jueves, 12 de junio de 2014

Los votos de la hermana Fessue, Eduardo Gudiño Kieffer

Los votos de la hermana Fessue
- “He sabido, hijas mías, que los invasores ganaron el vado con puentes y barcaza, desparramándose por labrantíos y poblados indefensos, pasando a cuchillo a los campesinos y a los burgueses, incendiando trigales, violando ancianas y doncellas, estrangulando niños y saqueando cuanto pueden. He sabido que no respetan habito, tonsuras o lugares sagrados. Nuestro amado Arzobispo ha sido colgado de un árbol del camposanto y pende allí, comido por los buitres. Las hordas del demonio avanzan pisoteando los Evangelios, burlándose del nombre de Dios y del de su Madre. Solo tienen sed de sangre, carne y oro… Están a pocas leguas de aquí. Mañana mismo se encontraran frente a los muros del Convento. Golpearan estas puertas hasta derribarlas y no habrá oración que los detenga, no habrá palabra capaz de desarmarlos. Correrán por los claustros, penetraran las celdas y en la capilla, caerán sobre nosotras como lobos famélicos. Y nosotras, ovejas mías, no nos perteneceremos: somos esposas de Cristo. Frágiles pero fieles. He orado, hermanas, y os convoco para deciros mi decisión, inspirada por el Espíritu Santo: hemos de irnos cuanto antes, rumbo al castillo, para invocar la protección del Sire de Vede y colocarnos bajo sus armas. Hemos de dejar estas queridas paredes entre las que prometimos encerrarnos de por vida para cantar loas a la Santísima Trinidad. Hemos de quebrar, oh dolor, nuestro voto de reclusión perpetua, pues guardarlo significaría perder esta virginidad dedicada a nuestro Amantímo Esposo… Dios sabrá perdonarnos.Y su Madre, que como nosotras tuvo la suerte y la bendición de no haber conocido varón, intercederá por la salud de nuestras almas, preservada sin duda si preservamos la integridad de nuestros cuerpos.”
Así habló la Abadesa ante los llantos y algún grito histérico de las monjas aterradas, que se retorcían las manos y clamaban protección divina. Le costó buen tiempo serenarlas un poco y organizar la partida: las hermanas Agnes, Blanche y Geneviére se encargarían de las magras provisiones; la tornera clausuraría puertas y ventanas; otras se turnarían para salmodiar durante el camino, ocupándose de ayudarse mutuamente y de protegerse. En cuanto a la hermana Fessue, conocida por su piedad ejemplar, tendría a cargo la tarea principal: custodiar el crucifijo de oro macizo que sacarían del altar para llevarlo, e impedir así que fuera profanado y robado.
Pero la hermana Fessue, arrodillándose frente a la Abadesa y bajando los ojos dijo: - “No me pidáis eso, Madre. Llevaos el crucifijo, los vasos sagrados, todo cuanto queráis. Idos vosotras mismas, si crees realmente que puede quebrarse el severo voto de clausura. Pero dejadme aquí en el Convento. No me importa quedarme sola, no me importa sufrir el martirio que el Cielo me depara. Porque mucho peor seria para mi romper el juramento, salir de este lugar, de estos claustros, de este huerto en el que prometí quedarme mientras viva para adorar mejor a mi Divino Esposo. Irme seria renegar de Él, adjurar de mi fe, ceder a la tentación de abandonarlo, volver el rostro a Dios. Irme seria como morir espiritualmente y por mi propia voluntad. Se que de hacerlo, en el Valle de Josafat se me acusaría de perjura y se me colocaría del lado de los réprobos. Quiero quedarme: elijo el martirio”.
La Abadesa comprendió. La actitud de la hermana Fessue era terrible pero digna. La bendijo, pues, dejándola arrodillada sobre las losas frías, ante la desesperación de las otras que lloraban, suplicaban y se rasgaban las vestiduras. La resignada, heroica y noblisima decisión de la hermana Fessue era como una aureola a su alrededor, y la Abadesa pensó que llegaría el momento en que hablaría de ello con algún alto prelado, y que quizás encontraran, pasadas las guerras, el cadáver de la mártir incorrupto y oliendo a rosas. Seria la gloria del Convento.
Llegó el momento en que todo estuvo dispuesto. Las monjas salieron del amenazado reducto, una tras otra, despidiéndose de la que quedaba como si se hubieran despedido de una santa. Con veneración, con susurros, casi con adoración. Cuando la puerta enorme y rechinante se cerró detrás de la ultima cordera asustada, la Hermana Fessue levantó los parpados. Se puso lentamente de pie. Buscó en la cocina un carboncillo y con el comenzó a dibujar prolijamente una linea oscura debajo de sus ojos, al tiempo que se mordía fuertemente los labios para tenerlos de un rojo intenso cuando llegara la soldadesca. Tenia la conciencia tranquila puesto que guardaba el voto de no salir de allí. Cumplía hasta el final las reglas de clausura. Y - esto lo pensó mientras se quitaba la toca, soltaba su esplendida cabellera rojiza y se rasgaba los hábitos - nunca había hecho votos de no ser violada.
"Nunca dejes pasar la ocasión de guardar un juramento"

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