jueves, 20 de noviembre de 2014

Abelardo Castillo: Retrato del artista adolescente

A partir del nuevo libro de ensayos del autor, Gonzalo Garcés reflexiona sobre su obra y explica por qué lo considera "el escritor más joven" de la Argentina.

Por: Gonzálo Garcés

INCOMODO. Los ensayos que Abelardo Castillo incluye en “Desconsideraciones” incomodan y, cosa tal vez aún más admirable, muchas veces parecen incómodos.

Hace tiempo que me intriga el efecto que me causan los libros de Abelardo Castillo. Lo leí por primera vez hace más de veinte años. Desde entonces escribí varias veces sobre él, intenté explicar por qué creo que El que tiene sed es una de las mejores novelas argentinas, si no la mejor, ayudé a traducir sus cuentos al francés, lo entrevisté y lo traté como amigo. Sin embargo, mi lectura de Castillo nunca fue plácida. Cuentos como "Los Ritos" o "Crear una pequeña flor es trabajo de siglos" me agredían por la prepotencia de sus narradores, por esa forma de encontrar romántico lo petulante y elegante lo gratuitamente cruel, tan propia de ciertos intelectuales detenidos en la adolescencia y de cierta clase de alcohólico, y que la prosa tan eufónica y la perfección formal de los cuentos volvía más hiriente todavía.

Otros cuentos, como "Carpe Diem" o "La mujer de otro", me incomodaron por el motivo inverso: como incomoda lo muy frágil. Me daban la idea de una personalidad tan vulnerable, que su exposición en la página (incluso para uno que sabe por experiencia qué cosa construida es cualquier ficción) daba un poco de grima. Por otro lado los ensayos de Castillo, por mucho que me hayan enseñado, a menudo tenían una cualidad que me incomodaba también. Ahora sé cuál es: cierta forma de mirar las cosas y los hechos como desde muy lejos, como si fueran inalcanzables. Escritores o libros o efectos literarios que para Castillo deberían ser (y son) muy comprensibles, y que por esa razón uno esperaría ver tratados con desenvoltura, por un efecto de su retórica suelen aparecer como rodeados de un fulgor de leyenda: como podría imaginarlos una persona muy joven, que todavía cree –o mejor dicho le gusta creer; se esfuerza en creer– que las cosas importantes suceden siempre en otra parte. El efecto es paradójico: Castillo, por ejemplo, analiza sin contemplaciones el estilo de Roberto Arlt, explica la insensatez de ciertos giros empleados por Arlt y muestra luego por qué la prosa de Arlt sigue siendo, de todas formas, una de las más potentes de la literatura argentina; en este sentido, trata a Arlt con admiración ruda; pero, a fuerza de usar la retórica de la perplejidad, de decir que Arlt es "incomprensible", que "seguimos ignorándolo", de preguntarse "qué hace­mos con un genio casi anal­fabeto que es­cri­bía mal pero a quien le sa­lían nove­las como Los siete locos", Castillo termina por parecer, de todas formas, un poco idolátrico.

También Esteban Espósito, el protagonista de El que tiene sed, suele hablar con tono burlonamente fervoroso de "ellos": es decir los genios, los incomprensibles. Hay un horizonte donde está instalado todo lo deseable: la experiencia, la eclosión de la personalidad, la genialidad artística. Espósito es otro venerador nato, que se complace en constatar que lo que desea es inalcanzable. Lo cual no le impide, y yo más bien creo que lo ayuda, a ser uno de los personajes más vivos que yo haya encontrado en la ficción. Porque ésa es la otra cualidad enigmática de la literatura de Castillo: su desmesurada, contagiosa vitalidad. No digo vitalidad en el sentido de exuberancia, aunque a veces también eso; sino que no conozco otro escritor argentino cuya lectura provoque, como lo hacen los libros de Castillo, la impresión de conocer íntimamente a una persona viva. Es una literatura que remite a una forma de vivir más intensa, a una llama de la vida más brillante, que la que vive la mayoría de nosotros, o tal vez habría que decir la mayoría de los adultos.

Los textos incómodos

Es curioso contrastar esto con la imagen pública de Castillo. Los que lo critican suelen decir que es un escritor demasiado clásico, que practica formas anticuadas. Algunos lo encuentran demasiado truculento, como una especie de Sabato con mejor prosa. Otros, demasiado enfáticamente de izquierda, como un sartreano paleológico de los años 60. Suele aparecer en la portada de los suplementos literarios, con expresión severa, y en general con un tablero de ajedrez. Eso, y el hecho de que muchos lo elogien por el cuidado maniático de su prosa, basta para darle cierta aura conservadora, de escritor establecido, de prócer: es decir, el blanco perfecto para cualquier escritor joven que se afirma a sí mismo practicando la iconoclasia.

Leyendo los ensayos que acaban de aparecer bajo el título de Desconsideraciones, vuelvo a descubrir hasta qué punto esa imagen es producto de nuestra credulidad, de nuestra forma de aceptar acríticamente la apariencia más superficial que cualquier persona pública presenta de sí misma. Porque si algo no es este libro, es la obra de un escritor "oficial", con el sosiego que fatalmente va con esa posición. Son ensayos que, una vez más, incomodan y que, cosa tal vez aún más admirable, muchas veces parecen incómodos consigo mismos. Me llama la atención que, con excepción de la crítica del libro La Rive Gauche, todos los ensayos sean, de alguna forma, elogios. Pese a su título belicoso, Desconsideraciones es ante todo un libro admirativo. Sobre Gombrowicz, sobre Quiroga, sobre Echeverría, sobre Barrett, sobre London, Castillo escribe con algo más que entusiasmo; escribe con una especie de apasionada lealtad. El otro aspecto llamativo es, precisamente, qué es lo que Castillo admira en esos escritores.

Hablando de Jean-Paul Sartre, por ejemplo, anota que éste, acusado de frialdad e indiferencia hacia los demás, dijo que en efecto lo apasionaba comprenderlos cuando los tenía a mano, pero que no haría el menor esfuerzo por acercarse a nadie. "Y esto, que suena tétricamente a broma", escribe Castillo, "es mucho más que una frase: es la más aguda observa­ción sobre sí mismo que puede hacer un cierto tipo de intelectual." Es fácil percibir la alegría de Castillo ante esta confesión del autor de La Náusea; también lo es sentir que, para él, esa indiferencia esencial es una cualidad, si no altamente admirable en sí, por lo menos querible.

Relativa indiferencia hacia los hombres, porfiada subordinación de la experiencia vivida a la obra artística: esos rasgos elige destacar también en Freud, que aquí parece bastante menos científico que escritor, y en parte en Jesús, al que Castillo propone, por virtud de las famosas líneas ignotas que escribió en el polvo, como emblema y patrón de escritores. También participa de esos rasgos Ernest Hemingway. Si Hemingway timbeaba, dice Castillo, es porque había leído El Jugador de Dostoievski, y porque quería escribir sobre el tema. La experiencia vital, suponiendo que sea algo, es un intento de emular lo que se ha leído, que a su vez desemboca en escritura. O, para no ser tan exclusivos, es eso y también una cuota de vanidad: "Se enor­gullecía de ser un peso pesado natu­ral, es decir: un varón pode­roso, no me­ramente un gor­do". No sé si se pueden sostener sin exageración estas cosas; pero sí que esa precupación por parecer –por la imagen construida de la vida, de la cual participa la literatura– antes que por ser algo, es un rasgo definitorio de cierto tipo de personalidad, y quizá de todo el mundo a cierta edad. Más inesperado es el esfuerzo de Castillo para resaltar, contra la leyenda del Hemingway brutal, al escritor que le hizo decir a un personaje de Por quién doblan las campanas: "Con Dios o sin El, creo que es pecado ma­tar."

Sí, a Castillo le gusta mejorar a sus escritores preferidos. No quiero decir que los deforme deliberadamente. Pero es notoria su satisfacción cuando encuentra un argumento para sostener que Borges no era tan ranciamente conservador, o que Mujica Lainez no era tan tilingo. En uno de los mejores ensayos del libro, Castillo retoma la idea bien conocida de que La Casa, de Manuel Mujica Lainez, puede leerse como metáfora de la decadencia del patriciado argentino; pero señala que detalles intercalados por Mujica Lainez permiten inferir que esa decadencia no lo entristecía del todo: así, uno de los obreros que la ocupan resulta sensible a un cuadro de la casa, que a su vez se siente reconfortada por esa ocupación proletaria. Esto es lo que Castillo llama "un compromiso inconsciente que lo ubica en la posición correcta." A la inversa, en el ensayo sobre Rafael Barrett se esfuerza en recalcar que el autor furibundo de El Dolor paraguayo no era un hombre esencialmente violento; que era, en una palabra, un hombre bueno. Yo no conozco muchos ensayos actuales sobre literatura que se ocupen hasta este punto de las cualidades morales de sus objetos de estudio; pero bueno, tampoco conozco muchos donde la moral y la estética estén hasta este punto ligadas entre sí.

Para Castillo lo están. Los buenos escritores –lo dice sin pudor– son también, de algún modo, hombres buenos. Ahora recuerdo que Roberto Bolaño decía lo mismo, pero todos lo consideraban una boutade, porque Bolaño tenía un perfil más posmoderno que Castillo. Tal vez sea hora de empezar a analizar con más atención esas declaraciones aparentemente cándidas. En Desconsideraciones, si no entendí mal, bondad quiere decir dos cosas: ante todo, incapacidad para permanecer indiferente frente al dolor ajeno, y en segundo lugar autenticidad. La autenticidad, cueste lo que cueste, frente a un entorno incapaz de concederle su justo lugar, es otro de los temas de este libro. Sobre Esteban Echeverría, considerado por los historiadores como un autor larvario o inconcluso, Castillo dice: "No, no era Echeverría el inconcluso; nuestro país era el frag­mentario y caótico." Y dos veces –lo cual no es poco para un libro de sólo ciento treinta páginas– cita el juicio de Karl Jaspers sobre la exposición de los expresionistas en 1912, esa caterva de simuladores, donde "entre tantos artis­tas que preten­dían hacerse pasar por locos, el úni­co loco espléndido, el único loco de verdad y a pesar suyo, era Van Gogh".

¿Y qué queda al final, cuando el artista auténtico, o el loco auténtico, han encontrado su lugar en el mundo? La imagen está en el texto que cierra el libro, quizá el más sorprendente de todos: un hombre que escribe de noche, en una plaza, solo, bajo las estrellas, que repara en un hecho: la pobreza es fea, la injusticia es fea; quizá valga la pena intentar cambiar el mundo aunque sólo sea por razones estéticas.

El adolescente

Y uno empieza a preguntarse. ¿Quién habla así? ¿Quién, típicamente, está tan atento a las formas del mundo visible, a quién lo obsesiona hasta ese punto la apariencia, quién odia la fealdad como una ofensa moral? ¿Quién anda por ahí tan ensimismado, quién ama tanto a sus héroes, quién fomenta en sí mismo ese fervor por las cosas inalcanzables? ¿A quién lo preocupa la autenticidad con tanta urgencia? ¿Y quién lee literatura de esa forma: como el fin al que tiende todo, como la única meta de la vida, dado que es lo único que ordena y da sentido a la vida? No es una sorpresa lo que voy a decir. Es el adolescente. Y si Desconsideraciones, como pasa con otros libros de ensayos, puede entenderse también como autorretrato, ahí tenemos una clave para empezar a leer a Castillo de otra forma. Por otra parte, el mismo Castillo lo dice con todas las letras: "Los her­mo­sos libros, las dos o tres verda­des eter­nas, las nuevas verda­des transitorias que cam­bian la vida, el sentido abso­luto de la vida misma, se nos reve­lan en la ado­les­cen­cia o no se nos revelan nunca." No estoy diciendo que Castillo escriba para adolescentes, aunque es un hecho que los adolescentes lo han leído y lo siguen leyendo; propongo, en vez de la imagen de mármol que empieza a instalarse, la de un escritor que habla visceralmente desde la adolescencia, con las exaltaciones, las contradicciones y la vibrante luminosidad de la adolescencia, un Abelardo Castillo al que no es demasiado paradójico llamar el escritor más joven de la Argentina, el que quizá esté llamado a ser, con el tiempo, el escritor emblemático de una edad no muy tratada en nuestra literatura.

 

No hay comentarios: