jueves, 12 de junio de 2014

La verdad sobre Helena, Eduardo Gudiño Kieffer

La verdad sobre Helena
              Eduardo Gudiño Kieffer. Fabulario.

Cuando cayó la ciudad y comenzaron los incendios, el saqueo, las violaciones, Menelao creyó que había soñado (¡por fin!) la hora de la venganza. Venganza esperada desde que comprobara la vergonzosa y humillante fuga de su mujer con el deiforme extranjero (¡mil veces traidor, pagar tan vilmente albergue y alimento!). Venganza acariciada, ansiada, imaginada noche tras noche durante el asedio interminable (la espada hundiéndosele en el pecho blanquísimo, o cercenando el mórbido cuello, o desfigurando con salvajes heridas el rostro de belleza increíble). Venganza, si, purificadora venganza que justificaría tanta sangre, tanta guerra, tanto héroe desaparecido. Porque Menelao no olvidaba. A pesar de los años transcurridos, a pesar del rigor de la batalla, del hambre y de la sed de los sacrificios y de los sobornos para convencer a los dioses, sufría de lo que hoy llamaríamos monomanía. Y su monomanía era, por supuesto, el afán de ver una vez más a Helena; llenarse los ojos con su egregia hermosura, embriagarse con el color de su piel, aspirar el excitante perfume que emanaba de ella. Mirarla, mirarla, mirarla… pero solo durante un segundo (cronometrado) y con expresión asesina. Después sería la noble labor de la espada. No iba a pronunciar palabra; no iba a escuchar las quejas, las excusas, los arrepentimientos. No iba a poner un dedo sobre ese cuerpo que sin duda le pertenecía (aún y a pesar de todo). La espada, solo la espada filosa y digna, podía enaltecer ese momento, final infeliz pero irremediable de la Guerra de Troya.
            Buscó a Helena por todas partes. En los palacios incendiados, en los templos, en las murallas. Creía que ya no iba a encontrarla, y masticaba la amargura del fracaso que hubiera sido cerciorarse de que ella había muerto también (y quizás hasta por amor a Paris)… cuando oyó su voz. La voz sonaba a sus espaldas, con ese tono entre ausente y cándido y sensual de siempre, con esa misma nota de ingenuidad que incluso podía ser verdadera. La voz lo llamaba por su nombre: -“¡Menelao, Menelao!” Menelao se detuvo y se volvió lentamente llevando la mano al pomo de la espada vengadora. Helena estaba allí, apoyada lánguidamente en una columna, tendiéndole los brazos. Menelao tardó en reconocerla. Porque durante el larguísimo sitio de Troya, e impulsada por el aburrimiento, Helena había comido demasiado. Además… los años no habían pasado en vano. El rostro de Helena era abotagado, fláccido y muy parecido al de una foca. Los cabellos pringosos, la túnica sucia (no de sangre sino de grasa) y el cuerpo de una obesidad desbordante. Al acercarse un poco más, todavía incrédulo, el pobre Menelao comprobó que el aliento de su mujer olía a cebollas. Envainó resignadamente la espada y, casi sin darse cuenta dijo:
-Querida, ¿no crees  que ya es hora de que volvamos a casa?

Moraleja: “No es tan lindo vengarse de una vieja gorda y fea, como de una joven hermosa”

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