dos años de estar de novio, tanto "ella" como yo nos acordamos que para casarse se necesita empleo, y si no empleo, cuando menos trabajar con capital propio o ajeno.

Empecé a buscar empleo. Puede calcularse un término medio de dos años la busca de empleo. Si tiene suerte, usted se coloca al año y medio, y si anda en la mala, nunca. A todo esto, mi novia y la madre andaban a la greña. Es curioso: una, contra usted, y la otra, a su favor, siempre tiran a lo mismo. Mi novia me decía:

-Vos tenés razón, pero cuándo nos casamos, querido?

Mi suegra, en cambio:

-Usted no tiene razón de protestar, de manera que haga el favor de decirme cuándo se puede casar.

Yo, miraba. Es extraordinariamente curiosa la mirada del hombre que está entre una furia amable y otra rabiosa. Se me ocurre que Carlitos Chaplín nació de la conjunción de dos miradas así. E1 estaría sentado en un banquito, la suegra por un lado lo miraba con fobia, por el otro la novia con pasión, y nació Charles, el de la dolorosa sonrisa torcida.

Le dije a mi suegra (para mí una futura suegra está en su peor fase durante el noviazgo), sonriendo con melancolía y resignación, que cuando consiguiera empleo me casaba y un buen día consigo un puesto, qué puesto ... ! ciento cincuenta pesos!

Casarse con ciento cincuenta pesos significa nada menos que ponerse una soga al cuello. Reconocerán ustedes con justísima razón, aplacé el matrimonio hasta que me ascendieran. Mi novia movió la cabeza aceptando mis razonamientos (cuando son novias, las mujeres pasan por un fenómeno curioso, aceptan todos los razonamientos; cuando se casan el fenómeno se invierte, somos los hombres los que tenemos que aceptar sus razonamientos). Ella aceptó y yo tuve el orgullo de afirmar que mi novia era inteligente.

Me ascendieron a doscientos pesos. Cierto es que doscientos pesos son más que ciento cincuenta, pero el día que me ascendieron descubrí que con un poco de paciencia se podía esperar otro ascenso más, y pasaron dos años. Mi novia puso cara de "piola", y entonces con gesto digno de un héroe hice cuentas. Cuentas. claras y más largas que las cuentas griegas que, según me han dicho, eran interminables. Le demostré con el lápiz en una mano, el catálogo de los muebles en otra y un presupuesto de Longobardi encima de la mesa, que era imposible todo casorio sin un sueldo mínimo de trescientos pesos, cuando menos, doscientos cincuenta. Casándose con doscientos cincuenta había que invitar con masas podridas a los amigos.

Mi futura suegra escupía veneno. Sus ímpetus llevaban un ritmo mental sumamente curioso, pues oscilaban entre el homicidio compuesto y el asesinato simple. Al mismo tiempo que me sonreía con las mandíbulas, me daba puñaladas con los ojos. Yo la miraba con la tierna mirada de un borracho consuetudinario que espera "morir por su ideal". Mi novia, pobrecita, inclinaba la cabeza meditando en las broncas intestinas, esas verdaderas batallas de conceptos forajidos que se largan cuando el damnificado se encuentra ausente.

Al final se impuso el criterio del aumento. Mi suegra estuvo una semana en que se moría y no se moría; luego resolvió martirizar a sus prójimos durante un tiempo más y no se murió. Al contrario, parecía veinte años más joven que cuando la conociera. Manifestó deseos de hacer un contrato treintanario por la casa que ocupaba, propósito que me espeluznó. Dijo algo entre dientes que me sonó a esto: "Le llevaré flores". Me imagino que su antojo de llevarme flores no llegaría hasta la Chacarita. En fin, a todas luces mi futura suegra reveló la intención de vivir hasta el día que me aumentaran el sueldo a mil pesos.

Llegó el otro aumento. Es decir, el aumento de setenta y cinco pesos.

Mi suegra me dijo en un tono que se podía conceptuar de irónico si no fuera agresivo y amenazador:

-Supongo que no tendrá intención de esperar otro aumento.

Y cuando le iba a contestar estalló la revolución.

Casarse bajo un régimen revolucionario sería demostrar hasta la evidencia que se está loco. O cuando menos que se tienen alteradas las facultades mentales.

Yo no me caso. Hoy se lo he dicho:

-No, señora, no me caso. Esperemos que el gobierno convoque a elecciones y a que resuelva si se reforma la constitución o no. Una vez que el Congreso esté constituido y que todas las instituciones marchen como deben yo no pondré ningún inconveniente al cumplimiento de mis compromisos. Pero hasta tanto el Gobierno Provisional no entregue el poder al Pueblo Soberano, yo tampoco entregaré mi libertad. Además que pueden dejarme cesante.

Fuente: ARLT, ROBERTO, Aguafuertes porteñas. Buenos Aires, Futuro, 1950 (págs. 160-162)

 

El Sultán y la Palmera, Cuento Popular

El Sultán y la Palmera

 

“Sembrad el bien y cosecharéis el bien”, era la máxima que solía decir un sultán, que se hizo querer de todos sus súbditos, porque raro era el día en que no salía de palacio para realizar alguna buena acción.


Un día, que el sultán salió a dar un paseo por el campo rodeado de sus cortesanos, encontró a un anciano campesino que plantaba una palmera, a quien preguntó:


— ¿Qué haces, buen hombre?


— Planto, ¡oh sultán!, una palmera —le respondió, muy respetuoso el anciano.


El sultán se quedó pensativo un momento y, al cabo, dijo:


— ¡No sabes quiénes comerán sus frutos si plantas una palmera!


— Así es, —contestó el campesino.


— ¿Y no sabes que una palmera necesita muchos años para dar frutos y que tu vida ya está llegando a su término?


— No lo ignoro —repuso el anciano—. Pero otros plantaron y nosotros comemos; justo es que plantemos ahora, para que otros coman. ¿No opina lo mismo, mi señor?


— ¡De acuerdo! —exclamó el Sultán.


Y porque el anciano dio una respuesta tan sabia, lleno de admiración, le hizo dar cien monedas de plata, que el viejo aceptó con visibles muestras de agradecimiento. Al cabo de una breve pausa, el anciano dijo:


— ¿Ha visto, gran señor, qué pronto dio fruto mi palmera?


Y el sultán, maravillado aún más por tan ingeniosa pregunta, ordenó que diesen al campesino otras cien monedas de plata.


El viejo las recibió llorando de gratitud y besó las manos bondadosas del sultán, para decirle de nuevo:


— ¡Oh, sultán!, lo más extraordinario de todo es que la palmera sólo da generalmente un fruto al año, y la mía ya me ha dado dos, en menos de una hora.


Cada vez más admirado, el sultán se quedó mirando al anciano y, luego de darle unas palmaditas en el hombro, dijo a sus cortesanos:


— ¡Vámonos, pronto! Pues las palmeras de este buen anciano maduran tan velozmente, que mi bolsa se va a quedar vacía dentro de poco.


Él buen sultán se alejó, rumbo a su palacio, acompañado de los hombres de su corte, comentando la sabiduría del viejo campesino.


Desde entonces, tuvo presente el sultán las sabias respuestas del anciano de la palmera, llegando a la conclusión que nada es tan admirable como el valor extraordinario de la experiencia.

 

Ojos de Estrella; folklore LAPON

Ojos de Estrella

Un matrimonio lapón conducía su respectivo trineo jalado por un reno. La esposa llevaba a su hijita en los brazos, bien cubierta con una gruesa piel, y por eso le era difícil guiar el trineo y sostener a la criatura.

Era Nochebuena y la nieve brillaba a los rayos mortecinos de la aurora boreal. Las estrellas parpadeaban esplendorosas en el cielo. Más, de pronto, apareció una manada de lobos hambrientos, que se pusieron a perseguir a los trineos.
 

Los renos, al notar la proximidad de los lobos, emprendieron frenética carrera. La nieve cegaba a los esposos y, en una sacudida de los trineos, la niñita escapó de los brazos de su madre y cayó sobre la nieve.
 

La madre, presa de desesperación y gritando, intentó, en vano, detener la loca carrera del reno. No pudo lograrlo, pues el animal, aterrado por la proximidad de los lobos, siguió su desenfrenado galope dejando lejos el lugar donde la pobre criatura había caído.
 

Los lobos rodearon a la niña. Ésta los contemplaba sin moverse y sin llorar. La serena mirada de su inocencia tuvo el poder maravilloso de anonadar a los carniceros que, durante un momento, la contemplaron como asustados y luego reanudaron su frenética carrera, siguiendo el rastro de los renos.
 

La criatura quedó sola en la fría extensión de la nieve. Levantó sus ojitos y contempló las estrellas. Y su celestial luz penetró en aquellos inocentes ojitos, quedándose para siempre en ellos.
 

Por suerte, pasó por allí un campesino que llevaba provisiones para celebrar las fiestas navideñas. Al ver a la niña abandonada, la puso en su trineo y la llevó a su casa cuando las campanas repicaban para la misa matinal.
 

— Te traigo un regalo de Navidad —le dijo a su mujer.
 

Isabel, que así se llamaba la esposa, desenvolvió a la nena y le dio de beber leche caliente. Luego, dijo a su marido:
 

— Dios la envía a nuestra casa. Si es huérfana, yo seré su madre y tú, querido Simón, serás su padre. Pepe, Coco y Nati serán sus hermanitos... ¡Y observa cómo nos mira!
 

Luego la llevaron al templo para bautizarla con el nombre de Isabel. El párroco se admiró del extraño brillo de los ojitos de la niña, y dijo en broma:
 

— Debieras llamarte “Ojos de Estrella” por el fulgor de tus ojos, niña linda.
 

Y en el pueblo, todos los vecinos empezaron a llamarla “Ojos de Estrella”. La nena fue creciendo junto a sus hermanitos adoptivos y, mientras éstos se mostraban robustos, ella era delgadita y esbelta.
 

Simón y su mujer querían por igual a los cuatro niños. Y, cuando Isabelita cumplió tres años, su madre adoptiva comenzó a darse cuenta de que algo misterioso emanaba de su ser. Sobre todo de sus ojos, de esos raros negros ojos que despedían estelares destellos.
 

Isabelita jamás contrariaba a nadie, ni se molestaba si sus hermanitos la mortificaban. No hacía más que mirarlos fijamente y, al instante, ellos se desvivían por serle agradables.
 

El gato Negro la temía y no atrevíase a mirarle los refulgentes ojos. El perro ladraba, pero cesaba de ladrar y de gruñir cuando ella lo miraba.
 

Un día de tempestad, en que el viento ululaba por sobre los techos de las casas y la nieve caía sin cesar, la tormenta cesó al instante cuando la niña salió al porche de la casa.
 

Su madre adoptiva estaba algo inquieta por todo esto. A veces le decía impaciente a la niña:
 

— ¡No me mires así! ¡Parece que quisieras traspasarme con tu mirada!
 

La pequeña bajaba la cabeza, llorosa, sin comprender por qué la reñía su madre adoptiva.
 

Una noche, un peregrino fue hospedado en la casa. Al día siguiente, la mujer advirtió que había desaparecido un anillo de oro que dejó olvidado sobre la mesa. Ojos de Estrella, que acababa de despertar, miró con sorpresa al desconocido y exclamó:
 

— ¡Éste hombre tiene un anillo dentro de su boca!
 

El ladrón no tuvo más remedio que devolver el anillo, pidiendo perdón a la dueña de casa.
Simón dijo un día a su esposa:
 

— Seamos cariñosos con Ojos de Estrella. Desde que vive con nosotros, todo nos va bien. Las cosechas rinden más y los osos y los lobos ya no atacan a nuestro ganado. ¡La niña es el heraldo de nuestra buena suerte!
 

En efecto, Simón e Isabel trataron a la pequeña con singular afecto, que ella les correspondía con creces.
 

Más, una mañana aparecieron los verdaderos padres de Ojos de Estrella, reclamando a su hija que habían perdido en la nieve. Simón e Isabel, muy apenados, tuvieron que entregar a la niña a sus verdaderos padres.
 

Su rectitud fue premiada con el nacimiento de una hermosa niña, cuyos ojos despedían destellos, como los de Ojos de Estrella.
 

La niña fue llamada también “Ojos de Estrella”, en recuerdo de la que habían llegado a querer como a una hija.

Autor: Folclore Lapón

 

jueves, 17 de julio de 2014

Sobre los cuentos de Filisberto Hernandez por el propio Filisberto Hernandez

Sobre sus cuentos
 
Felisberto Hernández

Obligado o traicionado por mí mismo a decir cómo hago mis cuentos, recurriré a explicaciones exteriores a ellos.
No son completamente naturales, en el sentido de no intervenir la conciencia. Eso me sería antipático. No son dominados por una teoría de la conciencia. Eso me sería extremadamente antipático. Preferiría decir que esa intervención es misteriosa. Mis cuentos no tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia constante y rigurosa de la conciencia, ésta también me es desconocida. En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podría tener porvenir artístico. Sería feliz si esta idea no fracasara del todo. Sin embargo, debo esperar un tiempo ignorado: no sé cómo hacer germinar la planta, ni cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento; sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesía; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos. Debo cuidar que no ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, sino que sea la planta que ella misma esté destinada a ser, y ayudarla a que lo sea. Al mismo tiempo ella crecerá de acuerdo a un contemplador al que no hará mucho caso si él quiere sugerirle demasiadas intenciones o grandezas. Si es una planta dueña de sí misma tendrá una poesía natural, desconocida por ella misma. Ella debe ser como una persona que vivirá no sabe cuánto, con necesidades propias, con un orgullo discreto, un poco torpe y que parezca improvisado. Ella misma no conocerá sus leyes, aunque profundamente las tenga y la conciencia no las alcance. No sabrá el grado y la manera en que la conciencia intervendrá, pero en última instancia impondrá su voluntad. Y enseñará a la conciencia a ser desinteresada.
Lo más seguro de todo es que yo no sé cómo hago mis cuentos, porque cada uno de ellos tiene su vida extraña y propia. Pero también sé que viven peleando con la conciencia para evitar los extranjeros que ella les recomienda.

Mur - Felisberto Hernández

Mur
[Cuento. Texto completo.]

Felisberto Hernández

Hace muchos años, al principio de un verano, yo fui a una pequeña ciudad para dar una conferencia. Como la llevaba escrita y no tenía preocupaciones, me propuse ser feliz. Allí había una feria ganadera y los hoteles estaban llenos; me tocó dormir con paisanos que conversaban a oscuras. Hablaban de los campos que convenían a sus animales, y me dormí cansado de imaginar vacas pastando en lugares distintos. Al otro día, después de la conferencia, un amigo me dijo:

-Mañana me voy para Montevideo, pero ya te conseguí una pieza de hotel donde dormirás con un muchacho que no habla ni de noche ni de día.

Y señalando a un joven que fumaba frente a un vidrio biselado -sólo al otro día me di cuenta de que él echaba el humo sobre el vidrio- mi amigo le gritó:

-Che, Mur...

Mientras el joven venía hacia nosotros, yo dije:

-¡Qué nombre!... ¡Mur!

-No se llama Mur. Primero le decíamos "Murciélago", y después, Mur.

No tuve tiempo de preguntarle por qué le llamaban así. Mur venía trayendo la cabeza levantada y una gran nariz violácea que parecía decir: "¿Y?"

Después de las primeras palabras mi amigo tomó por una punta la pequeña moña de la corbata de Mur y con un suave tirón se la deshizo. El otro soportó la broma con una sonrisa simpática y se fue hasta un espejo para hacerse la moña. No recuerdo si en esa ocasión echó el humo del cigarrillo contra el espejo. Al poco rato mi amigo se fue para su casa y Mur y yo empezamos a caminar -más bien lentamente- hacia el hotel. Después de haber andado algunas cuadras, él me dijo:

-Usted no tiene que acomodar sus pasos al compás de los míos, soy yo quien debe seguir el ritmo de los suyos.

-Esta es mi manera de caminar -le contesté.

Pero él hizo una sonrisa y nada más. Yo sentí necesidad de complacerlo y empecé a dar pasos largos y a balancearme hacia los costados. Al llegar al hotel tenía un poco de malestar en los riñones. El cuarto de él era grande y ya nos esperaban dos camitas vestidas de celeste. En un gran lavatorio antiguo de madera negra, había una palangana de porcelana blanca. Veía salir el agua del labio grueso de la parra y el asa fresca me llenaba toda la mano. Después de lavarme vi a Mur sentado a una gran mesa redonda y fumando con los ojos bajos. Primero yo sentí necesidad de romper el silencio con alguna palabra; pero después pensé en esa costumbre mía como en una debilidad y decidí callarme la boca. De pronto Mur miró hacia un lado de la mesa y echó humo al pie de un retrato; en él había una mujer que miraba el cielo; y cuando el humo subía, los ojos de ella parecían ventanas de una casa en un principio de incendio. Entonces Mur me dijo:

-Le presento a mi novia.

Yo hice una cortesía un poco en broma y al levantar la cabeza vi, colgando en la pared, un fuelle; estuve luchando con la curiosidad de preguntarle para qué lo utilizaba; pero en un momento Mur arrastró la silla con violencia y empezó a decir:

-Nos van a dejar sin cena...

Y los dos salimos de la habitación casi atropellándonos.

Esa noche en la mesa él no pidió vino. Comía silenciosamente y de pronto me dijo:

-Estuvo bien su conferencia...

-¡Ah! Me alegro...

-Espéreme un momento; no he terminado de hablar. Usted dijo una cosa que no es de mi gusto.

-¿Cuál?

-Lo de un poeta que citó.

-"¿Es más interesante el más miserable de los hombres que el más maravilloso de los árboles?"

-Eso mismo, a mí me gusta mucho más una plantita que muchos hombres.

-Está bien.

Y al rato me preguntó:

-¿Usted sabe quién soy?

Puse cara de no saber.

-El portero del banco -me dijo-. Yo antes era auxiliar; pero un día les pedí el puesto de portero. Entonces me dijeron que eso era un mal ejemplo; y después me mandaron a campaña, donde nadie sabe que fui auxiliar. Le estoy dando los datos porque si usted escribe ese cuento sobre mí...

Yo lo miré estupefacto.

-Cómo, ¿usted no le dijo a Rafael que iba a escribir...?

Empecé a negar con la cabeza.

-¡Pero! -dijo él, riéndose-. ¡Este Rafael!

Y al rato insistió:

-Mire, yo sé por qué se lo digo; usted podría hacer un cuento conmigo.

Yo no sabía cómo esquivarlo.

-No sé si realmente podría escribirlo. Además, usted tiene novia; y generalmente a ellas no les gusta todo lo que se dice de su enamorado.

Por esa noche no insistió. Yo me fui a leer a la cama. Él se sentó en la mesa redonda y empezó a escribir y a echar humo sobre el papel. Antes de dormirme pensé en el apodo de Murciélago. Me despertó, al rato, el ruido del fuelle. Mur había abierto apenas la ventana y con el fuelle corría el humo hacia la rendija. Entonces me vino a la memoria algo que decía mi abuela: "Fumaba como un murciélago" y creí comprender el sobrenombre de Mur. Pero pronto hice otras conjeturas. Vi en los hombros desnudos de él dos mechones de vello tan abultados que parecían charreteras, la parte de la espalda que dejaba ver la camisilla de verano la tenía cubierta por una capa de pelo bastante espesa. Y yo pensé: "Los murciélagos tienen todo el cuerpo lleno de pelo". Esto ocurría un viernes de noche. Al otro día se levantó temprano para ir al banco y al acercarse al espejo para arreglarse la corbata echó el humo en el vidrio y recién entonces comprendí que el día anterior había echado humo en la puerta de cristales biselados. Esa mañana, por decirle algo, le pregunté:

-¿Así que usted prefirió ser portero?

-¡Ah! -dijo él-. Si se decide a escribir el cuento, ya sabrá por qué.

Después que se fue pensé en el gran deseo de Mur; pero todavía yo no estaba decidido. Él llegó a la una, del banco, y al sentarse en la mesa pidió una botella de vino. Yo pedí otra, pero no la tomé toda. Él sí. Y mientras tanto yo pensaba: "A los murciélagos les gusta chupar la sangre". Cuando fuimos a la habitación, él encontró sobre su cama un ramo de flores y una cartita. Tomó el ramo, le echó una bocanada de humo y después hundió aquella enorme nariz violácea entre las flores y el humo. Cuando estaba leyendo la cartita vino una criada y le dijo:

-Hoy puede ir a la pieza 8.

Entonces yo me comedí:

-Si quiere utilizar esta pieza, yo...

-No, me interrumpió él, no tiene nada que ver.

Había arrugado las cejas; no sé si por mi pregunta o por lo que diría la cartita. En el momento en que yo salía me volvió a repetir que él no necesitaba pieza. Yo salí para arreglar otra conferencia en otro club. A la hora de cenar no lo vi; después fui al cine y cuando volví era más de media noche y él estaba dormido. A las dos de la madrugada me desperté por el ruido de una corneta de carnaval. Era él, había encendido la luz, se sonaba las narices con fuerza y me miraba por entre las ondas del pañuelo. Después empezó a leer, a fumar, y yo me di vuelta para el otro lado. Al rato me volvió a despertar el ruido del fuelle. Al otro día él fue a un paseo campestre desde temprano. En la tarde yo recorrí los suburbios de la ciudad y fui a tomar vino a una taberna que quedaba cerca del cementerio. Salí de noche. Me sorprendió un auto que cruzó la vereda, de tierra, y entró en un terreno lleno de arbustos que había al lado del cementerio. Yo me quedé parado porque había oído gritar: "¡Mur!" El auto se detuvo a poca distancia, pero sólo bajó una mujer gorda y un hombre que no era Mur. Esa noche él no vino a cenar. Llegó tarde y yo le dije:

-Hoy creí haber oído su nombre dentro de un auto que pasó al lado del cementerio.

-No oyó mal -dijo él-, riéndose.

- Pero sólo bajó...

Él me interrumpió:

-Yo me quedé en el auto con mi muchacha; pero el otro domingo nosotros bajaremos a conversar entre los yuyos y la otra pareja quedará en el auto.

-¿Y a las muchachas no les hace mala impresión ese lugar?

-No; lo malo de la muerte no alcanza a llegar hasta el cementerio.

Entonces yo me dije definitivamente: "Ya sé por qué le dicen Murciélago".

El lunes se reunió la comisión del club que decidiría mi conferencia; yo estaba nervioso y no me fijé en Mur. El martes él no vino a cenar; después lo encontré en la calle:

-Vamos a un café; tengo que hablarle.

Pidió una bebida cara. Yo pensé que tendría algo más que el sueldo de portero. Y de pronto me dijo:

-Se ha sabido lo del cementerio y acabo de pelearme con mi novia. ¿Sabe lo qué significa eso?

-Caramba, comprendo. Pero todo pasará...

-No, no, no, eso significa que usted puede escribir el cuento; ahora, a ella no se le importará nada.

Yo me reí, le miré la cara y se me desvaneció todo el sentido tenebroso que me sugería su apodo. Entonces le dije:

-Me alegro de que usted sea una persona tan clara.

-No sé lo que quiere decir -me contestó-, pero si deseo que escriba algo sobre mi vida es porque a mí me gusta ver las cosas turbias. ¿Usted tiene tiempo, ahora?

-Sí.

Y me acomodé recostándome en la pared y disimulando un suspiro. Él se detuvo antes de empezar; se preparó como para un hecho histórico y se emocionó. Yo también me conmoví inesperadamente y me dispuse a recibir su confesión. Viendo que transcurría demasiado tiempo traté de ayudarlo.

-¿En qué sentido le gustan las cosas turbias?

-Yo le dije ver las cosas turbias; es en el sentido de la vista. A veces pienso que me correspondería mejor un pintor.

-No crea -le dije para animarlo-, a todos los artistas nos gustan las cosas turbias.

-Escuche -dijo él sin haberme oído-, si yo miro esta botella de cerca con la luz del día y los ojos bien abiertos, la botella se vuelve demasiado material y pensaría en cómo la fabricaron y cómo es su contenido de una manera indiferente y hasta desagradable. Pero si la botella está en la mesa redonda de mi cuarto y yo la miro con luz escasa y un poco antes de dormirme, usted comprenderá que se trata de una botella muy distinta.

En ese instante me pareció que yo había recibido un mensaje inesperado y me empecé a preparar para hablar; pero él no me dejó y siguió diciendo:

-Bueno, una noche yo estaba muy aburrido y después de haber tomado una botella de vino vi la vida con luz difusa y desde la otra distancia; entonces sentí ternura por las casas, las mesas, los árboles y muchas otras cosas.

-¿Por personas también? -le interrumpí yo.

-De ninguna manera; esa noche yo separé para siempre las personas de las cosas.

-¿Y los animales?

-Mejor que las personas, pero ellos son cosas que se mueven, una casa y un árbol se quedan en el lugar donde uno los deja y sus sorpresas son más suaves. El otro día descubrí que siempre había mirado las calles de cerca y a medida que necesitaba pasar por ellas; pero nunca había visto el fondo de las calles; ni los pisos intermedios de las casas altas; entonces me encontré con una ciudad nueva y con ventanas que nadie había mirado. Al principio tropecé muchas veces con la gente y estuvieron a punto de pisarme muchos autos; pero después me acostumbré a agarrarme de un árbol para ver las calles y a detenerme largo rato antes de bajar una vereda y esperar que yo pudiera poner atención en los vehículos. El primer día llegué tarde al banco y creyeron que yo estaba enfermo. Y ya esa misma noche comprendí que el banco me comía la cabeza, que yo me obstinaba en meterme números en ella, como si se llenara de seres que debía hacer mover y proliferarse.

Después de un intervalo bajó los ojos como si estuviera avergonzado y agregó:

-Por eso quise ser portero.

Esperé un rato y entonces le dije:

-Yo no creo que usted se haya separado tanto de las personas; ya ve, está hablando conmigo...

-¡Ah! -me dijo él-, cuando usted daba la conferencia parecía una higuera que se arrancara, ella misma, los higos. Y además, usted siempre se queda en el mismo lugar.

Después se distrajo, echó una bocanada contra la botella y el humo también me envolvió a mí.

-Dígame, ¿por qué echa el humo sobre las cosas? ¿será para verlas turbias?

-No; es costumbre...

Al poco rato fuimos a la pieza. Allí seguimos charlando y fumando hasta que llenamos la habitación de humo. Mur se arriesgó a abrir un poco más la ventana; pero cuando se dirigía hacia la pared donde estaba colgado el fuelle, entró por la ventana un poco de viento y empezó a llevarse el humo, como si un fantasma lo manoteara.

En todas las otras noches él me siguió contando su vida y yo me propuse escribirla. Me quedé en aquella ciudad hasta el domingo. Pero el sábado a medio día entró en la pieza la criada y le dijo a Mur:

-Hoy puede ir a la pieza 14.

Yo volví al hotel al oscurecer; la dueña estaba hablando con unos recién llegados y me dijo:

-¿Quiere decirle a su compañero que me deje libre la pieza 14?

-¿Cómo no? Y él, ¿dónde está?

-¡Pero muchacho! ¡En la pieza 14!

Estaba cerrada y a oscuras. Apenas abrí la puerta se me vino encima una espesa nube de humo. Primero vi las colchas blancas, y después a Mur; estaba sentado a una mesa frente a dos botellas vacías. Lo llevé a su cama con dificultad. Él se reía tapándose los ojos y yo le decía:

-¡El vino es un elemento, para ver turbio, de primer orden!

Al otro día nos despedimos como grandes amigos. Yo vine a Montevideo, busqué a Rafael y le pregunté por qué le decían "murciélago" a mi compañero de pieza.

-¡Ah! ¿no sabés? Les tiene terror a los murciélagos y cree que entrarán por la ventana.