jueves, 12 de junio de 2014

Recomendaciones a Sebastián para la compra de un espejo, Eduardo Gudiño Kieffer

Eduardo Gudiño Kieffer
Recomendaciones a Sebastián
para la compra de un espejo

Mire, Sebastián, es en la calle Juncal. Ven­ga, acérquese; voy a decirle el número al oído —es mejor que nadie lo sepa, hay secretos qué conviene guardar muy bien—. Bueno. Usted entra en la boutique y pregunta por la señora Hipólita. Le dirán que no está. Pero no se aflija, Sebastián. Sugiera que va de par­te de mistress Murphy y ponga cara de inteli­gente. Le harán un gesto de complicidad y lo llevarán a la trastienda. Abrirán una puerte­cita escondida entre los brillantes vestidos que cuelgan, inmóviles pero vivos, de una increíble cantidad de perchas doradas. Podrá entonces ingresar al cuarto de los espejos. La señora Hipólita, que adora a los muchachos desgar­bados como usted, le ofrecerá un cigarrillo. Acéptelo, Sebastián, acéptelo y aspírelo con delectación, porque sin duda será un cigarrillo egipcio con una pizquita de opio. Después con­temple atentamente la colección de espejos, emitiendo de vez en cuando una interjección oportuna y discreta. Nada de exclamaciones altisonantes, a pesar del asombro. Y tenga en cuenta que en ningún momento hay que pro­nunciar la palabra "mágico", porque se supo­ne que usted ya sabe que todos los espejos lo son, y en especial los de la señora Hipólita.
Fíjese en ése, Sebastián. Sí, en ése, el ova­lado con marco de plata. Todos los días, a las siete de la tarde, refleja a Rachel en su estu­penda interpretación de "Phèdre". Es magní­fico, ¿eh? O aquel otro, tan profundo en el misterio de su azogue, tan rico en las volutas rococó que lo rodean. No niego que es maravi­lloso. Pero no se lo aconsejo, porque al sonar las doce campanadas de la medianoche mues­tra a un oficial de húsares de Grodno asesina­do por su novia vampiro. ¡Brrr! Mejor es el que está a su derecha; menos morboso y suma­mente eficiente. Hasta educativo: Imagínese: a las seis de la mañana deja ver a las damas mendocinas bordando una bandera. Es un es­pejo quizás demasiado madrugador, claro, pe­ro tan patriótico como un discurso de fiesta cívica. En fin. .. hay que reconocer que la se­ñora Hipólita tiene una colección fabulosa. Espejos teatrales, pasionales, históricos...También tiene los que reflejan el futuro, pero sólo los muestra previa presentación del cer­tificado de buena salud, porque una vez tuvo problemas con el profesor N. El pobre era cardíaco y. .. bueno, usted sabe el resto, salió en todos los diarios.
Lo importante es que usted, Sebastián, puede comprar el espejo que más le interese. Los precios son exorbitantes, es cierto, pero no cualquiera puede darse el lujo de poseer cosas así. Además, si sonríe usted como está sonriendo justamente ahora, no dudo que la señora Hipólita le hará una rebaja o le dará facilidades. Es una mujer muy tierna, muy sensible, muy maternal a veces. Aunque tan arrugada que... pero eso no viene al caso. Elija el espejo que prefiera. Deje su dirección, y mañana mismo lo enviarán a su casa. ¿Un consejo? No lo coloque en el living ni en el es­critorio ni en ningún lugar por donde pase mu­cha gente. Sobre todo porque sus amigos son muy convencionales, muy burgueses, y el espe­jo puede reflejar algo irritante, impropio para la gente decente. Suponga que se le ocurra comprar el espejo de Paolo y Francesca...
¿Qué diría su abuelita materna, Sebastián, que va a misa todos los domingos? No, hay que tener cuidado, hay que ser respetuoso de las convicciones y de la moral de los demás. Yo le sugeriría (y perdóneme el atrevimiento), que ponga al espejo en el altillo, con otros trastos viejos. Más todavía: que lo cubra con algún paño opaco. Y otra cosa aún, la más impor­tante de todas: con los espejos de la señora Hipólita es imprescindible ser puntual. Pun­tualísimo. Si no llega usted a la hora exacta, no verá el espectáculo. Ni Rachel declamando, ni húsar sangrando, ni damas mendocinas bor­dando, ni Paolo y Francesca fornicando (per­dón otra vez, hay palabras que realmente no suenan muy bien). Si llega tarde sólo verá su propia cara, la misma de siempre, Sebastián, tan angulosa, tan mística. Pero eso es lo de menos. Lo grave sucede cuando la curiosidad lo impulsa a apresurarse y lo obliga a llegar demasiado temprano, para averiguar cómo prepara espejo su "mise en scène". Eso puede ser fatal, porque los espejos no toleran la curiosidad. Y sucederá que, al arrancar el paño que lo cubre y enfrentarlo, se encontrará usted con que está vacío, que no refleja nada, que su imagen en el espejo no existe y por lo tanto, claro, usted tampoco. Es una platónica verdad. Al no verse en el espejo, sin duda se llevará usted las manos a la cabeza, en un gesto de terror y de asombro. Pero como usted no existe, descubrirá que no tiene manos ni cabeza. Intentará salir corriendo pero tam­poco le será posible, pobre Sebastián, pues tampoco tendrá piernas. Y se quedará por siempre allí, atrapado en un espejo vacío que alguna vez retornará a la colección de la eter­na señora Hipólita y reflejará, para otro cliente como usted, joven y desgarbado, la imagen ascética de Sebastián, oh Sebastián pálido de terror, sólo durante un minuto y a la hora en que se pone el sol.

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