jueves, 12 de junio de 2014

Titina vieja nomás!, Eduardo Gudiño Kieffer


Cuento incluido en el libro “FABULARIO” de Eduardo Gudiño Kieffer en 1969.



¡Titina vieja nomás!

Sucede en todos los parques: al atardecer amanecer el miedo.
En las avenidas de Hampton Court, junto al lago de Palermo, entre los tilos de Wilhemshöle, en cualquier rincón del Bois. 

Ustedes lo saben, seguro. Más de una vez se habrán encontrado, quizás sin querer, en un parque a la hora en que los gualdas se transforman en grises y en violetas; cuando los árboles tiemblan y no de frío, cuando los cisnes se ocultan y la algarabía de los gorriones no es precisamente alegre. 

A pesar de la radio a transistores y del silbido que nos sale desafinado, a pesar de nada y a pesar de todo, es imposible evitar esa sensación aquí, justito aquí, en el hueco de la garganta; ese miedo casi físico o del todo físico. 

Y quién sabe por qué, quién sabe cómo. ¿No es cierto, Belgrave? El sol baja y el miedo sube. Ahora que caminás solo te das cuenta.

Es como si te cercaran mil presencias desconocidas, mil Titinas sobrenaturales que pueden surgir del agua, del follaje o de las glorietas, con la roja pollera acampanada y la blusa blanca pero también con un halo de sombre y las cuencas de los ojos vacías.

Esto es, Belgrave: sentate de espaldas a un tronco. Si las sombras avanzan les darás la cara. 

No te pongás así,es sólo un poco de viento, un poco de viento que pulsa los cipreses y las casuarinas. 

También ¿cómo se te ocurrió citar a tu nueva conquista en este parque? Éste era el lugar de Titina. “Titina vieja, nomás!, como solías decirle. 

Está bien, sí, Titina ya no existe, se ha transformado en menos que un recuerdo desde que nos dijiste basta, esto no puede seguir (buscate otro tipo percanta que yo no soy de los giles que se casan porque dejan a una mina de encargue). 

¡Pobre Titina idiota! Hasta dicen por ahí que se murió porque tomó no sé qué cantidad de genioles. 
 
¡Genioles! Los genioles no matan, y por otra parte una con cinco de clase se pega un tiro o se arroja desde un cuarto piso, lo menos. 


¿Cierto, Belgrave? Pero la culpa es tuya, pelotas, por engrupir a una empleadita de tienda vulgar y silvestre. 

¡Vos, belgrave, vos que te pareces a Marcelo Mastroini y que nunca pifiás con las mujeres! Cualquiera hubiera sido mejor que Titina, pore supuesto. Acordate de la pituca aquella, la de Iturbe Nosecuantos. 

Y esa otra, reina del girasol o algo así, tan gringuita pero tan mona… 

No, si cualquiera hubiera sido mejor. 

¡Pero cuando vos te entusiasmás!... 

“¡Titina viena, nomás!”, le decías a cada rato porque te gustaban sus ojos y ese hociquito de Bambi en decadencia. 

No era fea… ¡pero tan flaquita! ¡Menos carne que una bicicleta, viejo! 

Y para colmo el barrio y la mamá gorda y vos de novio y ravioles los domingos y ella tan honesta quiero conservarme pura pero no mi alma dame una prueba de tu amor y después las concesiones y en el momento oportuno voy a tener un chico qué hago. 

Vos estuviste espléndido, Belgrave, piolísimo. 

Hiciste bien: casarte por obligación es condenarse y condenar, jodete por sonsa, Titina, yo nunca te hablé de azahares ni de ta tan tatán, la vida hay que vivirla y yo tengo mil posibilidades, titina vieja nomás, ya vas a ver como dentro de un mes ni te acordás de mí, yo no soy para vos, yo soy medio vago y muy bacán, olvidame por tu bien y te beso en la frente. 

Y resulta que a los dos días te enterás de la horrible cosa por los muchachos, jugando al billar. Y hasta ves pasar el entierro de Titina.

¡Ay, Belgrave! ¡Qué cosa fea los entierros! 

¡Y qué cosa fea pensar en entierros cuando uno está en el parque, esperando a una piba más o menos linda y más o menos fácil! 

Vamos, parate y caminá hasta el rosedal. 

¿Qué? ¿Vas a ir por la avenida principal? 

¡Pero si podés acorar camino tomando ese senderito que serpentea entre las acacias, a tu derecha!

¿Tenés miedo? No, ya me parecía que no. 

Claro que hace un poco de frío, aquí nunca da el sol, mirá cuantos helechos y qué oscuro está todo, envuelto en una especie de neblina pegajosa.

Si te levantás el cuello del saco, tal vez…

¡Pero no! ¡Si no hay un alma!

¿Qué es eso? ¿Por qué te detenés, Belgrave?

¿Fue el roce de una roja pollera acampanada? 

Otra vez Titina, Titina escondiéndose detrás de los gruesos troncos, Titina entre los helechos, Titina en la niebla, Titina mi Titina te busco por, no corrás, Belgrave, el rosedal queda para el otro lado y allí te están esperando, te están esperando, te esperarán en vano, Belgrave.

En vano. 

Porque dentro de un minuto, justo cuando enceguecido y corriendo y buscando la seguridad de un café crucés la calle, pasará un gran camión rojo y chau Belgrave; mañana los diarios dirán un luctuoso accidente troncha joven vida etcétera.
Pero a nadie se le ocurrirá agregar un pequeño detalle, un ínfimo detalle: la frase que el camionero feliz ha hecho pintar con letras blancas, entre guirnaldas y firuletes, en el frente de su vehículo. La frase que hace sonreír a veces: “Titina vieja, nomás”.

Los votos de la hermana Fessue, Eduardo Gudiño Kieffer

Los votos de la hermana Fessue
- “He sabido, hijas mías, que los invasores ganaron el vado con puentes y barcaza, desparramándose por labrantíos y poblados indefensos, pasando a cuchillo a los campesinos y a los burgueses, incendiando trigales, violando ancianas y doncellas, estrangulando niños y saqueando cuanto pueden. He sabido que no respetan habito, tonsuras o lugares sagrados. Nuestro amado Arzobispo ha sido colgado de un árbol del camposanto y pende allí, comido por los buitres. Las hordas del demonio avanzan pisoteando los Evangelios, burlándose del nombre de Dios y del de su Madre. Solo tienen sed de sangre, carne y oro… Están a pocas leguas de aquí. Mañana mismo se encontraran frente a los muros del Convento. Golpearan estas puertas hasta derribarlas y no habrá oración que los detenga, no habrá palabra capaz de desarmarlos. Correrán por los claustros, penetraran las celdas y en la capilla, caerán sobre nosotras como lobos famélicos. Y nosotras, ovejas mías, no nos perteneceremos: somos esposas de Cristo. Frágiles pero fieles. He orado, hermanas, y os convoco para deciros mi decisión, inspirada por el Espíritu Santo: hemos de irnos cuanto antes, rumbo al castillo, para invocar la protección del Sire de Vede y colocarnos bajo sus armas. Hemos de dejar estas queridas paredes entre las que prometimos encerrarnos de por vida para cantar loas a la Santísima Trinidad. Hemos de quebrar, oh dolor, nuestro voto de reclusión perpetua, pues guardarlo significaría perder esta virginidad dedicada a nuestro Amantímo Esposo… Dios sabrá perdonarnos.Y su Madre, que como nosotras tuvo la suerte y la bendición de no haber conocido varón, intercederá por la salud de nuestras almas, preservada sin duda si preservamos la integridad de nuestros cuerpos.”
Así habló la Abadesa ante los llantos y algún grito histérico de las monjas aterradas, que se retorcían las manos y clamaban protección divina. Le costó buen tiempo serenarlas un poco y organizar la partida: las hermanas Agnes, Blanche y Geneviére se encargarían de las magras provisiones; la tornera clausuraría puertas y ventanas; otras se turnarían para salmodiar durante el camino, ocupándose de ayudarse mutuamente y de protegerse. En cuanto a la hermana Fessue, conocida por su piedad ejemplar, tendría a cargo la tarea principal: custodiar el crucifijo de oro macizo que sacarían del altar para llevarlo, e impedir así que fuera profanado y robado.
Pero la hermana Fessue, arrodillándose frente a la Abadesa y bajando los ojos dijo: - “No me pidáis eso, Madre. Llevaos el crucifijo, los vasos sagrados, todo cuanto queráis. Idos vosotras mismas, si crees realmente que puede quebrarse el severo voto de clausura. Pero dejadme aquí en el Convento. No me importa quedarme sola, no me importa sufrir el martirio que el Cielo me depara. Porque mucho peor seria para mi romper el juramento, salir de este lugar, de estos claustros, de este huerto en el que prometí quedarme mientras viva para adorar mejor a mi Divino Esposo. Irme seria renegar de Él, adjurar de mi fe, ceder a la tentación de abandonarlo, volver el rostro a Dios. Irme seria como morir espiritualmente y por mi propia voluntad. Se que de hacerlo, en el Valle de Josafat se me acusaría de perjura y se me colocaría del lado de los réprobos. Quiero quedarme: elijo el martirio”.
La Abadesa comprendió. La actitud de la hermana Fessue era terrible pero digna. La bendijo, pues, dejándola arrodillada sobre las losas frías, ante la desesperación de las otras que lloraban, suplicaban y se rasgaban las vestiduras. La resignada, heroica y noblisima decisión de la hermana Fessue era como una aureola a su alrededor, y la Abadesa pensó que llegaría el momento en que hablaría de ello con algún alto prelado, y que quizás encontraran, pasadas las guerras, el cadáver de la mártir incorrupto y oliendo a rosas. Seria la gloria del Convento.
Llegó el momento en que todo estuvo dispuesto. Las monjas salieron del amenazado reducto, una tras otra, despidiéndose de la que quedaba como si se hubieran despedido de una santa. Con veneración, con susurros, casi con adoración. Cuando la puerta enorme y rechinante se cerró detrás de la ultima cordera asustada, la Hermana Fessue levantó los parpados. Se puso lentamente de pie. Buscó en la cocina un carboncillo y con el comenzó a dibujar prolijamente una linea oscura debajo de sus ojos, al tiempo que se mordía fuertemente los labios para tenerlos de un rojo intenso cuando llegara la soldadesca. Tenia la conciencia tranquila puesto que guardaba el voto de no salir de allí. Cumplía hasta el final las reglas de clausura. Y - esto lo pensó mientras se quitaba la toca, soltaba su esplendida cabellera rojiza y se rasgaba los hábitos - nunca había hecho votos de no ser violada.
"Nunca dejes pasar la ocasión de guardar un juramento"

AUTOBIOGRIA DE E. Gudiño Kieffer

Eduardo Gudiño Kieffer

Yo nací junto conmigo el 2 de noviembre de 1935, en una ciudad que se llama Esperanza y que está en la provincia de Santa Fe, República Argentina.
Como te iba diciendo: yo nací junto conmigo. Somos algo así como gemelos. Aunque te confieso que yo no siempre me llevo demasiado bien conmigo, y conmigo no siempre se lleva demasiado bien con yo. ¡Qué lío! ¿Pero acaso tú estás siempre de acuerdo contigo? ¿No se te ocurre una cosa por un lado y exactamente lo contrario por otro? En fin, estas preguntas hay que hacérselas frente al espejo, porque conmigo (o contigo) es el que está del otro lado.
De todos modos, yo y conmigo coincidimos en muchas cosas. Por ejemplo: en el color del nombre de la ciudad donde nacimos. Esperanza. Es verde como los campos que la rodean, y en ciertas épocas dorado como los campos que la rodean. Y huele como los campos que la rodean. El papá y la mamá de yo y conmigo eran maestros de escuela. Los trasladaban a distintos lugares de la provincia. Así, además de Esperanza, vivimos en Centeno, en San Jerónimo Norte, en Villa Ocampo y en Reconquista.
Yo y conmigo también armonizamos en el hermoso recuerdo de las maestras que nos aguantaron en la escuela primaria; la señora Herminda Bouvier de Ciribé, la señora Juanita del Valle, la (entonces) señorita Beatriz Paravano Bielsa y la señora Isabel Heer de Beaugé. A todas las quisimos montones, y todas tienen la culpa de que yo y conmigo seamos escritores. Porque en lugar de decirnos “hay que dedicarse a una profesión lucrativa”, se dedicaron a fomentarnos el amor por las palabras, por la belleza, por la lectura, por los mitos y las leyendas, por la historia. Sí, ellas tienen la culpa. Y por eso tenernos que darles las gracias.
Pero también tienen la culpa nuestros padres que nos enseñaron que nada hay más lindo que leer y que poder expresarse escribiendo. Y esas adoradas tías, en cuya biblioteca descubrimos, a través de libros y libros, lo que un poeta francés llamado Paul Éluard resume en una sola frase: “Hay otros mundos, pero están en éste”.
Yo y conmigo somos el mayor; después están mi hermana Marita que vive en Estados Unidos, Blanquita que vive en Santa Fe, Aixa que vive en Zapala (Neuquén) y Cristina que vive en Buenos Aires. Las nombramos porque yo estoy celoso de conmigo cuando pienso en ellas, y conmigo está celoso de yo cuando las recuerda. Aunque estamos separados, somos una familia. No hay distancias para los lazos de la sangre.
Hicimos el secundario en el Liceo Militar General Belgrano de Santa Fe. ¡Uy, ahí sí que nos peleamos! Yo quería irme, conmigo quería quedarse. Al final ganó él: cumplimos los cinco años y egresamos con el título de bachiller y subteniente de reserva (lo pongo en singular porque nos dieron un solo diploma para los dos).
Empezamos a estudiar derecho de mutuo acuerdo. A ninguno de los dos nos entusiasmaba demasiado, pero como se decía en ese entonces: “serás lo que debas ser o si no serás abogado”. Logramos recibirnos después de innumerables bostezos. Para entonces ya habíamos escrito entre ambos un poema a la madre. Pobre mamá, siempre creyó que tenía un solo hijo. No sé si alguna vez se dio cuenta de que había dos adentro de un solo cuerpo.
Por suerte yo y conmigo no tuvimos problemas sentimentales: nos enamoramos muchas veces de mentira y una sola de verdad. Nos casamos los dos con la misma chica y tenemos ahora tres muchachitos: Florencio, Nicolás y Agustín. Cuando los miro me pregunto: ¿serán tres o serán seis? Porque si en cada uno hay dos…
Después de vivir un tiempo en París decidimos no quedarnos en Santa Fe y venir a Buenos Aires. Y aquí la vocación literaria empezó a convertirse en carrera. En 1968 se publicó Para comerte mejor, un libro que trata de un tipo que tiene también a un yo y a un conmigo adentro, pero los llama de una manera que no te voy a contar ahora. En 1969 salió Fabulario, en 1970 Carta abierta a Buenos Aires violento, en 1972 Guía de Pecadores, en 1975 La hora de María y el Pájaro de Oro y Será por eso que la quiero tanto, en 1976 Kokah de lujo y en 1979 Medidas negras, peluca rubia. ¿Quién los escribió? ¿Yo o conmigo? Para ser sincero, creo que fueron obras en colaboración. (…) Lo que yo quería contarte aquí es quién soy. Ya ves: no estoy muy seguro. ¡Ni siquiera sé si esta autobiografía la escribe yo o si la escribe conmigo!


La verdad sobre Helena, Eduardo Gudiño Kieffer

La verdad sobre Helena
              Eduardo Gudiño Kieffer. Fabulario.

Cuando cayó la ciudad y comenzaron los incendios, el saqueo, las violaciones, Menelao creyó que había soñado (¡por fin!) la hora de la venganza. Venganza esperada desde que comprobara la vergonzosa y humillante fuga de su mujer con el deiforme extranjero (¡mil veces traidor, pagar tan vilmente albergue y alimento!). Venganza acariciada, ansiada, imaginada noche tras noche durante el asedio interminable (la espada hundiéndosele en el pecho blanquísimo, o cercenando el mórbido cuello, o desfigurando con salvajes heridas el rostro de belleza increíble). Venganza, si, purificadora venganza que justificaría tanta sangre, tanta guerra, tanto héroe desaparecido. Porque Menelao no olvidaba. A pesar de los años transcurridos, a pesar del rigor de la batalla, del hambre y de la sed de los sacrificios y de los sobornos para convencer a los dioses, sufría de lo que hoy llamaríamos monomanía. Y su monomanía era, por supuesto, el afán de ver una vez más a Helena; llenarse los ojos con su egregia hermosura, embriagarse con el color de su piel, aspirar el excitante perfume que emanaba de ella. Mirarla, mirarla, mirarla… pero solo durante un segundo (cronometrado) y con expresión asesina. Después sería la noble labor de la espada. No iba a pronunciar palabra; no iba a escuchar las quejas, las excusas, los arrepentimientos. No iba a poner un dedo sobre ese cuerpo que sin duda le pertenecía (aún y a pesar de todo). La espada, solo la espada filosa y digna, podía enaltecer ese momento, final infeliz pero irremediable de la Guerra de Troya.
            Buscó a Helena por todas partes. En los palacios incendiados, en los templos, en las murallas. Creía que ya no iba a encontrarla, y masticaba la amargura del fracaso que hubiera sido cerciorarse de que ella había muerto también (y quizás hasta por amor a Paris)… cuando oyó su voz. La voz sonaba a sus espaldas, con ese tono entre ausente y cándido y sensual de siempre, con esa misma nota de ingenuidad que incluso podía ser verdadera. La voz lo llamaba por su nombre: -“¡Menelao, Menelao!” Menelao se detuvo y se volvió lentamente llevando la mano al pomo de la espada vengadora. Helena estaba allí, apoyada lánguidamente en una columna, tendiéndole los brazos. Menelao tardó en reconocerla. Porque durante el larguísimo sitio de Troya, e impulsada por el aburrimiento, Helena había comido demasiado. Además… los años no habían pasado en vano. El rostro de Helena era abotagado, fláccido y muy parecido al de una foca. Los cabellos pringosos, la túnica sucia (no de sangre sino de grasa) y el cuerpo de una obesidad desbordante. Al acercarse un poco más, todavía incrédulo, el pobre Menelao comprobó que el aliento de su mujer olía a cebollas. Envainó resignadamente la espada y, casi sin darse cuenta dijo:
-Querida, ¿no crees  que ya es hora de que volvamos a casa?

Moraleja: “No es tan lindo vengarse de una vieja gorda y fea, como de una joven hermosa”

Recomendaciones a Sebastián para la compra de un espejo, Eduardo Gudiño Kieffer

Eduardo Gudiño Kieffer
Recomendaciones a Sebastián
para la compra de un espejo

Mire, Sebastián, es en la calle Juncal. Ven­ga, acérquese; voy a decirle el número al oído —es mejor que nadie lo sepa, hay secretos qué conviene guardar muy bien—. Bueno. Usted entra en la boutique y pregunta por la señora Hipólita. Le dirán que no está. Pero no se aflija, Sebastián. Sugiera que va de par­te de mistress Murphy y ponga cara de inteli­gente. Le harán un gesto de complicidad y lo llevarán a la trastienda. Abrirán una puerte­cita escondida entre los brillantes vestidos que cuelgan, inmóviles pero vivos, de una increíble cantidad de perchas doradas. Podrá entonces ingresar al cuarto de los espejos. La señora Hipólita, que adora a los muchachos desgar­bados como usted, le ofrecerá un cigarrillo. Acéptelo, Sebastián, acéptelo y aspírelo con delectación, porque sin duda será un cigarrillo egipcio con una pizquita de opio. Después con­temple atentamente la colección de espejos, emitiendo de vez en cuando una interjección oportuna y discreta. Nada de exclamaciones altisonantes, a pesar del asombro. Y tenga en cuenta que en ningún momento hay que pro­nunciar la palabra "mágico", porque se supo­ne que usted ya sabe que todos los espejos lo son, y en especial los de la señora Hipólita.
Fíjese en ése, Sebastián. Sí, en ése, el ova­lado con marco de plata. Todos los días, a las siete de la tarde, refleja a Rachel en su estu­penda interpretación de "Phèdre". Es magní­fico, ¿eh? O aquel otro, tan profundo en el misterio de su azogue, tan rico en las volutas rococó que lo rodean. No niego que es maravi­lloso. Pero no se lo aconsejo, porque al sonar las doce campanadas de la medianoche mues­tra a un oficial de húsares de Grodno asesina­do por su novia vampiro. ¡Brrr! Mejor es el que está a su derecha; menos morboso y suma­mente eficiente. Hasta educativo: Imagínese: a las seis de la mañana deja ver a las damas mendocinas bordando una bandera. Es un es­pejo quizás demasiado madrugador, claro, pe­ro tan patriótico como un discurso de fiesta cívica. En fin. .. hay que reconocer que la se­ñora Hipólita tiene una colección fabulosa. Espejos teatrales, pasionales, históricos...También tiene los que reflejan el futuro, pero sólo los muestra previa presentación del cer­tificado de buena salud, porque una vez tuvo problemas con el profesor N. El pobre era cardíaco y. .. bueno, usted sabe el resto, salió en todos los diarios.
Lo importante es que usted, Sebastián, puede comprar el espejo que más le interese. Los precios son exorbitantes, es cierto, pero no cualquiera puede darse el lujo de poseer cosas así. Además, si sonríe usted como está sonriendo justamente ahora, no dudo que la señora Hipólita le hará una rebaja o le dará facilidades. Es una mujer muy tierna, muy sensible, muy maternal a veces. Aunque tan arrugada que... pero eso no viene al caso. Elija el espejo que prefiera. Deje su dirección, y mañana mismo lo enviarán a su casa. ¿Un consejo? No lo coloque en el living ni en el es­critorio ni en ningún lugar por donde pase mu­cha gente. Sobre todo porque sus amigos son muy convencionales, muy burgueses, y el espe­jo puede reflejar algo irritante, impropio para la gente decente. Suponga que se le ocurra comprar el espejo de Paolo y Francesca...
¿Qué diría su abuelita materna, Sebastián, que va a misa todos los domingos? No, hay que tener cuidado, hay que ser respetuoso de las convicciones y de la moral de los demás. Yo le sugeriría (y perdóneme el atrevimiento), que ponga al espejo en el altillo, con otros trastos viejos. Más todavía: que lo cubra con algún paño opaco. Y otra cosa aún, la más impor­tante de todas: con los espejos de la señora Hipólita es imprescindible ser puntual. Pun­tualísimo. Si no llega usted a la hora exacta, no verá el espectáculo. Ni Rachel declamando, ni húsar sangrando, ni damas mendocinas bor­dando, ni Paolo y Francesca fornicando (per­dón otra vez, hay palabras que realmente no suenan muy bien). Si llega tarde sólo verá su propia cara, la misma de siempre, Sebastián, tan angulosa, tan mística. Pero eso es lo de menos. Lo grave sucede cuando la curiosidad lo impulsa a apresurarse y lo obliga a llegar demasiado temprano, para averiguar cómo prepara espejo su "mise en scène". Eso puede ser fatal, porque los espejos no toleran la curiosidad. Y sucederá que, al arrancar el paño que lo cubre y enfrentarlo, se encontrará usted con que está vacío, que no refleja nada, que su imagen en el espejo no existe y por lo tanto, claro, usted tampoco. Es una platónica verdad. Al no verse en el espejo, sin duda se llevará usted las manos a la cabeza, en un gesto de terror y de asombro. Pero como usted no existe, descubrirá que no tiene manos ni cabeza. Intentará salir corriendo pero tam­poco le será posible, pobre Sebastián, pues tampoco tendrá piernas. Y se quedará por siempre allí, atrapado en un espejo vacío que alguna vez retornará a la colección de la eter­na señora Hipólita y reflejará, para otro cliente como usted, joven y desgarbado, la imagen ascética de Sebastián, oh Sebastián pálido de terror, sólo durante un minuto y a la hora en que se pone el sol.

martes, 10 de junio de 2014

Inciso 24, Nelson Barbon

Inciso 24
Autor; Nelson Barbon
La señora Milena Pardo Casares, dama de incierta alcurnia, transitaba el último tramo de su vida, en el desahogo económico que le proporcionaran su tres esposos fallecidos.
El segundo, Don Andrés Grisalba Ferrant de nacionalidad colombiana, le dejo a Doña Milena, además de una cuantiosa fortuna, el vicio por el café.
En sus años en la casa solariega de Cartagena de Indias, la Dama tenía siempre a mano una jarra con la infusión de sus amores, que la numerosa servidumbre se ocupaba de mantener siempre llena, a sabiendas de que era la única falta que jamás se les perdonaría.
Cuando Doña Milena y Don Andrés viajaban a la hacienda de la familia, se llenaba un enorme termo de 3 litros que habían hecho instalar en la parte delantera del automóvil, bien amarrado para que soportara los tumbos y tambaleos propios de un viaje por un camino de mulas.
En pleno verano, cuando el feroz sol caribeño se volvía impiadoso, se hacía preparar una infusión de café con azúcar y limón, para mitigar el rigor del tórrido clima.
Su pasión por el café era objeto de mentas continuas en las tertulias Cartaginesas, el insólito consumo de un producto tan ligado a la cultura Colombiana era visto con agrado y simpatía por todos.
Después del fallecimiento de Don Andrés, decidió regresar a su Buenos Aires natal, tal decisión fue largamente lamentada por amigos y allegados, Doña Milena habíase transformado en un personaje del lugar, perderla fue como perder un atractivo que empobrecía el clima de las reuniones.
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Ya en Buenos Aires, se ocupo de averiguar dónde podía conseguir el mejor café colombiano, un lujo que la dama podía darse.
Realizo con la empresa importadora un convenio para que le entregaran todos los meses 2 kilogramos del mejor café colombiano, acuerdo que se mantuvo inalterable aun después de su muerte, acaecida varios años después.
Luego de su tercera viudez, vislumbro, que su futuro solo estaría plagado de soledades y recuerdos ya que Doña Milena nunca había sido bendecida con la llegada de hijos propios y jamás quiso saber los motivos de su esterilidad.
Su segundo y tercer esposo, viudos al momento de casarse con ella, tenían hijos de sus anteriores esposas, lo que le dejaba la molesta certeza de que era ella la que no tenía la capacidad de concebir.
Siempre había tenido el don de predecir cosas que luego ocurrían ineludiblemente, intuyo el fallecimiento de sus esposos, y hasta supo antes de probar la primera taza de café colombiano que iniciaría una relación tan profunda que llevaría esa simbiosis más allá de su propia muerte.
A los 85 años, después de una larga tercera viudez, vislumbro que el fin se aproximaba.
Doña Milena casi no se inmuto por la revelación, en realidad consideraba a la muerte como un simple cambio de estado, era como enviudar de sí misma.
Después de adquirir el conocimiento del camino que le restaba transitar por este mundo, se tomo varios días para pensar como ordenar sus asuntos, estaba la cuestión de su fortuna, la cuestión del lugar de su última y definitiva residencia, y por supuesto estaba la cuestión del café.
Los siguientes días se fueron en reuniones con su abogado, a quien le ordeno redactar un borrador de contrato de usufructo sobre un fideicomiso que se iba a constituir con la totalidad de los bienes, también le ordeno la búsqueda de posibles herederos, sabía que no había ningún pariente directo vivo, pero sabía que había sobrinos políticos, hijos del esposo fallecido de su fenecida y esteril hermana.
El inciso 24 del contrato de usufructo, logro que el impecable aspecto profesional del abogado se alterara por un imperceptible instante. El mismo establecía la obligación del usufructuario de colocar del 1 al 5 de cada mes, 2 Kilogramos de una clase específica de café colombiano en la tumba de Doña Milena.
Tendría que cavar un pozo en la superficie de la tierra, colocar allí el café y luego cubrirlo con la misma tierra, y debía hacerlo personalmente.
La condición era de una rigidez absoluta, ya que un solo incumplimiento cancelaria automáticamente todo derecho de usufructo, el que pasaría al segundo nombre de la lista.
Lo que más intrigo al abogado fue la forma en que esa obligación se controlaría.
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Cuando la dama exhalo su último suspiro, ya todo estaba preparado, así fue que Jacinto López de 35 años, divorciado y sin hijos, recibió dinero y obligaciones, de una tía lejana, hermana de su madrastra, de la que jamás había oído hablar.
Así transcurrió algo más de un año, el café se deposito puntualmente y con la misma puntualidad se deposito en la cuenta de Jacinto López los dividendos del fideicomiso.
16 meses después del fallecimiento de Doña Milena, Jacinto olvido comprar el café en el importador, y era el ultimo día que establecía la obligación contractual, una clausula que siempre le había parecido bizarra, por no decir ridícula, propia de una anciana senil y algo chiflada.
Corrió al supermercado más cercano y allí compro 2 kilogramos del café más barato que encontró, en su casa lo coloco en una bolsa marrón, y se fue al cementerio.
Entro como lo hacia todos los meses, llevando una bolsa de plástico con el café dentro, saludo al portero de la entrada y se dirigió a la solitaria tumba de Doña Milena, allí cumplió el rito mensual de perforar un agujero en la superficie del sepulcro y colocar el café que luego cubrió con la misma tierra.
El día 25 del mismo mes, sonó el timbre de su departamento, el cartero le entrego un telegrama que lacónicamente le informaba, que el usufructo había sido cancelado por incumplimiento de la clausula incluida en el inciso 24.

Leyenda de la mascara de cristal, Miguel Angel Asturias

Leyenda de la mascara de cristal

Autor: Miguel Angel Asturias
¡Y, sí, Nana la Lluvia, el que hacía los ídolos y. preparaba las cabezas de los muertos, dejándolas desabrido hueso, betún encima, tenía las manos tres veces doradas!
¡Y, sí, Nana la Lluvia, el que hacía los ídolos, cuidador de calaveras, huyó de los hombres de piel de gusano blanco, incendiaron la ciudad entonces, y se refugió en lo más inaccesible de sus montañas, allí donde la tierra se volvía nube!
¡Y, sí, Nana la Lluvia, el que hacía los dioses que lo hicieron a él, era Ambiastro, tenía dos astros en lugar de manos!
¡Y, sí, Nana la Lluvia, Ambiastro huyó del hombre de piel de gusano blanco y se hizo montaña, cima de montaña, sin inquietarle la ingrimitud de su refugio, la soledad más sola, piedras y águilas, habituado a vivir oculto, a no mostrarse mientras creaba las imágenes sacras, ídolos de barro y cebollín, y por la diligencia que puso en darse compañía de dioses, héroes y animales que talló, esculpió, modeló en piedra, madera y lodo, con los utensilios que trujo!
Y, sí, Nana la Lluvia, Ambiastro, faltando a su juramento de esculpir en piedra y sólo en piedra, mientras durara su destierro, se dio licencia para tallar, en su caña de fumador de tabaco, un grupo de monitos juguetones, asidos de la cola, los brazos en alto como queriendo atrapar el humo, y en un grueso tronco de manzanarrosa, el combate de la serpiente y el jaguar!
¡Y, sí, Nana la Lluvia!
Al nacer el día, luceros panzones y tenues albaluces, Ambiastro golpeaba el tronco hueco de palo de manzanarrosa, para poner en movimiento, razón de ser de la escultura, al jaguar, aliado de la luz, en su lucha a muerte con la noche, serpiente inacabable, y producir sonido de retumbo, tal y como se acostumbraba en las puertas de la ciudad, al asomar el lucero de las preciosas piedras.
Glorificado el lucero de la mañana, alabado todo lo que reverdecía, recortados los desaparecidos de la memoria nocturna (…nadie hubiera tomado su camino y ellos no regresarán…), Ambiastro juntaba astillas de madera seca y a un chispazo de su pedernal nacía aquel que se consume solo y tan prontamente que jamás le dio tiempo para esculpir su imagen de guacamayo de llamas bulliciosas. Encendido el fuego, ponía a calentar agua de nube en un recipiente de barro y en espera del hervor, soltaba los sentidos a vagar sin pensamiento, felices, fuera de la cueva en que vivía. Montes, valles, lagos, volcanes apuraban sus ojos mientras perdía el olfato en la borrachera de aromas frutales que subía de la tierra caliente, el tacto en el pacto de no tocar nada y sentirlo todo, y el oído en las relojerías del rocío.
Al formarse las primeras burbujas, corrían como perlas de zoguillas desatadas por la superficie del agua a punto de hervir, Ambiastro sacaba de un bucul amarillo un puño de polvo de chile colorado, lo que cogían cinco dedos, y lo arrojaba al líquido en ebullición. Un guacal de esta bebida roja, espesa, humeante, como sangre, era su alimento y el de su familia, como llamaba a sus esculturas en piedra, coloreadas del bermellón al naranja.
Sus gigantes, talla directa en la roca viva, bañados de plumas y collares de máscaras pequeñas, guardaban la entrada de la cueva en que a los jugadores de pelota, en bajorrelieve, seguían personajes con dos caras, la de la vida y la de la muerte, danzarines atmosféricos, dioses de la lluvia, dioses solares con los ojos muy abiertos, cilindros con figuras de animales en órbitas astrales, dioses de la muerte esqueléticos, enzoguillados de estrellas, sacerdotes de cráneos alargados y piedras duras, verdes, rojizas, negras, con representaciones calendáricas o proféticas.
Pero ya la piedra le angustiaba y había que pensar en el mosaico. Desplegar sobre las paredes y bóvedas de su vivienda subterránea, escenas de ceremonias religiosas, danzas, asaeteamientos, cacerías, todo lo que él había visto antes de la llegada de los hombres de piel de gusano blanco.
Apartó los ojos de un bosquecillo de árboles que ya sin fuerza para izarse, tan alto habían nacido en las montañas azules, se retorcían y bajaban reptando por laderas arenosas, pedregales y nidos de aguiluchos solitarios. Apartó los ojos de estos árboles casi culebras, al reclamo de los que sembrados en estribaciones más bajas, subían s ofrecerle sus copas de verdores fragantes y sus hondas carnes amorosas. La tentación de la madera lo sacaba de su refugio poblado de ídolos pétreos, gigantes minerales, piedras y más piedras, al mundo vegetal cálido y perfumado de las florestas que recorría de noche como sonámbulo por caminos de estrellas que llovían de los ramajes, y de día, traspuesto, enajenado, ansioso, delirante, suelto a dejar la piedra, faltando a su promesa de no tocar árbol, arcilla o materia blanda durante su destierro, y lanzarse a la multiplicación de sus criaturas en palos llamarosa, palos carne-amarilla, humo-fuego, maderas que lejos de oponer resistencia como la piedra, dura y artera, se entregaban a su magia, blandas, ayudadoras, gozosas. Una conciencia remota las hacía preferir aquel destino de esculturas de palo blanco, rival del marfil más fino, de ébanos desafiadores del azabache, de caobas sólo comparables con el granate vinoso.
Dormir, imposible. Todo su mundo dé’ dioses, guerreros, sacerdotes esculpidos en piedras duras, casi de joyería, le hacía sentir su cueva como sepultura de momia. Que la madera no pasa de ser escultura para hoy y nada para mañana… Se. mordía los labios. Por otra parte, su obra no era de pura complacencia. Enterraba un mensaje. Escondía una cauda de cometas sin luz. Daba nacimiento a la gemanística. Se llevó a la boca su caña de fumar, adornada con montos que jugaban con el humo que tendía un veló entre él y su pensamiento. Aunque todo quedaría sepultado si se desplomaba la caverna. Mejor la madera, esculpir dioses-árboles, dioses-ceibas, esculturas con raíces, no sus granitos y mármoles sin raigambre, esculturas de brazos gigantes, ramas que se vestirían de flores tan enigmáticas como los jeroglíficos.
No supo de sus ojos. Estallaron. Ciego, Ciego. Estallaron luces al golpear con la punta de su pedernal, mientras buscaba piedras duras, en una vera de cristal de roca. Sus manos, sus brazos, su pecho bañados en rocío cortante. Se llevó los dedos a la cara, sembrada de piquetazos de agujas, para buscarse los ojos. No estaba ciego. Fue el deslumbramiento, el chispado, la explosión de la roca luminosa. Olvidó sus piedras oscuras y la tentación de las maderas fragantes. Tenía al alcance sus manos, pobres astros apagados, más allá del mar de jade y la noche de obsidiana, la luz de un mediodía de diamantes, muerta y viva, fría y quemante, desnuda y enigmática, fija y en movimiento.
Esculpiría en cristal de roca, pero cómo trasladar aquella masa luminosa hasta su caverna. Imposible. Más hacedero que él se trasladara a vivir allí. ¿Solo o con su familia, sus piedras esculpidas, sus ídolos, sus gigantes? Reflexionó, la cabeza de un lado a otro. No, no. No pensarlo. Desconocía todo parentesco con seres de tiniebla.
Improvisó allí mismo, junto al peñasco de cristales, una cabaña, trajo al dios que se consume solo y pronto, acarreó agua en un tinajas y en una piedra de mollejón fue dando filo de navajuela a sus pedernales.
Nueva vida. La luz. El aire. La cabaña abierta al sol y de noche a la cristalería de los astros.
Días y días de faena. Sin parar. Casi sin dormir. No podía más. Las manos lastimadas, la cara herida, heridas que antes de cicatrizar eran cortadas por nuevas heridas, lacerado y casi ciego por las astillas y el polvo finísimo del cuarzo, reclamaba agua, agua, agua para beber y agua para bañar el pedazo de luz cristalizada y purísima que iba tomando la forma de una cara.
El alba lo encontraba despierto, ansioso, desesperado porque tardaba en aclarar el día y no pocas veces se le oyó barrer alrededor de la cabaña, no la basura, sino la tiniebla. Sin acordarse de saludar al lucero de las preciosas piedras, qué mejor saludo que golpear la roca de purísimo cuarzo de donde saltaban salvas de luz, apenas amanecía continuaba su talla, falto de saliva, corto de aliento, empapado en sudor de loco, en lucha con el pelo que se le venía a la cara sangrante, las astillas heridoras, a los ojos llorosos, el polvo cegador, lo que le ponía iracundo, pues perdía tiempo en ‘levantárselo con el envés de la mano. Y la exasperación de afilar a cada momento sus utensilios, ya no de escultor, sino de lapidario.
Pero al fin la tenía, tallada en fuego blanco, pulida con el polvo del collar de ojos y martajados caracoles. Su brillo cegaba y cuando se la puso — Máscara de Nana la Lluvia — tuvo la sensación de vaciar su ser pasajero en una gota de agua inmortal. ¡Pared geológica! ¡Sí, Nana la Lluvia! ¡Soberanía no rebelada! ¡Sí, Nana la Lluvia! ¡Superficie sin paralelo! ¡Sí, Nana la Lluvia! ¡Lava respirable! ¡Sí, Nana la Lluvia! ¡Dédalo de espejos! ¡Sí, Nana la Lluvia! ¡Tumba ritual! ¡Sí, Nana la lluvia! ¡Nivel de sueños luminosos! ¡Sí, Nana la Lluvia! ¡Máscara irremovible! ¡Sí, Nana la Lluvia! ¡Obstáculo que afila sus contornos hasta anularlos para montar la guardia de la eternidad despierta!
Paso a paso volvió a su cueva, no por sus olvidadas piedras, dioses, héroes y figurillas de animales tallados en manantiales de tiniebla, sino por su caña de hablar humo. No la encontraba. Halló el tabaco guiándose por el olor. Pero su caña… su caña… su pequeña cerbatana, no de cazar pájaros, de cazar sueños…
Dejó la máscara luminosa sobre una esterilla tendida en lo que fue su lecho de tablas de nogal y siguió buscando. Se la llevaxon los monitor esculpidos alrededor, se consolaba, ella ran paco quiso quedarse en esta tenebrosa tumba, entre estos ídolos y gi, gantas que dejaré soterrados abata que encontré un material digno de gris manos de Ambiastro.
Se golpeaba en los’ objetos. La poca costumbre de andar en la oscuridad, se dijo. Aunque más bien los objetos le saltan al paso y se golpeaban can él. Los banquitos de tres pies a darle en las espinillas. Las mesas no esperaban, mesas y bancos de trabajo, se lé tiraban encima como fieras. Esquinazos, cajonatos, patadas de mesas convertidas en bestias enfurecidas. Los tapexcos llenos de trastes lo atacaban por la espalda, a matar, como si alguien los empujara, y allí la de caerle encima ollas, jarros, potes, piedras de afilar, incensarios, tortugas, caracoles, tambores de lengüetas, ocatinas, todo lo que él guardaba para ahuyentar el silencio ton las fiestas del ruido, mientras los apartes, las tinajas, los guacales, poseídos de un extraño furor, le golpeaban a más y mejor y del tedio se desprendían, entre nubes de cuero de bestias de aullido, zogas y bejucos flagelantes como culebras marcadoras.
Se refugió junto a la máscara. No realizaba bien lo que le sucedía. Seguía creyendo que era él, poco acostumbrado ya al mundo subterráneo, el que se, golpeaba en las cosas de su uso y su trabajo. Y efectivamente, al quedarse quieto cesó el ataque, pausa en la que terco como era volvió a ver de un lado a otro, cama preguntando a todos aquellos seres inanimados por su. caña de fumar. No estaba. Se conformó con llevarse a la boca un puño de tabaco y masticarlo. Pero algo extraño. Se movían la serpiente y el jaguar de su tambor de madera, aquel con que saludaba al lucero de las preciosas luces. Y si las mesas, los tapexcos, los bancos, las tinajas, los apaxtes, los guacales, se habían aquietado, ahora bajaban y subían los párpados los gigantes de piedra. La tempestad agitaba sus músculos. Cada brazo era un río. Avanzaban contra él. Levantó los astros apagados de sus manos para defender la cara del puñetazo de una de esas inmensas bestias. Maltrecha, sin respiración, el esternón hundido por el golpe de aquel puño de gigante de piedra, un segundo golpe con la mano abierta le deshizo la quijada. En la penumbra verdosa que quiere ser tiniebla y no puede,, luz y no alcanza, movíanse en orden de batalla los escuadrones de flecheros creados por él, nacidos de sus manos, de su artificio, de su magia. Primero por los flancos, después de frente, sin dar gritos de combate, apuntaron sus arcos y dispararon contra él flechas envenenadas. Un segundo grupo de guerreros, también hechos por él, esculpidos en piedra por sus manos, tras abrirse en abanico y jugar a mariposas, lo rodearon y clavaron con los aguijones de las cañas tostadas, en las tablas de la cama en que yacía tendido junto a su máscara maravillosa. No lo dudó. Se la puso. Debía salvarse. Huir. Romper el cero. Ese gran ojo redondo de la muerte que no tiene dos ojos, como las calaveras, sino un inmenso y solitario cero sobre la frente. Lo rompió, deshizo la cifra abstracta, antes de la unidad, nada, y después de la unidad, todo, y corrió hacia la salida de la cueva, guardada por ídolos también esculpidos por él en materiales de tiniebla. El ídolo de las orejas de cabro, pelo de paxte y pechos de fruta. Le tocó las tetas y lo dejó pasar. El ídolo de los veinticuatro diablos… viudo, castrado y honorable. Le saludó reverente y lo dejó pasar. La mujer verde, Maribal, tejedora de salivas estériles. Le dio la suya para preñarla y lo dejó pasar. El ídolo de los dedales de la luna caliente. Le tocó el murciélago del galillo con la punta de la lengua en un boca a boca espantoso, y lo dejó pasar. El ídolo del cenzontle negro, ombligo de floripundia. Le sopló el ombligo para avivarle el celo y lo dejó pasar…
Noche de puercoespines. En cada espina, una gota luminosa de la máscara que Ambiastro llevaba sobre la cara. Los ídolos lo dejaron pasar, pero ya iba muerto, rodeado de flores amarillas por todas partes.
Los sacerdotes del eclipse, decían:
¡El que agrega criaturas de artificio a la creación, debe saber que esas criaturas se rebelan, lo sepultan y ellas quedan!
Por la ciudad de los caballeros de piedra pasa el entierro de Ambiastro. No se sabe si ríe o si llora, la máscara de cristal de roca que le oculta la cara. Lo llevan sobre tablas de nogal fragante, los gigantes, los ídolos y los héroes de piedra nacidos de sus manos, hieráticos, atormentados, arrogantes, y le sigue un pueblo de figuras de barro amasadas con el llanto de Nana la Lluvia.

Acerca del autor.
Miguel Ángel Asturias Rosales (Ciudad de Guatemala, Guatemala, 19 de octubre de 1899 – Madrid, 9 de junio de 1974) fue un escritor y diplomático guatemalteco. Recibió el Premio Lenin de la Paz en 1965 y el Premio Nobel de Literatura en 1967.

Leyenda del volcán, Miguel Ángel Asturias

Leyenda del volcánLeyendas de Guatemala
[Leyenda. Texto completo.]
Miguel Ángel Asturias
Hubo en un siglo un día que duró muchos siglos
Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles: los tres que venían en el viento y los tres que venían en el agua, aunque no se veían más que tres. Tres estaban escondidos en el río y sólo les veían los que venían en el viento cuando bajaban del monte a beber agua.
Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles.
Los tres que venían en el viento correteaban en la libertad de las campiñas sembradas de maravillas.
Los tres que venían en el agua se colgaban de las ramas de los árboles copiados en el río a morder las frutas o a espantar los pájaros, que eran muchos y de todos colores.
Los tres que venían en el viento despertaban a la tierra, como los pájaros, antes que saliera el sol, y anochecido, los tres que venían en el agua se tendían como los peces en el fondo del río sobre las yerbas pálidas y elásticas, fingiendo gran fatiga; acostaban a la tierra antes que cayera el sol.
Los tres que venían en el viento, como los pájaros, se alimentaban de frutas.
Los tres que venían en el agua, como los peces, se alimentaban de estrellas.
Los tres que venían en el viento pasaban la noche en los bosques, bajo las hojas que las culebras perdidizas removían a instantes o en lo alto de las ramas, entre ardillas, pizotes, micos, micoleones, garrobos y mapaches.
Y los tres que venían en el agua, ocultos en la flor de las pozas o en las madrigueras de lagartos que libraban batallas como sueños o anclaban a dormir como piraguas.
Y en los árboles que venían en el viento y pasaban en el agua, los tres que venían en el viento, los tres que venían en el agua, mitigaban el hambre sin separar los frutos buenos de los malos, porque a los primeros hombres les fue dado comprender que no hay fruto malo; todos son sangre de la tierra, dulcificada o avinagrada, según el árbol que la tiene.
-¡Nido!...
Pió Monte en un Ave.
Uno de los del viento volvió a ver y sus compañeros le llamaron Nido.
Monte en un Ave era el recuerdo de su madre y su padre, bestia color de agua llovida que mataron en el mar para ganar la tierra, de pupilas doradas que guardaban al fondo dos crucecitas negras, olorosas a pescado femenina como dedo meñique.
A su muerte ganaron la costa húmeda, surgiendo en el paisaje de la playa, que tenía cierta tonalidad de ensalmo: los chopos dispersos y lejanos los bosques, las montañas, el río que en el panorama del valle se iba quedando inmóvil... ¡La Tierra de los Árboles!
Avanzaron sin dificultad por aquella naturaleza costeña fina como la luz de los diamantes, hasta la coronilla verde de los cabazos próximos y al acercarse al río la primera vez, a mitigar la sed, vieron caer tres hombres al agua.
Nido calmó a sus compañeros -extrañas plantas móviles-, que miraban sus retratos en el río sin poder hablar.
-¡Son nuestras máscaras, tras ellas se ocultan nuestras caras! ¡Son nuestros dobles, con ellos nos podemos disfrazar! ¡Son nuestra madre, nuestro padre, Monte en un Ave, que matamos para ganar la tierra! ¡Nuestro nahual! ¡Nuestro natal!
La selva prologaba el mar en tierra firme. Aire líquido, hialino casi bajo las ramas, con trasparencias azules en el claroscuro de la superficie y verdes de fruta en lo profundo.
Como si se acabara de retirar el mar, se veía el agua hecha luz en cada hoja, en cada bejuco, en cada reptil, en cada flor, en cada insecto...
La selva continuaba hacia el Volcán henchida, tupida, crecida, crepitante, con estéril fecundidad de víbora: océano de hojas reventando en rocas o anegado en pastos, donde las huellas de los plantígrados dibujaban mariposas y leucocitos el sol.
Algo que se quebró en las nubes sacó a los tres hombres de su deslumbramiento.
Dos montañas movían los párpados a un paso del río:
La que llamaban Cabrakán, montaña capacitada para tronchar una selva entre sus brazos y levantar una ciudad sobre sus hombros, escupió saliva de fuego hasta encender la tierra.
Y la incendió.
La que llamaban Hurakán, montaña de nubes, subió al volcán a pelar el cráter con la uñas.
El cielo repentinamente nublado, detenido el día sin sol, amilanadas las aves que escapaban por cientos de canastos, apenas se oía el grito de los tres hombres que venían en el viento, indefensos como los árboles sobre la tierra tibia.
En las tinieblas huían los monos, quedando de su fuga el eco perdido entre las ramas. Como exhalaciones pasaban los venados. En grandes remolinos se enredaban los coches de monte, torpes, con las pupilas cenicientas.
Huían los coyotes, desnudando los dientes en la sombra al rozarse unos con otros, ¡qué largo escalofrío...!
Huían los camaleones, cambiando de colores por el miedo; los tacuazines, las iguanas, los tepescuintles, los conejos, los murciélagos, los sapos, los cangrejos, los cutetes, las taltuzas, los pizotes, los chinchintores, cuya sombra mata.
Huían los cantiles, seguidos de las víboras de cascabel, que con las culebras silbadoras y las cuereadoras dejaban a lo largo de la cordillera la impresión salvaje de una fuga en diligencia. El silbo penetrante uníase al ruido de los cascabeles y al chasquido de las cuereadoras que aquí y allá enterraban la cabeza, descargando latigazazos para abrirse campo.
Huían los camaleones, huían las dantas, huían los basiliscos, que en ese tiempo mataban con la mirada; los jaguares (follajes salpicados de sol), los pumas de pelambre dócil, los lagartos, los topos, las tortugas, los ratones, los zorrillos, los armados, los puercoespines, las moscas, las hormigas...
Y a grandes saltos empezaron a huir las piedras, dando contra las ceibas, que caían como gallinas muertas y a todo correr, las aguas, llevando en las encías una gran sed blanca, perseguidas por la sangre venosa de la tierra, lava quemante que borraba las huellas de las patas de los venados, de los conejos, de los pumas, de los jaguares, de los coyotes; las huellas de los peces en el río hirviente; las huellas de la aves en el espacio que alumbraba un polvito de luz quemada, de ceniza de luz, en la visión del mar. Cayeron en las manos de la tierra, mendiga ciega que no sabiendo que eran estrellas, por no quemarse, las apagó.
Nido vio desaparecer a sus compañeros, arrebatados por el viento, y a sus dobles, en el agua arrebatados por el fuego, a través de maizales que caían del cielo en los relámpagos, y cuando estuvo solo vivió el Símbolo. Dice el Símbolo: Hubo en un siglo un día que duro muchos siglos.
Un día que fue todo mediodía, un día de cristal intacto, clarísimo, sin crepúsculo ni aurora.
-Nido -le dijo el corazón-, al final de este camino...
Y no continuó porque una golondrina pasó muy cerca para oír lo que decía.
Y en vano esperó después la voz de su corazón, renaciendo en cambio, a manera de otra voz en su alma, el deseo de andar hacia un país desconocido.
Oyó que le llamaban. Al sin fin de un caminito, pintado en el paisaje como el de un pan de culebra le llamaba una voz muy honda.
Las arenas del camino, al pasar él convertíanse en alas, y era de ver cómo a sus espaldas se alzaba al cielo un listón blanco, sin dejar huella en la tierra.
Anduvo y anduvo...
Adelante, un repique circundó los espacios. Las campanas entre las nubes repetían su nombre:
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
Los árboles se poblaron de nidos. Y vio un santo, una azucena y un niño. Santo, flor, y niño la trinidad le recibía. Y oyó:
¡Nido, quiero que me levantes un templo!
La voz se deshizo como manojo de rosas sacudidas al viento y florecieron azucenas en la mano del santo y sonrisas en la boca del niño.
Dulce regreso de aquel país lejano en medio de una nube de abalorio. El Volcán apagaba sus entrañas -en su interior había llorado a cántaros la tierra lágrimas recogidas en un lago, y Nido, que era joven, después de un día que duró muchos siglos, volvió viejo, no quedándole tiempo sino para fundar un pueblo de cien casitas alrededor de un templo.
FIN
Leyendas de Guatemala, 1930